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José Napoleón Oropeza
“Leo poesía todos los días del mundo”

domingo 18 de marzo de 2018
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José Napoleón Oropeza
José Napoleón Oropeza: “Mi oficio de lector de poesía animará por siempre al escritor que voy siendo”. Fotografía: José Antonio Rosales

Nota del editor

Uno de los autores más destacados de Venezuela, el barinés José Napoleón Oropeza presentó el viernes 16 de marzo en Barquisimeto su novela El cielo invertido, sobre monseñor Salvador Montes de Oca. Hoy ofrecemos a los ojos de la Tierra de Letras este diálogo con el escritor valenciano Julio Bolívar, en el que recorren buena parte de la vida y la trayectoria literaria del autor de Para fijar un rostro.

—Estás trabajando el último tomo de lo que ya sería un quinteto, después de tu novela sobre monseñor Salvador Montes de Oca, El cielo invertido. Con esta nueva novela que cierra un edificio narrativo estructurado por un personaje central, Eduardo Montes, quien atraviesa todo este mar narrativo, como diría José Balza, ¿te queda algo por escribir todavía?

—Aún no he comenzado a escribir la primera versión de la novela que cerraría el periplo iniciado con Las redes de siempre. Me encuentro en el proceso de investigación: empiezan a aflorar algunas imágenes que emergen creando una suerte de remolino interno: el proceso de atisbo de algunas señales y anécdotas. La titularía Para cerrar un cuerpo, en homenaje a Oswaldo Trejo, quien durante muchísimos años, al igual que Esdras Parra, fue mi amigo, mi hermano y mi maestro. El título se lo debo precisamente a él. Como te decía anteriormente, me encuentro en el proceso de investigación y de anotaciones y de relectura de las obras de la gran poeta Enriqueta Arvelo Larriva, de Oswaldo Trejo y de Esdras Parra, quienes, conjuntamente con Eduardo Montes y otros personajes que surgirán sobre la marcha del relato, “anudarán” el cuerpo del libro.

Igualmente, en estos días revisaré otra novela que, en su primera versión, acabo de concluir y que no forma parte del corpus narrativo armado por Eduardo Montes. Se titula La lluvia inconclusa. Hace dos años terminé un libro de cuentos titulado El huésped invisible. Ojalá logre publicarlo pronto, pues yo no paro y en estos momentos trabajo en otro libro de cuentos que he titulado La rosa inacabada y en dos textos de reflexiones sobre la poesía y las artes visuales: en un segundo tomo de El habla secreta y en apreciaciones sobre la obra de algunos artistas del universo de las artes visuales que he titulado Las líneas y las máscaras. El mundo editorial no escapa de la crisis en la cual estamos inmersos y que nos consume tantas energías, pero alguna puerta se abrirá para dar a conocer estos libros. Eso espero y deseo. Pero, entretanto, no paro de leer ni de escribir: sigo levantándome todos los días de madrugada, esperando que, antes de que salga el sol, habré leído unas cuantas páginas o habré escrito, aunque sea una sola..

Soy un empedernido lector de poesía desde que tenía diez años de edad.  

—Paralelamente a este conjunto de novelas has escrito otros textos como El bosque de los elegidos, escrito en homenaje a la gran artista de la fotografía Diane Arbus; Entre el oro y la carne, novela armada sobre aspectos de la vida del bolerista Felipe Pirela, y Testamento de un pájaro, así como numerosos cuentos y ensayos. ¿Siempre con un lenguaje focalizado por la imagen, concibes otra manera de narrar o ver lo que no ha sucedido?

—Creo que ello se explicaría en el hecho de que soy un empedernido lector de poesía desde que tenía diez años de edad. Las narraciones, cuentos, novelas e incluso el abordaje de lo real a partir de la forma ensayo, nacen y crecen siempre a partir de una imagen o de un grupo de imágenes poéticas que van dando forma al tejido verbal. Así nació y creció Los perfiles de agua, mi primer libro de ensayos. Como diría Wallace Stevens, la imagen constituye la revelación, el aura que sostiene el universo: así como lo real resulta ser el elemento indispensable para el surgimiento de la metáfora, en la narración la imagen configura la armazón del cuerpo, proporciona la luz insondable desde la cual se atisba un posible universo, y la poesía seguirá siendo “el instante en el cual Dios y las cosas mudan de piel mediante una palabra”, tal como le respondí a alguien que me preguntó qué era para mí la poesía, es decir, el arte, pues sin el temblor poético jamás existirá el arte ni para el creador ni para el espectador. ¿Quién, ni siquiera yo, hubiese creído, antes de que se produjera tras el estallido de una imagen de centenares de grafitis en las paredes de la Valencia de los años ochenta, surgiría en mí el fogoso deseo de escribir Testamento de un pájaro?

—De todos tus libros, ¿cuál dirías que es el mejor?

—Creo que Las puertas ocultas, novela que forma parte de la pentagonía que me propuse escribir desde el nacimiento de Las redes de siempre, constituye el primer gran nudo de ese cuerpo narrativo imaginado y estructurado por Eduardo Montes. Dentro de ese cuerpo es el tercer libro, concebido casi inmediatamente después de Las hojas más ásperas, segundo libro, escrito en Londres y luego revisado acá en Valencia. Después de publicar ese tercer libro, me concentré en la revisión formal de El cielo invertido, publicado en el año 2016 bajo el patrocinio de bid & co editor y la Universidad Católica Andrés Bello. Cuando te hablo de “gran nudo” quiero destacar tanto el lirismo de la prosa como el equilibrio arquitectónico de Las puertas ocultas, escrita en una especie de rapto en el momento en que me propuse dar forma a una anécdota que venía gestándose a lo largo de más de treinta años, cuando ocurrió mi primera visita a La Habana y coincidí durante varias horas con José Lezama Lima, el poeta inmortal. Pero creo que, a la hora de efectuar un balance muy íntimo de lo que he escrito hasta ahora —novelas, cuentos, ensayos—, sigo teniendo especial predilección por El bosque de los elegidos, concebido y escrito en Londres en los años ochenta, tras el enorme impacto que me produjo descubrir la belleza y el drama humano que envolvía a la fotografía de Diane Arbus: otear en aquellas fotografías la belleza de los “monstruos”, de los seres marginados por todas las sociedades: una prostituta, un retrasado, un drogómano, un travesti, fue todo un desafío. Envolver su existencia en una atmósfera desolada —pero insondablemente hermosa— produjo en mí grandes satisfacciones. Siempre será un pozo. Te hablaba antes de la llamarada que se produjo en mí tras ver y admirar, por vez primera, las fotografías de Diane Arbus y la magia de un grafiti que proporcionaría en mí la explosión interna a la cual daría forma en Testamento de un pájaro. Tanto El bosque de los elegidos como —casi enseguida— Testamento de un pájaro surgieron de mi hallazgo de la obra de esta extraordinaria artista y de los escritores anónimos que registraban imágenes y hasta símbolos en las paredes de Valencia. La recepción que ambos libros produjeron en algunos lectores me produjo grandes alegrías: El bosque de los elegidos ha sido leída y comentada con verdadero fervor por algunos escritores y poetas connotados, entre ellos Julio Miranda, Luis Britto García, María Antonieta Flores y el escritor cubano Raúl Rivero. Su lectura y comentarios me llenaron de gran regocijo. Descubrí, maravillado, que esa novela había producido diversas emociones, lecturas e interpretaciones y hasta cierto estremecimiento en algunos lectores.

—Tu obra siempre retrata la vida de hombres y mujeres con un universo particular y hermoso que paradójicamente resultan rechazados, a pesar de sus vidas dramáticas o desgraciadas como Felipe Pirela, Esdras Parra, Enriqueta Arvelo Larriva, Salvador Montes de Oca, el cubano Virgilio Piñera, seres que, más allá del fulgor en sus obras, han sido apartados, marginados por la crítica y el establishment literario. ¿De dónde surge ese interés, esa atracción?

—Creo que en cierto modo te he hablado de tal “atracción” cuando descubrí el universo de Diane Arbus, tan fascinante y poético. Constituyó —y todavía lo es— un universo inagotable, profundamente insondable que nunca terminará de ser “leído”. Sin embargo, debo reconocer, igualmente, que en el universo de mi infancia, allá en Puerto Nutrias y en Pedraza, inolvidables pueblos barineses donde transcurrieron mis primeros años, se fueron tejiendo y anudando en mí, en el alma del niño que no distinguía qué era real o fantástico, algunas imágenes que, lentamente, se empozarían en mí como arquetipos. El niño que fui no conceptualizaba sobre todo lo que acontecía a su alrededor, pero vivía absorto en una atmósfera de continua ensoñación: la figura de un padre y de un tío sumergidos noche y día en el alcohol, las crecidas del río Apure que, por igual, nos dejaba en el patio de la casa a un caimán extraviado o una mujer sin dientes que pasaba por las calles vestida con pieles de culebra, armada de un rejo con el cual supuestamente le pegaba a sus padres y de quien se decía en corrillos del pueblo que era, a la vez, hombre y mujer. Seguramente tales imágenes, arquetípicas o no, permanecieron inmersas en mí, a la espera de otro instante en que, tras una especie de niebla, se produjese la posibilidad del reencuentro fascinante con lo “oscuro”, con lo irreal, con las visiones fantásticas y patéticamente reales de seres que, como Diane Arbus, Felipe Pirela, Esdras Parra o Salvador Montes de Oca, surgen dotados de un ánima revestida por una luz distinta a la de los seres que los rodearon en su universo familiar. Todos ellos nacieron dotados de un talento especial: una manera de comprender y de asir lo real desde una visión diferente a la de sus congéneres. Esa “luz” distinta surge, en diferentes escenarios, ante mi vista, como el lugar para el reencuentro con las imágenes arquetípicas de lo “monstruoso” que se produjo en la infancia cuando veía pasando por las calles aquella mujer (o aquel hombre) fascinante que recorría Puerto Nutrias, paseándose con un rejo o una enorme boa deslizándose por su pecho desnudo. Tan fascinante como pudiese resultar la espera de la muerte durante tres días, en el caso de Salvador Montes de Oca, coronado con alambre de púas, alrededor de la cabeza y del cuello, gritando “Viva Cristo Rey”, a pleno sol, al borde de su tumba.

Esos seres envueltos en un halo luminoso, porque hacen de sus acciones un escudo de lucha, como fue el caso de Virgilio Piñera enfrentando al régimen comunista transmutado en un viejo pánico, o de Esdras Parra, el único ángel que vivió en la tierra y que convirtió su propio cuerpo en la posibilidad de un viaje en perpetuo vaivén, en busca de la definición sexual. Seres que nos resultarán siempre fascinantes porque, más allá de la vida o de la muerte, crearon a su paso por la tierra un pozo de infinitos halos luminosos, al ofrecer su vida —tal como lo hizo san Juan de la Cruz a su manera— como el lugar para la transmutación y refundación del ser a partir de todo cuanto hacen o ejecutan desde su ámbito existencial, religioso o artístico: tras cada acto suyo, vuelve a repetirse la historia del Génesis en la parcela o esfera en la cual se debate su periplo de vida.

Me encuentro “dialogando” con la obra de algunos novelistas que no fueron examinados en mi tesis conducente al doctorado.  

Para fijar un rostro ha sido una de las más amplias y profundas reflexiones sobre la narrativa venezolana ¿qué hay de aquel ensayista riguroso que escribió ese libro referencial?

Para fijar un rostro, concebido y estructurado inicialmente mientras cursaba mis estudios doctorales en el Kings College de la Universidad de Londres desde 1978 hasta 1982, que ha sido revisado en varias oportunidades, y publicado inicialmente por la editorial Vadell Hermanos en 1984, y luego reeditado por la Secretaría de Cultura del Gobierno de Carabobo en 2003, ha sido una suerte de diálogo e inventario de mis aproximaciones al estudio del devenir de la forma de la novelística venezolana; constituye, hasta ahora, el proceso de mi revisión y mi “lectura” del proceso de evolución formal de la novela venezolana contemporánea. Una especie de diálogo que arranca con el legado del maestro Rómulo Gallegos, pasando por el inventario de todas las indagaciones formales de los grandes maestros de la novela nacional, entre ellos Arturo Uslar Pietri, Miguel Otero Silva, Salvador Garmendia, Adriano González León, Oswaldo Trejo, José Balza, Luis Britto García, Carlos Noguera o Francisco Massiani. En la actualidad, realizo el inventario de la obra de otros novelistas importantes que, o surgieron después de Massiani o no fueron tratados en la oportunidad en que concebí en Londres el libro, bajo estrictos compromisos académicos —tales como el requisito de que las novelas examinadas se hallaran disponibles en la Biblioteca del Kings College o en la de la Biblioteca Central de la Universidad de Londres. Por citar un ejemplo, en esa oportunidad no fue revisado el universo novelístico formal creado por Denzil Romero.

En la actualidad, además de revisar la primera versión de La lluvia inconclusa, de realizar el proceso de investigación para la novela en homenaje a Oswaldo Trejo, escribir los dos libros de cuentos a los cuales te hice referencia y leer la obra de algunos poetas venezolanos en función de un segundo tomo de El habla secreta, me encuentro “dialogando” con la obra de algunos novelistas que no fueron examinados en mi tesis conducente al doctorado, y que ya exhiben un universo sólido de propuestas dignas de estudio y de reflexión crítica, como sería el caso de Eduardo Liendo, Ednodio Quintero, Edilio Peña, Victoria De Stefano, Denzil Romero, Federico Vegas y Francisco Suniaga.

En cuanto al “diálogo” con los nombres y figuras que fijaron o marcaron tendencias dentro del proceso de la evolución de las formas, estructuras y técnicas en la poesía escrita a lo largo del siglo XX, me sucedió algo similar en la concepción y escritura de El habla secreta, editada inicialmente por el hoy extinto Consejo Nacional de la Cultura (Conac) y la Asociación de Escritores del Estado Barinas, en el año 2002, puesto que el libro fue presentado a la I Bienal de Nacional de Literatura “Orlando Araujo” en el año 2001 y obtuvo el Premio Único.

Luego de agotada esa edición, la Universidad de Carabobo realizó otra, publicada en el año 2011. Ha sido reeditada en formato digital por la misma universidad. Como te dije antes, hoy por hoy me encuentro dialogando y revisando nuevos nombres y tendencias surgidas después de Harry Almela, con quien cerré el registro cuando concebí y estructuré el libro a comienzos del año 2000, después de pasearme por las líneas y espejos creados por Salustio González Rincones, José Antonio Ramos Sucre, Fernando Paz Castillo, Vicente Gerbasi, Ida Gramcko, Enriqueta Arvelo Larriva, Luz Machado, Rafael Cadenas, Alfredo Silva Estrada y Eugenio Montejo, entre otras figuras más, hasta llegar, como te decía antes, a la revisión de la obra de Almela.

Por los momentos me encuentro sumergido en el proceso de lectura del universo escrito y publicado por figuras y nombres surgidos y emergentes en estas primeras décadas del siglo XXI, con el fin de acercarnos, si no al “rostro” absoluto de nuestra poesía y nuestra novela, por lo menos sí al mayor número de líneas y perfiles que apunten hacia la consolidación de un universo cerrado o abierto a nuevas indagaciones y partiendo siempre, como base, del abordaje y estudio de autores que tengan al menos dos libros publicados, pues ello permite atisbar las posibles líneas que consolidarían una voz y un universo peculiar dentro del proceso y devenir histórico de nuestra poesía. Igual sucedería en el caso de artistas de las artes visuales y mi visión y revisión de sus propuestas en el proyectado ensayo crítico Las líneas y las máscaras.

José Napoleón Oropeza
“El fomento del consumismo en Venezuela abrió la brecha al resentimiento social y al odio”. Fotografía: José Antonio Rosales

—Ha pasado un año difícil dentro del país, convulsionado tanto social como políticamente, desde el año de la salida de tu última novela. ¿Qué temas te preocupan del país para lo que viene a partir del año 2018?

—Sí, tienes razón, todo ha resultado tremendamente frustrante y doloroso, sobre todo para quienes creyeron en el proyecto de la mal llamada revolución del siglo XXI. Vivimos en un país deshilachado por la barbarie y la mediocridad enquistada desde el poder en las últimas décadas, sometidos a un vaivén incesante: todos los días amanecemos inmersos en medio de una escena realmente aterradora. Pero, sobre todo, por la violencia cotidiana propiciada por dos fenómenos sociales que parecieran no tocar fondo nunca: cambian todos los días pero para mal, pues se intensifican sin que exista ni un ápice de voluntad manifiesta de parte de la clase gobernante en el país por ponerle fin a esta ventosa, a esta medusa que nos carcome el alma: me refiero a la violencia brutal en las calles y a la hambruna generalizada, aupada por la desidia para establecer un proceso de revisión en las políticas económicas que abra, lentamente, pero de manera segura, un camino progresivo hacia la solución de estos problemas.

La hambruna en la calle se ve y se palpa con mucho dolor. Gente peleando en las calles por quedarse con el mejor “botín” recogido en las bolsas de basura. Hordas de niños harapientos deambulando en las calles, como nunca antes lo habíamos visto, y lo más terrible de todo: niños que asesinan a policías, pandillas de niños armados que andan “por estas calles” buscando comida, pero, también, participando de arrebatones de carteras en los autobuses o en las colas, las interminables colas de la gente desde la madrugada, que amanece a la espera de que abran el supermercado, esperanzada en conseguir “cualquier” cosa que comprar. La hambruna, la escasez de medicinas y alimentos, la hiperinflación o el arrebato al escuálido bolsillo de nosotros los tristes asalariados por parte de unos comerciantes que ponen a las cosas el precio que les da la gana, son los perfiles de un país hundido en la miseria, en una guerra cotidiana de pobre contra pobre, propiciada a mansalva desde las altas esferas del gobierno.

A todo ello se añade la violencia en las calles, la violencia verbal y la física que lleva, lamentablemente, en muchísimos casos, todas las semanas, a un incremento del índice de muertos tras los asaltos en las calles, o dentro de las casas.

En esa novela que, como te lo referí anteriormente, acabo de concluir en su primera versión, titulada La lluvia inconclusa, planteo esa problemática, como lo hice, dentro de otra perspectiva y con otros propósitos, al analizar y ofrecer visiones sobre el país, su devenir histórico y sus problemas sociales, en fragmentos de Las redes de siempre, en algunos de mis relatos o en Las hojas más ásperas y, también, en cierta manera, en Testamento de un pájaro.

—Entre los venezolanos, ¿qué autores actuales te interesan?

—Leí, cuando recién fue publicada, la novela La otra isla, de Francisco Suniaga, y me gustó muchísimo, lo mismo que su otra novela El pasajero de Truman; de Federico Vegas me interesa su obra entera. En estos días volveré a ellas. Releo casi siempre, con obsesiva frecuencia, Marzo anterior y la siempre hermosa Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, de José Balza. Igualmente, Lluvia, de Victoria De Stefano, quizá su mejor novela.

He tratado de ofrecer una “visión” de algún aspecto histórico o social del país en mis novelas, y en muchos de mis cuentos.  

Para mí, esas novelas son y serán siempre actuales, como también lo serán Canaima, de Rómulo Gallegos; El osario de Dios, de Alfredo Armas Alfonzo; Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez; Cumboto, de Ramón Díaz Sánchez, y Piedra de mar, de Francisco Massiani. De los autores más jóvenes he leído y releo estupendos cuentos de Juan Carlos Méndez Guédez, Fedosy Santaella, Héctor Torres, Rodrigo Blanco Calderón y Domingo Michelli, tristemente desaparecido a muy temprana edad; novelas de Ana Teresa Torres, Juan Carlos Méndez Guédez, Rubi Guerra, Gustavo Valle y Juan Carlos Chirinos, cuyas propuestas formales me han resultado novedosas y muy acertadas, y que indudablemente contribuyen al fortalecimiento de nuestra novela contemporánea y trazan, cada uno de ellos, líneas y tendencias sumamente interesantes.

No sé si la lista de los “actuales” será larga o no. Pero es mi lista. Sin nombrarte otras que me acompañan casi a diario, como sería la Biblia o los poemas de Enriqueta Arvelo Larriva, Vicente Gerbasi, Ida Gramcko, Alfredo Silva Estrada y Eugenio Montejo, en el terreno de la poesía venezolana que, como te decía anteriormente, constituye para mí un pozo insondable: yo leo poesía todos los días del mundo, lo mismo que una o dos páginas del Viejo Testamento y de Don Quijote de la Mancha: la Biblia y Don Quijote serán siempre el sol, la luna y las mareas. Y ha sido y ocurrido siempre desde el año 1965, cuando en el Seminario de Guanare me sentaba a leer sus páginas, a las cuatro de la madrugada, esperando el amanecer.

—Me pregunto sobre el Oropeza cuentista. ¿Habrá otro libro reunido como Entre la cuna y el dinosaurio (El Otro, El Mismo, 2006) para estos días que vienen?

—Como apunté anteriormente, terminé de escribir y ahora reviso un nuevo conjunto de cuentos que he titulado El huésped invisible, en el que reúno todos los relatos en los que venía trabajando desde el año 2002, cuando di a conocer, a través de El Nacional, la pieza “Entre la cuna y el dinosaurio”, con la cual obtuve el Premio de Cuentos de ese diario por segunda vez, y que abrió la antología que, bajo ese mismo título, editara Víctor Bravo en el año 2006, como señalas. En la actualidad, escribo un nuevo volumen de cuentos titulado La rosa inacabada, del cual ya llevo escritos siete.

—Tu trabajo nos recuerda la coherencia del edificio narrativo que nos legó el maestro Gallegos.

—Tú has leído Para fijar un rostro y sabes que valoro muchísimo su esfuerzo en ofrecernos un “mapa” del país a través de la reinvención de mitos e historias de nuestras regiones planteadas en sus novelas. En el conjunto me sigue gustando muchísimo Cantaclaro y, sobre todo, Canaima, a la que considero el gran nudo de toda su invención creadora.

Me resulta elogioso el que compares mi propuesta con la del gran maestro, como en alguna oportunidad lo señaló Julio Miranda en su libro El gesto de narrar, al señalar que Rómulo Gallegos, José Balza y José Napoleón Oropeza estaríamos emparentados por las propuestas de ofrecer en nuestras novelas la visión ficticia de los mitos y de la historia de nuestro país. En cierto modo, como te decía en la respuesta a una de tus interrogantes, he tratado de ofrecer una “visión” de algún aspecto histórico o social del país en mis novelas, y en muchos de mis cuentos. Parte de la noche o mucho más, quizá, A punto de detenerse sobre las cenizas, recogen y expresan desde la ficción mis planteamientos sobre el problema de la violencia generada entre los jóvenes de nuestro país. En mi novela Testamento de un pájaro, desde la visión de un grafitero, se recoge parte de ese “retrato” de país, expresado en la escritura en las paredes.

—Durante muchos años fuiste un hombre de la gestión cultural, presidente del Ateneo de Valencia, aquella institución de la ciudad que convocaba al país a la Bienal de Literatura José Rafael Pocaterra y al Salón Arturo Michelena, una gran confrontación de arte que marcó pauta en el país de las artes plásticas, de innegable prestigio. ¿Cómo ves la actividad cultural en Venezuela, hacia dónde apunta la gestión de estos dieciocho años de un gobierno con un solo signo ideológico?

—Es triste comprobar que no existe una política de apoyo a la gestión y desarrollo cultural que propicie el estímulo a la actividad creadora que, en solitario, desarrollan los artistas, los escritores y los cultores populares. La edición de libros prácticamente ha quedado reducida a la poca gestión que se desarrolla desde la iniciativa privada o desde las direcciones de cultura de algunas alcaldías y gobernaciones.

Monte Ávila, en la práctica, desapareció. La misión que se desarrollaba en los museos, en la Red de Museos, que era todo un orgullo en el país, es casi inexistente. Sobreviven algunos museos porque, a duras penas, mantienen exposiciones de sus colecciones. Pero no se puede hablar de que existe un museo porque muestre de cuando en cuando parte de su colección si no se educa, si no se investiga, si no se publica y si no se conserva su colección.

Instituciones de gran raigambre y de gran tradición en el desarrollo de programas de formación y de difusión paradigmáticos, como el Salón Arturo Michelena, o festivales de teatro desarrollados e impulsados en los ateneos de Valencia, Caracas, Trujillo o Valera, han desaparecido tras las tomas y el asalto a estas y otras instituciones, en nombre de una supuesta “revolución” que se ha basado en la violencia destructiva, en el asalto al trabajo creador, al despojo, para convertir las instituciones tomadas o asaltadas en simples oficinas productoras de eventos propagandísticos o afectos al “proceso” de destrucción y de ruina en el cual se ha convertido a nuestro país de forma cruel e inmisericorde.

¿Qué ha pasado con las instituciones que han sido asaltadas y tomadas por unos cuantos bárbaros en nombre de una supuesta revolución destinada a llevar cultura a los pobres o, según señalan los tomistas, a los “apartados” de la labor cumplida desde esas instituciones venerables? Han sido convertidas en tristes ranchos, en bodegas para el tráfico de supuestas ideologías trasnochadas, presentaciones teatrales de muy poca valía y espectáculos musicales que sólo sirven para ensalzar supuestas ideologías revolucionarias e, incluso, como ha sucedido en el Ateneo de Valencia, instalando ventorrillos dentro y al frente de su sede en los cuales se venden desde hierbas hasta pócimas destinadas a inconfesables fines.

—José Napoleón, vuelvo a tu última novela publicada, El cielo invertido, de aquel país del olvido, como lo llama Alberto Hernández, y de las traiciones y conspiraciones. ¿Tú crees que ha cambiado algo en el alma del venezolano, con los mecanismos de la vida moderna o esa relación entre los valores y la democracia?

—Los años de la “cuarta república” —mal llamada así por quienes detentan el poder en los últimos años—, con todos sus defectos, sentaron las bases del progreso social y del fortalecimiento intelectual: se robustecieron las universidades autónomas que funcionaron y funcionan siempre de manera gratuita; surgió un parque industrial en las principales capitales de estado, quizá con Valencia a la cabeza de la meta de estrechar vínculos entre la clase empresarial y la trabajadora; se actualizaron las escuelas normales para la formación de los maestros de escuela primaria; se abrieron escuelas técnicas y politécnicos; se inauguraron y mantuvieron museos que, como el Museo de Bellas Artes, la Galería de Arte Nacional y el portentoso museo fundado por Sofía Ímber, no tenían nada que envidiar en su estructura a cualquiera de los museos del mundo; se fortalecieron los medios de comunicación social y se estimuló la creación artística desde las escuelas de artes plásticas, de música y de artes escénicas. Todas las actividades que se desarrollaban en el seno de estas instituciones siempre han sido ofrecidas de manera gratuita, con oportunidad para participar de ellas a todos los venezolanos, sin distingo de clase social.

Así como se atendía al ciudadano en lo social, se desarrollaba un plan de atención a su salud física y mental, en los hospitales. Todo de manera gratuita. Los hospitales estaban dotados y brindaban a la ciudadanía todos los servicios: desde las consultas médicas que se cumplían por previa cita hasta las emergencias, sin olvidar los servicios quirúrgicos brindados de manera gratuita a la ciudadanía más desposeída. ¿Alguna vez, un paciente, en aquellos años de la desdeñada cuarta república, tuvo que llevar al quirófano los instrumentales necesarios para ser operado como sucede en la actualidad?

Creo que uno de los males fomentados por el populismo, la política y el regalo de dádivas es que acentúa el desconocimiento del otro.  

Paralelamente al establecimiento de instituciones educativas de todos los niveles sostenidas por el Estado, y de los hospitales, surgieron instituciones tanto educativas como de salud sostenidas por la iniciativa privada. Quien podía pagar por esos servicios, los pagaba sin afectar con ello el funcionamiento de las instituciones oficiales que ofrecían sus servicios de manera gratuita. A nuestras universidades, escuelas técnicas y politécnicas, se accedía sin costo, y esto debemos reiterarlo. Sólo se exigía talento y atender a los compromisos intelectuales que el ser universitario acarrea. Creo que, por ejemplo, eliminar las escuelas normales y las escuelas técnicas fue un craso error. Porque se borró en un instante toda una historia de logros y oportunidades para quienes no lograban el acceso a las universidades e instituciones de educación superior, bien por falta de preparación intelectual o por la evidente demanda ante el crecimiento poblacional en nuestro país.

Creo que la situación de ser un país en desarrollo, independientemente de la atención a un sector considerado como “privilegiado” por algunos políticos, afectó en la formación integral de todos los ciudadanos, al no crear programas sociales que atendieran, no de manera espasmódica, sino constante, a las clases más desposeídas. El crecimiento de los índices de pobreza fue generando un malestar social cada vez más creciente. Al mismo tiempo, desde el seno de las instituciones destinadas a formar fuertes valores como la convivencia social, la solidaridad, se dio paso al resentimiento social y a la generación de una escalada de violencia en las calles cada vez más acentuada.

Igualmente, a lo largo de aquellas décadas prodigiosas —y esto también hay que decirlo—, se fomentaron, de manera consciente o inconsciente, a través de los medios de comunicación social, acciones que estimularon al exacerbado consumismo, en desmedro de lo más sólido en cuanto a principios morales: atender al crecimiento personal, en función de contribuir con el crecimiento del otro, en función de la convivencia y la solidaridad social. Yo creo que en eso se falló. Ello abrió la brecha al resentimiento social y al odio, muchas veces estimulado, en estos días, desde las altas esferas del poder, desde donde, además, se estimula igualmente el “facilismo” y se genera la proliferación de dádivas para aliviar, en parte, los problemas de carestía y desabastecimiento de alimentos a todos los niveles.

Creo que uno de los males fomentados por el populismo, la política y el regalo de dádivas es que acentúa el desconocimiento del otro, así como también la creencia de que todo problema social o económico se resuelve a partir del facilismo, el otorgamiento de bonos por cualquiera excusa y hasta nimiedad, sin fomentar políticas educativas que estimulen al ciudadano a estudiar y a formarse en las aulas universitarias. Muy por el contrario, con la reorientación de los programas de formación en los niveles primario, medio y hasta universitario, en nombre del compromiso social y de los programas “comunitarios”, se incrementa tanto la separación de los grupos sociales como la idea y la creencia de que todo puede lograrse, de inmediato, si se posee el carnet de la patria, o cualquier otro documento que se improvise y al que se le dé carácter de necesario y vital para acceder a los servicios educativos o de salud, y para la adquisición de una vivienda.

—Con la figura de monseñor Montes de Oca logras un personaje que tiene una vida paralela con el narrador y Eduardo Montes, esa especie de alter ego del escritor Oropeza, ya apuntada por el escritor Ricardo Bello, conviven en Valera, en Puerto Nutrias, en Guanare, en Barquisimeto y en Valencia y hasta en el Convento de La Cartuja, en Parma, donde concluye, trágicamente, el periplo vital de Salvador Montes de Oca. Todos esos personajes, creyentes y soldados en la fe de Cristo y escritores. Háblame de esta metamorfosis.

—El gran tema de la novela El cielo invertido es la traición. Tanto Eduardo Montes como Salvador Montes de Oca, como personajes producto de la invención del novelista, quien, a partir de los valores —en el sentido que nos revelara E. M. Forster en su magistral texto Aspectos de la novela— y los recuerdos imborrables en los cuales pareciera detenerse el curso y fluir del tiempo en el ser —real o ficticio— y quedar como instante congelado (o retrato de un momento inolvidable), memoria involuntaria no sujeta a cambios o a contingencias, como pareciera haberlo intuido y dilucidado para nosotros Gaston Bachelard y dibujado de manera magistral por Marcel Proust en su gran fresco En busca del tiempo perdido, atraviesan, cada uno en su tiempo y en su espacio, distintos escenarios: el de Valera, ciudad en la cual vivió Eduardo y conoció por referencias y de labios de otro personaje, cura párroco del cual fue monaguillo en la Catedral San Juan Bautista, de Salvador Montes de Oca, quien habría sido compañero de estudios en el Colegio Pío Latino de Roma, del padre Ignacio Andueza, antiguo párroco de la catedral, también traicionado y destituido de ese cargo.

A Eduardo, a punto de ingresar al seminario y todavía viviendo en Valera, su amigo el párroco Alberto Gudiño le ha encomendado buscar en la biblioteca parroquial supuestas cartas cruzadas entre el padre Ignacio Andueza, el antiguo párroco (a quien Gudiño envidia y detesta, quizá por constituir para él un espejo acusador que desnuda su mediocridad y su ruindad), y Salvador Montes de Oca. Entonces se produce en la mente y en el alma del muchacho —que para ese entonces contaba doce años de edad— una especie de atracción y obsesión por la figura de ese obispo, a quien Gudiño, en el fondo de su alma, detestaba tanto como a Andueza.

En el alma del muchacho se anidó el gusanillo por indagar sobre la vida del obispo mártir. El deseo por conocer más de la vida de quien ya sabía asesinado en un oscuro episodio de finales de la Segunda Guerra Mundial no dejaba en paz a Eduardo. Ingresa al Seminario Diocesano de Guanare y empieza a ensoñar y, hasta en cierto sentido, a inventar anécdotas relacionadas con la estadía de Montes de Oca en el Pío Latino, su ordenación como sacerdote, su labor como párroco en Cubiro, en Sanare, su labor como periodista en un periódico de la Diócesis de Barquisimeto y su consagración como segundo obispo de Valencia, donde descolló no sólo en su labor episcopal, sino como defensor de principios de la fe cristiana, tales como la defensa del sacramento del matrimonio eclesiástico, de manera pública, ante la petición de un alto miembro del Poder Ejecutivo, representante de Juan Vicente Gómez en Carabobo. Su negativa a casar en segundas nupcias al presidente del estado Carabobo le costó el exilio.

Exiliado en Trinidad, Montes de Oca se dedicó a escribir y a dictar conferencias. Gómez, de común acuerdo con la autoridad máxima de la Iglesia Católica en Venezuela, el arzobispo de Caracas, decide indultar al exiliado. Abolido el decreto de expulsión, Montes de Oca retoma sus funciones. Entonces se produce otra maraña en su contra: el padre Joaquín Ariza Barráez, vicario general y secretario del despacho, quien era sobrino del padre Victoriano Barráez, a quien él siempre quiso como obispo, pensando, quizá, que pudiese sucederlo si moría “accidentalmente” en ejercicio del cargo.

Eduardo, entretanto, no sólo se dedica a estudiar latín, con verdadero fervor, sino también a leer a Virgilio, a Cicerón, a Homero y a Píndaro, mientras paralelamente sigue alimentando su proyectado sueño de vida, junto con el deseo de ser sacerdote: indagar sobre la vida de Montes de Oca, su martirio y su muerte. Convierte su preparación intelectual en una verdadera arma, en un desafío a los compañeros seminaristas que, capitaneados por José Peña, El Conejo, lo desprecian, pues lo consideran un “enemigo” que no hace lo que los demás hacen: en vez de jugar al fútbol en las horas de descanso y recreo, se dedica a leer o a inventar episodios y diálogos sostenidos con Montes de Oca en horas de la madrugada.

Espejo contra espejo se producen estados de transustanciación y metamorfosis en los personajes. Se manifiestan, de manera poética, a través de las continuas ensoñaciones de Eduardo, quien, desde que descubrió el nombre y la figura de Salvador Montes de Oca, no cejó nunca en su empeño de llegar a descubrir los hilos de la traición a que fue sometido el mártir, su personaje, su alter ego, en cierta forma, sin saber que él mismo sería traicionado por otro sacerdote, a quien se negó a satisfacer en sus peticiones de contacto íntimo.

Sólo el novelista se torna capaz de revelar la vida secreta de los personajes.  

—No estoy seguro de que tus novelas sean novelas negras, pero Eduardo Montes nos resulta una especie de detective de vidas sometidas por la injusticia, desde Las redes de siempre, Las hojas más ásperas y Las puertas ocultas hasta El cielo invertido, donde se revela su origen. ¿Piensas el país como una novela negra? ¿O son ideas de Eduardo Montes?

—Cuando intentábamos definir el concepto de valor como instante congelado, como retrato de una escena en nuestra vida o la vida de un personaje, apelábamos al concepto de intuición, a través de la cual nuestra vida pareciera devolverse, como una ola enmarcada y apresada en un instante.

Si algún mérito tiene la novela de portentoso y único, radicaría en que sólo a través de ella conocemos o atisbaremos la vida secreta de los personajes. En la vida real, ¿conocemos la vida secreta de quien es nuestra madre, nuestra esposa, nuestro hijo? En ello, parafraseando al gran Quasimodo, cada quien está solo sobre el corazón de la Tierra. Sólo el novelista se torna capaz de revelar la vida secreta de los personajes. Creo que, sin la posibilidad del conocimiento e intuición de la vida secreta del personaje, carecería de sentido el rol del novelista.

Hay mucho de “novela negra” en las disquisiciones de Eduardo Montes. Creo que tu intuición resulta acertada. Sin embargo, aun cuando su actitud y comportamiento, su rol como personaje que, en todas mis novelas, por lo menos en las de la pentagonía, resulta siendo víctima de una circunstancia, en El cielo invertido deviene en el ordenador e invención de la memoria y quien ordena y dé forma a los materiales que configurarían la forma arquitectónica del libro.

—La vida de Montes de Oca era un misterio hasta que tu novela devela una trama miserable de otro sacerdote y sus aspiraciones familiares. Lograste poner en escena una trama montada desde un poder, como el de la iglesia para manipular a otro poder, el político. Te ocupaste de relatar una historia vergonzosa, entre las muchas que hay, de la iglesia católica, a pesar de ser un creyente activo. Has hecho suceder, desde la ficción, cosas que no suceden, con la idea, como afirma Javier Marías en uno de sus discursos, con la idea de que eso “pueda interesar algún día a alguien”. ¿Crees que lo has logrado?

—Me siento realmente muy satisfecho. Estoy casi seguro de que el gran poeta Eugenio Montejo —entre otras personas a quienes reconozco el estímulo y el apoyo brindado en el proceso de investigación previa a la redacción del manuscrito— la celebraría. La última vez que me llamó me habló acerca de la posibilidad de que yo escribiese una novela sobre Montes de Oca. Antes lo había hecho mi hijo Pavel, quien escribió una monografía sobre el martirio del obispo, dentro de la programación de un curso universitario.

Pero nunca olvidaré lo expresado en su oficina por el presbítero Luis Manuel Díaz, para ese entonces vicerrector en el Seminario Nuestra Señora del Socorro, quien me apoyó al permitirme leer y consultar valiosísimos documentos sobre el caso: “Sobre Montes de Oca se ha escrito mucho. Pero nadie ha dicho toda la verdad. La traición que se tejió en su contra lo condujo a una muerte muy cruel, causada, lamentablemente, por personeros de nuestra Iglesia. Tú eres un novelista. Tú estás llamado a decir la verdad”.

La verdad ficticia, fundamentada en una serie de técnicas que el lector validará a través de la lectura, la epístola, el monólogo, la intertextualidad, el diálogo y la descripción dramática, irá tejiendo —con base en el mosaico estructural— la visión del gran tema que cruza, a manera del agua de un arroyo y, a veces, de un río y de un mar devuelto, el de la traición como una de las más bajas de las miserias humanas, pues devora tanto a quien la causa como a quien la padece. Creo que, junto al coro de voces, logré armar un gran tapiz que no sólo recrea el martirio de este santo varón, sino de otros personajes que, como él, también la sufren y la padecen: Eduardo Montes, Ignacio Andueza, Josué Mariño.

Al comienzo de la novela emergen dos imágenes que parecieran constituirse en símbolos recurrentes, en imágenes que tejen y destejen el tema de la traición de los labios o de las manos de los distintos narradores que, junto a Eduardo Montes, aparecen, desaparecen, cruzan ámbitos, edades y épocas: las trenzas de los zapatos que Eduardo no consigue anudar y el espejo a través del cual su tía Carmen lo sigue en su insondable ensoñación. O en su devaneo.

—De tus palabras de presentación en la novela en Valencia, en febrero de 2017, me quedan dos interrogantes; del petitorio a la Iglesia de hacer justicia a la memoria de monseñor Montes de Oca, ¿qué ha sucedido? Y otra que pienso, es un poco lo que contiene aquel reclamo también, que estimuló la imagen que Eugenio Montejo te regaló, como el capullo de una flor (para usar tu imagen en aquel discurso), al solicitarte que escribieras esta novela: una puerta no se cierra del todo, así como las trenzas de unos zapatos que jamás terminan de anudarse, ¿sigues viendo al mundo a través de esas imágenes?

—Seguramente alguien llegase a la imagen de que la novela fue escrita pensando en enaltecer la figura de Salvador Montes de Oca, pensando en que pudiese utilizarse en la campaña o, mejor dicho, en la lucha que libra un sector de la Iglesia Católica para motorizar a los fieles alrededor de la idea de elevar su nombre ante las altas autoridades del Vaticano para que, por fin, sea elevado a los altares. Incluso, por coincidencia, la novela fue lanzada, primero en la Universidad Católica Andrés Bello, y luego en la sede del Instituto de Previsión Social del Personal Docente y de Investigación de la Universidad de Carabobo (Ipapedi), en los días en que el Arzobispado de Valencia nombró una comisión ad hoc para que se encargase de llevar adelante una serie de actividades en ese sentido.

Yo, inmediatamente, me puse a las órdenes de los miembros de la comisión, contactando a la profesora Marielena Mestas, integrante del personal docente de la Ucab, y al presbítero Antonio Arocha, párroco de La Candelaria, acá en Valencia, dos de los ilustres integrantes de dicha comisión, y se sintieron muy complacidos con mi disposición a colaborar en ese sentido.

Sobre tu segunda interrogante, debo decirte que cuando se está escribiendo una novela se vive en ella todo el día, en todos los momentos, en todos los instantes: la puerta nunca cierra del todo y las trenzas no terminan de anudarse. Eugenio Montejo, nuestro amado y eterno amigo y hermano, en ese instante en que me habló de esas dos imágenes, olvidó decirme —o se lo reservó, pues él conocía toda mi obra y siempre estuvo muy entusiasmado con El bosque de los elegidos— que esas imágenes han estado y estarán conmigo durante toda mi existencia: rehusé y rehusaré la idea de terminar de anudar las trenzas o de cerrar la puerta. Siempre he vivido y viviré en el amago.

—José Napoleón, releyendo tus respuestas a nuestra conversación, y al revisar de nuevo tu obra narrativa, los cuentos, en los títulos de tus libros encuentro un elemento que es un eje central, casi religioso, en tu obra: el agua. Ésta aparece en forma del río, lluvia, o encuentro en la intimidad del baño diario. Gaston Bachelard afirma en su libro El agua y los sueños que el agua es una “metáfora ontológica, la tierra y el fuego”. ¿Podrías comentar esta presencia tan definitiva en tu obra?

—Creo que el agua, como continente, inevitablemente se hace presente en todo mi universo narrativo, en las novelas, en los cuentos y hasta en los ensayos (recuerda que mi primer ensayo, escrito entre los años 1976 y 1977 y editado en el año 1978, se titula Los perfiles de agua como turbión que da forma al lenguaje, o como lluvia trasfondo de un escenario plácido que dibuja y desdibuja las palabras que, algunas veces, giran en el texto que se desea analizar, como un remolino.

Creo que, en mis primeras narraciones, la prosa, o si se quiere el lenguaje, reinventa —en su movimiento, en el decurso de las imágenes y en el ritmo de la prosa— el fluir de un río o el dibujo evanescente de una lluvia al fondo. Un río llamado Canaguá, Curbatí, Pagüey o Támesis y que, posteriormente, serán un solo río en el símbolo río, en la lluvia o en el espejo, esa gota de agua empozada para siempre.

El agua constituye un arquetipo que me acuna y que reinventaré en imágenes y en símbolos cada vez que escriba como si quisiera darle forma al agua.  

En pocas palabras, las formas del agua, llámese río, lluvia o espejo, devienen en un arquetipo grabado —a punta de buril y de cincel— en el recuerdo imperecedero de una infancia que transcurrió acunada por el agua apacible, y unas veces devoradora, que se hacía y se transmuta en remolino en el recuerdo, en el espejo que luego termina fundiéndose en un símbolo: decir río se traduce en fundar y recrear un universo clavado, como estaca y rosa, en lo más hondo del alma del niño. Pero también del adolescente y del hombre que, ya maduro, viajó en busca de otros espejos en busca de horizontes que se fueron tejiendo y creando líneas envolventes. Viví unos cuantos años en Londres y siempre estuve en pos de ese espejo, de ese arquetipo a orillas del río Támesis. Y, al mismo tiempo —mientras vivía en Londres—, inmerso en una lluvia que parecía que nunca caería a la tierra: crea una niebla suspendida en el aire. Nos humedece, pero nunca empapa.

Mis primeros días en Londres tuvieron y tienen mucho que ver con esas tardes de otoño de 1978, a orillas del río Támesis: los pasé a orillas de ese hermoso río, debajo de un paraguas, buscando protegerme de esa lluvia que —como dije antes— nunca empapa del todo y nos dejará siempre la noción de un dibujo de la niebla entre el cielo y la tierra que devuelve la gota de agua hacia arriba, en un juego hermoso de la lluvia y la brisa.

Frente al Támesis, ese río maravilloso y soberbio, empecé a tejer Las hojas más ásperas y el turbión de El bosque de los elegidos, como antes, antes de viajar a Londres, tejí el texto de Las redes de siempre, inmerso en el remolino de una prosa envolvente, texto de una sola frase, que, tal vez, surgió tras el recuerdo y memoria de un pozo arquetípico: el río Canaguá, que fluye y pasa por Ciudad Bolivia, en el estado Barinas, donde cursé mis estudios de primaria.

Como sabes nací en Puerto de Nutrias, frente a un caño del río Apure. Hasta los siete años viví en esa comarca, rodeado de agua, de peces, babas y caimanes que se empozaron en el alma de un niño cuyo único retozo, a la salida de la escuela, era pasear a orillas de aquel caño. Algunas veces solo, tirando piedras al agua, y otras en compañía de mi adorada tía Carmen González y de una poeta que nos visitaba, un milagro nacido en Barinitas, corazón del llano venezolano, llamado Enriqueta Arvelo Larriva, creadora de un espejo lírico en el cual me sumerjo y me hundiré por siempre mientras viva, cuando desee “visitar” de nuevo mi paisaje de infancia.

En síntesis, el agua constituye un arquetipo que me acuna y que reinventaré en imágenes y en símbolos cada vez que escriba como si quisiera darle forma al agua. Pero, sobre todo, en el ritmo que anima mi escritura. Creo que el ritmo y el latido de mi prosa imita y reinventa, de manera inconsciente, o, mejor dicho, trata de apropiarse de la fuerza devoradora de los ríos, del dibujo de la lluvia en el aire y del vaivén incesante del mar. Esas imágenes, devenidas en símbolo, ¿son o no son la forma del agua?

Pero todo ello confluye en la gota que contiene el universo entero. Todo ello no sería posible, creo yo, si no fuese un lector empedernido de poesía. Mi único oficio es el de ser un lector de poesía. Los libros de poemas —que he leído a lo largo de toda mi existencia desde que era casi un niño— tal vez superen el número de novelas, de cuentos o de ensayos. O, dicho de otra forma, el pozo que todo gran poema encierra genera y constituye en mí una fascinante obsesión, un amago, un devaneo: en mi manía de leer de arriba hacia abajo un buen poema, y luego a la inversa, quizá reinventé las palabras que me dijeron, como en coro, mi tía Carmen y la gran Enriqueta, frente al caño del río Apure, cuando yo, a los siete años, les pregunté qué es la poesía. Enriqueta, sonriéndose con mi tía Carmen, me ordenó: “Mete las manos en el agua y descubrirás que tienes cuatro manos… Sólo así sabrás lo que es la poesía”.

José Napoleón Oropeza
Fotografía: José Antonio Rosales

José Napoleón Oropeza nació en Puerto de Nutrias, Barinas (Venezuela) el 13 de octubre de 1950. Profesor de literatura en la Universidad de Carabobo y en diversos posgrados de universidades venezolanas y del exterior. Ejerció el cargo de presidente de la junta directiva del Ateneo de Valencia durante diez años. Organizador de la Bienal José Rafael Pocaterra y de la Bienal de Artes Visuales Arturo Michelena.

Ha publicado una extensa obra narrativa y ensayística recogida en los siguientes títulos: La muerte se mueve con la tierra encima, 1972 (cuentos); Parte de la noche,1972 (cuentos); Las redes de siempre, 1975 (novela); Los perfiles de agua, 1978 (ensayo); Ningún espacio para muerte próxima, 1978 (cuentos); Donde todo el universo es una orilla, 1979 (cuentos); Las hojas más ásperas, 1984 (novela); Para fijar un rostro, 1984 (ensayo), 1984; El bosque de los elegidos, 1986 (novela); Entre el oro y la carne, 1989 (novela); La guerra de los caracoles (cuentos) 1991; Testamento de un pájaro, 1999 (novela); Para fijar un rostro, 2004 (ensayo, dos ediciones); La carta que contenía arena, 2005 (cuentos); Entre la cuna y el dinosaurio, 2006 (antología de cuentos); El habla secreta, 2011 (ensayo); Las puertas ocultas, 2011 (novela), y El cielo invertido, 2016 (novela, dos ediciones).

Ha sido reconocido con diversos premios y en dos ocasiones con el prestigioso premio que convoca cada año el diario El Nacional, en 1971 y en 2002, así como el de la crítica en 2012 con su novela Las puertas ocultas. Es individuo de Número de la Academia Venezolana de la Lengua, correspondiente de la Real Española, desde octubre de 2015, cuando pronunció su discurso de incorporación bajo el título “Arturo Uslar Pietri y la estética del cuento contemporáneo”.

Julio Bolívar
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