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El viejo y las olas

sábado 10 de octubre de 2015
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El abuelo Pedro tenía 89 años, 5 meses y 17 días que no veía en persona el mar. Así que ahora, a sus 101 años, lo acompaño en el anacrónico tren que nos lleva a la playa de su infancia, o lo que queda de ella.

El abuelo tenía 11 años cuando aquel maremoto del que tanto hablan se tragó su pueblo. Un día, a las 5 de una bella tarde, cuando los pescadores regresaban al muelle con el producto del trabajo del día, una brisa amenazadora comenzó a soplar, el cielo se tornó gris y siniestro, y se desató la tormenta.

Mi bisabuelo, el mítico don Armando, el abuelo y unos vecinos regresaban de una diligencia en la ciudad cuando vieron, desde la parte baja del cerro, la tormenta formada y el tsunami acercándose, ya imponente. Don Armando se dispuso a correr a buscar a mi bisabuela, en compañía de aquellos que iban con ellos que también tenían familia esperándolos, dejando a mi abuelo a cargo de don Efraín, un huérfano de 19 años, soltero. El abuelo Pedro sólo recuerda llamar a su padre con desesperación mientras Efraín lo arrastraba cerro arriba, de vuelta a la ciudad.

Lentamente y con mucha dificultad, camina pasito a pasito hasta quedar hasta los muslos en el agua. Alza sus manos temblorosas al cielo, y veo una ola formarse a lo lejos.

Acababan de alcanzar un punto ya seguro en el cerro cuando la primera ola golpeó. La marea continuó así por tres días, y para cuando normalizó ya el mar había conquistado permanentemente aquel desdichado pueblucho.

Nos bajamos en la estación y lo llevo en su silla de ruedas hacia un taxi. El conductor es un hombre muy amable y cordial, y me entabla conversación prudente.

—Es una muy buena época para venir, señor, la playa está muy agradable en estos meses.

—Así es, por eso planeamos el viaje para esta semana.

El abuelo Pedro se voltea hacia mí y me dirige un breve murmullo, el cual yo respondo acercándole el termo de agua a la boca. Todavía no vemos el mar, pero el paisaje verde techado por el cielo azul nos acompaña por mientras.

Hasta los dieciséis años vivió en un monasterio, lejos del mar, bajo el cuidado de los monjes, recibiendo de ellos la única educación académica que tuvo en su vida. Siempre estuvo agradecido por el cuidado que le dieron, pero sus años con ellos fueron de mucha frustración.

—Esos monjes sólo hablaban patrañas —me decía en mi niñez, yo sentado en el suelo a sus pies—. Quieren vivir en Dios encerrados entre cuatro paredes. ¿Qué es Dios si no la brisa acariciándote el rostro, y el sol proyectándose en el agua?

Unos días antes de cumplir 17 escapó. Llegó a la ciudad sucio, cansado y muerto de hambre, pero sin arrepentirse de su resolución. Durmió su primera noche urbana en lo que resultó ser el cobertizo trasero de la emisora de radio.

Don Grajales, el dueño y fundador, lo acogió en calidad de criado. Durante meses el abuelo disfrutó de su nueva vida, que si bien estaba basada en la servidumbre, era todo menos monótona; don Grajales le tomó confianza y cariño, y poco a poco comenzó a verlo como a un sobrino.

Fue el abuelo Pedro quien revolucionó la estación introduciendo los radioteatros. En su tiempo libre redescubrió la creatividad que en el monasterio habían suprimido y se puso a escribir pequeños y jocosos cuentos basándose en las personas que veía a su alrededor y las situaciones en que éstas se desenvolvían. En una ocasión don Grajales entró en la habitación del abuelo mientras éste desarrollaba sus tareas de diario en la estación, encontró en la mesa un trabajo en progreso, y le cautivó tanto que abrió las gavetas y pasó tres horas seguidas de fascinación inmerso en la lectura de los primeros dramas neoshakesperianos de mi abuelo.

Así fue como don Grajales creó espacios a lo largo de las transmisiones del día para los radioteatros, dejando a mi abuelo a cargo de los mismos, aunque éste no tuviera experiencia previa alguna. Fue una confianza que, sin embargo, resultó bien premiada, ya que el abuelo Pedro probó no sólo tener talento para escribir los radioteatros, sino también para producirlos y dirigirlos, contratando él mismo a los actores.

El abuelo tomó por esposa a mi abuela Graciela, la primogénita de don Grajales, a los 18 años, teniendo a mi padre poco antes de los 19. Al cumplir mi abuelo los 35 años, don Grajales dejó la emisora en sus manos antes de retirarse.

Con el clima político y la inacabable crisis social de su tiempo, la vida de mi abuelo fue una muy ajetreada, balanceándose entre su esposa e hijos y su posición vanguardista frente a una sucesión de gobiernos corruptos y, en ocasiones, sanguinarios. Sin embargo, nunca olvidó su pasado de pescador, y siempre adornó mi niñez con los relatos de su vida alegre y descuidada de paseos en bote con su padre y deliciosas comidas de su madre en aquel pueblito obliterado.

En su retiro tuvo que atender a mi abuela durante su prolongada enfermedad, y hace un año perdió a su primogénito, mi padre, que murió de 71 años. Ya no es capaz de hablar, es totalmente dependiente del personal del asilo y, si bien es consciente de que soy importante para él y apela a mí como figura de seguridad, no debe tener idea de qué clase de conexión tenemos.

Hoy, con 55 años de edad y nietos propios, acompaño a mi abuelo Pedro a cumplir ese deseo que siempre lo eludió. Nos bajamos del taxi, despliego su silla de ruedas y lo coloco en ella, pago la tarifa del agradable conductor y nos encaminamos hacia el agua. Las pistas de su silla van encerrando a las huellas de mis pies descalzos en una senda que se extiende mientras nos desplazamos.

Cuando llegamos bastante cerca del agua nos detenemos y me siento a su lado, contemplando las olas por un tiempo indefinido. Ni me doy cuenta de cuando la marea nos alcanza, empapando mis piernas. El abuelo Pedro comienza a gemir con exaltación, y al voltearme veo que ha abierto mucho los ojos y le tiemblan las manos, como si estuviese haciendo un esfuerzo…

…¡para ponerse de pie! Me incorporo y le proveo soporte, mientras consigue encontrar equilibrio con sus marchitas piernas. Ya de pie y recostado a mí, el abuelo me pone la mano en la cabeza, apremiándome a que la acerque a la suya. Lo hago y me da un beso en la mejilla, y acto seguido trata de separarse de mí apartándome con sus manos, dándome a entender con la mirada que lo suelte.

Le permito sostenerse por sí solo, pero manteniéndome lo suficientemente cerca como para apañarlo si se fuera a caer. Lentamente y con mucha dificultad, camina pasito a pasito hasta quedar hasta los muslos en el agua. Alza sus manos temblorosas al cielo, y veo una ola formarse a lo lejos. Inmediatamente me dispongo a darle alcance para regresar, pero la arena bajo el agua se compacta alrededor de mis pies y me impide moverme.

Lo extraño era que conforme más se acercaba la ola, más pequeña se hacía. Para el momento en que llegó a nuestro nivel, no era más que una cortina poco más alta que un hombre normal y de unos tres metros de ancho. La pequeña ola golpea al abuelo Pedro y lo cubre sin empujarlo.

Cuando por fin pude liberar mis pies y corrí hacia donde la ola lo impactó, no encontré nada, sólo sus ropas empapadas.

Manuel Alejandro Batista Gutiérrez
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