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El cisne de hielo
Una aproximación al poemario Amuatar, de Pedro Gandía

sábado 28 de noviembre de 2015
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Amuatar Pedro Gandía Málaga, Canente, 1992
Amuatar
Pedro Gandía
Málaga, Canente, 1992
Rien n’est vraie que le beau.
Oscar Wilde

Lo verdaderamente deseable en un poema es la unidad del efecto artístico. Pero, tal expresara Oscar Wilde, el poeta debe obsesionarse también con la idea opuesta, ya que la poesía más veraz acaba siendo siempre aquélla que es la más simulada.

“En arte —dice Wilde en Intentions— no hay nada semejante a una verdad universal. Una verdad en arte es aquella cuya contradictoria también es verdadera. Y así como sólo en la crítica de arte, y mediante ella, podemos comprender la teoría platónica de las ideas, así también sólo en la crítica de arte, y mediante ella, podemos comprender la teoría de los contrarios de Hegel. Las verdades de la metafísica son la verdad de las máscaras”.

No el objetivo, pues, o finalidad, sino el solo efecto pertenece a la forma y, en ella, se mantiene como fondo el buen gusto que Pedro Gandía logra mediante la exactitud en los detalles de este poemario que consideramos.

Amuatar es un perfume, una esencia que origina o propicia el acto mismo de sentir un universo etéreo, creador de un nuevo espacio por su solo contacto.

Este aroma de Atar que emerge con la luz solar de Amón es como una intersección de intimidad y de alteridad, en una síntesis de contrarios, propagadora de la presencia sublime del andrógino tal una sustancia oculta que funciona en la oscuridad de dos polos unidos en éxtasis absoluto. El andrógino, Amón-Hator, es el hombre perfecto que contiene en sí las dos partes armonizadas.

Pedro Gandía gana al unir el momento exaltado y su desintegración. La palabra trasciende los límites genéricos. El origen impalpable desaparece; nadie sabe dónde está.

Oscuro, como la indiferencia original, Amuatar sugiere la fecundidad del abismo, tal Ferid-ud-Din Attar, en el siglo XIII, codificara el postrer destino como un vuelo de aves a través de siete valles, designados con los nombres de “Busca”, “Amor”, “Conocimiento”, “Independencia”, “Unidad”, “Estupefacción” y “Anonadamiento”. Esta última denominación simboliza el corazón perdido en el Océano Divino y Tenebroso, que encuentra la felicidad en la no sucesión.

El desnudo salvaje de la noche viola
La virginal herida que amanece en los cielos
E impide, con la líquida luz negra de su espíritu,
Que el cuerpo imaginario sea el cuerpo real (p. 22).

El aspecto frío y negativo del contracolor está asociado a las tinieblas primordiales y al blanco neutro o blanco vacío, cuyo contraste es Amón, Amún, Amén, itifálico, de bronceado rostro, mantenedor de la vida como continua creación, Amún-Atar, Amuatar o Amún-Re que predomina como gran dios solar egipcio durante las doce horas del día.

Apostando al abismo en el juego postrero
Ha hecho del devenir duplicado arco iris (p. 18).

En la Kábala, el arco iris corresponde a la emanación divina llamada Fundación, el Falo Cósmico.

Y, si la muerte es llave, descifra así el enigma
Del cristal, que es él mismo (p. 19).

Si algo se destruye a sí mismo, tal un canto permanente, oculta cuanto fue. Los bellos alejandrinos de Amuatar convierten en alegoría la victoria de la imaginación sobre todas las circunstancias inminentes. Amuatar, heterónimo lleno de vida de nuestro poeta comentado, acaba de inventar su propio mito.

Hic et nunc, Amuatar apunta, con la deshumanización del arte, a aquel desdén por la vida y la naturaleza que va de Théophile Gautier a Mallarmé: la voz no es más que una especie de treta hecha al cosmos y a su hacedor, una creación ilícita del hombre, un magnífico aislamiento de la experiencia, una irrealidad, una esterilidad.

Ya Whistler lo dijo antes que Gautier y Wilde: “El arte nunca expresa nada más que a sí mismo. Nada que realmente ocurra es de la menor importancia”. Sigue el desdén por la moralidad, común a Poe y a Baudelaire. El mismo desdén por el contenido de Verlaine: la vida es lo único que nunca es real; la forma determina el contenido y no al revés.

La profusa inseminación de las imágenes, en Amuatar, cobra vigor frente a la vida. Nunca las antinomias han sido más convincentes: la vida es un espejo y el arte, su realidad.

Pedro Gandía gana al unir el momento exaltado y su desintegración. La palabra trasciende los límites genéricos. El origen impalpable desaparece; nadie sabe dónde está. La indiferencia de los detalles sólo puede dar una existencia ilusoria.

…Mágico lago o círculo
Disuelve su reflejo, extingue su leyenda,
Y ni en la fantasía prevalecen sus ondas (p. 27).

La luz que se opone a la opacidad de los cuerpos es detectable por sí misma o por sus efectos. Una constante apertura hacia nuevos espacios sólo es posible en un ensanchamiento exploratorio y progresivo de puntos transparentes que ceden, de modo simultáneo, al original correspondiente a las líneas blancas y negras de la imagen. Afloran tras el verbo de Amuatar luces puntuales en la tenebrosa inmensidad del presente, que ultima nuestro tiempo en texto. El acto circunstancial, la interioridad incomunicada, van abriéndose paso en cada verbo:

Y, por salvaguardarse de la realidad,
Edifica una torre a semejanza suya
Y se sepulta en ella junto a su fantasía
Entre azucenas blancas y aguileñas azules (p. 18).

El ritmo se vuelve mágico, la expresividad se idealiza:

Y blancos astros signan el corazón del Cosmos
Como esperma de un dios que enciende la ceniza (p. 17).

Así, creo puramente que nada bueno se puede conocer de algo hasta que no le sea arrancado el corazón con el exceso:

Con columnas de sátiros y silenos soporta
Un cielo funeral de ponzoñosas lunas:
Eterno desacuerdo del Alma y la Materia (p. 18).

Nuestros más exaltados momentos de éxtasis son únicamente sombras de lo que en alguna otra parte hemos sentido, o de lo que anhelamos sentir algún día:

En noche derrotada de memorias y huecos,
Contra el delirio fúnebre de un planeta maligno,
Cruza el cristal estigio sobre biga tirada
Por dos panteras negras (p. 19).

Hay una tierra desconocida llena de extrañas flores y sutiles perfumes, una tierra tal que soñar con ella es la mayor alegría, una tierra donde todas las cosas son perfectas y venenosas:

Voces impías cercenan la testa del andrógino.
Un ofidio narcótico deposita en sus labios
El indicio vehemente de la desposesión (p. 19).

El andrógino, según lo definen Jean Chevalier y Alain Cheerbrant en su Diccionario de los símbolos, es la fórmula arcaica de la coexistencia de todos los atributos, comprendidos los atributos sexuales, en la unidad divina, así como en el hombre perfecto, ya sea que haya existido en los orígenes, ya sea que haya de ser en el futuro.

Ansiando ser esclavo de su pasión, inventa
Un desnudo gemelo y, en exquisito incesto,
Alcanza el goce sumo del éxtasis nupcial (p. 21).

Tanto lo masculino como lo femenino no son sino uno de los aspectos de la multiplicidad de opuestos, llamados a interpenetrarse de nuevo. En la alquimia, la piedra filosofal se llama Rebis, es decir, el ser doble o el Andrógino hermético. Rebis nace como consecuencia de la unión del Sol y de la Luna o, según la alquimia, de la unión entre el azufre y el mercurio:

Nieves eternas cubren
El cristal de la vida. Reflejo de otro sol,
Por las estigias aguas canta un cisne de hielo (p. 23).

* * *

Sobre el cantil del día, ebrio de azufre y oro,
El fiero gladiador de la luz se degüella,
Y es el arma fatídica su destello final (p. 25).

 

Noche

Sólo la belleza es libre, pues es la realización de los contrarios.
(Hölderlin)

La Noche, que fue para los griegos hija del Caos y madre del Cielo, engendra igualmente el Sueño y la Muerte. Envuelta en un velo sombrío, la Noche recorre el firmamento sobre un carro tirado por cuatro caballos negros, acompañada por el cortejo de sus hijas, las Furias y las Parcas.

El comienzo de la jornada está marcado por la noche, igual que el invierno marca el comienzo del año. La noche gesta las conspiraciones que estallan durante el día como manifestaciones de la vida. Entrar en la Noche es volver a lo indiferenciado, donde alientan monstruos y pesadillas.

La Noche aparece en cambiantes luces y nuevos aspectos, metamorfosis incesante que siempre será mientras existan ojos para recibir su visión y mantener un inacabable diálogo con ella.

…En el éter,
Mordido de relámpagos oscuros, la memoria
Aboceta presencias que arden sin consumirse (p. 32).

Suma de ritmos, cada uno de ellos con su propia e íntima identidad, casi nunca interrelacionados entre sí, la unidad viene dada por el momento y el tempo acorde con el cual sucede. El poema es el verdadero generador de lo real, que huye en su arquitectura de la decadencia de la mentira y del exceso de la conversión del nombre en numina:

El profético dedo que diluye la taza
Organiza sus posos escribiendo el vacío (p. 31).

Para Karl Jaspers, todo lo que es objetivo tiene que moverse y, al mismo tiempo, disolverse, a fin de que, precisamente en virtud de su disolución, la conciencia del ser tenga la posibilidad de alcanzar su plenitud y su claridad.

En el fondo, todo se funde y todo viene arrastrado por su inmenso poder de síntesis: imagen y sonido van del blanco al negro, mutando abstracciones en atracciones, choques y repulsiones, sin que ningún halo consiga imponer valor alguno. Difícil equilibrio el de este tránsito discontinuo capaz de crear un espacio que nunca ha existido. Apertura y proceso abisal que discurre solamente en un inefable interior. Lo que constituyera fuga o contrapunto nunca acaba en la sinfonía de la palabra, pues no existe ningún silencio que no pueda convertirse en poesía:

No hay superficie,
Pero el tiempo persiste como herida (p. 35).

Gilles de Rais, que fue nombrado mariscal de Francia a los 24 años, participó al lado de Juana de Arco en la lucha contra la invasión inglesa. Habiendo sido capturada la Doncella de Orleans, Gilles hace todo lo posible por salvarla, pero fracasa y se retira a uno de sus castillos. Seguramente sabía que este encuentro, tal un momento estelar, habría cambiado su sino:

Luz de espíritu puro lo hinca de rodillas
Y, en transfixión, ansía que un llameante carro,
Tal astro en éxtasis, lo arrebate al empíreo (p. 38).

Víctima de una conspiración urdida por el duque de Bretaña que quiso apoderarse de sus tierras y castillos, el mariscal de Rais sería ahorcado y quemado el 26 de octubre de 1440, como supuesto autor del secuestro, violación y asesinato de 150 niños. Un jurado compuesto por personas que le debían dinero le reconoció culpable de brujería, herejía, sodomía y asesinato y lo condenó a muerte.

Con un beso que siempre recomienza, Jeanne D’Arc,
Quemaré el diagrama sagrado del conjuro
Para que nuestro amor florezca en su ceniza (p. 40).

Dentro de la Noche, cualquier construcción que se manifieste históricamente en el tiempo parecerá tan sólo ilusoria. Ya que la claridad no permite descubrir ahora nada esencial, es dejada de lado para dirigirse a cuanto no es claro, porque la noche es la oscuridad atemporal de lo auténtico. La noche es la forma impetuosa que se precipita en el mundo para alcanzar, en el abismo del anonadamiento, su propia plenitud.

Luego de medianoche, la época indigente ni siquiera puede percibir su propia penuria. La noche del mundo debe concebirse como destino que sucede más acá del pesimismo y optimismo. El poeta dice lo santo en la época de la noche:

La vida es el teatro de un constante ir ardiendo.
Ecos de ecos. ¿Qué resta? La consunción del ser
Apaga los espacios (p. 41).

La pasión por la noche trastoca todo orden para acabar precipitándose en el abismo atemporal de la nada que lo arrastra ya todo en su vorágine.

Los vicios —nos recuerda La Rochefoucauld— entran en la composición de las virtudes, como los venenos entran en la composición de los remedios. La prudencia los sana y los templa, sirviéndose útilmente de ellos contra los males de la vida. Pascal, a su vez, exigió del conocimiento de la condición humana el conocimiento de ambos extremos, lo grande y lo pequeño, lo angélico y lo demoníaco, lo alto y lo bajo. Así la poesía de Pedro Gandía se construye lúcidamente en el conjunto de los extremos.

Como la noche, hechízame y entrégame al error.
Me sumerjo en tus brazos para que me destruyas,
Y el jugo del placer de nuestro juego trágico
Llegue a ser de Satán la esencia soberana (p. 40).

Las imágenes se hunden, como apariciones veladas de su trascendencia, en una cifra indeleble: la transparencia del ser en el corazón de toda determinación suya y la ulterioridad del ser poético en el vacío de la finitud.

Y es este contacto con las fuerzas más oscuras de la negatividad, que crudamente se agitan en el fondo abisal de nuestra existencia, la condición por la que la libertad del sentir adquirirá su significado más concreto en el poema.

Lo invisible provoca el aliento, el movimiento, el sentimiento, la vigilia y la conservación de la forma del cuerpo, siendo la quintaesencia de la intensidad y de la energía. La actuación de lo invisible logra, aunque no de una forma ostensible y aislable, la realidad más verdadera.

El verso de Pedro Gandía es icástico, alcanza el extremo de la exactitud, tocando el extremo de la abstracción, e indica la nada como substancia última del mundo.

También Schelling, en su Systemprogramm, precisó que la belleza es la única creación verdadera y pensable. El dominio propio de la existencia humana es precisamente el dominio de la voluntad libre, de la belleza y del instinto lúdico.

Las puertas de la Noche se abren y dilatan nuestro conocimiento; las fronteras de la vida y el verso, lo real y lo ideal, cambian bajo el acento de la imaginación y de la palabra poética de Pedro Gandía.

Para conocer su esencia, es necesario suprimirla. La medida de toda cosa es el esfuerzo para destruirla. Toda cosa sólo se constituye por su vacío. El pensamiento es, por naturaleza, destructivo. Nada sobrevive a ser pensado, nos dice André Gide: nombramos las cosas sólo cuando nos apartamos de ellas. Tal es el acto de matar lo que amamos: somos por naturaleza nuestros propios enemigos, los labios con que traicionamos y los labios traicionados.

 

El Ángel del Licor Oscuro

Iría a la hoguera por una sensación y sería escéptico
hasta el fin. A veces pienso que la vida artística es un
largo y encantador suicidio, y no lamento que lo sea.
(Oscar Wilde)

Con El Ángel del Licor Oscuro, la poesía de Pedro Gandía se cierne entre lo representado y lo representante, con un máximo de libertad y sumo interés para el lector crítico. Su palabra flota sobre las alas de la reflexión madura y potencia una y otra vez la reflexión poética, multiplicándola como una infinita serie de espejos.

Vemos en este tríptico de Amuatar cómo las leyes fundamentales de la poesía, como expresara Walter Benjamin en su tesis sobre El concepto de la crítica de arte en el Romanticismo alemán, representan modélicamente las de todo arte, debido a su posición central entre las demás artes.

El objetivo poético retorna elidido entre las figuras de dicción para constituir tan sólo la ocasión de una espontánea disposición interna del espíritu. Y el poema, en la plenitud de sus estructuras, se erige en médium productivo de la reflexión y en arte absoluto de la invención, que prescinde de datos anteriores a la propia creación. Y, como diría F. Schlegel, la obra no sólo se juzga a sí misma, sino que se expone a sí misma.

Así, el sentido de la crítica queda sólo en cumplimiento de la obra. Y es forma y sentido propio de expresión sin ataduras que se apoya, sin duda, en la sobria consistencia de la obra.

Desde el perfecto silencio de la voluntad, el vacío se establece como acto fundante. Al vacío sólo se entra de la mano de los sueños, pues éste es el espacio en exilio continuo de sí mismo.

Su vida es contemplar en el cristal
De una ventana, contra las tinieblas,
Los sueños, reflejados (p. 45).

Tras la Anunciación vemos cómo el Ángel Oscuro combina el veneno y la perfección en su brebaje, tal hiciera Baudelaire en su tiempo para hallar las cualidades de la decadencia y del renacimiento. Caer víctima de sí mismo es llevar la propia experiencia a sus límites extremos. Para comprometer el alma, son necesarias las sombras.

El mañana archivado en el pasado.
El gris interminable de las olas (p. 48).

La menos ilusoria de todas las prácticas es la rebelión de los ángeles, la cual creó la materia y regresó al no-ser, como liberación de la afirmación.

Lo que su mano toca no es verdad.
Le es ajeno su nombre por sus labios (p. 51).

La individualidad es la máscara de la función. Pues el hombre, como diría Peter Sloterdijk, jamás está en el medio de su ser, sino junto a sí mismo como una persona distinta a aquello que él fuera o pudiera ser resultante.

La no asunción del amor oscuro, a la manera de Juan de la Cruz, conlleva el mantenerse al margen de la existencia, de la indicación de la mentira y de la confusión como valores absolutos.

Al entrar en el negro espacio, fue
Sombra en su sombra: el otro yo en su yo (p. 53).

El sufrimiento psíquico está ligado a la existencia misma de las diferencias. Se sufre sin defensa una fascinación incapaz de satisfacer, una fascinación que destruye:

Hacer de cada pérdida
Un poema confuso
Y apurar el licor
Excesivo del Ángel (p. 52).

Según Félix de Azúa, “el orden y la armonía de este mundo son invisibles para el artista; un ojo es un proyectil dirigido por la voluntad, y la voluntad del artista habita en un cuerpo negro; cuando el caso es, sin remedio, en un agujero negro”.

Al alba de Fiésole,
La escondida presencia
De un dios roza las ruinas
Y marca en cada piedra
La huella de su ausencia (p. 49).

El que todo lo nota habita el abismo. La muerte es la detención en medio de la total pasión que todo lo sabe y nota. La muerte es como una elusión hacia lo enigmático. Medida común a todos, la muerte es la figuración de la ausencia total.

Disuelve allí la identidad que finge
Y es nada, y es feliz, por un instante.
Pero el viaje concluye, y nuevamente
La vida lo reclama y lo derriba (p. 54).

El mismo Ángel Negro reconoce en lo invisible la jerarquía más elevada de realidad, siendo el desarrollo más originario de la esencia de la subjetividad incorpórea. La realidad de la ficción como máxima pureza va de Baudelaire a Mallarmé y Rimbaud. Pero el tiempo impone su sello sobre la eternidad, como un “licor oscuro”.

En La literatura y el mal, Georges Bataille afirma que, de lo bello, el bien es el valor ordenado por la búsqueda de la duración que la poesía alcanza en la creación de una obra verdadera, que la compromete en un camino de descomposición rápida y que la concibe, en última instancia, como perfecto silencio de la voluntad.

La escena es un sueño que vomita el submundo.
Los hijos de la noche destruyan el poemario.
Jamás haya otra lumbre que el hipnótico espejo
Líquido de la pátera del infernal doncel (p. 55).

Nos destruye una fuerza oscura, insolente y absurdamente eterna a la que todo está sometido —corazón oscuro, poder de lo escaso— que es la naturaleza otorgadora de muerte a todo ser vivo, el ser vivo que ella misma, en su esclavitud temporal o puntual, ha engendrado. Las luces del alma se apagan en la inercia muda de los sentidos.

José María Ribelles
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