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El mal sagrado

sábado 15 de agosto de 2015
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"Derivas", de Alejandro Sebastiani VerlezzaNo puede ser que estemos aquí para no poder ser
Julio Cortázar

Me acerco reconciliado, seguro de que al pasar el puente y poner en marcha mi arsenal de atisbos, a las Derivas, a los meandros, los árticos y los abisales de un autor joven, Alejandro Sebastiani Verlezza, inquieto, acucioso, estudioso, dotado de un talento y una capacidad observadora necesaria y suficiente, con la debida formación para el oficio, como periodista y licenciado en letras. Podré estar convencido al final, al llegar a la otra orilla, de que a pesar de que el conocimiento, la lucidez para observar el mundo que lo rodea y en el cual se halla inmerso —siguiendo la sabia premisa de Ramón Palomares de “darse cuenta”— es alguien ducho, que sabe mirar adentro y afuera. Aunque ese conocimiento de la realidad lo angustie, lo contagie de desesperanza, tendrá la fuerza, el valor de soportar, como “pararrayos” que es, toda la descarga de la Gorgona existencial con su dosis de cicuta diaria —a minutos de treinta horas, como diría Vallejo. Sabe Sebastiani Verlezza que debe procurarse un espacio de soledad, tomarla en condición de privilegiado, antes de que ella lo elija y lo someta a la condena. Ha decidido hacer la crónica de la piel superficial y profunda que todos padecen pero que pocos saben descifrar. Tiene la certeza: “el camino no está escrito para nadie” (Hölderlin), “se necesitan hombres disponibles en tiempo de los desertores” (Hernando Track), pues “no se trata de ser feliz sino de estar consciente”.

Este astrobuzo saca su urbanoscopio y otea hacia todos lados: capta las señales de la expectativa, el desencanto, el instante luminoso, lo circunstancial, lo fáctico, lo contingente, la erlebnis (la vivencia) y lo noemático que hay en ella; se pasea por los bordes de la piscina de lo fragmentario, lo simultáneo, se abisma ante la velocidad de los días, la fugacidad que todo lo devora, lo difumina y lo fosiliza; capta la belleza del terror y de lo oscuro, como esos comensales que se sientan en un lujoso restaurante a presenciar la luminosidad terrorífica de la guerra, mientras un periodista —que no es él, ni tiene su ética— se encarga de apagar los gritos de angustia con su narración, e intenta que veamos el juego de luces de los misiles pero no la manera como la muerte clava su diente hostil sobre una masa inerme de seres humanos.

Aunque ese conocimiento de la realidad lo angustie, lo contagie de desesperanza, Alejandro Sebastiani Verlezza tendrá la fuerza, el valor de soportar, como “pararrayos” que es, toda la descarga de la Gorgona existencial con su dosis de cicuta diaria.

Este espía de la realidad conoce todas las formas de la sospecha presente; sabe que ya no hay inocentes, se refugia en la bohemia, en los ojos de la muchacha extraña que intenta conocer en el restaurante, en el pensar incesante de su hiperkinética mente, en el obrar —porque conoce el verbo y sabe que todo radica en la acción— convencido de que nada puede hacer para ayudar a esa silueta que cae a lo lejos; no cesa en el sentir, la duermevela, el insomnio, intenta hacer de toda esa gama de visiones un caballo de Troya del cual no puedan salir tan escatológicos elementos, reembotellar a Pandora; pesca entre la palidez del día y la turbia realidad el instante lúdico y erótico que con toda seguridad merece. Levantar vuelo —a través de la memoria— de un pasado amor y la ráfaga de infancia ya difuminada: una novia antigua con que se topa en algún punto de la ciudad, un llamado del instinto y al final decide “no jurungar”, una carta a deshora que ya no importa ni quién la envía ni qué dice, el recuerdo de la lluvia y lo que entonces significaba para él, hasta que se convirtió en tragedia; la decrepitud inmerecida de la abuela y los estragos de la guerra que la hirió con su látigo monstruoso. Sabe el astrobuzo que entre esa inquietud es peligroso y contraproducente la exhumación del pasado, practicar los juegos de Jano —ese Dios de dos caras, que mira al pasado y al futuro— y que es preferible fundirse en la caótica urgencia del presente, con dolorosa lucidez.

También él es mirado —es un axolotl más— y lo observa una interesante enemiga: la ciudad, con su carga de violencia, sus gritos de mandrágora al ser arrancada, su colmena de abubillas y ruiseñores, sus arterias que llevan al corazón de la bohemia, los desgarros de la noche, los sentimientos fosilizados, los instantes de gloria y esplendor, el pensamiento en voz alta mientras se acaricia una mano y se miran unos ojos y una boca. La Circe que le invita a navegar sus rápidos, a conocer las derivas de sus viajes interiores, no importando quién ni cómo lo miran. Deambulan los maestros de la locura que pasean con sus cartones, sus harapos y sus pelos desgreñados, sus pieles escaldadas; el caos, equitativamente repartido, la instigación permanente del absurdo, la conspiración contra el espíritu, la enfermedad estructural, el estadium de los odios, la pradera por donde pavonean las traiciones, las calles donde pululan personas con doble vida y seres especiales que nunca imaginamos; destinos que se cruzan sin encontrarse aunque vayan en la misma dirección, rutas del azar donde nunca habrá plan de vuelo, deseos sepultados por la ansiedad, el miedo y el peligro; atmósferas de hastío, los huecos negros del universo humano y la hermosa oportunidad del instante de la creación y la esperanza, la posibilidad de la sonrisa, la bella muchacha que quizá no veamos jamás. El encuentro fortuito con una enigmática mujer en el “secreto lenguaje de los restaurantes”. El olor de la oportunidad en “el concierto de la alienación”. Alguien que viaja pero no quiere llegar a casa porque no es bueno lo que espera y no hay nadie allí que le haga feliz. Ansiedad por despojarse de traje de antihéroe cotidiano. Rumiar decisiones trascendentales que cambiarán nuestras vidas y las de otros que el oleaje destino trajo a nuestra ruta. Sacar el urbanoscopio, presenciar y observar fijamente el rostro y los ojos de los locuaces y los silenciosos. Imaginar dónde se reúnen los elegidos, los privilegiados, que nunca se fungen de pasajeros en los trenes y sacan provecho en lujosos cafetines y Grills de nuestras desgracias y de nuestro arduo laburo, repensar la vaina del carpe diem.

El viaje en el metro con una vida entre nuestras manos: las placas, el diagnóstico, el informe médico que no nos atrevemos a abrir hasta hallar una plaza solitaria, llamar a un amigo, esa “gran responsabilidad” como dijera Aristóteles; o llegar a la habitación de hotel, para finalmente saber cómo mirar hacia el fondo de la noche, redefinir a partir de entonces por qué caminos llegar a uno mismo, o no llegar. Consciente ya de que estamos remotamente alejados de la posibilidad plena de la ataraxia, en esta carrera de relevos, en esta “trampa” moderna de vivir. Que no nos queda otra sino seguir adelante con “la pobre compañía del yo”. Subir las escaleras, meter el ticket, restregarse los ojos y salir a la superficie; observar la fusión de la miseria y la opulencia, las dos caras de una misma moneda, la ida mirada de los dementes y los funiculares del metrocable, como útiles piojos mecánicos sobre los desgreñados cabellos de la ciudad; oportunos, constantes, salvando vidas que transitan en los vagones, sobre tortuosos callejones y escaleras desde donde las miran los sedientos ladrones y asesinos, como en el cuento aquel de la zorra y las uvas.

Este joven, con alma de músico, que temprano se enfrenta al mundo tratando de no pensar en la muerte, sabe que con el ojo, con la mirada y la convicción de que es importante darse cuenta; pero ello no basta, recurre a la invocación de sus mayores, de los grandes maestros que nos pastorean, casi convencido de que nada le faltará. Invoca la escritura, piensa en su necesidad de escribir un diario que recoja su itinerario a la deriva, por ese lago de azares que es la ciudad. Procura hacerse de una carta de navegación, llevar tilde a tilde su bitácora. Busca la poesía, la crónica, los caminos múltiples. Se refugia en la música, en los talleres, donde convergen expertos en videojuegos (algunos), especializados en juegos de guerra, asesinos virtuales que matan y matan sin que les tiemble una pestaña, pero desean ser “poetas”, como él, pescadores de imágenes; espera que estas y las palabras vayan llegando al vagón, tomen asiento, se acomoden para empezar —como diría Mutis— la danza de la “fértil miseria de la poesía”. Otros simplemente andan con un salvavidas bajo el brazo, buscando un barco —sin importar la eslora— que simplemente los suspenda de la tierra que pisan y los lleve a un arrecife, a una isla solitaria, a una gruta, a una duna, a un mar, donde todo sea canción y poesía. Sólo que no les han dado las claves o las conocen pero pretenden ignorarlas: no sólo los felices hacen poesía. Así que hay tantas magdalenas y poetas como estrellas tiene el cielo. Pero también la ciudad necesita sus juglares, sus dobles, sus doppelgänger literarios, que no la dejen sola a merced de sí misma, “historiadores de fisuras con destellos poéticos”, alguien, algunos que vengan “a apartar la maleza”. Es su destino manifiesto: soportar la magia de Circe, guardar su ajedrez en la mochila para más tarde, comportarse como un auténtico axolotl urbano que es.

¿Quiere mirar? ¿Se siente fotógrafo, “alguien que anda por ahí”? ¡Oiga, mire y vea! Como dicen los caleños. Persiga a sus fantasmas como Honoré de Balzac perseguía por meses a sus futuros personajes. Aunque le advertimos que ya no queda tiempo, ni dinero, ni motivos para perseguir a nadie. Pues usted mismo debe ser su propio perseguidor; que —como sentenciara Cortázar— “siempre hay un lugar y un momento en donde uno mismo se está esperando: lo importante es llegar… o no llegar”. ¡Siga, su Merced, “enganche” y “desenganche” cuando quiera, manténgase en algo! Este no es el “paseo de las Tullerías”, ni “el puente de los deseos”, porque aquí la existencia es nuestro propio candado: guarde bien la llave, usted verá si la pierde. ¿Le gusta escribir un diario? ¡Ah, viva, luche, ame, coma, beba, sufra, goce, escriba a diario, si es que puede! Usted verá si se miente a sí mismo, tiene derecho a hacer silencio y como dice Andrés Trapiello, recordando el lema policial, “todo lo que diga podrá ser usado en su contra”.

Por ahí caminaron una vez por mucho tiempo, seres como Alejandra Pizarnik, coqueteándole a la muerte y ni siquiera el propio Cortázar pudo salvarla, José Antonio Maitín, José Asunción Silva, Juan Antonio Pérez Bonalde buscando sentido a la muerte de sus seres amados y también Vincent van Gogh y César Vallejo, con los nombres de sus hermanos nacidos y muertos antes que ellos, convencidos de que vivían una vida ajena y no eran dignos de llevarlas. Si quiere usted hacer un taller de poesía sepa bien que “hay que darse cuenta”. Antes de que le suba la fiebre, léase el poema “para hacer un talismán” —de Olga Orozco— tres veces al día.

Cuando se sienta mejor venga, está invitado al exorcismo. Mucho más aun, si está en desacuerdo con el lugar que habita, si ansía ser el polizonte de un carguero y se disfraza de “estudiante” —siendo ya un escritor profesional— y tiene angustia de salir, sed de puertos y otras indromurias. Suéltele un hueco más a la correa. Vamos a ver si se le calma su sed ontológica, no le garantizamos nada. No venga aquí persiguiendo ningún vellocino, ya no quedan argonautas capaces de hacer semejante viaje; muévase en el cuadro chiquito, nada de andar planificando escombros ni preguntando por ninguna “calle de la puñalada”. No podemos ocultar ni la enfermedad ni la metástasis. Esta es la escuela del nojodismo, el lavainismo, el alamierdismo y otras ébolas. Vamos a ver de qué le sirve la escritura en este salón de espejos deformantes.

Atisbe, vea con qué pintores se identifica. ¿Le parece bien Munch y su “grito”, Picasso y su “Guernica”, Dalí y sus cuerpos vacíos, los retorcidos seres de Guayasamín o las múltiples visiones de Magritte y las hermosas estelas del instante de Alejandro Obregón, su tocayo? ¿Le interesa el Eros, los cuerpos de Caballero o Centeno Vallenilla? ¿O busca a Courbet, a Pisarro, a Millet, los ojitos de Trómpiz y las transparentes areniscas de Reverón? Estos últimos no están, salieron a cenar y no han vuelto. Quizá —después de todo— “el mal sagrado” del que habló Bretón no sea “el sentimiento” sino el caos y la pérdida irreparable del sentido de la verdadera condición humana y —peor aun— del concepto profundo de humanidad. Recuerde que en el principio fue el verbo, en el final será la acción. Algo debemos hacer. ¡Bienvenido al club de los Sísifos, tome su piedra y eche a andar!

Gabriel Mantilla Chaparro
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