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62/Modelo para armar, de Julio Cortázar. Un modelo para des/armar la representación

miércoles 7 de octubre de 2015
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Julio Cortázar

Tal vez las palabras sean lo único que existe
en el enorme vacío de los siglos.
Alejandra Pizarnik

Desde Las babas del diablo la escritura de Cortázar comienza a plantear la pululación del significante. Fotos que deslizan sus imágenes para dejar “ver” posibilidades múltiples de lo real, tramas secretas que la narración insinúa o descubre. En Rayuela, esas nociones se expanden hasta poner en jaque la noción misma de unidad y, como ensayaron Macedonio y Borges, deconstruir cuanta categoría literaria instaló la tradición.

Cruce de significantes que componen un universo de sentido que elude todo vínculo con la lógica de la comprensión o del desciframiento racional, que no intenta la representación de lo real.

En el capítulo 62 de esa novela, como diseñando un programa que no obedece al azar, Morelli plantea la noción de la novela futura:

Si escribiera ese libro, las conductas standard (incluso las más insólitas, su categoría de lujo) serían inexplicables con el instrumental psicológico al uso…

…y que el hombre no es sino que busca ser, manoteando entre palabras y conducta y alegría salpicada de sangre y otras retóricas como ésta.1

En 62/Modelo para armar, de 1968, esa sangre que salpica aparece en el centro de la escena narrativa, pero la formulación del texto, el concepto mismo de escritura (que se coloca como punto nodal de la evolución cortazariana y como lectura vanguardista del arte y la literatura de su tiempo) configuran una disrupción sorprendente en el final de una década disruptiva.

El texto vuelve sobre el programa morelliano para alejarse de todo estándar pero especialmente de la idea de sucesión, linealidad (el “arriba/abajo/antes/después” que se menciona en la novela) y el escamoteo de las coordenadas de tiempo y espacio que signan cualquier noción narrativa.

El sitio inicial donde la novela se despliega es un restaurante, el Polidor de París, en una nochebuena, donde los espejos devuelven las imágenes de los presentes y Juan, personaje que ocupa el centro gravitacional del relato, escucha decir “Quisiera un castillo sangriento” a un comensal que pedía, en realidad, un “chateaubriand saignant”, es decir, un “bife sangrante”. Ese deslizamiento primero, que Juan, traductor, malentiende o maltraduce, da lugar a las articulaciones que el texto disemina desde los significantes, no desde la lógica de las historias o los sentidos argumentales.

Héctor Schmucler lo ha referido con sintética transparencia:

Los personajes viven una experiencia que repite los gestos de lo cotidiano; pero el texto permanece ajeno a las relaciones y sugiere un orden diferente. Orden de funciones que se repiten y huecos que se llenan en una estructura a-histórica.2

La confusión con la frase del comensal no remite a ninguna historia interna de la narración sino a significantes que orbitan el texto, que comienzan a entrelazarse no por la casualidad sino por un deliberado plan: el que leímos en Rayuela, en ese capítulo 62. En el texto nuevo aparece la noción de “coágulo”: cruce de significantes que componen un universo de sentido que elude todo vínculo con la lógica de la comprensión o del desciframiento racional, que no intenta la representación de lo real. Esa manera de pensar y entender, que reposa en la unidad, en la costumbre y la sucesión, es concebida como “falsa” desde las páginas de Rayuela y también desde 62/Modelo para armar:

Pero en el fondo sé que todo es falso, que estoy ya lejos de lo que acaba de ocurrirme y que como tantas veces se resuelve en este inútil deseo de comprender, desatendiendo quizás el llamado o el signo oscuro de la cosa misma, la instantánea postración de otro orden en el que irrumpen recuerdos, potencias y señales…3

Ese otro orden se desliza, decíamos, desde la equívoca referencia del “comensal gordo”: el chateau/castillo sangriento remite al libro de Michel Butor que Juan compró antes de ingresar al restaurante, en una noche en que el clima social supone la calma y el reposo, que contiene un pasaje de Chateaubriand y una referencia a la “condesa sangrienta” (la famosa Erszebet Báthory, que asesinaba a jóvenes vírgenes para mojarse en su sangre en Hungría y en Viena, sitios que el texto refuncionaliza desde el personaje de Frau Marta). Otro personaje que aparece desde las “zonas” —sitios del lenguaje con todos sus contextos visuales, sónicos, gestuales, cinéticos que el relato transita sin ningún orden causal que lo presida— es Hélène, “la vampiresa más manifiesta de todas”,4 lleva un broche en forma de basilisco (signo de quien mata con la vista) y es protagonista de una tragedia con un paciente suyo que muere por efectos de la anestesia. De este modo, Frau Marta y Hélène reproducen la relación con la muerte cuyo signo tenebroso es la condesa sangrienta; el signo perverso se repite y “coagula” en el episodio de monsieur Ochs con la nena que rompía muñecas: “Se le enternecían los ojos al evocar los alaridos de centenares de niñas brutalmente privadas de sus muñecas”.5

En un trabajo que rastrea y profundiza en la relación entre La condesa sangrienta, de Alejandra Pizarnik (1965), y 62/Modelo para armar, Silvia Scarafía y Elisa Molina entienden que “la perversión a la que remite un mismo personaje histórico (Erzébet Báthory) constituye eso que se sustrae a la comprensión, que excede infinitamente el nombre que intenta asir su —por decirlo de algún modo— naturaleza. En ambas obras aparece un espejo que abre en sus contextos respectivos un espacio de significación central, pues cada una refleja imágenes de la opaca realidad que proyectan”.6

En ese trabajo crítico, las autoras señalan otro aspecto que cobra relevancia simbólica y que ayuda a entender la estrategia cortazariana (o morelliana) para decir sin recurrir a la historia, a la acción secuencial, a la lógica narrativa. El símbolo analizado es el que pone en juego Hélêne: “La condición de Hélène como personaje que se conecta por un lado con el orden habitual —aunque sin participar plenamente de él— y por el otro con un orden extraño, inalcanzable aun para sí misma, que se ve reforzada en el texto por su profesión de anestesista. Quien anestesia provoca cambios de estado, pasajes. El de la vigilia al sueño, del dolor al alivio, de la conciencia a la inconsciencia… la muerte del joven no hace más que anunciar como signo sombrío la relación entre Hélène y Juan”.7

Todo ese fondo, ese territorio de la perversidad, ese oscuro sótano donde se alojan los signos que se contraponen a la reposada nochebuena del restaurante parisino, se sustrae a todas las lógicas que construyen esa apariencia que dispone el orden causal para latir como un sitio donde habita el horror de la existencia, no su calma visible y superficial.

Schmucler vuelve a transparentar el texto y sus sentidos:

62 dice la verdad de sí mismo, se vuelve conciencia de la autonomía del texto. No representa al mundo exterior: participa de ese mundo y proclama —negándola— la ideología que lo piensa.8

No representa, decimos subrayando el texto de Schmucler, porque se propone como un modelo para des/armar las posibilidades de toda representación lógica. Escamoteando espejos que repiten y multiplican a los hombres y sus simulacros, se deja atravesar por los significantes que se entretejen para decir ese fondo donde anida la sordidez sangrienta de la sociedad contemporánea. Fondo sórdido y cruel que esta escritura del escamoteo del orden racional, de la elusión de la linealidad causa-efecto, deja ver y puede decir.

Como postulaba Barthes en sus escritos finales, la construcción del símbolo vino a reemplazar a la representación.

Revisitando a Rayuela, el texto resemantiza el “cielo” de aquella novela en este vacío oscuro, inquietante, infernal que se configura alrededor del castillo, el chateau que sangra y hace sangrar. Para que ese pozo se visibilice, quien se deja atravesar por los signos es Juan, el traductor: “Textos más textos, textos sobre textos, la única actividad posible es la traducción”.9

Volviendo sobre los pasos de Las babas del diablo, donde aparece otro traductor que fotografía una realidad que pulula, que escamotea las certezas y las inmovilidades referenciales de cualquier realismo, Cortázar parece delinear la noción final de escritura que propondrá su obra. Sus modos narrativos desafían todas las formas canonizadas por la tradición, las concepciones del ordenamiento causal y los últimos vestigios de la representación realista para entender, con Pizarnik, que sólo las palabras cargadas como símbolos existen en el enorme vacío de los siglos.

Sergio G. Colautti

Notas

  1. Cortázar, Julio, Rayuela. Cap. 62. Buenos Aires, Alfaguara, 1963.
  2. Schmucler, Héctor, “Notas para una lectura de Cortázar”, en revista Los Libros, Nº 2. Buenos Aires, agosto 1969.
  3. Cortázar, Julio, 62/Modelo para armar. Buenos Aires, Alfaguara, 1968.
  4. Hernández, Ana María, “Vampiros y vampiresas”, en Julio Cortázar: la isla final. Buenos Aires, Ultramar, 1989.
  5. Cortázar, Julio, 62/Modelo para armar. Buenos Aires, Alfaguara, 1968. Pág. 86.
  6. Scarafía, Sylvia, y Elisa Molina, “Escritura y perversión en La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik y 62/Modelo para armar de Julio Cortázar”, en Un tal Julio, Córdoba, Alción Editora, 1998. Pág. 89.
  7. Scarafía, Sylvia – Molina, Elisa, “Escritura y perversión en La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik y 62/Modelo para armar de Julio Cortázar”, en Un tal Julio, Córdoba, Alción Editora, 1998. Pág. 96.
  8. Schmucler, Héctor, “Notas para una lectura de Cortázar”, en revista Los Libros, Nº 2. Buenos Aires, agosto 1969.
  9. Rosa, Nicolás, “Julio Cortázar”, en Capítulo. Buenos Aires. CEAL 1982. Pág. 97.
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