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En una estrecha habitación azul

jueves 8 de octubre de 2015
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En penumbra. En una esquina de una estrecha habitación azul. Ella se recorre la pierna derecha con los dedos. Una enorme camisa blanca cubre su cuerpo. Nada más. La pierna derecha. Brilla. Suave. Como el mármol. Un ruido llega a la estrecha habitación azul. La chica de la enorme camisa, de un brinco, se pone en pie. Espera.

Él entra.

Ella se acerca.

Él la recibe en sus brazos.

Ella descansa en su pecho.

Sus ojos cerrados. Los de ella. Sus latidos. Los de él.

Ella corre a la puerta. La cubre con su cuerpo desnudo y tembloroso. Él termina de vestirse con tranquilidad.

Le alza la cara. Ella no abre los ojos. Él la mira. Ella permanece ciega, dejándose mirar. Se dirigen a la cama. Él camina, ella no. La tumba sobre el lecho como si fuera de algodón. Se desviste con furia. Ella al fin abre los ojos. Le observa. La chaqueta, la camisa, los zapatos, los calcetines, los pantalones, los calzoncillos. Azules. Desnudo ante ella, que ha decidido mirar. Ninguno de los dos se mueve. Se observan. Silencio. Nada más. Ella estira los brazos. Él se acerca a ella. Desnudo. Alza la enorme camisa blanca, hasta desligarla de ella por los brazos. Desnudos. Uno frente al otro. Ninguno de los dos se mueve. Se observan. Silencio. Nada más.

—¿Puedo acariciarte? —pregunta él.

No hay contestación. Le recorre el pecho izquierdo con dos dedos de su mano abierta. Lo bordea en círculos. Círculos cada vez más pequeños, hasta llegar al pezón. El rostro de ella acusa el placer. Su mano se despliega sin aviso previo, golpeando con fuerza el rostro de él. Se detiene el recorrido de la mano por su pecho. Se miran.

—No te dije que pudieses —suspira ella.

Él le agarra las muñecas y las alza con fuerza. Con su rodilla entreabre las suyas. La invade.

Él contra ella.

Ella contra él.

Él gime, ofendiendo al silencio.

Ella baila al compás de él.

—Déjame quererte —dice ella sin mirarle, embriagada por la música que suena en la boca de su oído, sólo para ella. Él no contesta. Una lágrima asoma. Él lame su lágrima. Se observan. Silencio. Nada más. Él la alza en el aire con fuerza. La voltea como si fuese de algodón. Su cuerpo inerte. Yace en el aire. Un instante. Vuela.

Sus manos. Las de él. Su cuerpo muerto de placer. El de ella.

Él coge sus manos y las apoya sobre la cabecera oxidada. Le coloca las rodillas sobre el colchón y la cubre en la misma posición con su cuerpo.

—Te quiero —dice él, asaltándola de nuevo.

La música se reanuda en sus cuerpos. Él la coge de las caderas, arrastrándolas hacia sí. Cada vez más fuerte. Cada vez más suya. Las manos de ellas, rojas y blancas, se sueldan a la cabecera. Los besos marcan la espalda de ella, que se deja hacer. Cabalgan. Él agarra sus nalgas. Las estruja con sus grandes manos. Como si fuesen de algodón. Ella lanza un grito mudo, que nadie escuchará. Él sí se hace oír, reposando su cuerpo sobre el de ella. La rodea con sus brazos. Las manos de ella se desligan del hierro. Su cuerpo se desploma sobre la cama. El suyo sobre el de ella.

—Me duele —dice ella.

—Lo sé —contesta él.

Se tumban uno frente al otro. Sus rostros cercanos. Sus cuerpos no. Se observan. Silencio. Nada más. Sus alientos se entremezclan en el aire, sin ser ni de uno, ni de otro. Del aire.

—No soportaría morirme jamás —dice ella.

Él no contesta. Le acaricia la cara ardiente. Ella cierra los ojos.

—¿Puedo quedarme? —pregunta él.

—No —contesta ella. Sin mudar su rostro. Ni abrir los ojos. Ni dejar de acompañar su rostro perdido en la palma de él.

—Yo tampoco soportaría morirme jamás —dice él.

Ella al fin abre los ojos.

—Pues quédate —dice ella.

—No puedo —dice él.

—Entonces no importa morirse —dice ella, volviendo a cerrar los ojos. Él ha dejado de acariciarle.

—¿No quieres tocarme? —pregunta ella.

Él se levanta de la cama sin contestar y se coloca frente a la ventana. Ella abre los ojos y se gira hacia él. Le observa de arriba abajo. Con sumo cuidado. Como queriendo evitar herirle al hacerlo. Sus talones. Su cuello.

—No me mires así. Podrías lastimarte —dice él de espaldas a ella.

—No me importa. Ya no me importa. Nada me importa. Ni siquiera morirme —dice ella.

Él se vuelve. La mira de frente. Se observan los ojos. Silencio. Nada más.

—¿Ni siquiera morirte? —pregunta él. Se gira y abre la ventana—. ¿No te importaría morirte? —se vuelve de nuevo hacia ella—. Adelante. ¿Morirías?

—No lo soportaría jamás —dice ella mientras se da la vuelta, dándole la espalda.

Él cierra la ventana. Contempla el exterior a través del vidrio.

—Sólo bajé a comprar tabaco —dice ella—. Y sin embargo, tus dientes, de repente.

Él no se mueve.

—Me sonreíste… —prosigue ella. Su voz se debilita—. Sin pedir permiso…

Se produce un silencio.

—Ya ni siquiera fumo —dice ella, recobrando el tono.

Él se dirige a los pies de la cama y recoge la enorme camisa blanca. Se la pone. Ha dejado de ser enorme. Ella le mira. Él la mira.

—¿A qué huele? —pregunta ella.

Él se acerca la tela a la nariz y aspira.

—A ti —responde él.

Ella se entristece. Su voz, de nuevo moribunda, trata de hacerse oír.

—Yo no distingo mi olor —dice ella.

—Lo siento —dice él.

—¿Y la habitación? ¿A qué huele? —pregunta ella.

—A ti —responde él.

—Tampoco lo distingo —dice ella.

—Lo siento —repite él—. Quisiera quedarme.

—¿Esta noche? —pregunta ella.

—Sí —responde él.

—No sería suficiente. Márchate —dice ella.

—Sí —dice él. Se tumba frente a ella.

Se observan. Silencio. Nada más. Ella le acaricia el rostro. Cierra los ojos. Él la observa. Sus dedos se deslizan lentamente. Su mejilla. Su barbilla. Sus labios. Sus labios. Su nariz. Su frente.

—Noto sus ojos. Aquí… —dice ella, parando el recorrido en distintos puntos de su cara— Aquí… Aquí…

—¿Te molesta? —pregunta él.

Ella no contesta. Abre los ojos y le mira fijamente.

—¿A ti? —pregunta ella.

Él no contesta. Se miran fijamente. Ella se gira. La espalda sobre el colchón. Fija la mirada en el techo. Una grieta sobre sus cabezas los separa.

—El techo —dice ella.

Él se coloca en la misma posición que ella. También mira el techo.

—Algunos días me amenaza con caerse sobre mí mientras lo contemplo —continúa diciendo ella.

—Pero al final no lo hace —dice él.

—No, no lo hace. Pero quiere —dice ella.

—No lo contemples entonces —dice él.

—Pero lo hago —dice ella.

—Lo sé —dice él.

Ella se gira hacia él.

—¿Quieres pasar la noche aquí? —pregunta ella.

—Sí —responde él.

Silencio. Ella lo mata y vuelve a fijar la atención en el techo.

—¿Te quedarás? —pregunta ella.

—No puedo —responde él.

—Entonces sí prefiero morirme. Cuanto antes mejor —dice ella.

—Lo sé —dice él.

Ella vuelve a girarse y a mirarle.

—¿Lo sabes? —pregunta ella.

Él se gira también hacia ella. Uno frente al otro.

—Sí —responde él.

—¿Quieres matarme? —pregunta ella.

—No quiero morir —responde él.

—Yo sí —dice ella, explotando en llanto—. Y a ella, ¿la matarías? —pregunta entre sollozos.

—No, no podría matarla. No soy un asesino —responde él.

—Entonces vete —dice ella.

Se produce el silencio. Uno frente al otro. Se observan de nuevo. Cada rasgo. Cada arruga. Sus bocas. Sus ojos. Los ojos. Él se levanta. Se dirige hacia su ropa. Ella se incorpora de forma rápida.

—¿Adónde vas? —pregunta ella.

—Me voy —responde él.

—¿Con ella? —pregunta ella.

—Debo irme —responde él.

Ella corre a la puerta. La cubre con su cuerpo desnudo y tembloroso. Él termina de vestirse con tranquilidad.

—Mátame antes de irte. Acaba lo que has empezado —dice ella.

Él, ya vestido, se coloca frente a ella.

—No quiero morir. Déjame pasar —dice él.

—No te dejaré salir si no lo haces —dice ella.

Sus ojos vuelven a enredarse en los del otro. Se observan. Silencio. Nada más. Él irrumpe con su mano sobre la cara de ella. Cae. Llora. Él la contempla.

—Te quiero —dice él.

—¿Volverás mañana? —pregunta ella.

—Sí —responde él.

Él abre la puerta. Sale. La puerta se cierra tras de sí. Ella en el suelo. En una esquina de una estrecha habitación azul. Desnuda. Recorre su pierna derecha con los dedos.

Marta Herrán de Viu
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