La poesía de Horacio Castillo por Horacio Castillo • Alfredo Jorge Maxit
Horacio Castillo poeta y autometapoeta

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Horacio Castillo con su esposa Susana y con su hijo Horacio
Horacio Castillo con su esposa Susana y con su hijo Horacio.

Augusto Munaro expone —en su entrevista— algunos pareceres de Horacio Castillo acerca de cada uno de sus propios libros. Remito al lector a la lectura de tan valioso texto, pero aquí he preferido el camino de algunos de sus poemas, camino que también transita Munaro, como enseguida se verá aquí.

Trataré, pues, de hablar por ellos, que en el fondo constituyen una épica, un canto precisamente a esa fragilidad de la condición humana, no muy diferente hasta cierto punto de la fragilidad de la condición unicelular, insecto, flor o piedra. Y eso no es un problema posmoderno: es el drama de la historia forzada en toda época a darse un sentido.

(SC1)

Todo poema, efectivamente, es una teoría del poema. Y más también: una teoría de la poesía. Pero conviene recordar aquello del Fausto de Goethe: “Toda teoría es gris y verde el árbol de la vida”. Por eso, a la hora de escribir, prefiero pensar que estoy caminando con Sócrates, en Fedro, a orillas del Iliso, y que nos sentamos a la sombra de los árboles. Sócrates dice: “¿No es aquí donde Bóereas raptó a la ninfa Oritya?”. Y de pronto, una brisa perfumada trae unas palabras que vienen de lo inefable, unas palabras nada mas, que no entendemos bien qué quieren decir, pero intuimos que es la Musa que, como le dictó en un poema a Eliot, dice: “Every poem an epitaph” (Cada poema es un epitafio).

(AM)

Habrá transcripción de algunos de los poemas ya citados en este trabajo, ordenándolos cronológicamente, entre los que adjuntaré otros; a algunos de ellos les sumaré respuestas de las entrevistas, si las hubiere, o lo que me dijera el poeta, en conversaciones o por correos (CCC), algunos hasta con cuidadosas y precisas citas sobre sus propios poemas. Generalmente, para la transcripción de estas conversaciones o correspondencias haré uso de la tercera persona.

 

(De Materia acre)

Arte poética

Soltar la lengua, de manera que no trabe el producto
que viene desde adentro, impulsado
por una fuerza superior
y el hábil juego de riñón y diafragma;
insistir presionando los músculos
como para expulsar
un caballo o un cíclope;
repetir el procedimiento
provocándolo inclusive con los dedos
o una materia acre,
hasta quedar vacío, sólo reseca piel,
odre para colgar del primer árbol,
extenuada matriz de lo volátil, acaso de la luz.

 

Anquises sobre los hombros

Todos llevamos, como Eneas, a nuestro padre sobre
los hombros.
Débiles aún, su peso nos impide la marcha,
Pero luego se vuelve cada vez más liviano,
hasta que un día deja de sentirse
y advertimos que ha muerto.
Entonces lo abandonamos para siempre
en un recodo del camino
y trepamos a los hombros de nuestro hijo.

Eneas, al huir de Troya incendiada, carga a su padre Anquises sobre los hombros. “Ergo age, care pater, cervici imonero nostrae; / ipse subibo umeris, nec me labor iste gravabit” (“Entonces vamos, querido padre, trepa a mi cuello; / sube a mis hombros, esta carga no me será pesada”). Eneida, II, 705 y ss. Escribe Jason Wilson: “Su poema (...) habla de la paternidad tanto como de la tradición poética, con una sencillez emotiva”. Enzo Bonventre lo tradujo al italiano.

(CCC)

 

Salto

Primero es un eco vacío en el estómago,
enseguida una sensación de puro peso,
hasta sentir el tirón del correaje en los hombros
y la flor de seda que se abre encima de nosotros.

Entonces la respiración recupera su ritmo
y el mundo se ordena a nuestros ojos:
el campo roturado, las casas y los árboles,
el humo de la ciudad dispersándose hacia el río.

Hasta que la gravedad nos atrapa en su red
y nulas nuestras alas artificiales
caemos vertiginosamente contra la superficie
ávidos todavía de un aire que no es nuestro

 

Jean Beyar

De Suez, donde vio tantas veces la estatua de Lesseps,
no sabe qué lo trajo aquí,
acaso la eterna ilusión de los hombres,
la felicidad.
Si la halló o no,
si pensó alguna vez huir del destino,
nadie podría saberlo:
ahora se ha echado a morir,
como quien vuelve del trabajo,
desnudo, donde siempre vivió,
a orillas de la historia.

Según el autor, Jean Beyar era un francés que vivía en La Plata, al que le habían amputado ambas piernas, y que no tenía absolutamente ningún familiar. Por eso, Castillo puso su nombre en el título para que sobreviviera a tanta orfandad. De alguna manera, el texto recuerda “In memoria”, de Ungaretti: “E forse io solo / so ancara / che visse” (“Y acaso sólo yo / sé todavía / que vivió”).

(CCC)

 

Arriba y abajo

a Hölderlin

Arriba nada ha cambiado en todos estos años:
la luna sobre el álamo,
la cresta de los tecos,
el altillo donde el señor Scardanelli
reverencia cada día a sus huéspedes.

Abajo crecieron y tuvieron hijos,
van y vienen por vituallas y noticias,
o vuelven como ahora de enterrar algún muerto
y saludan de paso al carpintero vecino
que tiene como inquilino a un dios.

Tres espíritus de la modernidad experimentaron poéticamente la esencia de lo griego: Hölderlin, Nietzsche y Kazantzakis. Hölderlin, en su poema “Pan y vino”, escribió: “Sin duda los dioses / viven, pero encima de nuestras cabezas, en otro mundo / donde actúan naturalmente”. Nietzsche anunció “la muerte de Dios”, que —a mi entender— no es la muerte del Dios de la teología ni del dios de la metafísica, sino la “máscara” de la Naturaleza debajo de la cual se oculta lo dionisíaco. Y Kazantzakis, en su novela Vida y obra de Alexis Zorba, le hace decir al personaje: “Sin un poco de locura, un hombre no puede ser libre”. De los tres fue Hölderlin quien se sintió más griego, no sólo en su poesía, sino en su novela Hiperión el eremita en Grecia, donde dice; “Un dios es el hombre cuando sueña, un mendigo cuando piensa”, y fue él, como digo en el poema, un dios en ese sentido, pues soñó —lo dice en la misma novela— que “habrá sólo una belleza y naturaleza y humanidad se unirán en una sola deidad”. Por eso Heidegger lo tomó como fundamento de la poesía, y hasta escribió en un poema —porque Heidegger intentó la poesía—: “Hemos llegado muy tarde para los dioses, muy pronto para el Ser”.

(AM)

Scardanelli es el nombre por el cual Hölderlin, ya en sus años de locura, se hacía llamar. El “carpintero vecino” es Zimmer, que lo alojó durante décadas en el altillo de su casa, hoy museo. Osvaldo Piccardo, a partir de este poema, ha escrito un texto titulado “Humildemente” donde se refiere a ese hecho (Castillo, Horacio, Mitografías. La Plata: Ernesto Girard, 2009, p. 4).

(CCC)

 

(De Tuerto rey)

El cinocéfalo

Devoraste el ángulo de ciento ochenta grados que teníamos delante,
devoraste la seguridad de lo absoluto,
devoraste la ilusión de la identidad,
devoraste la posibilidad de afirmación,
devoraste el prestigio de lo real.
Y ahora, a mis pies, esperas el resto,
miras como pidiendo compasión,
como intuyendo
—hocico de perro, corazón de mono—
que no existe culpable.

El cinocéfalo: mamífero cuadrúpedo con hocico semejante al del perro. En la mitología egipcia era el nombre de personajes consagrados al dios Toth, representados con el citado aspecto animal.

(CCC)

 

Para ser recitado en la barca de Caronte

El paisaje es más hermoso de lo que habíamos imaginado:
estas murallas que caen a pico sobre nosotros,
aquel sol negro descendiendo sobre la laguna,
allá a estribor, un arco iris que refracta la niebla.
Pero esta moneda de hierro entre los dientes,
este óbolo que debemos morder hasta el término del viaje,
cierra la boca que desea cantar.
Cantar para estas almas tristes sentadas en el banco,
mientras el cómitre marca con el látigo el compás,
mientras ordena remar sin interrupción,
cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz.

El poema sobre Caronte no tiene relación directa con La Divina Comedia, texto que me ha proveído de algún tema, como el titulado “Con quanti denti questo amor ti morde”. Parto de la noción común de Caronte como el barquero que transporta las almas de los muertos a través del Aqueronte. Lo novedoso, si se me permite, de mi visión, es que quien narra —uno de los difuntos, seguramente un poeta—, en vez de mostrar temor o pesadumbre, contempla gozoso, aun en esas circunstancias, el paisaje que tiene ante sus ojos. Y otro dato, por si interesa, desde el punto de vista formal, es que el ritmo del último verso imita el movimiento de los remos: cada vez más fuerte, cada vez más rápido, más lejos de la luz (los dos hexasílabos primeros imitan el impulso, el heptasílabo indica el deslizamiento no producido por ese impulso).

(AM)

 

Ella en Sardes

Ella, a menudo, en Sardes,
tendrá su pensamiento aquí.

Como el caballo rompe el ronzal
y corre libremente por la llanura,
así volará hacia aquí,
con el destino atado todavía al cuello.

Cuando estuvo entre nosotros,
en ti echó raíces, de ti se nutrió,
pues toda alma es parásita
y sólo a expensas de otra alma crece.

Por eso ahora, en Sardes,
afilando el ojo en el esmeril,
ella tendrá su pensamiento aquí,
lejos de sus brazos, en un dominio bárbaro.

La estructura de este poema remite al fragmento 98 (D) de Safo: “en la lejana Sardes / volverá su pensamiento hacia aquí”.

Sardes: Ciudad de Asia, capital de Lidia, famosa por sus lujos. Safo, precisamente, en fragmento dedicado a su hija Cleis, habla de una mirra de Sardes, y Alcman de un “tocado lidio”.

“Como el caballo rompe el ronzal”: Ilíada (XV, 63-64).

“Con el destino atado todavía al cuello”: Las mil y una noches (Noche 322).

(CCC)

 

Pablo entre los gentiles

Su pie acostumbrado al desierto,
su ojo, repudiaban el mármol
mientras descendía entre mirtos y laureles,
dioses y héroes, centauros y lapitas.
Y dirigiéndose a la plaza disputó con los gentiles
sobre el dios desconocido
que también habían cantado sus rapsodas
y tenían allí mismo un altar.
De él somos progenie, dijo,
y cuando suene la trompeta,
vendrá a rescatarnos de la muerte,
a poner sobre nuestras cabezas,
no la corona corruptible de los atletas,
sino la guirnalda inaccesible de la resurrección.
Pero ellos, que habían visto volver del Hades
más de un mortal, aunque nunca al padre o al hijo,
a la esposa o al hermano, al extranjero o al enemigo,
rieron y se dispersaron.
Y caminaron hacia el estadio, subieron
las gradas del teatro, entraron a las tabernas,
dispuestos a oír otra vez sobre el punto,
intrigados por ese dios misterioso
que rehusaba el nardo y el apio,
que se negaba a sí mismo,
que atravesaba, como una lanza bárbara,
el costado del sol.

Sí, ya al final de Tuerto rey (1982), la concentración expresiva me impedía desarrollar otras experiencias. Y, precisamente, el último poema de ese libro, “Pablo entre los gentiles”, abre paso al lenguaje narrativo que desemboca en Alaska. Dicho carácter narrativo, sumado a la mayor extensión del texto, obligaron a trabajar la forma del poema, su estructura, que se hacen más complejas, hasta culminar en Mandala.

(AM)

Los hechos de los apóstoles, 17, 23-32. En el versículo 23, San Pablo, hablando en Atenas a los gentiles, dice: “Porque pasando y mirando vuestros santuarios hallé también un altar en el cual estaba escrito: AL DIOS DESCONOCIDO”. Y el 32: “Y así como oyeron de la resurrección de los muertos, unos se burlaban, y otros decían: te oiremos acerca de esto otra vez”. Esta posibilidad de volver a hablar del tema, propia del carácter griego, la encontramos en la Ilíada, donde Agamenón le dice a Aquiles: “Pero de esto hablaremos otra vez” (I, 144).

(CCC)

 

(De Alaska)

En una gran llanura verde

En una gran llanura verde tallábamos la luz
Cantábamos al tallar y nuestro canto se perdía en el vacío

En una gran llanura verde cercamos con un muro el horizonte
Cantábamos al cercar y nuestro canto se perdía en el vacío

En una gran llanura verde. En una gran llanura verde.

En una gran llanura verde edificamos un palomar
Cantábamos al edificar y nuestro canto se perdía en el vacío

En una gran llanura verde levantamos un osario
Cantábamos al descarnar y nuestro canto se perdía en el vacío
En una gran llanura verde. En una gran llanura verde.

Este poema, cuya falta de puntuación y repetición de la frase del título coadyuvan a la cadencia, podría considerarse —desde su materialidad, disimulada por el lirismo épico— como una visión de la Argentina y su historia, esa gran llanura verde donde todo está destinado al vacío.

(CCC)

 

Alaska

El ojo de la foca —mi amuleto— me llevará hasta el oso blanco.
¿Hay algo más bello que perseguir al oso blanco en el océano blanco?
Hace muchos sueños que sigo sus rastros, estas pisadas
en la nieve que el viento borra y no llevan a ninguna parte;
y los ojos, de tanto mirar, ya han dejado de ver.
Pero, a veces, en la inmensa blancura, he creído escuchar una especie de lamento,
un bostezo no parecido al de ninguna otra criatura viviente;
y cuando aparecen los primeros pelos de la sombra
y el sol sangra cada vez más hasta desaparecer,
alguien ha visto una silueta sobre la ladera
convirtiendo la noche en día, la oscuridad en luz.
Ahora se ha agotado el aceite de la lámpara,
las estrellas emigran hacia la tierra del caribú
y los hombres, excitados, colocan las trampas,
esperan la presa que se oculta para mostrarse.
¿Qué es ese resplandor en la escarpada colina?
Tres veces he frotado el ojo de la muerte,
tres veces prometí las vísceras a los hombres y los perros,
tres veces ofrecí como cebo mi corazón.
Y un día temblarán los cielos y la tierra,
un día la vara mortal atravesará su cuerpo,
y entonces colgaremos de un asta su vejiga
para ahuyentar la sombra y el espíritu de la sombra.
Luego arrastraremos sus restos cuesta abajo, hacia el mar.
y envueltos para siempre en la piel inmaculada,
seguiremos la marcha riendo clamorosamente
y dándonos los unos a los otros grandes palmadas en la espalda.

El título de este poema, a la vez título del libro, ha suscitado varios comentarios. “Alaska, una palabra silenciosa que dice menos que lo que se puede imaginar” (Juan José Becerra, “Horacio Castillo: un poeta clásico y moderno”, en: Página Doce, Buenos Aires, 4 de setiembre de 1993). “La obra que hoy comentamos lleva un título sugerente, nacido sin duda del verbo griego eeláskoo, que significa errar, andar errante” (Cilly Müller de Inda, revista Criterio, Nº 2.135, Buenos Aires, 23 de junio de 1994).

(CCC)

 

La ciudad del sol

Expulsados de la ciudad bajo el cargo de fabuladores,
vamos de un lado al otro, durmiendo ya en cuevas,
ya a la intemperie, y alimentándonos de hierbas y raíces
o con la miel de algún panal hallado fortuitamente.
Han venido con nosotros las mujeres y los niños,
y cuando nos reunimos junto al fuego del atardecer,
sus ojos se vuelven una y otra vez hacia las murallas:
después de todo, allí pasamos parte de nuestra vida.
Pero lo exigía la razón. ¿Cómo podían soportar
que llamáramos a la piedra río, al árbol estrella?
¿Cómo podían soportar que llamáramos al pájaro magnolia?
Lo exigía la razón. Y ahora, desde aquí,
vemos con tristeza las anchas puertas de bronce,
las altísimas torres doradas por el sol;
y cuando entran o salen las caravanas
los mercaderes describen las mesas y los vasos de oro,
los magníficos altares cubiertos de ofrendas,
las armas que colman todos los recintos
y que en el próximo milenio, dicen, incendiarán el cielo.
Lo exigía la razón. Y ahora, como una horda,
vamos de un lado al otro balbuceando nuestra lengua,
hablando el dialecto de una ciudad perdida
que ya nadie comprende. ¿Cómo podían soportar
que llamáramos al fuego pez, al agua paloma?
¿Cómo podían soportar que llamáramos a la rosa destino,
ellos, los que creen que las bellotas son bellotas?

El poema, cuyo título es el de la Civitas soli, de Tommaso Campanella (1568-1639), se basa en la condena de los poetas que se hace en La república o de lo justo, de Platón. Condena, en especial, contra Homero y Hesíodo, acusados de fabuladores y de blasfemar contra los dioses y los héroes. Esta acusación, que constituye para el autor una expulsión, es fruto de la razón, pues la república utópica debe fundarse en la verdad. Sin perjuicio de ello, el poema es, también, una crítica al exilio del poeta en la sociedad contemporánea, porque su lenguaje es ininteligible para el racionalismo.

(CCC)

 

Omphalos

Toma una piedra —dijo el mensajero— y marca el centro del mundo.
Pregunté de puerta en puerta, de plaza en plaza, de ciudad en ciudad,
pero nadie sabía responder. Y seguí a tientas el camino,
perdiendo a veces el rumbo, volviéndolo a encontrar,
confiando solamente en las palabras de los mensajeros:
Toma una piedra y marca el centro del mundo.
Más de una vez estuve a punto de renunciar,
de echarme para siempre junto al sueño de los padres,
pero de pronto el corazón comenzaba a saltar dentro del pecho,
venían a mi boca palabras de una lengua desconocida,
y apresurando el paso exclamaba: Antes de que se vaya la estrella.
Así llegué a una tierra donde lo primero que vi
fue un hombre que había hecho un agujero en una tumba
y echando agua fresca, repetía: Bebe, hijo mío.
Después vi una multitud que excavaba el lugar
y sacando los huesos de los muertos los llevaba en un carro,
delante del cual iba una mujer arrojando piedras al sol
y gritando: Ocúltate, para que la muerte no encuentre el camino.
También vi un pájaro que había salido de un pozo
y estaba sobre el brocal, junto al cual las mujeres
se habían congregado para interrogarlo:
¿Qué has visto allá abajo? —decían. Y el pájaro contestaba:
He visto hombres rapados, muchachas despeinadas,
niños mordiendo la manzana oscura de la nada.
Entonces las mujeres se asomaban a la boca del pozo
y arrojaban, gimiendo, grandes ramos de albahaca.
Había allí un árbol gigantesco, un tronco petrificado
junto al cual las muchachas llenaban de lana las almohadas
y colchones, y trenzando los cabellos de la novia, cantaban:
“Oh mi blanco algodonero, nadie te arrebatará,
y nuestro patio tendrá gracia, nuestra casa luz”.
Los hombres bailaban gravemente en círculo
y el que llevaba la ronda, golpeando el suelo con el pie,
cantaba: “Esta es la tierra que nos comerá,
esta es la tierra que come niños, flores y muchachas”.
Llegué junto al árbol y bailé con aquellos hombres,
tomados del hombro bailamos toda la noche,
hasta que mi boca empezó a balbucear una lengua desconocida
y volví a oír la voz del mensajero:
Toma una piedra y marca el centro del mundo.
Tomé una piedra y la puse junto al árbol
y la piedra se lleno de hojas, el árbol de sol.

En cuanto a “Omphalos”, una serie de experiencias confluyen en una idea y esta idea vuelve sobre las experiencias y genera el poema. Experiencias que, seguramente, tienen origen en el hecho de haber estado, en Delfos, en el mismo lugar donde estaba ubicado en la antigüedad el Omphalos, una piedra cónica que marcaba el centro del mundo.

Según el mito Zeus envió dos águilas en sentido contrario que se encontraron en Delfos. Allí, como lo he dicho anteriormente, una piedra cónica marcaba el centro del mundo. Esta idea de centro, o más exactamente de pérdida del centro, que he desarrollado también en mi trabajo “El poeta en las postrimerías”, ha sido siempre para mí fundamental. Como digo en ese ensayo, el Universo ha perdido su centro y hoy ese centro, que fue Delfos, que fue Roma, que fue la Tierra, que fue el Sol, no está en ninguna parte. Y cuando no hay centro, como digo también en ese trabajo, el Espíritu debe recuperar su propia gravedad y convertirse en centro. De allí que, en mi poema, la búsqueda del centro sea un imperativo existencial. Por eso, después de las imágenes de la muerte —las mujeres que arrojan albahaca en un pozo, un pájaro que sale del fondo de la tierra—, la piedra es colocada al pie de un árbol petrificado: y la piedra se llenó de hojas, el árbol de sol. (La imagen de este árbol petrificado me la sugirió el llamado algarrobo de Agüero, en San Luis, un árbol gigantesco que tiene más de 400 años).

(AM)

El poema incluye reminiscencias de cantos tradicionales de la Grecia moderna —cantos de boda, por ejemplo— y un verso cuya fuente remonta a un pasaje de “Carta al Greco”, de Nikos Kazantzakis: el día en que Creta se liberó del dominio turco, su padre lo llevó al cementerio y derramó vino sobre la tumba del abuelo de Kazantzakis para que celebrara también la liberación.

(CCC)

 

(De Los gatos de la Acrópolis)

Los gatos de la Acrópolis

Cómo tiembla la rama de laurel, cómo tiembla toda la morada.
Pero al pie de la columna, a la sombra del mármol,
ellos vigilan. ¿Duermen o sueñan? ¿Están vivos o muertos?
Lejos todo lo miserable: el gran Roedor,
el poder que desgasta la materia del mundo,
lejos lo que quita el sueño, la peste de lo que es.
Cómo tiembla la rama de laurel, cómo tiembla toda la morada.
Pero estáticos, perpendiculares al día,
ellos vigilan. ¿Son momias o espectros? ¿Dioses o demonios?
Y eras tú, Matador de Ratas, siempre bello y siempre joven,
tú que sólo te muestras al que es bueno.
Y eras tú, Matador de Ratas, pero no te veíamos,
tú que sólo te muestras al que es puro.
Lejos todo lo miserable, lejos
la alimaña del corazón, la degradación de la belleza,
lejos el diente de la nada, el embrión de lo que no es.
Tiembla nuevamente la rama de laurel, se estremece toda la morada.
Pero ellos vigilan. Y se detiene el proceso de corrupción.
Te veremos, Matador de Ratas, te veremos y no seremos despreciados.

Si bien la Acrópolis del poema es una metáfora, de alguna manera representa la colina ateniense donde están el Partenón y otros templos; ámbito, por lo demás, donde es común ver gatos, como también en las tabernas del viejo barrio de Plaka.

Matador de Ratas: uno de los epítetos de Apolo es “smintheus”, “el que mata las ratas” (Ilíada, I, 39).

tú que sólo te muestras al que es bueno: Calímaco, “Himno a Apolo”, 9.

(CCC)

 

El lavadero

Hay allí unos anchos y bellos lavaderos de piedra.
Homero, Ilíada, XXII, 153

I dreamed the dream called Laundry
James Merrill

Qué jóvenes llegamos aquí, a los grandes lavaderos,
donde vimos por primera vez a la hija del rey
descargando su ajuar, jugando con sus compañeras.
Aquí, donde las esposas y las hijas trajeron
sus magníficos vestidos, antes y después de la guerra,
donde vimos tantas veces llegar los carros del mundo
con las sábanas de la vida y de la muerte,
los manteles y las toallas, las vendas y sudarios.
Qué jóvenes llegamos aquí, a los grandes lavaderos,
donde también nosotros trajimos nuestra carga:
el tul sangrante, el paño ardiente de la fiebre,
la seda manchada por el pólipo del deseo.
Qué jóvenes llegamos aquí, oh dios de los lavaderos,
y cómo tratamos de borrar toda mancha,
cómo luchábamos vanamente contra lo indeleble,
hasta que extenuados nos dormíamos sobre las peñas
y soñábamos con una tela incorruptible, con un agua inmaculada.

El epígrafe está tomado, como se indica en el mismo, de la Ilíada (XXII, 153), donde se mencionan unos lavaderos de piedra, grandes y bellos, donde llevaban a lavar las ropas las esposas e hijas de los troyanos.

donde vimos por primera vez a la hija del rey: En la Odisea (VI, 36), Nausicaa, hija del rey de los feacios, lleva a lavar la ropa a los lavaderos y, mientras se seca, se pone a jugar con una pelota.

(CCC)

 

Mujer peinándose en el espejo

El peine va y viene por un campo de azafrán,
mientras la mirada recorre el óvalo del rostro,
las líneas de las cejas,
el lóbulo casi transparente de la oreja,
los ojos donde una sustancia viscosa
la adhiere a pensamientos antiguos,
hasta que una ráfaga la arroja hacia atrás,
lejos, como un pájaro marino,
al jardín donde espera el paso del rey,
pero el rey no ha pasado, o ella no lo vio,
y se sienta con el ramo sobre la falda
a escuchar la música de las rosas,
mientras todo se detiene a su alrededor,
el viento entre las hojas, las palomas en el tejado,
la sombra del mundo sobre sus párpados,
y sube los escalones del Primer Sueño
donde se sienta nuevamente en el jardín
a esperar el paso del rey,
pero el rey no ha pasado, o ella no lo vio,
y subiendo los escalones del Segundo Sueño
se siente con el ramo sobre la falda
a escuchar la música de las rosas,
pero el rey no ha pasado, o ella no lo vio,
y sube los escalones del Tercer Sueño,
siempre con el ramo junto a la falda
y la mirada detenida en el seto,
pero el rey no ha pasado, o ella no lo vio,
y se pierde en los caminos de lo Desconocido,
se extravía hacia Nunca o Ninguna Parte,
en el confín de los sueños, allí donde nace la realidad,
y de pronto se mueven o parece que se mueven las ramas,
alguien ha pasado el umbral de las rosas
y está despierta, viva otra vez.
después del sueño de quinientos años,
y todo se pone otra vez en movimiento,
el viento entre las hojas, las palomas en el tejado,
la sombra del mundo sobre los párpados,
esos labios que ahora se pliegan en una sonrisa
mientras la mano se detiene en el aire
y una manda de soles corre por su espalda hacia la libertad.

Este poema es un ejemplo de dos aspectos propios de mi poesía: primero, el título, que remeda el de un cuadro, y luego el recurso mítico que transfigura la experiencia concreta. Una mujer se está peinando frente al espejo y, mientras el “peine va y viene por un campo de azafrán”, su mirada se vuelve hacia el pasado, cuando esperaba la llegada del Príncipe Azul. El tiempo, como en el cuento de la Bella Durmiente, se detiene mientras sube, escalón tras escalón hasta el último sueño, donde se extravía “hacia Nunca o Ninguna Parte”. Y es allí, cuando está más lejos de la realidad, que el seto se mueve: el Príncipe ha llegado. Y entonces el tiempo reanuda su marcha, ya ha terminado de peinarse (acaso para encontrarse con él ) y “una manada de soles corre por su espalda hacia la libertad”.

(AM)

El poema recuerda el cuento de “La Bella Durmiente del Bosque” (“Belle au Bois Dormant”), de Charles Perrault, y la versión de los hermanos Grimm (Dornröschen).

(CCC)

 

A una nube que pasa

Nieve diseminada a la orilla de un lago. ¿O vértebras?
¿Una estrella de mar? ¿El omóplato de un dios?
Sentados en el mármol, al borde del promontorio,
te vimos a la derecha, navegando sobre las ruinas,
sobre la antigua tierra batida por los sueños,
más accesible para las gaviotas que para los caballos.
(Porque todo estalló, porque la forma estalló,
cayó como un anzuelo sobre todas las cosas
y todo mordió el anzuelo: la piedra fue piedra,
el árbol árbol, el asno asno y para siempre;
todo mordió el anzuelo, menos tú, siempre otra,
soplo o alma, nada eternamente en fuga).
Y divisamos a lo lejos la nave de proa azul
y al hombre de anchos hombros dormido junto a la adúltera
—su mano tocando la cadera— y a todos los compañeros
que volvían volvían del amor del olvido.
—Traíamos oro, bronce, mujeres, vino,
traíamos callos, sarna, peste, sueño,
pero de pronto el viento comenzó a soplar,
las olas se encabritaron y la tormenta nos dispersó,
unos hacia el destino, otros hacia el recuerdo.
¿Un hipocampo? ¿La trompa de un elefante?
¿El arco de una espalda? ¿El dorso de un delfín?
(Porque la luz estalló, porque el ojo estalló,
segregó una sustancia blanca —rocío o semen—
y huyó de la materia del límite de la muerte)
mientras navegaban hacia el sur, hacia la playa de Proteo,
y los seguimos largo rato con los prismáticos,
hasta que doblaron el cabo y se perdieron en la bruma.
—Tendidos en la arena, escondidos entre las focas,
esperamos casi sin respirar la llegada de la mañana,
hasta que el astuto nos descubrió y empezó a transformarse.
¿Un pez, un dragón, un árbol de alta copa,
una lengua de fuego, un corpulento jabalí?
Pero ya tirábamos con todas nuestras fuerzas de la red.
—Hay una isla en el cielo, una isla sin raíces,
que flota a la deriva como el tallo de un asfódelo,
patria siempre errante que a la hora del crepúsculo
arroja anclas, garfios, manos al fondo del abismo.
(Porque fijando la forma nada detienes,
pues lo que en ella sobrevive es lo que nunca fue).
Y nos quedamos inmóviles, hasta que sonó el clic
que nos volvió rígidos, amarillentos, eternamente jóvenes.
Este es mi padre, esta es mi madre, este soy yo,
y das vuelta, hijo mío, la hoja del álbum.

El tema del poema es, en lo principal, el cambio, representado en las formas cambiantes de las nubes y el intento de apresar a Proteo, aquella divinidad que podía transformarse continuamente, es decir el devenir heraclíteo. Pero si el tema es evidente, no lo es tanto la escena descripta: alguien, desde un promontorio, observa esas nubes y, al mirar el mar, recuerda el momento —aunque no se dice explícitamente— en que los que volvían de Troya se dispersan a causa de una tormenta. Menelao va a dar a Egipto, donde tiene que apresar a Proteo para que le diga cómo regresar a su patria. La estructura del texto consiste en varias partes con discurso distinto que se repiten: preguntas que aluden a las formas que toman las nubes, el estallido del Ser (punto éste colocado entre paréntesis), la voz del narrador y, finalmente, la inversión del tiempo al sonar el clic de una máquina fotográfica. Lo que parecía presente al comenzar el poema termina siendo pasado, pues todo consistía en una fotografía ya corroída por el tiempo donde el que la observa se ve a sí mismo junto a su padre y su madre en un promontorio a la orilla del mar.

(CCC)

 

Sphairon

Frag. 1

Este leve sudor que cubre todo el cuerpo —rocío secreto— denuncia a la vecindad de lo siniestro, el merodeo de lo absoluto
y el alma, en embrión,

 

Frag. 2

porque un alma debe estar madura para volar a las regiones superiores,
un alma debe ser robusta para soportar lo desconocido.

 

Frag. 3

¿Cómo evitar que sea prematura?

 

Frag. 4

pues pierden sus alas y caen, se pudren como un insecto
sobre la tierra.

 

Frag. 5

Otras suben la escarpada ladera, contemplan —dicen— la llanura de la verdad.

 

Frag. 6

Algunas llegan a la cima y ven la fiesta de los bienaventurados, oyen su risa inextinguible.

 

Frag. 7

pero más allá, en la tierra que nadie vio ni cantó

 

Frag. 8

y ahora tú, padre, madre y hermana de ti misma, has sentido el temblor

 

Frag. 9

¿Cómo, desprendida del ojo, sobrevivirá la mirada?

 

Frag. 10

Respira y se riza la superficie de la sombra,
sonríes y la nada ondea como un trigal!

 

Frag. 11

y arrebatada, de pronto, por la tempestad giras y giras

 

Frag. 12

adherida todavía a miríadas de sensaciones —plumaje dorado—

 

Frag. 13

clamando por una segunda oportunidad

 

Frag. 14

giras y giras

 

Frag. 15

que arranca de raíz los cabellos y los sueños, toda escama mortal.

 

Frag. 16

y una gran dulzura

 

Frag. 17

como una inefable sensación de gratitud

 

Frag. 18

una libertad desconocida, no albedrío: libertad.

 

Frag. 19

por donde la muerte entró en la vida la vida entrará en la muerte
—dijo.

 

Frag. 20

habiendo aprendido a reír, entre enjambres de almas por nacer,

 

Frag. 21

Ves: el río de los muertos lleno de mariposas.
Ves: la vida liberada de la cárcel de la Necesidad.

 

Frag. 22

y eliges para reencarnar el ave que los hombres llaman pelícano
y los dioses Salvador

La palabra griega sphaira significa esfera, pero el autor la modifica a imagen y semejanza del título de un tratado (el Proslogion, por ejemplo, de San Anselmo) del que se hubieran salvado algunos fragmentos. Varios aspectos del viaje de las almas y la reencarnación remiten a La república o de lo justo, de Platón, en cuyo capítulo décimo se narra el caso de Her el Armenio, que mientras estaba consumiéndose en la pira, resucita y relata lo que vio en el otro mundo, descripción que anticipa aspectos de La Divina Comedia. Escribe Martínez Astorino: “Si el lenguaje deviene máscara, aquí el lenguaje es la máscara del lenguaje devenido máscara. El texto poético se propone como una suerte de réplica de un texto presocrático fragmentado —en donde la fragmentación se refiere a la expresión gramatical: los versos en algunos casos no están cerrados o empiezan cuando la oración está avanzada—; deja de lado el uso de máscaras que encarnan personas, sucesos, etc., para elevar el texto mismo al rango de máscara de la máscara”.

(CCC)

 

(De Cendra)

En el muslo del dios

En el muslo del dios, de padre libidinoso
como todos los padres y madres, ay, fulminada,
me dispongo a nacer. ¿Pero qué me trajo aquí,
a este lugar secreto donde estoy a cubierto
de toda duda, de los que exigen la prueba
que nadie puede resistir —lo patente— y se exponen
al rayo? ¿Quién me trajo aquí, lejos de todo celo,
de los que un día me despedazaron y cocieron
mis miembros en un caldero o, según otros,
—y es lo que yo creo— me condenaron al polvo?
De todos modos no podían contra mí, contra
este corazón que alguien prestamente recogió y lavó y guardó,
a expensas del cual ha sido reconstituido
mi segundo cuerpo, animado por la misma alma
que permaneció tres días en la profundidad del infierno
—mi alma, que la muerte no pudo corromper
y que ahora, escondida, espera la verdadera ebriedad.
Porque sin despedazamiento no hay redención, sin muerte
no hay conocimiento, y traigo como prueba este cesto de uvas,
el misterio de la planta que nace de la ceniza
y crece y se expande y ofrenda al Universo
una nueva savia: gozo, no expiación.
¡Santa luz del día y torbellino celeste
de una nube viajera: danzo, luego soy!
Y tú, ternera de la tiniebla, alza también el pie,
salta, brinca, muerde, hinca, rompe, grita,
grita conmigo, el grito que te hará nacer.
Yo he vencido al mundo: alzo el tirso y el agua se convierte en vino,
bajo el tirso y se multiplican los panes y los peces,
y una vid infinita se ramifica entre las galaxias
y colma de pámpanos el sol y las demás estrellas.
A su sombra se ha tendido la mesa, se han dispuesto
el pan y el vino y nos aprestamos a cenar:
tomad y comed, éste es mi cuerpo,
tomad y bebed, ésta es mi sangre.
Ya está en llamas la perfumada cabellera,
arde la corona de hiedra y las hojas, crepitando,
se convierte en espinas; pero el vinagre sabe a miel,
y un río de flechas corre hacia el centro mismo de la Cruz.
Tomad y comed, éste es mi cuerpo
tomad y bebed, ésta es mi sangre
y tú, perra del Paraíso, alza también el pie,
ríe, canta, gime, danza, sueña, sangra,
sangra la sangre sin principio ni fin, sangra, sangra.

Este poema, que identifica a Cristo con Dionisos, recoge varias versiones sobre el nacimiento del dios griego: según un mito, los titanes lo descuartizaron, lo cocieron en un caldero, lo expusieron al fuego y de las cenizas nació el vino; según otra historia, Deméter, madre de Dionisos, recogió sus restos y reconstituyó el cuerpo; para otros, su madre fue Semele que, embarazada por Zeus, cae fulminada por una artimaña de la esposa de éste, Hera. Zeus, entonces, extrae al niño del vientre de Semele y lo esconde en su muslo para protegerlo. Para Martínez Astorino, en el texto “lo apolíneo se muestra como un engaño, como un velo que recubre el auténtico efecto dionisíaco”. Sin embargo, lo que el autor ha querido representar es la fusión de Dionisos y Cristo: el dios griego, nacido por segunda vez, va transformándose a través de aspectos comunes en el dios cristiano, el dios de la “eucaristía” (del griego “jaris”, placer, alegría). Algo semejante, en cierto sentido, a lo que hizo Cassiano del Pozzo, en 1625, al pintar a san Juan Bautista con atributos de Baco, con la vid y la corona de pámpanos, en su obra “Baccus dans un paysage”.

(CCC)

Tampoco voy a hacer proposiciones teóricas, ni citas... es un poema. Pero ahí lo que se intento hacer es mostrar cómo, en la figura de Cristo, subyace un gozo dionisíaco.

(At.)

 

Auto de sombras

Esta es la casa pero la casa ya no está,
este es el puente, pero el puente ya no está,
este es el mundo, pero el mundo ya no está,
y vas hacia aquí y hacia allá, y también más allá,
donde un tropel de voces sale de su escondite
tratando de tocar, antes que tú, la pared.

Y parte lentamente la gran barcaza de los sueños.

UNA VOZ
Yo arranqué tus ojos para que no volvieras a soñar.
Aquí están, en mis manos, fijos en el color que no existe.

OTRA VOZ
Me tomaste del tobillo y me hundiste cabeza abajo en el olvido.
Piedad para los que no pudimos nacer.

Y UNA TERCERA
Diez días ardió en la habitación tu mirada de perro,
hasta que se secaron los pisos y las almas.

LA AHOGADA
¿Te acuerdas de aquel llanto que brotó de mis ojos,
de mi boca, de mis pulmones, de mis oídos,
de mi sexo? ¿Cómo se puede llorar tanto, morir tanto?

UNA MUCHACHA CON OLOR A MOHO EN LAS MANOS
Yo sé que hubieras preferido el olor de un santo o de un caballo,
pero cuando tus manos revolvían mis entrañas
¿no extraías siempre siempre siempre hebras de Labranda?

HOMBRE VESTIDO DE AZUL
Te pedimos una gracia: que este gajo de sombra no se marchite.

LA EXTRANJERA
También yo esperaba el pájaro del atardecer,
aquel pájaro que venía a comer mis uñas.
¿Qué son estos huevos de sangre debajo de la almohada?

EL ZÍNGARO
Toma la medalla donde está el rostro que nunca encontraste,
el ungüento que dulcifica la mirada,
la vara de nardo traída para ti del desierto.

TRES HERMANAS
Mojamos nuestros dedos en miel, áloe, vino,
escribimos tu nombre en una piedra
y la arrojamos hacia atrás al fondo del tiempo.

LA ESPOSADA
En siete ríos me lavé y se tiñeron de blanco.
Águila que bajaste a beber, comienza el canto.
En siete ríos me lavé y se tiñeron de rojo.
Águila que bajaste a beber, he aquí el despojo.

CORO
¿Pero dónde está el padre, dónde está el hijo?
¿Dónde está la madre, dónde está la esposa, el hermano dónde?

HABLA EL NARRADOR
Tres veces trató de cruzar y tres veces retrocedió,
tres veces extendió los brazos para asir y ser asido,
pero desapareció en la tiniebla como un cuerpo que se separa del sol.

Y regresa lentamente la gran barcaza de los sueños.

Esta es la casa pero la casa ya no está,
este es el puente, pero el puente ya no está,
este es el mundo, pero el mundo ya no está,
y corres a tocar, antes que la muerte, la pared.

En mi poema (he aquí otro ejemplo de la cuestión de la forma a la que nos referimos antes) las voces de las sombras se encuadran en un texto unitario que evoca el juego de la escondida. Por eso el tropel sale de su escondite tratando de tocar la pared y también lo hace el narrador, que corre a tocarla antes que la muerte. Como se advierte, hay todo un diseño que además menciona “la gran barcaza de los sueños”, que al comienzo pasa y al fin regresa, y detalles como el siguiente: el narrador de lo que dicen las voces también desaparece, y entra en escena un segundo narrador que ve a aquél convertido ya en una sombra más (como un cuerpo que se separa del sol).

(AM)

La palabra “auto”, como se sabe, define un drama con personajes alegóricos. Aquí, como en tantos otros textos del autor, esos personajes son seres de carne y hueso, devueltos por la memoria bajo la forma de máscaras. En el caso, el texto ha sido organizado como el juego de la escondida, o del escondite, en que los que participan se esconden y deben ser encontrados por uno de ellos que, al descubrirlo, debe correr hasta tocar la pared antes que el otro. Las voces que vienen del pasado, como los muertos del Hades ante la llegada de Odiseo, se identifican, pero el narrador no las puede abrazar. Todo parece una mera ilusión, como lo sugiere la barcaza de los sueños que parte al comienzo del poema y regresa poco antes de cerrarse.

La esposada: el autor aprovecha la ambigüedad de esta palabra, que significa esposa pero también quien está sujeto por los anillos de hierro llamados esposas. Cabe señalar que, en este lugar, el autor recurre a la rima para acentuar la índole nupcial de los versos.

Labranda: neologismo del autor que sugiere el aroma de lavanda y la palabra laberinto, que viene de “labrys” (hacha).

(CCC)

 

La cabra

Bajaba entre los riscos ciega, resplandeciente,
con cintas en la cabeza y el cuello en silencio.
¿Era demasiado temprano para morir?
¿Era demasiado tarde para matar?
Bajaba entre los riscos, indiferente al abismo,
y se detenía en la última piedra.
¿Qué temes?, decía, y cesaba el temblor.
¿Qué sueñas?, y abolía la necesidad.
Bajaba como volando, mitad idea, mitad deseo,
y triscaba verdes todavía las raíces del destino,
dormía en un sueño joven, objeto muerto del futuro.

(Véase el comentario de Horacio Castillo a Augusto Munaro en: “En mis poemas estoy yo, revestido de una máscara”, texto tercero.)

 

A una rama de laurel

Un verde más intenso que todo otro verde,
un sueño más perfecto que todo otro sueño.
¿Qué es lo que huye? ¿A quién persigo?
Una lluvia ácida cae sobre mis hombros,
arde un clavo en mi nuca y los pies descienden
hacia la salida ávida de los muertos.
No hay mundo: sólo eso que huye.
¿Por qué trueca sus brazos en ramas, su pelo
en follaje? ¿Por qué muda de corteza
y cambia vena por vena, savia por savia?
Huye la naturaleza de la naturaleza, la hermosura
de la hermosura, pero la sangre es una
y atravesando las nervaduras más secretas
colma de hojas amargas la boca del futuro.
¿Qué es lo que huye? ¿A quién persigo?
El dedo envuelto en un pétalo de rosa mece su gema
y el ritmo despierta lo que yace oculto en sí mismo.
Así se alimenta el fuego. Y el calor, renovando
el misterio del círculo, curva la rama
y dora las hojas. Estalla, bulbo rojo de la vida.
Corona: mi locura te alcanzará.
Un verde más intenso que todo otro verde,
un sueño más perfecto que todo otro sueño.
Y el laurel inclinó su copa como una cabeza.

Esta elegía se enmascara en la historia de Apolo y Dafne. Según relata Ovidio en Metamorfosis (I, 452, 567), Dafne, perseguida por Apolo, cuyo amor rechaza, es convertida en laurel, que será el símbolo del dios. Ovidio termina ese relato con estas palabras: “factis modo laura ramis / Annuit utque caput uisa et agitasse cacumen” (Y el laurel se inclinó con sus ramas nuevas / y pareció que inclinaba la copa como una cabeza). El poema simplifica la frase final: “Y el laurel inclinó su copa como una cabeza”.

(CCC)

 

No temas al raptor

Ahora que desciendes hacia el fondo de la tierra
no temas al raptor ni al lugar donde te lleva
ni el tiempo que permanecerás donde no existe tiempo.
Recuerda los días felices, cuando jugabas con tus compañeras
recogiendo trébol y azafrán, violetas, lirios silvestres,
aquella flor morada que llevó tan dulce sueño
a tus ojos cuando se partió la roca del destino.
Recuerda cuando al atardecer rondabas junto al mar
sintiendo la canción de la espuma en tus tobillos,
inclinándote a tomar una piedra inmune a la tormenta,
a mirar el mundo a través de un traslúcido huevo de pescado.
Y la caverna donde nos refugiamos cuando empezó a llover,
lo lejano y ajeno que parecía el trueno,
el instante en que el búho nos miró con sus ojos amarillos
y abrimos, atónitos, el libro de los ciegos.
No temas. Los muertos son mansos animales,
andan entre las piernas y sólo buscan compañía,
un poco de calor para soportar la sumisión.
Háblales, si quieres, es lo que más necesitan, cuéntales
historias de corderos o de árboles, intenta una caricia,
pero sobre todo enséñales a estar muertos.
La vida necesita de la muerte, pero la muerte
necesita de la vida —la vida es la muerte de la muerte
y asciende a borbotones desde la raíz al fruto
dichosa y a expensas del triunfo de los muertos.
No temas. El raptor es rey y a su lado reinarás
no sólo sobre los muertos sino también sobre los vivos,
porque allí abajo se amasa la harina inalterable,
allí, en el oscuro caldero, se cuece la nueva vida.
No temas. Y ahora que desciendes al fondo de la tierra
deja que se cumpla lo que se tiene que cumplir
y regresa, aquí donde los brazos se abren impacientes,
donde esperan el viento con la semilla del doble abrazo.

El pretexto, o la máscara, de este otro poema elegíaco, inspirado en la muerte de un ser amado, es el mito del rapto de Perséfone por Hades. Deméter, madre de Perséfone, la busca hasta encontrarla y los dioses le conceden que su hija permanezca seis meses en el “kato kosmos”, el reino de los muertos, y seis meses, en el “pano kosmos”, el mundo de arriba, de la luz.

(CCC)

 

(De Música de la víctima y otros poemas)

La toma de Constantinopla

Las naves, colocadas sobre rodillos y tiradas
por bueyes, descendían por las laderas
con las velas desplegadas y cada remero
en su puesto. Así, con esa visión —porque
creímos que era una visión— comenzó nuestro fin.
A la noche sacamos los íconos, los huesos
de los santos, cruces y pedrería, las reliquias
—el diente del loco que habló con su caballo,
el dedo meñique del pastor de lobos,
el centímetro de piel que jabonó la muerte—
y recorrimos la ciudad entonando himnos.
En vano: el tiempo se había cerrado detrás de nosotros
y una fuerza irresistible cortó por lo sano
lo que estaba sano o por lo enfermo lo que estaba enfermo.
Habíamos vivido en el interior de un huevo
(el huevo sin salar de la Creación —decía)
y nunca pensamos que fuera del mismo existiera algo
y menos un poder suficiente para cascarlo.
“Han puesto una cuña en mitad del sueño
y ahora tendremos que soportar de nuevo el destino:
si esto o lo otro, hacia aquí o hacia allá, qué, dónde,
nosotros que conocimos la gracia de la verdad
y de su mano habíamos llegado hasta el cielo”.
“Es el fin, my only friend, el fin —contesté.
De los planes que elaboramos, el fin; de todo
lo que perdura, el fin; sin sorpresa, el fin.
Toma, pues, la autopista del desierto,
cruza conmigo el lado salvaje del dolor.
Starfucker, starfucker, este es el fin”.
“Quiero bailar al compás de los salmos,
bailar frenéticamente al ritmo de la pena madre.
Déjame olvidarme del hoy hasta mañana
¿o ya es mañana y hoy es el fin de todo?
Sálvate solo, ya que yo no te he podido salvar”
Habíamos comenzado a escapar, las llamas
bloqueaban rápidamente todos los caminos
y volvíamos una y otra vez la cabeza
Para ver cómo nacía una nueva civilización.
“No quiero morir en el lecho de una euménide —grité.
Espérame en la tierra del sueño más azul”.
Pero ya había crecido la maleza en la Historia y en sus ojos.

Si bien el título se refiere a un hecho histórico, lo mismo que varias circunstancias de los primeros versos, el poema avanza luego hacia un espacio más vasto: el fin de una época, de una civilización; de ésta, la nuestra, como lo sugieren la alusión a Nietzsche (el loco que habló con el caballo), Hitler (el pastor de lobos y el jabón hecho con piel humana). Pero llegados a este punto, en ese fin se inserta otro fin, el de un amor (o el del amor, como propone Martínez Astorino), con remisión a líneas parafraseadas de rockeros como Jim Morrison (“The end”) o la palabra “starfucker” tomada de Mick Jagger. Ambos finales, el de una era y el de un amor, o más bien el de toda civilización y todo amor, se funden hacia el final, tal como lo expresa el último verso: Pero ya había crecido la maleza en la Historia y en sus ojos.

(CCC)

 

Eva revisited

¿Cómo pudo recaer sobre mí semejante infamia,
propagada automáticamente de boca en boca,
generación tras generación? Yo madre de la culpa,
yo responsable de la Caída, yo arrastrando
a la humanidad hacia la condenación y la muerte.
Hasta proclamaron que el primer Mesías era insuficiente,
que hacía falta otro para borrar mis rastros.
¿Pero alguien se preguntó por qué, si el hombre necesitaba compañía,
no crearon otro hombre, por qué no hicieron hablar
a una planta o un mono? No, me creó a mí,
lo que implica el designio de involucrarme
en la trama siniestra: la culpa de las culpas.
A mí, que no estaba en el proyecto original,
y por eso mismo exenta de toda coerción.
Huesos de mis huesos, sí, carne de tu carne, sí,
pero el alma absolutamente mía.
Eso me sedujo: la libertad, y al oír el suave
susurro sabio —la instigación— corrí en tu ayuda,
al fin y al cabo para eso había sido creada.
¿No fui también yo la primera en hablar?
Porque no puede decirse que haya hablado
Dios en el acto de crear, ni tú al nombrar
los animales del campo y las aves del cielo,
ni tampoco el silabeo de la serpiente.
Yo hablé, yo traje al mundo la palabra
para ti, para mí, porque hablar es desear.
Sin mí hubieras sido lo mismo que un árbol
o una piedra: simplemente naturaleza. Por eso
te di a probar el fruto —toda yo fui fruto en tu boca—
y la mordedura que rasgó mis entrañas
nos hizo conocer lo que se nos quería escamotear.
Y qué alegría al descubrir nuestra desnudez,
reconocerse el uno en el otro, el rasgo de pudor
que nos separó para siempre de la bestia.
Habíamos roto el orden prescrito,
la materia se había expandido hacia adentro
hasta negarse a sí misma y liberar una fuerza
tan poderosa que dio sentido a lo creado.
Pero ven otra vez como en la noche aciaga,
vuelve a tomarme por primera vez,
hiende, cava, arranca de cuajo todo
todo nada muerte vida más ahora sí.

No sé si lo de “reivindicación teológica” de la mujer es exagerado, aunque algo de eso hay, pero yo preferiría hablar de “reivindicación poética”. La idea —modestia aparte— no deja de ser original y, hasta donde puedo afirmarlo, verdadera. He tenido la fortuna de que cierta crítica femenina ha reparado en aspectos de mis poemas que rescatan la condición de la mujer. Así, en “Dice Eurídice”, se ha subrayado el pasaje en que ella siente terror de que Orfeo la vea con su “tocado de sombra y el pelo sin brillo”. También en “Diálogo del cántaro y del agua”, texto brevísimo que es en realidad un diálogo entre lo masculino y lo femenino: —Sólo por ti soy cántaro. —Siempre soy agua. Asimismo, en “La virgen”, la mujer vive siempre el amor como un acto nupcial: se abre y se cierra —dice el texto— como una flor nocturna. En “Eva revisited” la cuestión va mucho más lejos, porque de lo que se trata es, nada más y nada menos, de que la mujer no estaba en el plan original de la Creación. Aparece luego cuando, creado el hombre, se le concede una compañía, lo que introduce el amor en el mundo. Y esa ruptura del orden original recae sobre ella, injustamente, como madre de la Culpa. Creo que en el poema hay un par de afirmaciones que fundamentan esa reivindicación: primero, que al no estar en el proyecto original de la Creación la mujer es libre; segundo, que ella —es decir, el amor— trae la palabra al mundo. Y un detalle formal: el poema se cierra con una sucesión de palabras, casi todas bisílabas, que sugieren el acto de consumación: hiende, cava, arranca de cuajo todo / todo, nada, muerte, vida, más, ahora, sí.

(AM)

 

Música de la víctima

1
SOL ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?

Despenado, soplo la flauta hacia adentro.
Soplo y estalla la música de la víctima.
Una sorda y pavorosa deflagración
que, zigzagueando vertiginosamente,
arrasa a su paso todo vestigio natural.
Más hondo, trépano: allí donde duele.
Hasta la culpa sin fin del revés
y la verdad cantará la verdad.

 

2
UN ALMA INSTRUIDA NO ENCUENTRA EL ARTE DE LA MÚSICA
CUANDO ÉSTA PIENSA ÚNICAMENTE EN LA GEOMETRÍA

Tanto tiempo imitamos el canto de los pájaros
que parecía demasiado sencillo cantar.
¿Era canto eso? ¿O propiedades de lo fatuo,
limaduras de lo obvio que salían a la superficie
y en contacto con lo fortuito se organizaban melódicamente?
Mucho tiempo imitamos el canto de los pájaros
hasta que desgarramos las entrañas de la paloma
y oímos el sonido que sólo puede oír
quien viola a sabiendas el silencio de la paloma.
Mucho tiempo imitamos el canto de los pájaros
pero invertimos la flauta y brotó música virgen.

 

3
LARGHETTO

Como una plegaria que no se cumple
retrocede tocando y tocando nuevamente su objeto
rebota más lejos y vuelve a retroceder
hasta ser arrojada donde jamás se cumplirá,
así lo propio asciende hasta la boca cerrada
y vuelve a descender para volver a subir
y volver a bajar hasta la innata mudez,
El que quiera pescado, que rece.
El que quiera oír, que muera.

 

4
LA MÁQUINA DE PICAR ALMAS

Soplo con el último aire que me queda
y la corriente que se forma bloquea
y aventa: lo que tuvo peso, lo que tuvo forma,
lo que se hizo sutil para evitar lo sólido.
Fracciones de armonía hacia futuras combinaciones,
levadura de alma en el altar vacío.

La inversión de la flauta a que se refiere el primero de esos poemas expresa la búsqueda de una “música virgen”, de un lenguaje que revele el sentido más allá del sentido: algo que trascienda el sentido convencional de la expresión para alcanzar otro que produzca el efecto de una iluminación. En ese estado, el lenguaje deja de servir para significar y sirve sólo para arder, alumbrando no con su significado sino con su resplandor: Tanto tiempo imitamos el canto de los pájaros / que parecía demasiado sencillo cantar. / ¿Era canto eso? Ahora, invertida la flauta, el sentido emana de una suerte de encantamiento: Gracia rebosante, atolladero del rocío.

(AM)

Este poema, escribe Martínez Astorino, “está organizado en cuatro partes según la configuración de una pieza musical, y si bien sería pertinente trazar esa dirección para recorrer el sentido del poema, pronto observamos que los poemas adquieren categoría de proposiciones autodeconstructivas de ese sentido que intentamos establecer (...). La hipótesis de lectura para estos poemas salta a la vista tras los primeros escarceos: son poemas autodeconstructivos que en sí mismos proponen una autocrítica del modo (aunque también del estilo en los términos de G. Granger) de hacer y concebir la poesía por parte de Horacio Castillo. En parte esto se debe a un hecho anunciado por ‘Música de la víctima’, a saber: la inversión metafórica de la flauta”.

(CCC)

 

(De Mandala, fragmento)

Destino veloz hacia el corazón de lo neutro                        Neuter —la lengua virgen
y arriba en el colmo un incesto magnético.
¿Cómo sobrevino? Llevaba un zapato negro
y el otro rojo, la campanilla colgada del cuello.
“Soy una rama retirada del altar de lo dual”,
dijo, y reconocía la voz de mi hermano                                Gracia de lo neutro: remi-
—mi hermano, lengua de una misma lengua.                    tir hasta el punto incompa-
“Yo también”, contesté, y vimos al deshollinador             tible con la escisión y la
salir vestido de blanco por la chimenea.                              diáspora
“Ni lo uno ni lo otro”, voceaba desde lo alto.
“Ni lo uno ni lo otro”, contestábamos desde abajo.

Todo era gemido y confesión, un cardumen voltaico.     ¿Y la palabra?
La mano se adhería a la mano, el pie al pie,
el hombro al hombro, la rodilla a la rodilla,
la espalda a la espalda, el cabello al cabello,
la mano al pie, el hombro a la rodilla,
el cabello a la espalda, la rodilla al pie                                 La palabra es la desdicha
el pie al hombro, el hombro al cabello.                                de la hipóstasis
¿Cómo es posible atar y desatar al mismo tiempo?
La cuerda que ata desata todo
y un nudo inextricable une y separa al mismo tiempo.
“No temas —dije a mi hermano—. Vamos hacia maná”.
“¿Hacia mamá?”, respondió. “Sí, hacia maná”.                 ¿Habla?

Como dije antes, Mandala plantea —líricamente aunque también retóricamente— la búsqueda de un lenguaje que salga de lo fenoménico, de lo contingente, del género, de lo accidental, de la apariencia, y exprese lo esencial, lo absoluto. Se trata de un poema complejo, desarrollado en dos textos paralelos, con dos tipos distintos de discurso que dicen lo mismo y se interfieren e imbrican, hasta culminar con la tachadura de la palabra “palabra” como única posibilidad de que la palabra “hable”. Implica, desde otra perspectiva, un incesto, porque la palabra es nuestra madre y de esa unión nace la lengua virgen, lo neutro, ese “lo” que surge de un pantano simbólico con las características de lo siniestro freudiano. Tal es la propuesta del poema, que toca, sí, ese más alto grado de individualidad del ser doliente, porque hace hablar a “eso” que se quiere decir y excede toda lengua.

(SC1)

El título de este poema identifica, por un lado, su estructura formal —son textos paralelos, aparentemente distintos, pero con una simetría interna— y por otro lado el mandala es una representación gráfica del Ser. Sobre esta base formal el poema narra la búsqueda de un lenguaje esencial, que supere lo fenoménico, y que el autor denomina “lo neutro”. Esta búsqueda de la palabra-madre configura un incesto que culmina con la manifestación de lo siniestro en freudiano, esto es, que la única posibilidad de habla, de dejar el “blabla”, es tacharse a sí mismo. Por eso el texto se cierra con la palabra “palabra” tachada con una cruz (Véase Martínez Astorino, Gustavo. “Cartografía de Mandala”, en El Espiniyo, City Bell, Nº 4, otoño-invierno 2006; Magaril, Nicolás, “Alrededor de Mandala, de Horacio Castillo”. En revista Fénix, Córdoba, Nº 23, octubre 2008, pp. 137-147).

Neuter, neutro en latín.

Shibóleti no sibólet; Biblia, Jueces, 12.6.

“Oudéteros”, en griego, significa neutro. La colocación entre paréntesis (supresión) de la sílaba “de”, según la pronunciación de la palabra en la lengua original, la convierte en “útero”.

Uno eterno inmóvil inmutable mudo: El poema agrega, a los atributos del Ser según Parménides y otros presocráticos, el de mudo.

(CCC)