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Juan Carlos Moisés: “Las artes en general van mutando hacia formas nuevas e impredecibles”

domingo 20 de marzo de 2016
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Juan Carlos Moisés
Juan Carlos Moisés: “No deberíamos tomarnos muy en serio un premio como no ser premiados, cosa que ocurre, esta última, las más de las veces, y uno igualmente sigue. Porque el mejor premio es poder seguir trabajando”. Foto: Nazim Moisés

Juan Carlos Moisés nació el 4 de agosto de 1954 en la ciudad de Sarmiento, provincia del Chubut, Argentina; desde 2015 reside momentáneamente en la ciudad de Buenos Aires. Entre 1978 y 1991 se desempeñó como profesor de educación física en el Instituto Técnico Agropecuario “Juan XXIII” (actual Escuela 725). Fue coordinador de la Semana de las Artes en el Instituto Secundario Gobernador Fontana, desde 1998 hasta 2006. Durante 2004 ejerció como profesor de teatro en el Área Artística de la Escuela Superior Docente, y lo fue entre 1998 y 2006 en escuelas de nivel medio, en las que desde 1995 hasta enero de 2014 fue profesor de lengua y literatura, y culturas y estéticas contemporáneas. En 1984 y 1985 se desempeñó como director de Cultura de la provincia del Chubut. Sus dibujos han sido expuestos en muestras individuales y colectivas y se han difundido en libros, periódicos, revistas y programas de mano de espectáculos teatrales. Parte de su dramaturgia se socializó en volúmenes editados en los últimos años. Sus dos libros de cuentos se titulan La velocidad de la infancia (2010) y Baile del artista rengo (2012). Entre 1977 y 2015 publicó los poemarios Poemas encontrados en un huevo, Ese otro buen poema, Querido mundo, Animal teórico, Museo de varias artes, Palabras en juego, Esta boca es nuestra y El jugador de fútbol (además del cuadernillo —breve antología— El ojo de mi caballo, en 2009). Ha sido incluido en las antologías Nacer en los 50 (selección de Hugo Fiorentino, España, 1985), Poesía entre dos épocas (selección de Fernando Kofman, 1985), Abrazo austral (Poesía del Sur de Argentina y Chile) (selección de María Eugenia Correas y Sergio Mansilla, 1999), Signos vitales (selección de Daniel Fara, 2001), Una antología de poesía argentina (selección de Jorge Fondebrider, Santiago, Chile, 2008) y Antología federal de poetas de la región patagónica (2015), entre otras. Colaboró con poemas, cuentos y microrrelatos en numerosas publicaciones periódicas de su país y del extranjero. Ha sido jurado en diversos certámenes y presentó ponencias en encuentros de escritores en Argentina y Chile.

 

Siempre me consideré un artista periférico, sin connotaciones, sin renegar de la suerte, más bien todo lo contrario, aunque cualquier noción de periferia siempre supone un valor negativo.

—Has residido durante seis décadas en la ex Colonia Sarmiento. Te propongo que nos describas ahora, ya a 1.941 kilómetros de aquella localidad de origen galés, paisajes, vida social y cultural, su evolución.

—La Colonia Sarmiento que me vio nacer era un pueblo pequeño, de 5.000 habitantes sumados el centro urbano y la zona de chacras. Está ubicado en un valle amplio, en medio de mesetas y sierras de la Patagonia Central, al sur de la provincia del Chubut. El río Senguer, que nace en la cordillera, da un rodeo al pueblo, como si lo abrazara, y forma dos lagos, el Musters y el Colhue Huapi. Durante muchas décadas fue un valle agrícola y ganadero, que se autoabastecía de alimentos. Creado por decreto nacional en 1897, no fue una colonia estrictamente galesa. Además de algunos habitantes originarios que estaban asentados en el lugar, en esos primeros años también llegaron polacos, italianos, lituanos y otros. Las crónicas dicen que fue muy dura la vida del comienzo. Hoy, y desde hace ya algunos años, la actividad petrolera llegó para quedarse, transformó la economía, la conformación social y cultural, y se volvió directa e indirectamente en la principal fuente de ingresos de la población. Como dice un amigo, se parece a un barrio de Comodoro Rivadavia. El de hoy cuadruplicó sus habitantes, llegados de otras provincias y países vecinos. Como si fuera una nueva fundación, digamos. Lo que no está mal en sí mismo, salvo por el peligro de contaminación para el medio ambiente que significa la explotación petrolera, que es otra de las formas riesgosas, acaso criminales, de la minería. El suelo ya no es ni será el mismo. Las numerosas chacras, con animales y sembrados varios, que rodeaban al pueblo, son barrios y loteos que cambiaron el paisaje urbano y rural. Ya no es el pueblo de mi infancia ni el de mi primera juventud, ni siquiera es el pueblo donde nacieron y se criaron mis hijos. Entonces había un cine y clubes sociales. Había un ferrocarril que unía la Colonia con Comodoro Rivadavia, cuando las rutas aún eran de pedregullo. Había chacras con vida a raudales porque vivían familias numerosas, había tambos, caballos para andar. Las calles eran de tierra y en invierno se congelaban durante tres meses; patinábamos como si fueran lagunas heladas, y los veranos duraban hasta marzo. Y sobre todo, había muchas canchitas de fútbol. Ese pueblo y esos años me constituyeron como poeta, como artista. Hoy, alejado desde hace dos años, lo traje conmigo y lo llevo a donde voy.

—De las ponencias que has presentado en foros y congresos, Juan Carlos, me atrae por su título “Arte en las márgenes: centro y periferia” (el 8 de junio de 2007 en el II Encuentro Nacional de Escritores de La Plata).

—La ponencia fue propuesta por la organización del evento. Me interesó el tema. Siempre me consideré un artista periférico, sin connotaciones, sin renegar de la suerte, más bien todo lo contrario, aunque cualquier noción de periferia siempre supone un valor negativo. No fue así. A partir de los veinte años lo tomé como mi propio desafío, la vara alta, es decir la provocación que la realidad me puso en el camino. Digamos que esa periferia fue por partida doble: de la metrópolis que significaba Buenos Aires, por ejemplo, y de las ciudades de la Patagonia donde había una cierta actividad artística que no me incluía por motivos geográficos. De hecho, es la Patagonia, y la variedad de zonas y matices que hay en ella, el objeto de análisis. No me interesó particularmente el aspecto mítico ni los textos de viajeros, que ya los hay muchos y han sido y son difundidos en gran parte del mundo desde el siglo XIX, que es más o menos cuando se pone en marcha la acepción moderna de la voz “literatura” (según Terry Eagleton), sino el hacer artístico contemporáneo. Me explayé sobre el presente (esto es, las últimas décadas) y las posibles derivas que pudieran resultar o se pudieran intentar, con toda la libertad que supone el hecho creativo en particular y en general. La frase acuñada por el poeta y narrador Raúl Artola, “la periferia es nuestro centro”, creo que es un modo lúcido de acceder a esta problemática. Con todo, mi visión no contempla que me defina como “escritor patagónico”, aunque de hecho lo soy por haber nacido en un pueblo perdido del Chubut, pero sin ejercer ni proponer una “militancia” de carácter regional, y mucho menos una preceptiva. La Patagonia, una región amplísima y cambiante pero una más del planeta, me constituyó para hacer lo que hago y como lo hago. Aun así tiendo a ser de los que miran las cosas por el ojo de la cerradura.

—¿De qué modo te fuiste desarrollando y afianzando como dibujante? ¿No has pensado en abrir un blog y allí instalar tus trabajos de artista plástico?

La dramaturgia me dio la posibilidad de compartir con un público, en vivo, lo que no ocurría con la poesía.

—A los dieciséis o diecisiete años empecé a dibujar y escribir al mismo tiempo. Rudimentariamente, por cierto. No sabía ni podía saber entonces cuál de las dos actividades iba a tener prioridad. La primera exposición de dibujos (con plumín y tinta china) la realicé a los diecinueve años a instancias del artista de mi pueblo Guillermo Caroli Williams, de familia galesa, que fue mi primer maestro en el arte y amigo de toda la vida. Era 1973. Ese mismo año publiqué mis primeros textos (poemas, un cuento, un par de notas) en una revista literaria que hicimos en el pueblo con amigos. En el 81 me quedé sin trabajo y me ilusioné con el dibujo de humor. Hasta pensé, por necesidad, que podía recibir algún dinero a cambio. No fue así. El dibujo y la poesía siguieron siendo el centro de mi actividad hasta comienzos de los 90, cuando el teatro pasa a ser la tercera actividad en discordia. Ya para esos años, además de dibujar surgió la posibilidad de escribir guiones de historieta para el joven y talentoso dibujante Alejandro Aguado, de Comodoro Rivadavia, que comenzó a sacar una revista del género, Duendes del Sur, que después de una interrupción sigue saliendo como La Duendes y tiene inserción nacional e internacional. Aguado también dirigía un suplemento en el diario Crónica, de Comodoro, El Espejo, donde todos los dibujantes, ilustradores e historietistas de la Patagonia tuvimos oportunidad de publicar. Fue el teatro, la escritura de obras y la dirección de un grupo independiente, que me absorbieron casi por completo. Ya a mediados y hacia fines de los 90 el dibujo y los guiones, e incluso la poesía y la narrativa, quedaron relegados, aunque seguí escribiendo y dibujando sin publicar nada, esperando un momento más propicio para poder trabajar en fino lo que iba saliendo. Entre el tercer libro de poemas, Querido mundo (1978), y el cuarto, Animal teórico (2004), pasaron dieciséis años. Exageré un poco, es cierto, pero fue inevitable. Ni dramaticé ni desesperé. Desde entonces, la escritura de poesía volvió a ocupar un lugar central. Pero el teatro había dejado su marca. Los temas y el tratamiento del poema se diversificaron, me pusieron ante nuevas problemáticas formales. En algún momento pensé en subir los dibujos a Internet, pero mucho del material que dibujé lo obsequié a los amigos y no tuve el cuidado de dejar copia. De modo que ese proyecto, como me gustaría, sería casi imposible de realizar. Además, para hacer todas estas cosas se necesita tiempo, y yo no lo tuve en los últimos años, apremiado por los trabajos para sobrevivir y otros inconvenientes que la vida se ocupa de ponernos en el camino.

—Es al comenzar la atroz década de los noventa cuando comenzás a darte a conocer como dramaturgo y director teatral.

—Tal vez fue una coincidencia. Pero de ser un poeta inadvertido en mi pueblo pasé a escribir obras que hablaban de la realidad de aquellos días y a presentarlas, como dije antes, con el grupo que dirigía, “Los Comedidosmediante”, creado con amigos del pueblo. La dramaturgia me dio la posibilidad de compartir con un público, en vivo, lo que no ocurría con la poesía. Todas las obras hablan de esos años. Los temas sociales, acuciantes y devastadores para el país, no faltaron. El proyecto de grupo fue simple pero muy trabajoso: escribir las obras, dirigirlas, hacer la puesta en escena, estrenarla en el pueblo y llevarla a donde fuera posible. Los actores fueron fundamentales para terminar de afinar los textos en los ensayos. Muchas veces necesitamos ayuda técnica sobre aspectos de actuación puntuales. Creo que con esa tarea difícil pero apasionante advertí el modo en que la plástica y la poesía se hacían presentes directa o indirectamente en el teatro. Tuvimos la posibilidad de ser reconocidos en la provincia y representarla en tres fiestas nacionales y en varios festivales. Viajamos a gran parte del país con nuestras obras. Luego de casi diez años, menos por deseo que por necesidad, dejé el grupo y comencé a dar clases a alumnos de nivel secundario, en cuyo colegio ya daba literatura. Pudimos hacer muchas obras creadas por los mismos alumnos, mostrarlas en el pueblo, dentro y fuera del colegio, y llevarlas a festivales juveniles de Comodoro Rivadavia. Hoy estoy jubilado de la docencia y todo eso es nostalgia y maravilla en mi memoria.

—En tres tomos 1 de una propuesta del poeta y sociólogo Darío Canton, editados por el sello Mondadori, se reproducen dibujos tuyos y correspondencia que mantuviste con él. Y también has sido incluido en el volumen Correspondencia, del poeta y “mítico imprentero” Francisco Gandolfo (con prólogo de Osvaldo Aguirre, Ediciones en Danza, 2011).

—En el sur las cartas fueron mi modo de sobrevivencia cultural y algo más. En enero de 1973 un hecho casual que me ocurrió en Buenos Aires al conocer a Jaime Poniachik en una librería de la calle Pueyrredón (Leo Libros) en la que trabajaba, fue muy importante porque me dio la posibilidad de relacionarme por correspondencia con la familia Gandolfo, de Rosario. Bellas personas: Francisco, Elvio y Sergio, con quienes mantuve una amistad ininterrumpida. En 1974, cuando estudiaba en La Plata, hice un viaje para verlos. También, a la par, tuve y tengo, también en Rosario, un contacto fluido con el poeta Jorge Isaías. Fue precisamente este escritor nacido en Los Quirquinchos quien editó mi primer libro en enero de 1977 con el sello de La Cachimba. Se imprimió en la imprenta La Familia, de los Gandolfo. El segundo y el tercero salieron con el sello de El Lagrimal Trifurca, en la colección El Búho Encantado. En la década del 80 la correspondencia con Francisco fue bastante regular y tan divertida como jugosa.

En 1975, en mi casa paterna del sur, a donde había vuelto a residir luego de pasar por La Plata, recibí el Nº 1 de la plaqueta Asemal, de Darío Canton. Coincidió que el año anterior había comprado en una librería de Buenos Aires su libro Poamorio, lo que promovió que le escribiera con agradecimiento y entusiasmo. Fue una relación epistolar intensísima. Duró hasta 1979, cuando agotó su proyecto de sacar en Asemal toda su poesía inédita. Fueron mis años de formación y él tuvo mucho que ver. Ya hacía un año que venía limpiando mi poesía de follaje innecesario. Y Canton es lo más despojado que hubo y hay en la poesía argentina. A todos mis amigos les he enviado mis dibujos, o apenas viñetas, acompañando las cartas. Canton tuvo la amabilidad de incluir algunos en su obra completa, atípica y monumental, que va sacando por tomos. Cuando hacía “mis palotes con la poesía”, como dice Charles Simic, fueron varios los poetas con los que mantuve una asidua correspondencia y que considero fundamentales en mi formación y en el sostenimiento de mi vocación de escritor: además de los nombrados, Raúl Gustavo Aguirre, Alfredo Veiravé, Édgar Bayley, Francisco Madariaga, Rodolfo Alonso; de mi generación, Paulina Vinderman, Liliana Lukin, Carlos Vitale, Pablo Ingberg, Carlos Barbarito, Carlos Piccioni, Fernando Kofman, Santiago Espel, Alejandro Schmidt, Raúl Artola. Pero son muchos más. También, y particularmente, los narradores Donald Borsella, de Chubut, Ivo Marrochi, de Tucumán, y Carlos Roberto Morán, de Santa Fe.

—En 1988 entrevistaste a un director cinematográfico que yo admiro, Carlos Sorín, mientras filmaba en Chubut, y se reprodujo tu diálogo con él en el diario El Patagónico, de Comodoro Rivadavia.

—Carlos Sorín filmó mucho en el sur y particularmente en mi pueblo. Había hecho el servicio militar en Comodoro Rivadavia y quedó impresionado para siempre con esa región de la Patagonia. Tanto es así que volvió a filmar comerciales, y luego La película del Rey, una joya de la época. En 1988 filmó parte de Eterna sonrisa de Nueva Jersey, que es una roadmovie a la vez que una especie de comedia disparatada y dramática. En el equipo de producción vino un amigo común de amigos del poeta Alfredo Veiravé, y también los actores Omar Tiberti, que conocía desde el 84, y Daniel Kargieman, hijo del poeta Simón Kargieman, con quien me escribía. De modo que tuve la posibilidad de compartir muchos días de filmación en las locaciones de los alrededores y también las horas de la cena y sobremesa, o los fines de semana que tenían libres. El protagónico lo hacía Daniel Day-Lewis, que venía de filmar La insoportable levedad del ser. Ya había hecho Ropa limpia, negocios sucios, y Un amor en Florencia. Parece mentira que el tiempo haya pasado tan rápido y tan exitosamente para él, a quien describí, al mencionarlo, como “un joven actor británico”. Para no herir susceptibilidades que tenían que ver con la Guerra de las Malvinas, Sorín y su equipo decían que era un actor irlandés. Paradójicamente, en 1993 se nacionalizó irlandés. El reparto era increíble: Juan Manuel Tenuta, Miguel Dedovich (en La película del Rey interpreta al aventurero Orélie Antoine de Tounens [1825-1878], quien se proclamó rey de la Araucanía y la Patagonia), Julio de Grazia, Gabriela Acher, Ignacio Quirós, Rubén Patagonia (de quien era amigo porque había residido varios años de su juventud en Sarmiento), Ana María Giunta, etc. La entrevista fue muy extensa; tuvo la amabilidad y espontaneidad de explayarse en temas que me interesaban de su cine y del cine en general. El resultado del film no fue el que esperaba Sorín. Era una coproducción argentino-británica, con algunos inconvenientes en el corte final. Creo que hizo mella en su relación con la industria. Demoró en volver a filmar, y lo hizo de nuevo en la Patagonia. Fue en 2002, con Historias mínimas, otra roadmovie de bajo presupuesto que le permitió ser valorado como uno de los directores argentinos más interesantes.

—Y ya que nos acercamos al cine: ¿qué filmes basados en novelas te han deslumbrado? ¿A qué actrices y actores “les creés todo”?

—Dejando de lado cualquier posibilidad de mirada profesional, que no tengo, puedo mencionar algunas que me agradaron/deslumbraron, tal vez por el momento en que tuve la oportunidad de verlas. Al este del Paraíso, Dr. Zhivago, El viejo y el mar (con Spencer Tracy), Por quién doblan las campanas, Rashomon, El gatopardo, 2001: una odisea del espacio, El gran Gatsby, Los muertos (de Dublineses), La fiesta de Babette, Blade Runner, la adaptación bastante libre que es Apocalipsis Now

Poema y poesía no siempre coinciden, o no siempre están destinados a coincidir. Uno pertenece al mundo de los objetos, la otra es una manifestación ontológica con un grado mayor de pureza que los mismos poemas.

Son muchos a los que “les creo todo”: Audrey y Katharine Hepburn, Jeanne Moreau, Dirk Bogarde, Laurence Olivier, Jean Gabin, Anthony Quinn, Bibi Anderson, Liv Ullman, Marcello Mastroianni, Francisco Rabal, Toshiro Mifune, Dustin Hoffman, Al Pacino, Meryl Streep, Lena Olin, Daniel Day-Lewis, Carlos Carella, Ulises Dumont, y tantos más.

—Y vamos a personajes: ¿cuáles por su carisma, por su potencia, por su agudeza u otros atributos, te fascinan?

—Que ahora recuerde: Héctor, Edipo, el Quijote, Sancho, Cordelia, Hamlet, Ana Karenina, Leopold Bloom, Ahab, el hombre y la mujer de El Ángelus (de Jean F. Millet), Claus y Lucas (de la novela de Agota Kristof).

—“Se llamará o no se llamará poema” es el título de un ensayo de tu autoría incluido en el volumen El verso libre (Ediciones del Dock, 2010). ¿Qué tipo de textos, cabalmente, merecen que se los califique de poemas? ¿A cuáles no se los debiera denominar así?

—Poema y poesía no siempre coinciden, o no siempre están destinados a coincidir. Uno pertenece al mundo de los objetos, la otra es una manifestación ontológica con un grado mayor de pureza que los mismos poemas. Pero la verdad, no lo sé. Me gustaría saberlo pero no lo sé. Y es posible que en ese no saber consista la búsqueda de saber qué es un poema y qué es poesía. Ya la variedad es inmensamente grande en estos primeros años del siglo XXI y lo será cada vez más. Las épocas van definiendo esa calificación, pero creo que se toman sus necesarias libertades. Por ejemplo, de Héctor Viel Temperley a Darío Canton hay un abismo, y sin embargo nada nos hace pensar que uno escribe poemas y el otro no. Las artes en general van mutando hacia formas nuevas e impredecibles. En algunos decenios lo que hoy se puede definir como poema va a sentir el paso del tiempo. Por el momento sabemos que sigue vigente el verso o la prosa, con imagen, sonido, ritmo, como en pintura la pincelada. No hay más. Cada uno toca su propia música, con menor o mayor influencia del contexto.

—En 1993 y 1994, firmando con el seudónimo Indiana Proust, fueron publicándose tus columnas “Aventuras estelares” en Nuestro Sur, periódico de tu provincia. ¿De qué trataban, qué asuntos recreabas?

—Eran seudocrónicas sociales y culturales sobre la realidad de mi pueblo de esos días, con una pizca de poesía y mucho de ironía. No seguían un modelo. Creo que eran bastante personales.

—Retornando a los personajes: sos el creador de uno de historieta unitaria, “Morocho Dargüin”, el que con dibujos de Alejandro Aguado se divulgó en el suplemento El Espejo, del diario Crónica de Comodoro Rivadavia. Contanos sobre él, y sobre otros, también de historieta, que hayas inventado.

—Mi amigo Alejandro Aguado llegó un día a mi casa de Sarmiento, me mostró el dibujo de un personaje estrafalario que acababa de terminar y me dijo que le gustaría hacer una historieta con él ambientada en la Patagonia. Me entusiasmó la idea, primero porque Alejandro es un muy buen dibujante, y luego porque era un desafío más para mi escritura. El nombre de ese personaje, Morocho Dargüin, me surgió, como se advierte, de dos conceptos opuestos. Charles Darwin era inglés y recorrió la Patagonia. Además de fonetizar ligeramente el apellido, el nombre, Morocho, me pareció que provocaba la tensión. Del mismo modo había surgido el seudónimo con que firmaba las “Aventuras estelares” que mencionaste. El tema de la historieta era la Patagonia misma, vista a través de las experiencias de este antihéroe simpático, que tenía tanto de viajero como de poeta soñador. Después de salir semanalmente en El Espejo, se publicó, ya como tira, en un periódico de la región. Ahí tocaba temas relacionados con lo periodístico.

En 1992, año del quinto centenario, en el periódico Nuestro Sur, que se editaba en el pueblo, publiqué una tira de humor que se llamó El huevo de Colón. El personaje era un huevo. Refería desde aspectos locales hasta tópicos del quinto centenario. Fue divertido hacerlo.

En El Espejo, el suplemento que dirigía Alejandro, salieron muchos dibujos de humor que había hecho en años previos. El humor, la ironía, siempre estuvieron ahí para colorear lo que hacía, dibujo o escritura, y también, por qué no, para provocarme. De hecho, mis gustos poéticos por el desparpajo de Nicanor Parra y de algunos de los nombrados fueron inevitables, aunque debí tomar recaudos porque el humor en poesía puede ser letal si no se lo puede mantener a raya. A veces se puede, a veces no. Según el pulso y la vena del momento. Como variante del humor, la ironía, según Octavio Paz, siempre es crítica.

—Además de primeros premios y otras distinciones por algunas de tus obras, lo has sido también por tu trayectoria y en más de una ocasión. ¿Podrías discernir para nosotros, más allá de la imaginable satisfacción, algo de un orden recóndito, sutil?

—De lo primero no hay mucho para decir; a veces se tiene suerte y un jurado nos premia una obra. Literaria o teatral. No deberíamos tomarnos muy en serio un premio como no ser premiados, cosa que ocurre, esta última, las más de las veces, y uno igualmente sigue. Porque el mejor premio es poder seguir trabajando, produciendo, con o sin ese tipo de satisfacción. Nunca está de más recordar la famosa cita de Beckett: “Da igual. Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”. Lo segundo: esos reconocimientos fueron mimos locales de parte de intendencias y del Legislativo, entre otros. La sensación fue, en alguna medida, que siempre es bueno sentirse profeta en la tierra de uno, a pesar del dicho en contrario. Mi pueblo me dio demasiadas cosas buenas, dentro y fuera de la tarea artística.

Una lucha desigual con las palabras es el título de tu primer libro en el género ensayo y se publicará este año. ¿Qué sería posible que nos adelantaras sobre él? Y complementariamente, ¿qué otros libros —¿intentaste la concepción de alguna novela?— estarían listos para ser editados?

Una lucha desigual con las palabras es un libro de notas sobre poesía antes que de ensayos propiamente dichos, aunque el tono y la intención rozan lo ensayístico y también lo poético. Un libro inédito que sí es de ensayos, cuyo título es En/sayos de literatura patagónica, no tiene editor por el momento.

En 1992/93 escribí una novela pero fue un fracaso. De hecho trataba sobre un personaje, tomado en parte de la vida real, que fracasa en la vida y en sus deseos de ser un artista en la Patagonia. La novela no podía tener otro fin que el de su personaje, lo que ya sería en sí mismo una idea de arte conceptual. Para escribir novela se requiere una técnica y tiempo y no tuve ni una cosa ni la otra.

—En tu pieza Desesperando (Inteatro, Editorial del Instituto Nacional del Teatro, 2008), en “espera desesperada” los personajes mientan al “tío Samuel”, ese que “ha estudiado muy bien las consecuencias del movimiento inútil”. Y en tu pieza teatral El tragaluz (integrando un volumen con otras dos también de tu autoría, Pintura viva y La oscuridad, Ediciones La Carta de Oliver, 2013), uno de los dos únicos personajes se llama Samuel.

—Soy deudor del teatro y asimismo de la narrativa de Samuel Beckett. Lo leí, incluso su poesía, a partir de los años 80. Es el autor que tuvo mayor impacto en mi concepción teatral y algo más. Incluso, a su pesar, en relación con mi visión de la Patagonia. Mi último libro de poesía, El jugador de fútbol, se inicia con un epígrafe que pertenece a la obra Catastrophe, de Beckett, donde capciosamente, en relación con la forma y con la posibilidad de mirar, hace referencia a la Patagonia. Creí necesario incorporarlo como personaje en esas obras, en una de ellas en presencia, en la otra en ausencia, pero que tuviera su peso, como contrapunto primero y como una vara con la que se pudieran medir las acciones después. También es una especie de diálogo imposible con él. Me hubiera gustado conocerlo, oírlo hablar, oír su silencio, percibir su mirada en cualquier caso.

—“Los Comedidomediante” obtuvieron primeros premios y se presentaron ante públicos de varias provincias argentinas y hasta en Puerto Montt, Chile. ¿Cómo fue dar a conocer El tragaluz en el casi centenario Teatro Nacional Cervantes, único con ese rango en nuestro país?

—Las funciones de El tragaluz en Chile las hizo el grupo “Sobretabla”, de Mendoza, dirigido por Rubén González Mayo. La función en el Cervantes fue como consecuencia de haber sido premiados en la Fiesta Nacional de Teatro que ese año 1994 se hizo en Tucumán. Para nosotros, que partimos de la nada, hacer la obra en un teatro con tanta historia fue tocar el cielo con las manos. Nos fueron a buscar al Chubut, nos trajeron a Buenos Aires, nos alojaron, nos dieron de comer, y luego nos llevaron de regreso. Además nos pagaron una gira por todas las provincias patagónicas, desde Ushuaia hasta Santa Rosa, provincia de La Pampa, y con el premio en efectivo pudimos comprar un equipo de luces y otro de sonido, completos. Cosas del Instituto Nacional de Teatro, que agradecimos en su momento. La paradoja es que se dio en la década del ‘90, de la que fuimos críticos en las propias obras. Debo decir también que Carlos Pacheco, periodista y ensayista teatral, tuvo mucho que ver en la difusión de nuestras obras a nivel nacional.

—En Animal teórico (Ediciones del Dock, 2004), el lector tiene la posibilidad de leer una carta que Groucho Marx escribe a Franz Kafka y la respuesta de éste al primero, así como también la carta que Gregorio Samsa le despacha a su creador y la que Groucho le envía a Gregorio. Y desde aquí, Juan Carlos, retornamos, por el camino de la creación, al marco de la correspondencia.

—Siempre, desde el primer momento, escribí cartas a escritores y mantuve, en la medida de lo posible, una correspondencia fluida que me ayudó particularmente en mis años de formación. El género epistolar me gusta y me interesa como arte. Sea poético o no lo sea. Hasta la aparición del e-mail la correspondencia como la conocíamos sólo había sufrido una variación en su inmediatez. Pero luego han cambiado y diversificado tanto los soportes que disponemos de la nueva versión del telegrama en su versión instantánea y virtual. La vida y las cosas cambian constantemente. No hay que vivir en el pasado, decía Raymond Carver. Hay que traerlo al presente, en todo caso.

—Como vos, chubutense, el narrador Donald Borsella (1926-1986) aparece mencionado en tu poema “El cerezo”, integrado a El jugador de fútbol; en el mismo poemario, otros dos narradores, David Aracena, fallecido en Comodoro Rivadavia en 1987, y Diego Angelino, quien reside en la provincia de Río Negro, son nombrados en tu poema “Hablar”, y también un poeta de Chubut, Néstor Milton Jones, en el poema En la casa del galés. ¿Compartirías con nosotros un esbozo de cada uno de estos escritores?

—Con ellos me unió la literatura y una profundísima amistad. Los admiro como escritores y los quiero. Donald Borsella nació en Esquel, fue maestro de escuela primaria en El Maitén y en Trelew, donde finalmente se radicó. En esa etapa lo conocí. Fue en 1973. En 1978 la editorial Galerna le publicó su primer libro de cuentos, Las torres altas. En 1981, en Trelew, dio a conocer su segundo libro de cuentos, El Zorro Cifuentes. En 1984 la Dirección de Cultura de Trelew publicó el ensayo Alberdi y una novela patagónica, al que hay que agregar no pocas intervenciones en el periodismo cultural de la zona. De manera póstuma, en 2007, la Secretaría de Cultura del Chubut editó la novela inconclusa El viaje, que estaba escribiendo al momento de su muerte. El cuento “La avutarda”, que refiero en mi poema, salió en su momento en el suplemento cultural del diario Clarín. En el encuentro “Esquel Literario 2010” difundí la ponencia “Homenaje a Donald Borsella”, que se puede leer en el sitio Puertae.

Nunca se puede reproducir la realidad. En todo caso, se reproduce una visión (al decir de Saer) de la realidad, que puede ser, y a veces lo es, una realidad en sí misma. A eso le llamamos literatura.

David Aracena, periodista cultural, poeta y narrador, pero antes que nada maestro de poetas, supo cultivar el don más preciado de la amistad. Se escribió con escritores de la talla de Pablo de Rokha, Victoria Ocampo, Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez, Ricardo Molinari. Como decimos en nuestra región, David “prefirió el diálogo y la correspondencia a la publicación”. En 1986, un grupo de amigos escritores de Comodoro Rivadavia le publicó su único libro de cuentos, Papá botas altas. En 2009, la editorial Espacio Hudson/El Extremo Sur publicó el libro Las palabras y los días, un compendio de sus columnas que con el mismo título salían en el diario El Patagónico, de Comodoro Rivadavia, y que firmaba con el seudónimo Juan de Punta Borjas, que tomó de la toponimia del lugar. A los dos, con obras relativamente breves y referidas siempre a la geografía y a la gente del sur, los seguimos leyendo y valorando, porque sus textos siguen vigentes. Que yo sepa, no hubo reediciones de sus libros, y esto de algún modo es indisculpable.

Diego Angelino nació en Entre Ríos y está radicado en la Patagonia desde los veinte años; primero en Comodoro Rivadavia y después, hasta ahora, en El Bolsón. Fue quien más se dio a conocer fuera del ámbito patagónico. Su primer libro de cuentos, Con otro sol, fue premiado por el diario La Nación, con un jurado que entre otros integraban Borges y Bioy Casares. Años después Nicolás Sarquís llevó al cine esas historias que ocurrían en el campo entrerriano. Sigue escribiendo con su técnica notable de siempre.

Néstor Milton Jones, descendiente de las primeras familias galesas llegadas al Chubut en 1865, nació en 1951 en Sarmiento, donde sigue viviendo. Somos amigos de toda la vida, viajamos juntos a la Universidad Nacional de La Plata. Comenzó a estudiar cine y continuó luego en Buenos Aires. Viajó un poco por el mundo y volvió para estudiar historia en la Universidad Nacional de la Patagonia, en Comodoro Rivadavia. Sigue escribiendo, de algún modo aislado. A veces la “periferia”, por distintos motivos, es implacable con los creadores. En la década del 80 salió en la editorial Sátura de Buenos Aires, dirigida por Fernando Kofman, su único libro de poemas editado, Visitas.

—¿Por qué será que mientras leía y me sorprendía con los textos de tu Baile del artista rengo, no dejaba de pensar en los procedimientos de “danza” de Tim Burton y Woody Allen en algunas de sus películas..?

—Aun con estéticas distintas, me gustan mucho ambos, Burton y Allen. Cómo juegan con la trama, con los personajes, y el modo en que realizan el montaje de sus películas. Pensando en tu comentario, será por los ingredientes del humor y de lo naíf, que en dosis considerables se cuela en todo lo que hago. Creo que en los relatos puedo soltarme con el lenguaje un poco más que en los poemas.

—¿Les has leído cuentos a tus hijos o sos de esos padres que los van inventando sobre la marcha?

—Ambas cosas. De noche, al momento de ir a dormir, siempre les leía o les contaba cuentos que se disparaban solos, según cómo se entusiasmaban o se predisponían a oírlos. Después les proponía que ellos escribieran lo que recordaban de esas historias (Moby Dick o La isla del tesoro, por ejemplo), que hacían con las libertades del caso, y yo se las pasaba a máquina (qué palabra, en este tiempo), recortaba las hojas y confeccionaba libritos ilustrados por ellos mismos. Conservo alguno en mi biblioteca, que lamentablemente no se encuentra en Buenos Aires.

—Porque pronto darás a conocer tu primer libro de notas sobre poesía, te propongo alguna reflexión partiendo de tres notas sobre escritura del barcelonés Eugenio Trías (1942-2013): 1: “La escritura no es nunca ‘reflejo’ de la realidad. O es reflejo de la única realidad: los nervios. Las escritura es un reflejo nervioso”. 2: “El sentido de un escrito es el humor con que deja al que lo lee”. 3: “No se lee porque se teme”.

—La primera está muy bien. Nunca se puede reproducir la realidad. En todo caso, se reproduce una visión (al decir de Saer) de la realidad, que puede ser, y a veces lo es, una realidad en sí misma. A eso le llamamos literatura.

Las dos últimas citas son parte de la experiencia de la lectura. Creo que también pueden ofrecer otras variantes de “sentido”, que “incompleten” (disculpas por el neologismo) indefinidamente la acción y reacción que provoca la lectura.

Juan Carlos Moisés
“El género epistolar me gusta y me interesa como arte. Sea poético o no lo sea”.

Juan Carlos Moisés selecciona seis poemas de su autoría para acompañar esta entrevista

La laguna

caminaba por el mundo
que era una nuez
una pequeña bola de tierra y plantas
me sentía bien mientras caminaba
inadvertido
bordeando una laguna
y un campo de alfalfa

desde ese espacio envolvente
una bandada de patos
se voló haciendo ruido con el pico
avancé por el verdor
hacia su centro
y otra bandada se elevó
con las patitas mojadas
hubo un momento en que toda la laguna
quedó para mí
me desnudé y me zambullí
los patos tardaron en volver
se acercaron con miedo
y comenzaron a nadar a mi alrededor
no demostré violencia alguna
moví mis manos
agité naturalmente mis brazos
para imitarlos
para ser como ellos
para mirar el mundo desde la laguna
perdido aleteando en medio de las ramitas
donde el pato más grande y más feo era yo

(de Querido mundo, 1988)

 

Manuel Bandeira en el Sur

un álamo
ha crecido delante de la casa
en medio del jardín
entre pinos jóvenes y flores
un álamo que no plantamos
irrumpió un día y fue creciendo
desde su firme raíz hacia la luz

sin pensar demasiado lo llamé
por su nombre:
Manuel Bandeira
y el álamo me contestó
como seguramente me hubiera contestado
Manuel Bandeira
después persistió
en sus intenciones de hablar

desde entonces
lo escuchamos decir buenas tardes
buenas noches ser amable
saludar perro hormiga o mujer
es evidente:
Manuel Bandeira quiere darse
a conocer
entre los vecinos

y hay todavía un muy curioso agregado:
insulta a quien no le devuelve el saludo
el saludo es fundamental
dice uno de mis tíos
mientras que a Manuel Bandeira le tiemblan
las hojas las nervaduras las gotas de rocío
y en verdad su irreverencia
no desentona como hecho particular
o filosofía de vida
aunque me temo que su hermosa
existencia terminará con un hachazo
después lo haremos silla donde sentarán
al acusado

(de Querido mundo, 1988)

 

Flamencos en la laguna

Esos flamencos todo
el día al sol sumergen
la cabeza movediza en el agua
apoyados en el firme equilibrio
de una de sus patas; están clavados
en la laguna, tallados en el aire.
Cada tanto rompen la monotonía,
curvan el fino pescuezo, el pico se levanta,
estiran la pata encogida y dan un paso largo
y lento que se hunde y se clava
como la pata anterior,
que ahora se pliega y espera
mientras bajan la cabeza a bucear.
Todo el interés está ahí, en la turbiedad
del fondo, en los pequeños hallazgos nutritivos.

Ninguno de esos actos minuciosos
me incluye, ni soy de la familia de esas aves;
tampoco soy lo que se dice trigo limpio
para acercarme a refrescar mis pies
sin que algo no deseado ocurra
en el plan trazado por los flamencos.

Y aunque no son mis ojos los que ven bajo esa agua
ni tengo plumas rosadas, no me aguanto: mordido
por las hormigas de la curiosidad
que siempre me empujan a donde no me llaman
me acerco a la orilla
todo lo que más puedo,
hasta que en el límite de la confianza
los flamencos levantan vuelo
con tres o cuatro aletazos,
las flacas patas colgando sobre la laguna.

Si yo fuera ellos
daría un rodeo largo y sin pausa
con la esperanza de que se fuera el entrometido
y entonces volvería lo más campante
con las alas desplegadas
a posarme otra vez en medio de la laguna,
una sola pata apoyada
en la turbiedad del fondo.

Pero se ve que esos flamencos
tienen otros planes para resolver el dilema,
y acribillados inútilmente
por la doble intención de mi mirada
siguen adelante y se pierden en el cielo
capaces como son de ver a lo lejos
adónde lleva el camino.

(de Animal teórico, 2004)

 

Un bar en el camino

Cuando entré a ese baño de bar
del camino y la puerta se trabó
sin explicación, creí encontrarme
en el mismo infierno; no advertí
que hubiera lo que estrictamente
se llama fuego, crepitaciones,
gritos de dolor, sólo unos pocos malos
olores que me envolvieron
y la lamparita que no prendió.
Para estar en medio de la pampa alta
y desmesurada ese baño era un lugar
demasiado pequeño, sucio, opresivo.
Ni las frases chistosas escritas
en la pared con letra despatarrada
fueron capaces de provocarme
la mueca de una risa.

En las manchas de humedad
del revoque descascarado
vi con horror la sombra del que soy,
vi rostros no amados,
vi todo lo que no se desea ver:
de mí, de los otros, de lo otro.
Dije es el fin, ahora sé cómo es
la última visión de una persona.

Mi única esperanza fue
el ventanuco; después de forcejear
en lo alto durante unos momentos,
el hierro viejo, debilitado, carcomido
por el óxido, cedió,
y cielo y nubes entraron
increíblemente a tiempo.

(de Animal teórico, 2004)

 

“El jugador de fútbol”, de Juan Carlos Moisés
“El jugador de fútbol”, de Juan Carlos Moisés.

Hervidero parlante

Mándeme sus libros sin falta y con una dedicatoria. Pero no
ponga “estimada”; simplemente: “A Masha, que no recuerda
de dónde viene y que no sabe para qué vive en este mundo”.

Antón Chéjov
(Masha a Trigorin; La gaviota)

Cae una lluvia desapasionada.
No sé quién adormece a quién.
Parece que nada hubiera pasado en años
y sin embargo nada parece lo que es.
Algo se despierta en nosotros en este
amanecer en apariencia indoloro,
y un temblor oculto nos conduce
a la calle y la calle al trabajo
y nos deposita en la realidad del día
que comienza para uno y todos.
Pasadas las horas, con la tarea cumplida,
esta lluvia ni alegra ni lastima,
y con sus variaciones sigue cayendo
más o menos lenta sobre nosotros.

Caminamos sin alarma. Por nuestros
ojos vemos pasar las cosas en forma
de imágenes distraídas que para ninguno
parecen estar necesitadas de explicación.
Pero las cosas siempre representan un desafío
reiterado, mientras el hervidero parlante
sigue ahí, detrás y a veces en las cosas
mismas, como siempre, como en estos
días o en los días inciertos que vendrán
con interpretaciones y argumentos a granel
que el cerebro recibe sin terapia anticonvulsiva
alguna (la psiquiatría la denomina TEC).
Bueno sería, de una vez, que las neuronas
saltarinas se defendieran solas. Una posible
sería que el cable con los electrodos invirtieran
los electroshocks para ser aplicados en la sien
a las distintas caras que presenta la realidad,
y por fin sepa quiénes somos y nos ayude
a saber “para qué estamos en este mundo”.

Pienso y no lo digo: que a cambio de aquella
alegre soberbia de la juventud para juzgar
al mundo hoy tenemos esta triste modestia
de la edad madura para rebelarnos.

(a Jorge Fondebrider)

(de El jugador de fútbol, 2015)

 

La modelo y los jóvenes muertos

Algunas de las balas que no dieron
en el blanco buscado fueron a incrustarse
en varias partes del cuerpo de una modelo
que anunciaba un producto comercial
en un cartel de la publicidad callejera.
Las balas que dieron en el blanco derramaron
la sangre de los jóvenes que murieron
en la protesta. La sorpresa y la duda
nos surgieron en ese mismo momento,
porque aun ante la exagerada intervención
policial, y en el peor de los escenarios,
suponíamos que las cápsulas sólo debían
contener inofensivas municiones de goma.
Enfocados por las cámaras no había nadie
que no se mostrara indignado, sin dar un
paso atrás, dispuestos a resistir lo impensado,
mientras nosotros, arropados por los días
de invierno, mirábamos impresionados
en la comodidad del living de nuestra casa.

En los fragmentos que vimos en el televisor,
a dos mil kilómetros de los hechos, las escenas
eran desgarradoras, ahora que las desgracias
se transmiten en vivo y en directo al planeta.
No nos quedaban dudas, una vez más,
de la desesperada y trágica pasión argentina,
en la que todo vuelve a empezar como en la cabeza
de un paciente crónico sin memoria.
(¿Qué representaba la discusión intrascendente
que habíamos tenido con mi mujer esa mañana
sobre un tema que ya habíamos olvidado?)
Poco se podía hacer ante la pantalla inmutable
que seguía repitiendo en crudo lo sucedido
con un regodeo gratuito para el espectador,
porque a los manifestantes volvían a matarlos
como si una vez ni diez ni veinte bastaran.
Pero el ensañamiento virtual tenía su piedad,
cuando nos daban un respiro y mostraban,
desde otro ángulo y encuadre, las balas fallidas
—suponemos, por impericia del tirador—
que seguían impactando en el cuerpo indefenso
de la modelo de papel, que a pesar de la balacera
no dejaba de sonreír, como si no le importara
o no fuera verdad lo que estaba sucediendo
ante sus ojos delineados y los nuestros acongojados.
No daba signos de estar pensando que la belleza
no puede durar, ni que las decisiones de los hombres
corrompen con más apuro que la crueldad del paso
de los días. Juraría que ella habría confiado en las
personas antes que en la erosión natural del tiempo.

Cuando los jóvenes iban a morir una vez más,
abrí la puerta y salí al patio; nada se oía,
nada se movía en el aire tenso de la oscuridad.
Al pie del pino me quedé un momento sin
decisión. Luego hundí las manos en la masa
de nieve helada que había caído la noche anterior.

(2002, de El viento que hay allá afuera, poemas inéditos 1977-2015).

Juan Carlos Moisés
“Para escribir novela se requiere una técnica y tiempo y no tuve ni una cosa ni la otra”.
Rolando Revagliatti
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Notas

  1. La historia de Asemal y sus lectores, 2000; De la misma llama. III De plomo y poesía (1972-1979), 2006, y De la misma llama. VII La yapa. Primera parte (1990-2006)”, 2014
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