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Lo que somos

jueves 21 de mayo de 2020
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Lo que somos, por Susana Irene Astellanos
Él se mantenía firme junto a los enfermos que abrigaban esperanzas, pero también al lado de aquellos que ya no volverían a ver a nadie más.

Papeles de la pandemia, antología digital por los 24 años de Letralia

Este texto forma parte de la antología publicada por Letralia el 20 de mayo de 2020 en su 24º aniversario

En la seguridad de mi hogar, un refugio cómodo y rodeado de verde, me descubro pensando: “Qué bueno resulta esto para mí”. Reprimo esa reflexión egoísta (y en parte irreal), aunque sea espontánea. Ella surge de apreciar que en mi posición no necesito exponerme demasiado; aflora del hecho de tener a mi lado a mis amores y con mucho más tiempo para disfrutarlos; del saber que mi anciana madre está bien, tranquila y atendida, al igual que mis amigos entrañables. Creí (ya no estoy tan segura) ser una buena persona, pero esta crisis me muestra, nos muestra, la versión más extrema de nuestra esencia.

Carlos se sintió un gladiador el día que se enfrentó a su primer paciente infectado con el Covid-19. Incluso al barbijo y a la mascarilla los veía como el yelmo salvador; la bata era su armadura de acero templado. Imagen idealizada y romántica de un joven profesional que, hasta el momento, sólo en las residencias había visto casos graves. Aquellos encauzados en el irreversible camino hacia la muerte; allí donde era otro el responsable por esas vidas. Ahora estaba él al frente, con débiles escudos y tratando de encontrar la Gladius apropiada para combatir.

¿Dios quería más a los latinoamericanos? ¿O sólo fue la fortuna la que les dio un changüí, como dicen en Argentina?

Al comienzo de la pandemia, antes de que lo fuera, Carlos se interiorizó de los escasos informes que llegaban desde oriente. Ávido lector virtual de todo lo referente a la infectología y de cuanto informe llegara sobre el avance del nominado, en ese entonces, coronavirus. Quería saber, pensaba que todo médico debería estar al tanto; en su caso era una obligación, más que eso, una obsesión. Cuando la cosa se puso fea en China y el reguero se hizo notar en Europa, él supo con certeza que aquello que discutiera con sus colegas era inevitable. Tenían, el mundo tenía, que prepararse para resistir.

¿Dios quería más a los latinoamericanos? ¿O sólo fue la fortuna la que les dio un changüí, como dicen en Argentina?; tiempo, preciado tiempo para organizarse, para aprender de los errores de las antiguas o poderosas culturas que pronto se vieron diezmadas. Hubo de todo: descrédito, soberbia, ruindad, ignorancia, y algunos aciertos. Hubo avances y retrocesos, cambios categóricos de rumbo, tiempos de contener la respiración y momentos de tregua.

En tiempos de comunicación instantánea hay más caminos para llegar a la información, atajos, pero también laberintos, puertas falsas y barricadas, y algunos puentes que terminan en ningún lado. No siempre la información es veraz, se sobrecargan los estímulos y los ánimos. En medio de toda esa miscelánea se esconden verdades que podrían horrorizar o que, simplemente, no le conviene a ciertos sectores que sean develadas. Finanzas o política enfrentadas a la vida. Estas son entidades enormes que nuclean individualidades; en cada una de ellas, por pequeñas que sean en edad o importancia (¡tan relativa y subjetiva!), afloran las miserias. Y la especulación o el pánico las alimenta.

Comenzó a escasear el alcohol en gel y el papel higiénico, nadie entendía por qué este último artículo era tan preciado; se multiplicaron las bromas en las redes y ese fue uno de los primeros temas, de una larga serie de posteos cómicos, relacionados con esta terrible realidad. Desde chascarrillos inocentes hasta el más extremo humor negro. Ni Cristo en su resurrección se libró. Naturaleza humana, válvula de escape a tanta desgracia o quizás displicencia ante la vida, desinterés por la desgracia ajena. Pero detrás de las bromas, algo que no era tal: los artículos indispensables comenzaron, de verdad, a ser escatimados, acaparados por algunos de los grandes comerciantes y productores. Llegó a saberse de un gobierno que no aceptó comprar, en forma directa, barbijos médicos a un productor que los ofrecía a precio de costo, ya que había quienes no podían perder sus comisiones como intermediarios. A la par la gente que pudo abarrotó sus alacenas con alcohol, cloro y alimentos básicos, colaborando con la escasez y la suba de precios. Pequeñas y grandes miserias humanas que aparecen en medio de las grandes catástrofes.

Pero también estaba Carlos, a quien las manos se le agrietaban de tanto desinfectarlas. Luego de una interminable jornada en el hospital, su rostro mostraba, como latigazos púrpura, las marcas del barbijo, las antiparras y los gorros ajustados al máximo sobre su piel en un intento de protegerlo. Él se mantenía firme junto a los enfermos que abrigaban esperanzas, pero también al lado de aquellos que ya no volverían a ver a nadie más, fuera de ese médico o de otros como él; ellos y su aspecto casi fantasmal serían la última visión de los desahuciados. Carlos pensaba en su padre al ver a cada anciano moribundo, al que no podía asistir en sus necesidades cotidianas por temor a contagiarlo, y reflexionaba que si a pesar de todos los cuidados igual se enfermara, ya nunca lo abrazaría otra vez. Carlos lloró.

Y yo estoy cómoda, en el jardín florido de mi casa, preguntándole por teléfono a mi mamá qué necesita. “No salgas mañana, te lo llevo”.

¿Qué haría con todas las golosinas y lápices de colores que había comprado para vender en el semáforo de Avenida San Martín y Las Totoras? Si lo hubiese sabido se guardaba el dinero. Para colmo tampoco podía ir a lo de las doñas a limpiar por las mañanas. No estaba permitido salir a la calle, la podrían llevar presa. Al menos tenía a dónde ir a comer junto a su bebé; esperaba que el comedor comunitario no tuviese que cerrar también, si no… Apretaba los dientes y maldecía su suerte de pobre villera, no había respiro. No la inquietaba la plaga, era de los ricos, de los que viajan, de los chinos; a ella le preocupaba comer y darle a su niño. Quizás El Pepe o Don Hilario le tiraran unos pesos por pasar un rato con ellos, como antes cuando todavía no tenía a Juancito. Cuando era más pobre que ahora porque no lo tenía a él, a su pequeño hijo. El cura de la villa le había aconsejado bien, tiempo atrás le había tendido una mano sin pedirle nada a cambio, eso le extrañó, nadie da nada a cambio de nada, al menos nunca le había pasado. Y no se volvió a prostituir, hasta que llegó la peste.

Sin que me sobre, jamás me faltó. Y mis hijos, hasta ahora, están teniendo una vida mejor que la mía; con posibilidades de avanzar. Ruego a Dios que siga de esta manera.

Comenzó a desesperarse cuando fue notoria la falta de insumos y los pacientes graves aumentaban en número alarmante.

Necedad, uno de los tantos adjetivos, de los más sutiles, para describir algunos comportamientos. La soberbia del “A mí no me va a pasar, estoy bien”. Exactamente eso pensaba Antonia cuando abordó el último vuelo comercial que salió hacia su país. Estaban cerrando las fronteras y ella respiró aliviada cuando se ajustó el cinturón. “Zafé, casi me quedo varada en Europa, mañana te veo”. En realidad no se había librado y fue directo a ver a su novio, con quien pasó dos días perfectos luego de la separación por el viaje. Fueron un par de días aunque un minuto hubiese sido lo mismo; ese beso eterno de bienvenida o un simple abrazo, daba igual. Ella lo sabía, estaba al tanto de lo que pasaba en cada país que su avión había sobrevolado para traerla a casa, junto a él. Minimizó todo como tantos otros, pero la culpa no era toda suya; líderes en varios puntos del globo, aun ante tanta muerte, no entendían o no querían hacerlo y así lo manifestaban con liviandad y altanería ante las cámaras. Cada individuo tomó la opinión que más prudente le pareció o la que más conveniente le resultaba, y Antonia era sólo una joven sin conciencia, todavía. A ella únicamente le hicieron completar un formulario, no tenía fiebre y se sintió afortunada.

Qué alivio el no haber contratado ese viaje que tenía planeado, zafé.

A Carlos ya no le eran suficientes las horas para hacer todo lo que necesitaba, incluyendo el descansar. Comenzó a desesperarse cuando fue notoria la falta de insumos y los pacientes graves aumentaban en número alarmante: “¡No van a alcanzar los respiradores!”. No quería pensar en la posibilidad de tener que decidir quién sí y quién no. En algún país, del otro lado del mar, sabía que ya ocurría; pero nada estaba tan lejano como para que no los alcanzara, como era evidente. Mientras tomaba un café de pie en la sala de descanso de los médicos, vio una nota realizada a un colega en el extranjero; un grito desesperado pidiendo ayuda, y el ruego más importante era: “Quédate en casa, no salgas, no interactúes, el virus es terriblemente contagioso”. A las autoridades les reclamaba firmeza, que obligaran a la ciudadanía a cumplir con el aislamiento. Ese llamado de auxilio se viralizó (paradójica expresión), como miles de videos de tantos otros temas relacionados directa o indirectamente con la pandemia.

Millones de mensajes no tuvieron ese alcance. Fui convocada para realizar un breve video llamando a quedarnos en casa. Qué pequeña e ineficaz me sentí. De todos modos me sumé.

Los gobernantes y sanitaristas se reunieron; los políticos, militares, periodistas, estrategas de todas las áreas estuvieron atentos, todos hasta el más humilde ciudadano opinó, en la intimidad o por los medios a su alcance. Pero alguien tenía que tomar las decisiones. Que aislamiento sí, que toque de queda no; quiénes podían salir, cuándo, cómo. Quiénes tenían el derecho a trabajar y quiénes la obligación de hacerlo; muchos querían pero les estaba prohibido, otros se resistían o pidieron compensaciones; algunos las merecían y fueron reconocidos, otros no. Estaban los que quedaban afuera de todo. Hubo reclamos, ajustes, extensión de plazos. Y por sobre todo estaban los enfermos, que no tenían ninguna opción.

Escuchó la voz de su madre que le decía que lo extrañaba; le preguntó por Antonia y hablaron por varios minutos del viaje. Rieron porque la señora no podía acostumbrarse a usar la cámara de su computadora o conectarse en videollamada a través del celular. Le comentó de su preocupación por la situación, de la pena que sentía por tanta gente que la estaba pasando mal, y ella sin poder ayudar porque era vieja. No tenía miedo, era mujer de fe. Él minimizó el tema, en parte por no preocuparla y, por otro lado, porque realmente no creía que podría afectarlos a ellos; los demás, eran otros.

Antonia le reprochó que en los veinte días que estuvo afuera no hubiese arreglado la gotera. Él no era ducho para las tareas manuales y menos en reparaciones que incluyeran subirse al techo. Al segundo día de su llegada llovió, y ella sonriendo le dio un motivo: “Si hacés arreglar la casa me quedo a hacer la cuarentena con vos y quizás me mude para siempre”. Él llamó a Pepe. Al improvisado albañil lo conocía hacía tiempo, le tenía confianza, había hecho varias reparaciones en esa vieja casa que perteneciera a su abuela. Las compras de materiales las hizo personalmente porque sabía que no estaba permitido contratar a nadie. Si bien intentaron cuidarse manteniendo distancia, era fácil olvidarse de hacerlo. El dueño de casa le alcanzó a Pepe, en varias oportunidades, un vaso de agua fresca mientras trabajaba. Agua que la propia Antonia sirvió, junto a algunos bocadillos.

La gente no entendía, era cabeza hueca, ¡inconscientes! y muchos gobiernos no ayudaban. Carlos despotricaba para sí mismo y con su esposa al llegar a su departamento. Esa noche le decía a Jimena que día a día veían más casos donde no se podía averiguar el origen del contagio; ya se sabía que muchas personas, y en especial los niños, podían no tener síntomas y así esparcían el virus a mansalva sin saberlo. No sólo en China o en Europa, en ese momento ya en Centroamérica la cosa estaba muy mal. En el hospital se habían enterado de varios episodios horribles; no quería recargar a su esposa pero no daba más, tenía que hablarlo. La notó callada, pensó que le afectaba el relato, aúun así continuó describiendo, no podía detenerse. En Europa varios geriátricos habían dejado morir a sus residentes, los había sorprendido la peste y allí nomás morían, muchos en soledad, sin atención. Y aquí, de este lado del océano Atlántico, donde el clima cálido invita a los turistas todo el año, habían comenzado otras escenas tan o más terribles de abandono. En las calles aparecían los cadáveres con carteles, o simplemente eran incinerados en las esquinas. A Jimena le corrían las lágrimas y no intentó detenerlas; Carlos dejó de hablar y la abrazó. La noticia del embarazo lo derrumbó. Cuando logró recomponerse sonrió, le dio un beso cálido y, rogando que no le hubiese transmitido la enfermedad todavía, organizó la mudanza de su esposa. Era lo mejor.

El gobierno había decidido que en los barrios pobres la gente podía circular y haber vida normal, mientras no salieran de los límites de dicha comunidad.

Mi ahijado y su joven mujer esperan su primer hijo, él trabaja fuera de casa. Su tarea le permite cuidarse bien. No está en contacto con enfermos, o quizás sí.

Unos días atrás había terminado una changa en la ciudad escapando de los controles, tenía plata fresca y se dirigió al bar de siempre. El gobierno había decidido que en los barrios pobres la gente podía circular y haber vida normal, mientras no salieran de los límites de dicha comunidad. Era imposible pedir que un grupo familiar de cinco o seis se mantuvieran dentro de un miserable rancho o en una casa de mínimas dimensiones. Se dictó el aislamiento comunitario. Y Pepe casi llegó al boliche, pero se encontró con la muchacha que aún tenía las golosinas y los lápices de colores en su mochila.

La joven madre le dio a Juancito algunos caramelos y un par de lápices para que se entretenga, total no sabía cuándo podría salir a venderlos. Contó el dinero que Pepe le había dado por su compañía, lo necesitaba muchísimo, pero eso no hizo que se sintiera mejor consigo misma. Un par de días después, seguía con ese sentimiento de culpa y decidió ir a hablar con el sacerdote del barrio; quizás él pudiera decirle cómo conseguir alguna ayuda de forma decente.

Diez días después de haber vuelto de Europa, Antonia y su novio salieron. La señora los recibió en casa; se sentaron a la mesa y conversaron de cosas agradables, hasta que surgió el tema obligado. La enfermedad que progresaba en exponencial contagio; la ayuda a los más vulnerables, aquellos que viven al día; el problema económico de los pequeños comercios y empresas que debían mantener sus puertas cerradas; los adultos mayores y el peligro para sus vidas. Aunque ella no mostraba ningún reparo para con la presencia de Antonia; su hijo comentó que la joven no había tenido ningún síntoma y que, después de diez días de haberse aislado, no había posibilidades de contagio. Antonia tomó conciencia de un detalle, recordó aquella mañana, de la semana anterior, en la que se había sentido afiebrada y algo adolorida, pero fue tan leve y pasajero que no se preocupó, en ese momento. La suegra de Antonia sonreía y les decía que, como ya tenía setenta y cinco años, ellos la podrían visitar con la excusa de asistirla aunque no fuese necesario. Pero que de todas maneras lo hicieran lo menos posible, por la salud de todos y porque los controles eran rigurosos. Si hasta las misas se habían suspendido.

Cómo cambian las cosas de un momento a otro. Por YouTube se bendijeron los ramos de olivo y se recibió la comunión espiritual.

El portero se disculpó. Carlos se encontró con un increíble y desagradable cartel pegado en el ascensor de su edificio. Puteó a los gritos cuando lo releía. Algunos de sus vecinos lo conminaban a abandonar el departamento que ocupaba, aduciendo que por la actividad profesional que desempeñaba, su presencia en el edificio era un peligro para todos, y lo amenazaron con iniciar acciones legales. Arrancó con rabia el papel y pateó la puerta al salir. Estaban locos si pensaban que se iba a mudar de su casa, nadie mejor que él sabía cómo cuidarse; tomaba todos los recaudos para no infectarse ni contagiar a los demás. Aquella nota era lo que le faltaba a ese día negro. Después de constatar el fallecimiento de una mujer de cuarenta años, estaba de paso por la guardia del hospital cuando llegaron un par de agentes de seguridad arrastrando a un sujeto con un ataque de nervios. El hombre, un taxista, decía que lo habían contagiado de coronavirus, que el pasajero que había trasladado tosía mucho y seguro tenía fiebre. Se había desquiciado, no podían contenerlo y Carlos se acercó para colaborar. Le hablaron e intentaron colocarle un tranquilizante, el hombre manoteaba y en el forcejeo arrancó los barbijos del médico y de uno de los policías. Cuando lograron inmovilizarlo, lo dejaron a cargo de otros profesionales y, mientras se higienizaban, el oficial le comentó a Carlos: “La gente está loca, hace unos días un tipo me escupió en la cara porque no tenía permiso para circular y no lo dejé continuar su camino. Doc., ¿usted cree lo de los murciélagos? Yo me inclino más a pensar que a este bicho lo crearon a propósito los chinos, como un arma, y se les fue de las manos”.

Mucha gente aprendió tarde; como ese joven que volvió de un viaje, fue a una fiesta familiar contagiando a varios y matando a su propio abuelo. Pero otros, muchos más, hicieron las cosas en forma correcta: tomaron decisiones y las pusieron en práctica con mano firme; la mayoría se cuidó, trabajaron, estudiaron y bailaron en casa. Otros extremaron las medidas de seguridad en la calle. Gente que aplaudió a los trabajadores de la sanidad y otra que colgó carteles de aliento. Los artistas regalaron sus obras desde los balcones o en red. La policía controló que la gente se portara bien, como se hace con los niños. Y los soldados sirvieron café caliente a los abuelos que tuvieron que salir para cobrar su jubilación. En las barriadas humildes los niños y grandes siguieron sentándose a las mesas largas de los comedores comunitarios, como una gran familia; allí donde aparecieron muchos más seres solidarios que se arriesgaron en favor de otros.

Pero como dicen los españoles: “Cuando mucho llueve, todos no mojamos”. Y ya no importaba dónde se había originado, no era el momento para priorizar la búsqueda de culpables. Y muchos se contagiaron, alguno de ellos se curaron, pero otros murieron: médicos, albañiles, jóvenes madres, niños, viejos, curas, policías, viajeros, escritores…

¿En qué nos cambiará todo esto? ¿Aprenderemos algo? ¿Manejarán el mundo de otra manera los que tienen el poder de hacerlo?…

Hoy volvió la fiebre y la tos no me dejó dormir.

Susana Irene Astellanos
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