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Morir a cuatro elementos

miércoles 22 de mayo de 2019
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Morir a cuatro elementos, por Marianela Cabrera
Ilustración: Detalle de “El aquelarre” (1797-1798), de Francisco de Goya

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.

I

En el viejo cementerio tu paso no es a soplos
ni siquiera es viento
Rasgas
con manos ganchudas y suenan pesadas
las lúgubres cuerdas de una guitarra de fierros
aúllas barítono y asustas porque asumes
que lo más siniestro es la muerte vieja disipada por el campo
Mas eres quien hablas a veces susurrando
y otras con ferocidad aquí en el lecho
Ya has penetrado cuerpo y mente
vaho helado que busca sigiloso
y me llevará
haciendo sonar las primorosas verjas
cual una marcha fúnebre

 

II

Cuatro ancianas aprendieron, no se sabe cómo ni desde cuándo. Salieron de su estado de confort citadino y fueron a sentarse a oscuras y secaron las carnes curtieron los cueros, encurtieron y conservaron en salmuera, canalizaron las aguas.

Encendieron el fuego. Fue muy difícil y les llevó días. Sabían qué maderos ahumar para que dejaran el sabor de su procedencia en las fibras de los alimentos.

Aprendieron no se sabe cómo a curarse solas, a lamer sus heridas de las luchas cuerpo a cuerpo, sus hincadas con espinas y los látigos de las ramas, a prescindir de fármacos y aprendieron de la botánica su esencia primigenia.

Remendaron sus ropas y se sentaban en la noche oscura a contar historias. Comenzaron con la Ciudad Madre que las vio nacer: la quebrada de las animas, el carretón de la muerte, la vestidita de morado, la historia de las cinco hermanas que vivían en la casa en cuyo patio trasero había al menos dos carros carcomidos por el orín y una pianola Van Dusen. La casa de las tres esquinas, la casa de las cabreras cuidadoras de cabras urgidas de ser vistas por otros ojos que no fueran los de los machos cabríos, que en el fondo eran los ojos del mismo diablo que las atormentaba en sus camas.

Noche tras noche fueron sabiendo más, sus cuentos eran continuados hasta el amanecer, tantos cuentos que esa ciudad volvió a ser “la flor de piedra del siglo XVI” y ellas parecían haberlo vivido todo, fundado, erigido, y ya no necesitaron sentarse a la luz del hogar porque desdentadas reían volando en penumbras haciendo círculos esperpénticos y sólo sus víctimas pudieron ver por última vez sus oscuros y retorcidos aquelarres que invariablemente acababan a fuego limpio, no se sabe si por ritual o por el puro antojo de las viejas brujas.

 

III

Dejó de fluir
En acequias, bucos, quebradas, manantiales
Fue como recoger la escenografía de un acto cultural:
¡Cierren el grifo! diría un maestro escolar, ¡guarden el pasto y los peces de plástico! ¡Enrollen el cielo!
Un buen día nos caldeábamos al sudor de nuestros propios líquidos
al otro, fuimos siete cueros con sal
Lo que fue sustancia en encuentros amorosos juveniles
es reseca piel deshidratada
Nadie morirá ahogado de amor
y toda almeja fruncirá su esplendor y su turgencia
secándose en ausencia de caricias y humedades

 

IV

Pude escuchar la incisión regular de una pala o tal vez dos
Rítmicas, hipnóticas
la rigidez se me hizo familiar
Parálisis del sueño
mi kanashibari sempiterno que a esta edad ya no temo ni lucho contra “eso”

Transité ese túnel apacible de sueños lúcidos ajenos a las presentidas pesadillas de mi juventud, época en la cual, de haber sabido su naturaleza, me habría entregado al placer de percibir goces, vicios, lugares, personas, haciendo lo a que mi mente se le antoja.

Mi kanashibari sólo tiene un veto: no recordar nada al despertar, pero ¿para qué querría yo hacer tal cosa como recordar un sueño?

Volví en mí. Ya no escuchaba nada, una sonrisa se dibujaba en mi cara y sin embargo no pude renunciar a la posición de extremo rigor aun creyendo que podría moverme por estar despierta. Esa acción que se dibuja en la mente y luego la haces existir perturbando el espacio, habitándolo. La oscuridad de algodón chamuscado espesa y esponjosa pesadamente me reprimió. Tal vez no es la mesa de luz que tropiezo con los codos, no es el dosel y su cortinaje, es más breve que eso. El espacio me impacienta, me asfixia.

El cajón era cartón reciclable de la firma “ecofunebria”. Diría mi ángel del sepulcro, el que pagué a plazos, siempre sarcástico y bellaco: “Esa empresa funeraria la fundaron en un autobús”. Pronto la tierra estaba en mi boca, la sentía enorme, abierta, ¿desencajada? y por alguna razón no podía cerrarla. Una niña fea vestida con ropa de antaño hizo de mi clavícula flauta y me instaba a seguirla luego que saliera por el hueso una tétrica melodía: “uhiji uhijiiii uhijiiii” y como buena larense me ofendía el ego una barbaridad.

A lo lejos reconocí a mi padre y a una tía materna. Ella apenada, incómoda, porque llevaba collar de perlas, un buen traje, pero no llevaba zapatos y pensé rápidamente que ese malestar podría durarle una eternidad.

Así fue como creé este vínculo con la tierra. Siempre odié a la naturaleza: morros, bosques, selvas, dunas, montañas, playas, cerros, lagos. La sensación de lo majestuoso y la incomodidad de ver su prodigio y tener que describirlo, dibujarlo o fotogramarlo. Si no fuera por la necesidad que hay de estar obligatoriamente en un lugar, moverse dentro. Hubo cosas que no fui capaz de ver en ese nuevo estado. Posiblemente sí pusieron al ángel que mandé a tallar y pagué en cuotas o no, sí había barandas en el panteón, sí era un lugar apacible o apocalíptico. Aunque la idea ecológica ya me había matado las ilusiones por las que tanto trabajé y nadie vio la necesidad de costear un catafalco modelo neopolitan o el féretro mandrágora cuyos componentes expondrían mis veleidades a nivel sobrenatural o un ataúd simple de madera ayous y cedro.

Pero allí estaba. Unida a esa parcela entre marrón y gris a veces amarilla y otras negra. Atenta de proveer gusanos
Atenta de las brujas y sus ritos. Ritos son algo distinto a los rituales. Pero ese es hueso para otro perro.
Atenta de darles mil años para contar esta historia enterrada.
Atenta de filtrar el transitivo verbo del principio a ver si estaba dios en ser agua y todo lo demás, incluso ser verbo sin tamizar y que lo único sagrado son las palabras.
Atenta del fuego para pasar de negra a pavesas sueltas y luego estar amarilla, seca, cuarteada.
Atenta a la erosión del viento que hace surcos y me talla horizontal y reconozco mi forma fantasmagorianamente humana.
Falta la clavícula, pero el viento esta vez me hizo un traje de hojas secas
Y una cabellera larga y ceniza que se une al río
Río que parte en dos a mi ciudad iluminada por la luz de la luna en estos tiempos de inmensa ruina y desolación.

Escrito en crisis el 4 de abril de 2019
Marianela Cabrera
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