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Quebrantos

lunes 8 de agosto de 2016
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"Quebrantos", de Gabriela Rosas. Portada diseñada por Érika Kuhn1

Hay poemas tan carnales que se hacen espíritu al leerlos. Con algunos de Quebrantos (Ediciones del Movimiento, Maracaibo 2015), escritos por Gabriela Rosas, se suscitan estos cambios en los que el cuerpo de quien los repasa se deshace del silencio y habla. Habla desde la cama, desde el sitio ideal para revelarse como cuerpo amado o como palabras para confirmarse. El deseo de quien enhebra los versos descubre la entrega:

Te digo que te quiero con mis manos
me importa que después de tanto escombro
tanta caída
sepas decir y digas
junto a mi cuerpo
Me importa lo temprano de tus sueños
que llegues limpio
a tiempo
tú que me conoces sabes que no temo
no pongo el corazón en cualquier parte.

(“Poro”)

Deseo, carne, espíritu, pasión, necesidad, fracaso. Quien pronuncia el poema es una mujer que puede silenciar el momento de esa entrega. O resumirse en pocas frases, palabras que desnudan más el cuerpo: una fiesta en la que también participa el miedo, el temor a derrumbarse.

La poesía amorosa, o más, la poesía que se añade al sudor corporal, no está alejada de otras instancias. Un poema amoroso o del deseo carnal es también un poema del reclamo, de la ruptura, de una conmoción que se afirma en su propia destreza como texto, como vida.

Con éstos de Gabriela Rosas el lector cierra los ojos pero no imagina el cuerpo. Lo amasa, lo inventa y lo desea. Quiere estar en ese cuerpo porque quien lo describe o lo narra desde el poema así lo dice. Son textos para ejercer la provocación. En “Una”, el ejemplo:

Este es mi secreto:
Soy una cueva
con todo el mar adentro
Doy por conocida una isla cuando me besan
Sólo me traicionan los gemidos
Un baño es una puerta a otro planeta
El final del mundo está en mi cuello
La lluvia es un hombre con olor a café
a veces,
llueve café en uno.

 

2

Desde el mismo cuerpo, movedizo y a la vez detenido, el poema llega a su límite. La mujer gime, sí, y sabe hacerlo en medio de un espacio donde es posible provocar el deseo en el lector: leo, luego deseo. Leo, luego soy orgasmo, pasión. El placer, el cuerpo que juega y se apacigua:

Jaque:
No encuentro jugada fuera de tu pecho
tanto silencio no cabe en una boca
un gemido es el paisaje más bello
vivo llena de peces
abajo
adentro

tengo la memoria justa de un orgasmo.

Un cuerpo, el deseo quebrantado, febril, quebrado, roto, recompuesto en el lecho, en la justicia del gemido.  

Y así, el mismo cuerpo, el nombre que se dilata en la carne habitada, la que habla o calla:

Nunca he sido presa
ajena a mis deseos
no poseo dientes
para la carne que anhelo en mis adentros
ignoro el color de los labios
durante la cacería
sólo es obvio lo que llevo a mi boca
busco en las noches una guinda.

El símbolo dice y silencia. El deseo permanece. La carne sufre el quebranto de saberse “boca seca” o cuerpo fraccionado.

 

3

Un cuerpo, el deseo quebrantado, febril, quebrado, roto, recompuesto en el lecho, en la justicia del gemido. Un cuerpo tomado, llevado al sitio donde es posible el todo, mientras lo que habita adentro confirma la existencia del alma. Podría parecer un momento de debilidad de quien escribe, pero, ¿quién no ha sido parte de una conspiración mientras la poesía —la poesía— es sólo alejamiento?

Que diga este texto lo que siente, lo que desea su cuerpo, el cuerpo de quien lo abruma, de quien lo asume como goce:

Voz hazte a un lado
que lo quiero de frente
fraccionando mi cuerpo
quiero sentir la dicha de la entrepierna
de ambos brazos
las plantas de los pies

levantar el cuerpo ajeno a las ovejas
que los hilos sean nuestros
otra vez.

El poema orgásmico. El texto y el semen sostienen el deseo. No hay símbolo que valga. Es una lectura, un dislate, una sofocación. La inflexión de un pensamiento diluido. Es cuerpo nada más. Alma para deshacer, para quebrantar.

Entonces, los quebrantos, el sentir doloroso, la belleza como imposibilidad en la boca del otro, el pasado que no se disuelve en las palabras. El poema rescrito, repasado una y otra vez sobre el cuerpo deseado, los daños, el daño, el adiós, la soledad.

Y luego, páginas más allá, donde ya no es posible alargar las piernas, poemas de un verso, de una línea horizontal, de un cuerpo que se queda en casa, con la memoria quebrantada.

Queda suspendida la erótica en el tiempo, en el poema que no concluye nunca mientras la piel pida o exija ser “el punto final que desde ahora somos”.

Alberto Hernández

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