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La fiesta del Monstruo

viernes 24 de mayo de 2019
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La fiesta del Monstruo, por Javier Garrido Boquete
Ilustración: Detalle de “Saturno devorando a su hijo” (c. 1819-1823), de Francisco de Goya

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2019 con motivo de arribar a sus 23 años.

Aquí empieza su aflicción.

¡El Monstruo Vive! —leyó al pasar en aquel cartel fijado sobre la pilastra, descolorido y erosionado por el roce de mil hombros tan indiferentes como apresurados. Inadvertidamente, comenzó a murmurar entre dientes la consigna oficial, hasta que se supo vomitado hacia la acera desde la boca de la estación, dejando atrás el aire caldoso y hediondo a orines, a ropa mal lavada, a sudor rancio, a heces y a otras mil excreciones. El alivio de la primera bocanada de aire del exterior (casi) limpio fue como un puñetazo en el rostro, y el resplandor del sol le hizo parpadear con los ojos llenos de lágrimas.

Mientras arriba los muchachos-pájaro se las arreglaban para colgar pancartas, banderines rojos y afiches del Monstruo sin escaleras ni andamios, abajo los operarios derrochaban camión tras camión de agua.

Contra un cielo de un azul tan intenso que era casi púrpura vislumbró las siluetas de dos muchachos trepados en un poste como otros tantos pájaros grotescos y enormes, que reñían mientras intentaban enganchar sin éxito una guirnalda de banderines rojos. Sus voces chillonas y destempladas remedaban los graznidos de un ave, y muy en lo alto, partiendo el firmamento, alcanzó a distinguir la estela blanca de un avión.

Ese era un fenómeno que desde siempre le fascinaba. Involuntariamente, recortó el paso, lo que resultó una pésima ocurrencia, pues alguien que venía detrás lo tropezó de mala manera, haciéndolo tambalearse. Trastabilló y poco faltó para que se fuera de bruces, pero en el último instante logró recuperar el equilibrio y sólo clavó en el embaldosado sucio la rodilla derecha.

No fallaba nunca: esa era precisamente su rodilla mala.

—¡Viejo marico, mamagüevo, hijo de puta! ¡Maldito bocabierta! ¿Por qué no te fijas por dónde vas? —le escupió su agresor de pasada.

Se levantó como pudo, yerto por el dolor. Nadie se detuvo a auxiliarlo, aunque la verdad es que tampoco se lo esperaba. Se sacudió el barro del pantalón lo mejor que pudo, y aún tuvo tiempo de felicitarse de que éste no se hubiera roto, y por no haber tampoco perdido la bolsa con el almuerzo ni su botella plástica.

El sólo imaginar lo que hubiera implicado romper el pantalón, su único pantalón bueno, y justo en ese día, le hizo sentir un escalofrío.

—¡Carajo!

Es justo admitir que tampoco es que la calle oliera exactamente bien. Las brigadas voluntarias de urgencia se habían esmerado en los últimos días por adecentar la avenida, y mientras arriba los muchachos-pájaro se las arreglaban para colgar pancartas, banderines rojos y afiches del Monstruo sin escaleras ni andamios, abajo los operarios derrochaban camión tras camión de agua, traída quién sabe de dónde, en pugna a brazo partido por eliminar toda la mierda y toda la roña acumulada de años, ante la desesperación muda de los defraudados transeúntes. Pero daba igual: tras la remojada, la calle incluso olía peor, como si el agua de algún modo hubiera activado los resabios de orines arcaicos, acumulados en quién sabe qué recónditas grietas del pavimento.

Por suerte, apenas tenía que recorrer cojeando sus buenos cincuenta metros hasta la entrada del ministerio. El cuerpo, que le dolía ya incluso antes de levantarse de la cama, le había dolido mucho más durante el traqueteado viaje en el vagón, comprimido en medio de la masa compacta y palpitante de pasajeros, y le dolía aún mucho más ahora, después de descalabrarse la rodilla. Seguro que para la tarde iba a estar mucho peor, y se le ocurrió que era una lástima que justo ese día no pudiera darse de baja pidiendo un reposo. ¿O quizás sí? Mejor ni pensarlo…

Después de todo, esos quebrantos no tenían nada de particular: al fin y al cabo, le faltaban sólo tres meses para cumplir los setenta y un años.

¿Setenta y un años? ¿Tan pronto? Pues sí. Y es que tenían que haberlo jubilado hacía ya más de un quinquenio, pero por lo visto sus solicitudes nunca acertaban con la instancia correcta en el galimatías administrativo de los casi trescientos ministerios existentes. En la oficina de recursos humanos, donde ya detestaban sus continuas visitas, siempre le repetían que “tenía que esperar por la resolución”, aunque jamás le aclaraban exactamente de quién. Siendo también un burócrata consumado y con cinco décadas de experiencia a sus espaldas, bien podía imaginarse que su resolución estaría dormitando en la base de una creciente pila de documentos: los de arriba eventualmente serían despachados, o, al menos, desestimados, mientras no fueran anegados por el flujo siempre creciente de trámites nuevos, pero los de abajo dormirían el sueño eterno de los justos.

La calle se veía algo más animada que lo habitual. De los humeantes camiones de estacas que arribaban sin pausa comenzaban a apearse los fuereños, reconocibles tanto por su vestimenta particularmente andrajosa como por mirar con ojos asombrados y la boca abierta los altos edificios con la efigie del Monstruo pintada en cada fachada. También había un goteo de ostentosas y ominosas camionetas negras, flamantes y blindadas. Era claro que nadie estaba dispuesto a perderse la ocasión.

—¿Va a llevar su agüita, mi jefe? —oyó que le decían.

A nadie se le había ocurrido aún echar de la acera a los expendedores de agua, como sí lo habían hecho con todos los demás buhoneros: con los vendedores de ropa de cuarta mano, de aceite requemado, de paquetes de harina de a cien gramos, de cigarrillos y huevos detallados, de arroz a granel y de recambios usados de electrodomésticos. O quizás es que estuvieran planeando correrlos al mediodía, antes de que comenzara el acontecimiento.

Recordó entonces por qué llevaba en la mano aquella enojosa botella plástica de cinco litros.

—Sí, claro. Lo de siempre.

—¿Para beber o para usar?

La entrada del ministerio estaba custodiada por un solo miliciano aburrido, que fumaba recostado en una columna con aire ausente.

El expendedor tenía delante dos tambores llenos de agua turbia. Ni el ojo más ducho hubiera sido capaz de diferenciar una de la otra, pero la de “beber” era casi el doble de cara que la otra.

—Para usar.

—¿Seguro, mi jefe? Si bebe de esa se puede enfermar.

Casi a diario tenían la misma conversación.

—Vale. Dame de la de tomar.

Aún tuvo la oportunidad de arrepentirse de su aquiescencia: llenar la garrafa le costó más del doble de lo que había pagado la semana anterior.

—¿No es como mucho? Digo… Ayer no me cobraste eso. Estás abusando.

—Es que cada día hay que traerla de más lejos, mi jefecito.

Como de costumbre, el vendedor se negó a aceptar dinero en efectivo, pero recibió gustoso los cinco cigarrillos que extrajo del bolsillo secreto de la chaqueta.

Ahora la agarradera de la botella le lastimaba los dedos, pero igual hubiera sido una locura pretender acometer todo un día de trabajo sin tener un poco de agua para tomar o lavarse la cara. Y lo que le sobraba, siempre llegaba a la casa de regreso, donde era aún más de agradecer y siempre hacía falta.

—La próxima vez te denuncio…

—No diga eso, jefecito, que yo soy de confianza. Los otros aquí sí lo robarían sin asco.

También eso era verdad.

La entrada del ministerio estaba custodiada por un solo miliciano aburrido, que fumaba recostado en una columna con aire ausente, y al que el uniforme demasiado holgado y el AK-47 sujeto por el cañón como si fuera una escoba no le proporcionaban un aire especialmente marcial. Como siempre, en el puesto de control se encontraba Ferreira, un vejestorio decrépito y fanático tocado con una boina, de cabellera hirsuta y mirada furtiva, quien manejaba el libro de asistencia. Era casi el otro único “viejo” del ministerio, y lo detestaba desde siempre, pues sospechaba con fundamento que se dedicaba a ganar puntos delatando a los demás empleados.

Notó algo raro en el ambiente, aunque no acababa de discernir qué era.

Por suerte, la fila para firmar no estaba demasiado larga. Ocupó el puesto detrás de una oficinista del cuarto, una muchachuela flaca de blusa escotada y cabello grasiento, que olía a humo de leña.

No, la fila no estaba larga, pero siempre hay alguien que se esmera dibujando una rúbrica primorosa, anotando la hora hasta el minuto o buscándole conversación a Ferreira. Alcanzó a ver una espalda desconocida reclinada eternamente sobre el pupitre, mientras movía un brazo acompasadamente en amplias volutas. Pero tampoco es que iba a arrecharse por eso. Con apurarse no ganaba nada, y tanto daba malgastar unos minutos aquí como malgastarlos arriba en la oficina. Pero ese tiempo muerto le sirvió al menos para darse cuenta de lo que había de anómalo en el inmenso vestíbulo del edificio: ¡había luz! Lo acostumbrado era una deprimente semioscuridad, y ahora, de un día para otro, habían renovado los tubos fluorescentes que llevaban décadas fundidos.

Tuvo buen cuidado en adoptar, antes de llegar al pupitre, una conveniente expresión de circunspecto optimismo: práctica no le faltaba. Tener cara de descontento o desesperanza solía ocasionar preguntas complicadas de contestar, pero exagerar la nota contraria tampoco era deseable.

—Buenos días, señor Winston —lo saludó Ferreira, con cordialidad impostada, mientras se inclinaba para firmar.

—Buenos días. ¿Y este milagro?

—Hoy es un día especial, un día grande. ¡Son ya cincuenta años! ¿Es que no se acordaba? No puedo creerlo la verdad…

La verdad es que nadie oía las cadenas, aunque se asumía que todos lo hacían. Menos Ferreira, claro, que con seguridad no se perdía ni una.

—Pues claro, cómo no. Quién puede olvidarlo… —le respondió, procurando no darle pie a suponer que se hallaba a la defensiva.

—Este es el principio de muchas cosas buenas. ¡Se lo juro! ¡Se nota en el entusiasmo de la gente! ¿Y no ha oído lo que se rumora?

La verdad es que Winston no había advertido que a su alrededor hubiera mucho entusiasmo, pero sí se acordó entonces de que al levantarse a orinar en plena madrugada le había llamado la atención lo clara que estaba la noche, cuando lo habitual era que tuviera que llegar al baño como nadando en medio de una penumbra casi sólida, y esforzarse por acertar por tanteo con el chorrito. ¿Así que era eso?

—Lo anunciaron anoche temprano, en la penúltima cadena. ¿No la oyó? ¿Cómo es posible? ¿Se imagina? ¡Casi un día completo con electricidad! ¡Veinticuatro horas seguidas! ¿Puede creerlo? ¿En qué época hubiera sido eso posible?

Por prudencia, se mordió la lengua, pues esa charla improcedente llevaba un derrotero ominoso. La verdad es que nadie oía las cadenas, aunque se asumía que todos lo hacían. Menos Ferreira, claro, que con seguridad no se perdía ni una. Siempre llevaba consigo su radio portátil, una verdadera antigualla, y solía extorsionar a los trabajadores de mantenimiento para que lo surtieran de baterías.

—Me lo creo. ¡Se lo juro! ¿Y será que también funciona el ascensor? —preguntó, esperanzado.

No lograba recordar la última vez que había usado un ascensor, y casi con seguridad muchos de los demás empleados ni sabrían que aquello había alguna vez existido.

—No se pase. Tampoco es para tanto. ¿Será que me puede dejar un poco de agua? No pude traerme, pues se me rompió la única botella que me quedaba…

Qué remedio. Cuando no era agua, era un cigarrillo, o media galleta, o una taza de arroz y así sucesivamente: con Ferreira uno jamás se iba liso. Le llenó hasta el borde un vaso plástico grande, que tenía impresa la imagen borroneada de un elefante con sombrero.

—Mil gracias, señor Winston. Que tenga un buen día y nos vemos a la tarde. ¡Qué viva la…!

—Sí, a la tarde. Claro… —se despidió, sin esperar a que terminara.

Le tocaba encarar, como todos días, junto con los demás empleados, los diez tramos de escalera que llevaban a su oficina en el séptimo piso. Pero resultaba que casi todos los demás eran bastante más jóvenes que él, y al final terminaba estorbándoles. Aunque no se dejaba amedrentar: agarraba el lado izquierdo, se asía con firmeza al pasamos, y comenzaba a subir un escalón a la vez, consolándose con la idea de que peor les iba a los inválidos (y en aquel edificio había muchos, pues había que cumplir con la cuota). En su mejor época llegó a hacer las dos mezzaninas y los siete pisos de corrido, más adelante necesitó una pausa, y últimamente, tenía que descansar al menos cada tres tramos. Pero en esta ocasión la rodilla magullada le dolía mucho, y tuvo que quitarse la chaqueta tras pasar la mezzanina, aflojarse la corbata en el segundo, y descansar cinco minutos completos entre los pisos tres y cuatro, y luego entre el cinco y el seis, dejando la botella de agua en el piso y apretándose la barriga con las dos manos.

—Como que vas pa’viejo, Winston —le soltó en tono festivo alguien que pasó a su lado, aunque no logró reconocer la voz.

—Vamos todos… —intentó replicarle, sin resuello, pero el otro iba ya muy arriba como para que alcanzara a oírle.

Eso sí, podía no haber ascensor, pero en cada rellano, aparte de oler a orina, no podía faltar una gigantografía del Monstruo, ornada con alguna de sus frases legendarias. Se fijó de pasada en que a la del tercer piso alguien le había dibujado con marcador negro indeleble un pene en la boca, y que, peor aún, no lo habían borrado. ¡Insólito!

Malísima idea esa de emplear marcador negro. Eran difíciles de conseguir y sus existencias estaban muy controladas, así que el gamberro podía darse con un canto en los dientes si no lo descubrían para la noche a más tardar. Tampoco les iba a ir bien a los encargados de la limpieza.

Por fin, el séptimo piso. No hubiera tolerado ni un minuto más aquella agonía.

Justo hasta el mediodía de ayer se había debatido declarar el día libre para que todo el mundo acudiera a la fiesta del Monstruo.

El milagro de la electricidad por lo visto no llegaba a aquellas alturas, pues el corredor estaba tan oscuro como de costumbre. O quizás fuera que simplemente se habían vuelto a robar los bombillos.

Pensó que se habría ganado una reprimenda por llegar tarde, y que ya todos sus colegas se encontrarían presentes, pero resultó que no. Al empujar la puerta del despacho, inmenso y desmantelado, con las tuberías expuestas en la techumbre, un muro completo cubierto con una interpretación artística de los ojos del Monstruo, y todos los pupitres recargados con inestables torres de documentos, sólo vio una solitaria figura de espaldas, que miraba hacia la calle por el ventanal.

Una figura que no le costó reconocer, y que, además, sin la menor atención al decoro, charlaba por un celular.

Ya de por si era bastante malo que el jefe llegara antes que los empleados, pero que ocurriera aquel día resultaba excesivo. Justo hasta el mediodía de ayer se había debatido declarar el día libre para que todo el mundo acudiera a la fiesta del Monstruo, pero alguien sensatamente habría argumentado que eso le facilitaría al personal escaquearse, como ya había sucedido en otras ocasiones, provocando la explicable irritación de los de arriba. Para resumir: la línea definitiva fue que todo el mundo trabajara, incluso con orden terminante de firmar media hora antes que de costumbre.

—¡Ejem! —carraspeó para llamar la atención, procurando que el carraspeo sonara con la fidelidad más perruna. No quería que quedara en evidencia que había sorprendido a su jefe hablando por el celular en un espacio público.

El hombrecito que miraba por la ventana se volvió y, tras reconocerlo, cortó la llamada y escondió el terminal en el bolsillo del pantalón.

Ya se preparaba a rebatir tímidamente el airado sermón por llegar a deshora, arguyendo que al fin y al cabo había sido el primer empleado en fichar, cuando lo dejó descolocado la inesperada expresión de felicidad con que lo encaró su interlocutor.

—¡Winston! ¡Qué bien que ha llegado! ¡No tiene ni idea de la noticia que me acaban de dar! ¡Qué digo noticia! ¡Notición! ¡Y de buena fuente!

Aquello claramente se salía de lo rutinario, y por unos segundos dudó sobre si era o no bueno que el jefe lo tuteara y se allanara a llamarlo por su nombre de pila, cuando lo normal era que lo ignorara o lo tratara secamente por su apellido.

Lo miró acercarse, con los brazos abiertos. ¿Llegaría al extremo de darle un abrazo? Eso sería inaudito. Pero lo reconfortó comprobar que, a pesar de estar ya empezando a encorvarse con la edad, aún le sacaba una cabeza de altura a su superior. Ese era un fenómeno que había notado hacía ya algunos años: la extraña paradoja de que durante su juventud su estatura no hubiera pasado de lo mediocre, y que luego, con el paso del tiempo, se hubiera ido transformando en un hombre alto. Y esto le ocurría tanto en relación con los obreros, como con los chupatintas ínfimos, pero también con los jefazos.

Bueno, más bien con los jefecillos a los que tenía acceso. Con los gerifaltes aquellos que se encontraban en las alturas inalcanzables, la verdad ni idea.

—¿Noticia? ¿Qué noticia?

En todos los años que llevaba en ese despacho, Winston había pasado bajo el yugo de innumerables mandamases, la mayoría de los cuales eran por partida triple malvados, ignorantes e incomparablemente estúpidos. Esto le había permitido labrarse su nicho allí, pues todo jefe ignorante y estúpido necesita al menos de un juntaletras que pueda redactar un oficio en que los tiempos verbales no chirríen en exceso ni provoque vergüenza y burlas en los destinatarios. Por lo general, esos jefes no duraban mucho en el puesto, y eran proyectados con presteza a puestos de mayor responsabilidad (o a algún oscuro abismo del que no regresaban). Pero con Echezuría ocurría algo un poco diferente: era igual de malvado, pero inteligente y con una ignorancia selectiva, así que en verdad no lo necesitaba.

Visto de cerca no resultaba para nada formidable: era bajo, delgaducho, atezado y lampiño. Llevaba el cabello ensortijado muy corto, y anteojos de gruesa montura de pasta.

—¡De buena fuente, te lo juro! ¿Te lo imaginas?

No, no se lo imaginaba.

—Es sobre quién hablará en el acto de esta tarde. ¿Tienes idea, acaso, de quién será?

Ni idea, la verdad; tampoco le importaba. Recordó como de pasada que Ferreira le había mencionado no sé qué de un rumor que corría, pero la verdad es que no le había prestado atención. Igual se esforzó por mantener su mejor visaje de expectativa.

—¿Quién?

—Es una sorpresa y es confidencial —le insinuó—. Estricto alto secreto, puro grado treinta y tres. Pero a ti, como eres de confianza… Esta tarde el orador de orden será —y bajó el tono hasta dejarlo en poco más que un susurro inaudible—, será ¡el Monstruo en persona! ¡Tal como lo oyes! ¿Puedes creerlo? ¡Ya veo que también estás en shock!

A Winston ya comenzaba a fallarle la memoria, aunque sólo para las cosas muy recientes. Pero era perfectamente capaz de recordar con minuciosa claridad las honras fúnebres del Monstruo, algo así como cuatro décadas atrás.

Casi sin tener que pensarlo, las facciones de Winston adoptaron la expresión que mas convenía a una revelación semejante, que no podía ser otra que de sorpresa entusiasta.

—¡Maravilloso! —le respondió, calcando el tono murmurado del otro—. ¿Y eso está confirmado?

—¡Claro! ¡Y nada menos que desde una subsecretaría de un viceministerio! Me lo acaban de notificar… No tienes idea del privilegio que esto…

A Winston ya comenzaba a fallarle la memoria, aunque sólo para las cosas muy recientes. Pero era perfectamente capaz de recordar con minuciosa claridad las honras fúnebres del Monstruo, algo así como cuatro décadas atrás. ¡Si él mismo, en persona, había tenido que aguardar varios días en fila bajo un sol de justicia para poder ver durante unos pocos segundos una especie de muñeco de cera dentro de un catafalco de cristal! Lo recordaba tal y como si fuera ayer…

Y si él lo recordaba, alguien más debía existir que también. No había manera de que la amnesia fuera masiva. ¿O quizás sí?

Aparte del nada nimio detalle de que, de haber seguido vivo, el Monstruo rebasaría ya con holgura el centenar de años.

Pero, ¿decirle aquello al jefe, insinuarle que lo estaban engañando? Ni en sueños.

Quizás para su fortuna la conversación no pudo seguir adelante, pues en ese momento comenzó a llegar el resto del personal, aduciendo toda clase de excusas más o menos imaginativas por la tardanza. Echezuría se retiró a su oficina tras echarles una bronca escasamente convincente, pero advirtiendo que nadie tenía permiso para salir hasta que diera la hora de la concentración.

—Hijo de puta —fue el comentario general, en voz baja, una vez que se hubo cerrado la puerta del despacho.

A pesar de contar con electricidad, ese día se trabajó poco o nada, e incluso mucho menos que los días normales. Los empleados se dedicaron a matar el tiempo formando corros e intercambiando cigarrillos y otras bagatelas, y Winston constató sin mayor asombro que todos estaban más o menos informados de aquel supuesto gran secreto.

—¿Supo, señor Winston? —lo interpeló una de las secretarias, la de la dentadura grande y dispareja—. ¡Lo está diciendo todo el mundo! ¡El Monstruo habla esta tarde!

—¡Ya era hora! —intervino otra, quejumbrosa, antes de que él tuviera chance de responder—. ¿Cuánto vamos a aguantar esto más? Hace falta que…

En eso Winston recordó que había dejado su garrafa de agua y la bolsa del almuerzo desprotegidos sobre su pupitre, así que murmuró una disculpa y se precipitó a ponerlos a salvo. Por suerte, no les había sucedido nada, aunque le pareció que el nivel del agua turbia se encontraba sospechosamente bajo.

En el resto de la mañana Echezuría salió dos o tres veces de su oficina para controlar que todo el mundo se mantuviera en sus puestos, y Winston constató después de la segunda oportunidad que su euforia matutina se había ido evaporando por completo, y que ahora se encontraba de franco mal humor. Sin duda algo le habrían dicho en el intervalo.

Un poco antes de las dos les avisaron a todos que era ya era hora de salir. Desde la calle llegaba música, pitidos y aullido de cornetas.

—¡Vamos de salida! ¡Nadie se queda! —chilló alguien en el pasillo.

La verdad es que le daba igual que hubiera prisa: iba a pasar primero por el baño sí o sí. Orinó en el balde, que estaba lleno casi hasta el borde (mala suerte para el que le tocara vaciarlo) y luego, por mera inercia, hizo girar la llave del grifo. Por supuesto, no salió agua.

—¡A las escaleras! ¡Ya bajan de los otros pisos!

Todos apretaron el paso, pero el dolor de la rodilla hizo que Winston se fuera quedando rezagado.

Siempre ocurría lo mismo, y esa vez no iba a ser la excepción, por mucho que se esforzaran en vigilar los jefes. La merma ya era importante incluso antes de llegar al vestíbulo, y una vez en la calle resultaba imposible evitar que la gente se despistara. Arrearon a todos los que se quedaron hacia la tarima, al final de la avenida, pero aun con los que habían traído en los camiones no llegaron a copar dos cuadras. Los altavoces atronaban el aire.

Winston quedó embutido en un grupo del que no conocía a casi nadie, pero tras mirar bien se dio cuenta de que a su derecha tenía a la secretaria de dientes disparejos, de cuyo nombre jamás lograba acordarse, y de que Echezuría no portaba por ninguna parte. Esto último le convenía, pues si se manejaba con cuidado no le costaría mucho deslizarse hasta el borde de la concentración, y desde allí perderse por las callejuelas aledañas.

Tras la tarima había una pantalla gigante, y a los lados de ésta, dos efigies tremebundas del Monstruo en actitud heroica. Coronándolo todo, una pancarta inmensa tendida de lado a lado y que rezaba en grandes letras rojas

50 años ya! Y solo es el comienso!

El ánimo de la gente era extraño: tenía mucho de aburrimiento y hartazgo, pero también de electricidad y de expectativa. De alguna manera todos hablaban de la prometida alocución del Monstruo. ¡Menos mal que era un secreto!

Juró que siguiendo las sabias directrices del Monstruo, llegaría el día en que cada hogar contaría con electricidad gran parte del día, gas para cocinar e incluso agua en las tuberías.

—¿Sabe que hoy habla el Monstruo? —le soltó de golpe el desconocido de rostro acaballado que tenía a su izquierda.

—¡Eh! ¿Cómo? Sí, eso he oído, pero la verdad es que…

—Pues yo creo que es buena señal. ¡Imagínese! Ya esta situación es insoportable… ¿No le molesta andar con chaqueta? ¿No le da calor? Hace falta que…

Lo cierto es que sí, sí le daba calor, de manera que optó por volver a quitársela, aunque ahora tendría que ir con cuidado para que no se la arrancaran del brazo.

El acto comenzó a las cansadas, cuando el calor era ya poco menos que insoportable y proliferaban los desmayos. Sobre la tarima se sucedieron los oradores. Menudearon los desbordes oratorios, las amenazas truculentas, los panegíricos desaforados y audaces, y los juramentos más solemnes y ramplones. Un vejestorio moreno, esquelético y de calva brillante trazó con abundancia de superlativos la trayectoria vital del Monstruo, al que le atribuyó sin sonrojarse la invención del alfabeto, de la democracia, de la electricidad, del cinematógrafo, de las canalizaciones de agua, de la televisión, de la educación pública, de los aviones y de la penicilina, aunque dejando en el aire algunos puntos suspensivos sobre su final. Otro lo comparó con Buda, Toussaint Louverture, Moisés, Newton, Herodes y Napoleón Bonaparte. Un tercero ponderó su ilimitada cultura y sabiduría humanistas. Un cuarto habló sobre su innegable genio militar. El siguiente fue incluso más lejos y juró que siguiendo las sabias directrices del Monstruo, llegaría el día en que cada hogar contaría con electricidad gran parte del día, gas para cocinar e incluso agua en las tuberías (esto último desencadenó algunas tímidas rechiflas). Luego de estos y otros muchos discursos, tan interminables como tediosos, siguieron bailes individuales y de grupo, así como una suerte de representación teatral con máscaras, disfraces de fieltro y abundancia de banderas serpenteantes.

Arriba gritaban, y abajo respondían con gritos. Poco a poco el ambiente se hizo festivo, y a Winston comenzó a faltarle el aire. Por más que lo intentó, no fue capaz de abrirse paso hacia el exterior; sus fuerzas no eran ya las de antes, y la garrafa de agua que le lastimaba los dedos le impedía moverse con soltura.

“Mierda”, pensó. “De esta no salgo vivo”.

Ya la cabeza le giraba, y en algún momento comenzó a hacerse de noche.

—¡Ya viene! —gritó de pronto una voz, o quizás muchas.

Entonces, la mujer que estaba al lado, la inofensiva secretaria de dientes disparejos, chilló y le clavó las uñas en el brazo, haciéndole daño. Logró aguantar el grito de dolor mientras miraba con desazón las medias lunas ínfimas y sangrientas que iban apareciendo en la manga de su camisa.

—¡Viene! ¡Viene! —repitieron esas muchas voces.

La pantalla gigante se iluminó, los altavoces quedaron en silencio y sonó un prolongado toque de corneta.

 

La sensación de caminar de noche por calles iluminadas era ciertamente extraña, y es que ya ni recordaba la última vez que lo había hecho. Seguro que habrían pasado muchísimos años. Los poquísimos transeúntes que circulaban a esa hora parecían compartir esa perplejidad, ese temor y ese malestar.

Tampoco era de exagerar lo de la iluminación: en una misma calle habría quizás media docena de luminarias encendidas. Aunque también salía luz de los apartamentos: pocas en realidad, pues la mayoría estarían vacíos.

No recordaba si cuando salió en la mañana había o no electricidad, aunque estaba casi seguro de que no, pero a lo mejor se equivocaba. Después de todo, había sido un día insólito.

Otro efecto colateral era que se podía advertir la febril actividad de las ratas, saltando sobre los montones de escombros y de una montaña de basura a la otra. No les temían a los humanos, y gatos y perros hacía ya rato que habían desaparecido. Una de ellas se irguió para mirar pasar a Winston, quien, agobiado, no llegó a notarla.

Lo cierto es que ese paseo nocturno, arrastrando el peso de su garrafa de agua y con la rodilla doliéndole, no era, en realidad, voluntario. El metro se había accidentado a la mitad del túnel, y los pasajeros tuvieron que apearse y caminar por las vías. Nada, por otro lado, que no le hubiera ocurrido antes mil veces antes. La cuestión es que había emergido en una estación que lo dejaba lejísimo de su casa, y no le había quedado más opción que caminar.

Llegó derrengado, demolido, y aún le tocaba subir otros jadeantes cuatro pisos por las escaleras.

Estaba por acometerlos cuando oyó que lo llamaban. Era la conserje, una mujer obesa y marchita, con un vestido floreado, que usualmente lo ignoraba.

—¿Es usted, señor Winston? Espere, por favor…

La esperó, pero con la mano puesta sobre el pasamanos.

—¿Viene de la manifestación? ¿Estuvo allí? ¿Lo vio? ¿Es cierto que…? —lo interrogó con ansiedad.

Ni se molestó en contestarle.

Se encontró con que había dejado encendidas la luz de su pieza y del baño. La verdad es que no recordaba si cuando salió en la mañana había o no electricidad, aunque estaba casi seguro de que no, pero a lo mejor se equivocaba. Después de todo, había sido un día insólito.

Se sentó en la cama, agotado, y miró alrededor con incomodidad y estupor: la bombilla polvosa que esparcía su luz amarillenta, colgada de un cable empedrado de cagadas de moscas, la hornilla de alcohol, una botella medio vacía, la estantería cargada de retratos familiares que comenzaban a desvanecerse y media docena de libros, unas latas de conservas, un cabo de vela, una palangana, un paquete de arroz, la radio, la caja donde guardaba el pan o unas pocas papas. La radio también estaba encendida y emitía a bajo volumen una voz que recitaba una larguísima ristra de números intercalados con aplausos.

Colgó su chaqueta cuidadosamente en el respaldo de la única silla.

Fue casi alivio y una suerte de felicidad lo que sintió cuando la luz se cortó de pronto, y una oscuridad tan densa que podía partirse con un cuchillo volvió a anegarlo.

Javier Garrido Boquete
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