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Tres relatos de Manuel Salinas

martes 1 de septiembre de 2015
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Con la de abajo, arriba, y la de arriba, abajo

De la mano de mi abuelo llegué a casa de la familia Gutiérrez. Nos habían invitado a almorzar, como todos los primeros domingos de cada mes. Inmediatamente después de saludar al señor y a la señora Gutiérrez, pasamos al comedor. Mi abuelo se sentó con los otros adultos. Yo tuve que quedarme de pie, porque para mí no había silla.

No había pasado mucho tiempo cuando la señora Gutiérrez comenzó a servir la comida. Arroz con pollo y ensalada de remolacha. A mí no me gustaba la remolacha. La señora Gutiérrez, siempre cariñosa conmigo, me tomó de la mano y me llevó a un cuarto que se encontraba a pocos metros del comedor. Me pidió que me sentara en un pequeño pero cómodo escritorio, donde minutos después me sirvió un gran plato de arroz con pollo y ensalada de remolacha.

Desde el pequeño escritorio podía ver a los adultos comer, hablar y reír. Yo comía arroz con pollo, pero no ensalada de remolacha. Veía a mi abuelo reír, pero no me hacía feliz, estaba triste. Me sentía rechazado, como si no importara. Hubiese sido lo mismo no ir. Nadie se daba cuenta de que estaba allí.

De pronto, como si lo hubiese llamado con la mente, mi abuelo se levantó y se acercó a mí. Sonreía como quien aguanta una carcajada huracanada. Se agachó y en secreto me dijo: “No puedo comer bien”. Sentí cómo un aire frío entró en mi pecho, llenándolo de alegría. Mi abuelo me extrañaba. Le hacía falta, pensé. Creyendo saber la respuesta le pregunté: “¿Por qué no puedes comer bien, abuelo?”, y él, sin poder aguantar más la risa, contestó: “Es que me puse la plancha al revés”.

 

Inmensa, negra y peluda

Tu transpiración mantiene el aire espeso y caliente. En la oscuridad, las sábanas con figuritas de Mickey Mouse apenas ocultan cómo martillas con tu miembro la entrepierna de la catira; la que llegó solita y sin preguntar. Tus dedos aprisionan grandes mechones de cabello, para después halarlos con fuerza, haciéndola gemir placer mojado. Sin dejar de martillar, claro está. Tus pies cuelgan por fuera de la cama que se estremece en cada golpe de torso, chocando insistentemente contra los estantes repletos de juguetes que hoy deberían ser objeto de estudio de la arqueología.

De pronto, un ligero pero decidido golpe de puerta te paraliza. Pero, un segundo después, decides ignorarlo y seguir con lo tuyo. El golpe de puerta insiste en molestar. Te levantas con violencia y mandas a quien quiera que sea al mismísimo carajo. El cuarto de un hombre se respeta, gritas con soberbia. Esperas respuesta durante unos segundos, pero no pasa nada. Con cara de ganador del Roland Garros entierras tu boca áspera en el cuello de la catira, ríes y continúas martillando.

Pero poco te dura el gusto, porque ahora el golpe de puerta no es amable. Nada amable. Uno tras otro, los mazazos sacuden la puerta que cruje como una galleta de soda a punto de quebrarse. Saltas de la cama, más pálido que de costumbre, completamente desnudo… a excepción de las medias de lino. Estás aterrado por dentro. Y también por fuera. Te acercas poco a poco a la puerta que no deja de estremecerse, tratando de pegar la oreja y averiguar quién está haciendo eso. Pero nada. Sólo son golpes que no ceden.

No muy convencido del todo; movido más por el miedo que por la razón, giras la manilla y abres la puerta. Blanco te pones. Ni te mueves frente a esa inmensa araña negra y peluda. Tan negra y tan peluda que no cabe por el marco. Das pasos hacia atrás, hacia la cama, mientras la araña empuja su cuerpo, escurriéndose hacia ti, buscándote con cuatro de sus ocho patas. Sin mirar, moviendo las manos por tu espalda tratas de ubicar a la catira, la que llegó solita y sin preguntar. Pero no está allí. ¿Cómo salió? Ni tú lo sabes. Lo cierto es que eres tú contra la inmensa araña negra y peluda.

Por necesidad y no por valor, descompletas tu colección de revistas pornográficas, tomando una para hacer un garrote, paradójicamente flácido. Golpeas con los ojos cerrados a la inmensa araña negra y peluda que ya se te vino encima. Tu arma cada vez es más revista y menos garrote. Empiezas a rezar cuando el insecto te toma con cuatro de sus ocho patas y te alza. Piensas que te va a comer, pero no. Te lanza contra uno de los estantes donde tienes estacionados decenas de cadillacs, ferraris y volvos de acero ya oxidados. El choque es estrepitoso. De escala Schwarzenegger o quizás Chuck Norris. Pero no te amilanas. Desde el suelo, tomas uno de esos modelos de lujo a escala y lo lanzas con todas tus fuerzas hacia la inmensa araña negra y peluda, golpeándola entre los ojos. La hiciste gritar con desesperación, caer y temblar hasta quedar paralizada. Tembloroso y húmedo, te levantas y tanteaste la pared en busca del interruptor de la luz, que al encenderlo te deja ver como tu madre yace en el suelo.

 

La visita

Estoy consciente de lo desagradable que es recibir la visita de alguien que no se espera. Peor aún si es alguien que uno no quiere recibir. Pero tenía que hacerlo. Varias veces había rondado su casa, pero no era momento. Esa noche sí.

Lo encontré pulsando con delirio furioso el gastado teclado de su computadora. Sudaba frío, pero jadeaba caliente. Apretaba los ojos y los abría a medio camino. Sacudía los brazos de vez en cuando como para aliviar la tensión. Meneaba la cabeza sin sentido fijo y, en ocasiones, hasta llegó a arquear. Me daba lástima verlo en esas condiciones. Pero así es la vida… sobre todo en ese momento.

Me acerqué poco a poco y llegué a ver cuando tecleó la frase: “Su corazón decidió dejar de latir…”. Y precisamente en ese momento su corazón dejó de latir. Cayó de rodillas frente al escritorio, con la dignidad de un torero corneado. Pero de pronto, tembloroso, pero determinado, se aferró a la silla y se levantó. Él fue siempre así de terco. Le gustaba llevarme la contraria. Tanto así, que sin aire en el pecho tecleó: “…Pero el escritor volvió a respirar”.

Aunque no debía, me alegró presenciar cómo en pocos segundos recuperó el aliento. Fue a la cocina. No lo seguí, pero escuché cómo tomaba agua del chorro con desesperación, mientras yo curioseaba un reloj de pulsera que estaba en su escritorio. Uno de esos baratos y viejos. De los que muestran la fecha. 23 de noviembre.

Después de eso, no me quedó más que asumir el teclado y apretar el botón de la flecha invertida. El que fue borrando, letra a letra, la última frase del escritor. Luego, lo escuché desplomarse con un ahogado grito de despedida.

Manuel Salinas
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