XIII. Experimento de letromancia • Varios autores

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Ilustración: image100Cuando la luz se va

A mi abuela Francisca (Abuelita Pancha)
por todas las historias transmitidas de boca en boca,
surgidas en el campo mexicano.

El polvo me da de golpe en la cara y se cuela por mi boca y la nariz. Los rayos de sol llegan a mi piel y la queman. El auto tras de mí se aleja pronto y se pierde en esa carretera polvorienta que lleva a la cabecera municipal. Contemplo la casa con sus paredes carcomidas y las tejas rotas a punto de venirse abajo. El auto ha desaparecido por completo. Mis ojos se fijan en los pequeños frutos que cuelgan de ese árbol que por más de veinte años jamás ofreció nada a las bocas hambrientas de este campo, ahora desolado. Dirijo mis pasos hasta él. El estrecho camino de piedra poco a poco se oculta bajo la tierra. Sonrío. Estiro el brazo y cojo el fruto: pequeño de un verde puro. Lo limpio con mi camisa y me lo llevo a la boca. El sabor es dulce y su jugo refresca mi garganta. “Este árbol jamás dará peras”, dijo una vez mi abuela cuando quitó de una de sus ramas los calzones de mi primo. Su padre le había dicho que cuando una planta o árbol no florecía era necesario colgar en una de sus ramas unos calzones, de esta manera el árbol se apenaría y comenzaría a vivir. Ella lo hizo, pero después de un par de meses de no obtener resultados, tranquila, como era siempre, retiró la prenda del árbol y se encaminó a la cocina donde las llamas del fogón deshicieron la tela en minutos. Ella sólo suspiró... resignada.

Regresé por el camino e introduje mi mano en la bolsa del pantalón. Saqué las llaves y abrí el pequeño portón que se abrió con un fuerte chasquido. Ahí estaba la casa, con su patio central, los corrales de las gallinas del lado derecho, las habitaciones del izquierdo y al fondo la cocina y ese moderno lavadero en el que mi abuela jamás se acostumbró a lavar su ropa. Atravieso el patio y dejo en él la pequeña mochila que pende de mi brazo. Me encamino a la cocina. La puerta de madera sólo se sostiene con un par de clavos. La abro de un golpe y una nube de polvo se hace dentro. La mesa rectangular yace en medio del lugar, el fogón al fondo y el cuadrado lavadero para los trastos del lado derecho. Un viejo trastero, a punto de caerse, pende de una pared que ya se ha separado de la casa y deja entrar una delgada línea de luz. A tientas busco el apagador, rogando que la compañía de luz se haya olvidado de esta casa abandonada: el foco se enciende. Una gruesa capa de polvo cubre ese fogón que en mis primeros años alimentaron mi hambre y calmaron mi frío.

Cierro los ojos y la veo ahí parada junto al fuego haciendo tortillas: su cabello grueso sujeto en dos trenzas, la piel ya morena y curtida por el sol, las manos callosas del constante trabajo en el campo, sus ojos inquietos siempre hurgando todo y su sonrisa de niña, colocada en el momento preciso en sus labios resecos. Le sonrío y ella me corresponde. Me ofrece una tortilla con un poco de sal. La tomo y su tenue calor invade mi mano. Después, pone sobre mis manos un jarro con té de cedrón... el aroma de la bebida inunda mi nariz.

Cada noche, por diez años, mi abuela y mis primos nos reuníamos en la cocina. De uno en uno atravesábamos la puerta de madera para probar el bolillo que no era recién hecho y el café de olla. Y mientras los alimentos eran devorados por esos niños que trabajaban todo el día en el campo, ella nos hablaba de todos aquellos peligros que encerraba la noche.

“Cuando la luz se va”, decía ella, y al hacerlo sus ojos se perdían en algún lugar, “ellas salen de sus escondites y se transforman. Deben cuidarse muy bien, porque siempre buscan niños para calmar su sed”. Cómo temblaba cuando veía que su vista vagaba por la habitación, sabía que ese era el momento en que aquellos seres comenzarían a danzar en los labios de mi abuela. Entonces, iniciaban las narraciones de las mujeres de la noche quienes se quitaban sus piernas humanas para colocarse unas de guajolote y transformadas en bolas de fuego, danzaban alegres entre los árboles del río para después volar entre las casas desperdigadas de ese pueblo que poco a poco se iba extinguiendo. Cuando encontraban algún infante, entraban a las habitaciones por la rendija más pequeña de la puerta, dormían a los padres y bebían alegres la sangre de los niños. Y antes de que el gallo lanzara su cantar a través de los cerros para despertar al sol que aún dormía a lo lejos, ellas regresaban a sus casas a colocarse sus piernas humanas y caminar por la tierra como cualquiera.

—En una ocasión, el esposo de una de ellas la espió y vio cuando ella guardaba sus piernas de guajolote en el fogón. Por la tarde, cuando ella fue al campo, él tomó las piernas y las quemó en la lumbre. Y cuando ella las buscó no las encontró, lloró como niña y se quedó siempre como humana, pues ya no tenía la manera de transformarse —nos decía mi abuela mientras bebía a sorbos pequeños su café.

—Si alguien destruye sus piernas, ¿entonces ya no puede convertirse en bruja? —preguntó asustado mi primo Ramiro.

—No —señaló ella—. Y si el canto del gallo la sorprende en alguna casa, no podrá salir de ella hasta que el dueño le otorgue su permiso para irse de ahí. Don Francisco encontró a una en su cuarto y ella sólo dijo: “Canta gallo, quédate aquí”.

Sí, siempre escuchábamos sus historias, a pesar de que ya nos las sabíamos de memoria.

Pero mi abuela no sólo nos hablaba de esas mujeres, sino también de la manera de combatirlas. Sabíamos que para que una bruja no entrara en casa era necesario atravesar en la puerta una escoba y colocar unas tijeras completamente abiertas. Si una de ellas pretendía entrar, las tijeras se cerraban y la mujer quedaba atrapada, hasta que el dueño de la casa la liberaba o la entregaba al pueblo.

—La mujer de don Aurelio se encontró a su comadre sentada junto a la puerta. Asustada le preguntó: “¿Comadre, qué hace aquí?”. Y la mujer sólo dijo: “Cómo quieres que me vaya a mi casa si me amarraste con las tijeras”.

Así que antes de ir a dormir, mi abuela colocaba en la “pieza grande”, como ella decía, una escoba cruzada y unas tijeras abiertas... de esta manera la maldad no entraba. Por si fuera poco, también nos obligaba a ponernos la playera al revés y antes de persignarnos comprobaba que nuestra prenda de vestir estuviera volteada. Lo mismo hacíamos cuando al caminar por el bosque, ruidos extraños comenzaban a escuchase a nuestras espaldas. Nunca volteábamos, era otra regla: jamás voltear cuando sentías a alguien tras de ti. Simplemente nos quedábamos quietos y con la mayor rapidez volteábamos la camisa. Entonces, nuestro pecho poco a poco empezaba a latir más lentamente, nuestros pies temblorosos reanudaban el paso, los ruidos desaparecían y nadie nos hacía daño.

—Y si ves a algún aparecido trata de platicar con él, porque si no lo haces seguramente querrá hacerte algo muy malo —me dijo mi abuela al ofrecerme otro taco.

—Abuela, sabes muy bien que nada de eso es verdad. En diez años que viví aquí jamás me pasó nada —aclaré con una ligera sonrisa.

—Nunca te pasó nada porque siempre seguiste mis consejos, pero todavía las mujeres de la noche andan por ahí... aún debes cuidarte —señaló ella clavando sus ojos verdosos en los míos.

Y al decir la última palabra su figura se desvaneció frente a mí y me quedé con ese suave olor a tortillas recién hechas. Me incorporé: el sol ya se había ido. Recogí mi maleta y abrí la pieza grande, que parecía ser el único lugar por el que los años no habían pasado. Los muebles habían sido vendidos por un tío que tenía que completar lo que el pollero le pedía para pasarlo al otro lado. En un rincón había un catre. Lo extendí y lo preparé para dormir: por la mañana llegaría un hombre que estaba dispuesto a comprar estas tierras.

Cuando la noche cubrió por completo el campo, las luciérnagas comenzaron a volar, calenté un poco de comida en el fogón y salí al patio a contemplarlas moviéndose luminosas por todas partes. Las estrellas se veían inmensas desde aquí. Cómo extrañaba ese cielo lleno de luces. De reojo, vi una luz a la orilla del río, caminé hacia la puerta para ver mejor. Pensé que alguien estaría haciendo una fogata, mas la luz se movió: pasaba de un árbol a otro con gran agilidad. Un ligero frío recorrió mi cuerpo y mi pecho empezó a jalar más aire. Otra luz se unió a la primera y luego una tercera más. Retrocedí un par de pasos y mis piernas parecieron titubear. Las luces comenzaron a acercarse, pero entonces me di cuenta de que ya no eran tal, sino grandes bolas de fuego que se deslizaban veloces por lo negro de la noche. Traté de quitarme la chamarra, pero mi brazo quedó aprisionado por una de las mangas. Quise desabrochar mi camisa y cuando levanté el rostro contemplé los ojos negros de tres mujeres, sonrientes, paradas frente a mí.

Cuando el sol salió, una camioneta se detuvo frente a la casa. Un hombre gordo y de camisa a cuadros se acercó a la anciana mujer que barría tranquila el camino de piedra.

—Disculpe, madre, busco a Pablo Gómez, dijo que hoy me enseñaría las tierras —señaló el hombre mientras contemplaba a la mujer.

—Él dijo que todo eran supersticiones y ayer eso en lo que no creía se lo llevó. Jamás lo volveremos a ver —agregó ella con una lágrima deslizándose por su mejilla.

El hombre la contempló sin saber a qué se refería. Caminó un par de pasos y miró por la puerta esperando encontrar adentro a alguien más.

—Pero él me dijo que viniera hoy... me enseñaría las tierras, quiero comprarlas —aclaró el hombre extrañado.

—Estas tierras nadie las comprará... ellas vagan en la noche y de uno a uno se han llevado a todos. ¿Por qué cree que el pueblo está vacío? —dijo la mujer que en ese momento dejó de barrer—. Será mejor que se vaya de aquí, pero antes no olvide ponerse la camisa al revés, porque ellas pueden fijarse en usted y no lo dejarán ir.