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Foto: CorbisUna existencia: muchas vidas

Normalmente llamamos vida al espacio de tiempo que comienza al nacer y concluye cuando fallecemos. Así, vida, una línea continua sin más, sin perspectiva ni matices, como si fuera un bloque único en el que siempre hemos sido de una pieza, y cuando llega el instante postrero la gente dice: se acabó, ha muerto, pero están muy equivocados; cuando la muerte real llega y dejamos de sumar días en nuestro haber, no es la primera vez que fallecemos y en ese “pequeño” detalle nadie parece reparar; cuando alcanzamos el final ya hemos desaparecido con anterioridad muchas veces, y no estoy hablando de reencarnación precisamente.

Hemos muerto en tantas ocasiones a lo largo de nuestra existencia que al tenerlo asumido por costumbre ni nos enteramos, y lo cierto es que un día fuimos un bebé recién nacido que apenas llegado empezó a evolucionar y a crecer, luego el bebé fue una criaturita de un año, de dos, tres, y a los cuatro nos creíamos adultos y enseñábamos orgullosamente nuestra manecita, plegado el pulgar, mostrando a quien nos lo preguntaba que ya éramos “grandes”.

Seis, siete, ocho años y seguimos creciendo y cambiando; hemos muerto muchas veces y nadie, y menos nosotros mismos, nos ha llorado. Hojeamos álbumes de fotos y papá y mamá, los abuelitos, tíos y demás familiares, los amigos de la casa, todos aseguran: cómo has cambiado, ya no pareces el/la mismo/a, y tú contemplas con la superioridad e indiferencia de los pocos años, a aquel/la que un día lejanísimo fuiste, y te parece otra persona con la que no tienes nada en común como no sea en el nombre y los apellidos y en el hecho de que tus padres también lo son suyos.

Esas son las primeras muertes, pero no las últimas, que pasan desapercibidas sin causar ninguna tristeza. El tiempo prosigue su imperturbable curso y nos convertimos en adolescentes, la vida entonces se nos antoja como la goma de mascar, se alarga inverosímilmente, no tiene fin, la juventud es eterna, y a hurtadillas nos reímos de las personas “viejas” de treinta años, de los super ancianos de cuarenta y observamos estupefactos a los matusalén de sesenta; para nosotros no existe el otoño ni el invierno, nunca seremos como ellos, sí, nuestra juventud es eterna. Tal vez sea esta la época en la que estemos más vivos, más conscientes de nuestra propia existencia, de que respiramos, de que reímos, de que somos felices sin saber que lo somos —prerrogativa única de la extrema juventud—, sin embargo, esta etapa pasa también y constituye una nueva muerte de la que no nos enteramos. Nunca más volveremos a ser jóvenes, claro que eso no importa, ahora somos adultos y se supone que sabios, con experiencia, empezamos a apreciar las dulzuras del otoño y un día, de pronto nos damos cuenta de que, cuando menos nos lo esperamos, llegan los cincuenta años, antesala precursora de aquella mítica y lejana vejez, o, como ahora la denominan, tercera edad, en la que hipotéticamente vamos a empezar a disfrutar de la vida si el que nos lo augura es un banco intentando deslumbrarnos con el señuelo de unos fondos de pensiones con los que pretenden seducirnos haciéndonos creer que la ancianidad es la mejor etapa de la existencia.

Entonces uno/a piensa que el ineludible final se halla cercano y se deprime, imágenes agoreras asaltan sus sueños y cuando llega la festividad de los fieles difuntos esas calles funerarias que componen las alineaciones de nichos en los cementerios modernos, nos pintan un futuro nada halagüeño.

¡Qué absurdo..! Ese no es el final, nunca lo ha sido; cuando nos vamos, no hacemos sino cerrar la puerta definitivamente porque a lo largo de una existencia, la nuestra, hemos ido cerrando puertas, una tras otra, alegremente y sin percatarnos de ello. El niño que fuimos y que no volverá jamás, se queda al principio, irremisiblemente muerto, fantasma de un pasado, el adolescente, el joven, el adulto, el mayor, fantasmas todos habitantes de un tiempo ido... Son tantas las ocasiones en que nos hemos marchado ya, que una más carece de importancia. Nuestras células guardan en su molde el recuerdo de aquello que fuimos y que, a imitación de una barca arrastrada por el mar, se va difuminando en el horizonte de la lejanía.

Conozco a personas que han traspasado el umbral de los cien años, madres de amigas, y todas dicen lo mismo: a estas alturas lo único que queremos es descansar, irnos de una vez.

Irse de una vez, esa es la verdadera respuesta correcta; ellas no ignoran que se han marchado otras muchas pero no tienen miedo de hacerlo definitivamente, quizá porque saben, con la sabiduría que otorga el paso del tiempo, que el mutis se ha ido ensayando a lo largo de la existencia y que ya es hora de que caiga el telón pues somos la herencia de nosotros mismos sin solución de continuidad.

Ágatha Christie cierra su excelente autobiografía con estas palabras dictadas por la experiencia de una larga existencia:

¿Qué puedo decir yo a los setenta y cinco años?: Gracias, Señor, por la hermosa vida que me has dado y por todo el amor que he recibido.

Aunque no todas las personas sean Ágatha Christie, el mensaje está claro: disponemos de diferentes vidas dentro de una misma existencia y hay que saber disfrutarlas, en la medida de nuestras posibilidades, si queremos llegar al final dando las gracias; no dejemos que esa existencia fluya y se nos escape sin saber que contamos con etapas suficientes como para saborear plenamente cada uno de los instantes que nos ofrecen, y nada de reírnos de nuestra propia foto infantil, personaje regordete o desgarbado, ya que aquella criatura también fuimos, (¿somos?), nosotros.