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Ratas de aquí y ratas de allá

miércoles 12 de abril de 2017
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Miguel Delibes y José Bianco
Bianco (derecha) escribió su libro en Buenos Aires, en 1943, y hubieron de pasar casi dos décadas para que Delibes (izquierda) diera a conocer el suyo en Madrid discurriendo 1962.

La lectura de la estremecedora novela Las ratas, de Miguel Delibes (1920-2010), reavivó en mí una suerte de sentimiento de culpa, o incumplimiento de un deber de gratitud para con la nouvelle homónima de José Bianco (1908-1986), señalada como insoslayable decoro de nuestras letras.

Recortados contra muy diferentes trasfondos sociales y políticos, dos hombres nacidos en hogares de posibles van a transitar carreras literarias de tan disímil andadura como las de sus países.

A pesar de ello, primero pensé en los incontables casos de homonimia que habría en la literatura, pero tan sólo me vino a la cabeza en ese momento Bestiario, que con aparente intención diversa compusieron Julio Cortázar en 1951 y Juan José Arreola en 1972. Y si digo aparente es porque cuando saldé mi deuda con Bianco —autor no sé si olvidado, pero seguramente apreciado en menos de lo que vale para nuestra cultura—, di en pensar qué misteriosas corrientes subterráneas podrían llegar a detectarse en trabajos que, tomando como referencia un tema en común, a pesar de diferenciarse profundamente terminan coincidiendo en aspectos críticos que los hacen reflejo cabal de nuestra humanidad.

Determiné no demorarme en mayores perquisiciones, y me aboqué a Las ratas.

Lo primero que cabe, me parece, es fijar coordenadas de tiempo y espacio: Bianco escribió su libro en Buenos Aires, en 1943, y hubieron de pasar casi dos décadas para que Delibes diera a conocer el suyo en Madrid discurriendo 1962. Desde el punto de vista personal, Bianco era un escritor oscuro, tan sólo apreciado por el círculo selecto/secreto de Sur, mientras que Delibes se hallaba en la cumbre de la fama y el prestigio que había sabido labrar a partir de su primer libro laureado con el Premio Nadal de 1947.

Pero en el espacio y arrojados al tiempo viven los hombres. 1943 fue el año en que en la Argentina hubo el golpe militar que terminó con el período conocido como “La Década Infame” (1930-1943) y que desembocaría en el terremoto político del peronismo, mientras que España en 1962 emergía de su penosa posguerra gracias a la ayuda económica de los Estados Unidos, el permiso para la instalación en su territorio de bases de la Otan y la explosión de la industria turística. El Occidente de la Guerra Fría se manifestaba dispuesto a hacer la vista gorda a los horrores del franquismo: la misma hipocresía de las democracias liberales que dejaron caer a la II República clavó con sin igual cinismo el último clavo en el ataúd de la democracia española.

Recortados contra muy diferentes trasfondos sociales y políticos, dos hombres nacidos en hogares de posibles van a transitar carreras literarias de tan disímil andadura como las de sus países. Bianco viviría el agotamiento del sistema agroexportador, el encumbramiento de la Argentina como potencia regional con los gobiernos constitucionales de Juan Domingo Perón y la irrefrenable decadencia a partir de la autodenominada Revolución Libertadora que asaltó el poder a sangre y fuego en 1955; Delibes, en cambio, combatiría él mismo del lado de los que a sangre y fuego derribaron a la II República en 1936, padecería los años tristes de los 40 y los 50 y vería resurgir a España al mismo tiempo que ascendía su estrella personal.

 

La primera impresión es que nada pueden tener en común las inclinaciones literarias de estas personas: realista uno, fantástico-policial el otro; prosa barroca por aquí, despojo y ascetismo por allá; drama rural, en fin, contra indagación psicológica urbana.

No existe más vínculo, pareciera lógico concluir, que las ratas que pueblas sus novelas.

Pero no.

 

Ambos libros desarrollan las vicisitudes de sus tramas respectivas en ámbitos cerrados sobre sí mismos y de difícil acceso. Así, a las Cinco Esquinas del Barrio Norte de Buenos Aires, que supo cobijar gente de avería, se corresponde la aldehuela castellana dependiente del término de Torrecillórigos, y la casa porteña de los Heredia no es menos gótica y montaraz que la cueva que el Tío Ratero se resiste a abandonar por la sencilla razón de que la sabe suya de hecho y de derecho —nótese la importancia que reviste para un miserable poseer un bien raíz allí donde impera la ley del latifundio—; también quizás lo haga porque no conoció otro hogar tal como pasó con sus allegados y parientes, ya todos muertos.

El incesto, en ambas novelas, puede llegar a explicar el crimen. El Nini, protagonista de Delibes, es hijo del tío Ratero y de su hermana Marcela, quizás un indicio de la obsesión de poseer del criminal. En efecto, cuando lo quieren desalojar de la única cueva que queda habitada en la provincia —lo cual es una vergüenza para la incipiente industria turística— muestra los dientes y dice: “La cueva es mía”; si le proponen hacer estudiar a su hijo, al que la naturaleza ha dotado de una asombrosa sabiduría para las cosas a la vez simples y complejas de la vida en la naturaleza, se niega diciendo: “El niño es mío”; cuando asesina a Luis, el cazador desaprensivo y advenedizo, ruge: “Las ratas son mías… ¡mías!”. ¿No es lícito rastrear la causa de su actitud enfermiza en el amor incestuoso hacia su hermana? “¡Mi hermana es mía!” es la única profesión de fe que no hace, pero que campea implícita en su decir. Quizás porque el hecho no lo perturba, quizás porque la práctica está tan difundida en el campo español (media la década de 1950) que no ve necesidad de justificación. Más sutilmente, el incesto que precede al homicidio en Bianco no es fácil de establecer entre quienes se traba, si se consuma y si es la causa de un homicidio. Puede tratarse del incesto de Julio con la madre de Delfín, mujer del padre de éste, o de la reprimida pasión del mismo Delfín hacia su medio hermano Julio, a quien identifica con un retrato de su padre, quien a su vez también puede resultar el objeto de su deseo incestuoso y homosexual.

“Todo pudiera ser”, decía un fantasma literario más real que muchas de las cosas que nos rodean y en las que nos afanamos.

La jerga de la vida y las labores en la meseta castellana y sobre todo la que es propia de su elemental cinegética, son la apoyatura que utiliza Delibes para delinear los caracteres de sus personajes. Bianco hace lo mismo, pero valiéndose de una depurada descripción de las técnicas pianística y del “bel canto” y su impacto en cada oyente. Lo que un desprevenido podría tomar por muletilla en ambas novelas es, en puridad, refinada alegoría.

Las ratas de allá son buenas para comer, por repugnante que nos parezca dicho hábito. Pero ha de tenerse en cuenta que el animalito en cuestión es la rata de agua, que sólo se alimenta de cereales más algún insecto y no sobrevive más que en aguas de máxima pureza. (Menos que nadie me he de escandalizar yo, siendo que el bicho de marras es pariente del carpincho que se come habitualmente en mis pagos, y que es una especie de rata pero a lo bestia, y muy rico, lo puedo asegurar.) Sin embargo, la disputa por ellas desata la sorda guerra que anida en el pueblo como alienta en toda España, según predicó don Antonio Machado anticipándose a la cizañosa conducta de Balbino —por su mala bebida llamado Malvino— y a su efecto nefasto sobre proceder del tío Ratero:

Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza, 
guarda su presa y llora la que el vecino alcanza; 
ni para su infortunio ni goza su riqueza; 
le hieren y acongojan fortuna y malandanza. 
El numen de estos campos es sanguinario y fiero: 
al declinar la tarde, sobre el remoto alcor, 
veréis agigantarse la forma de un arquero, 
la forma de un inmenso centauro flechador. 
Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta 
¿no fue por estos campos el bíblico jardín?: 
son tierras para el águila, un trozo de planeta 
por donde cruza errante la sombra de Caín.

Y, aunque parecido talante tiene la mala leche de Isabel;

“Isabel, le contesté, tiene algunas buenas cualidades”. “Sí, dijo Julio, pero quiere tenerlas todas. Quiere, además, que todos admitan su perfección. Desconfía de cualquier persona que se resista a sus designios o pretenda vivir prescindiendo de ella. Necesita rodearse de esclavos”.

Lo que precipita la tragedia en la retorcida casa es la transfiguración, la hipóstasis de todos sus habitantes y visitantes ocasionales en ratas, entendiendo por tal la materialización del concepto repulsivo y dañino que tenemos de esos animales. (Noto con no poca sorpresa el empleo de dos vocablos que portan connotaciones religiosas o sagradas. ¿Acaso cuando formamos nuestro carácter, nos estamos recreando, jugando a ser dioses y por lo tanto impunes, sin importarnos las consecuencias que hayan de soportar los demás?).

“Todo pudiera ser”, decía un fantasma literario más real que muchas de las cosas que nos rodean y en las que nos afanamos. Permítaseme extender el calificado juicio a los barfruntos que informan este modesto artículo.

 

Apostilla número 1

“Quien anda con rengos…”. Leer, pensar y tratar de interpretar novelas magníficas conduce, casi de modo inevitable, a reflexionar sobre técnica novelística. Borges, prologando a su admirado amigo Pepe Bianco, habla del género en la Argentina de su tiempo, y halla la ocasión oportuna para fustigar sus ostensibles vicios.

Tres géneros agotan la novela argentina contemporánea. Los héroes del primero no ignoran que a la una se almuerza, que a las cinco y media se toma el té, que a las nueve se come, que el adulterio puede ser vespertino, que la orografía de Córdoba no carece de toda relación con los veraneos, que de noche se duerme, que para trasladarse de un punto a otro hay diversos vehículos, que es dable conversar por teléfono, que en Palermo hay árboles y un estanque; el buen manejo de esa erudición les permite durar cuatrocientas páginas. (Esas novelas, que nada tienen que ver con los problemas de la atención, de la imaginación y de la memoria, se llaman —nunca sabré por qué— psicológicas). El segundo género no difiere muchísimo del primero, salvo que el escenario es rural, que las diversas tareas de la ganadería agotan el argumento y que sus redactores son incapaces de omitir el pelo de los caballos, las piezas de un apero, la sastrería minuciosa de un poncho y los primores arquitectónicos de un corral (…).

Y así por el estilo y hasta el final, para caerle por el lomo a los pobres Gálvez y Payró, lo cual estaba bien, para qué negarlo.

Pero no siempre resulta necesariamente así. Porque si no, ¿qué hago yo con el estupor admirado que reservo para las casi exactamente cuatrocientas páginas que aquí y allá abundan en descripciones casi exasperantes de ballenas, barcos balleneros, arpones, esperma de ballena, cabeza y cola de cachalote y qué se yo cuántas cosas más, que son como el cuerpo que transporta las almas atormentadas de quienes pueblan las páginas de Moby Dick?

 

Apostilla número 2

Transcribo esta coincidencia, que puede ser interesante, o ocaso baladí, y por tanto insustancial.

Escribe Delibes:

El Rabino Grande, el Pastor, y el Rabino Chico, el Vaquero del Poderoso, eran hijos del Viejo Rabino, el que, al decir de don Eustaquio de la Piedra, el Profesor, era una prueba viva de que el hombre provenía del mono. En efecto, el Viejo Rabino tenía dos vértebras coxígeas de más, a la manera de un rabo truncado (…).

Escribe García Márquez, mi convidado:

Después de cortarle el ombligo, la comadrona se puso a quitarle con un trapo el ungüento azul que le cubría el cuerpo, alumbrado por Aureliano con una lámpara. Sólo que cuando lo voltearon boca abajo se dieron cuenta de que tenía algo más que el resto de los hombres, y se inclinaron para examinarlo. Era una cola de cerdo.

¿Y a santo de qué, se me preguntará, esta cita de Cien años de soledad?

Pues, por la antedicha coincidencia y también, en la esperanza de que nos valga parafrasear al gran escritor colombiano, y que las estirpes condenadas a cien años de soledad no tengan una segunda oportunidad sobre la tierra.

Y que esas estirpes no sean la de la gente común, sino las de dictaduras militares asesinas como las que asolaron a la Argentina y a España.

Gustavo Rubén Giorgi
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