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El día que Teresa de Jesús conoció a Felipe II
(Cuento con fondo histórico)

sábado 21 de noviembre de 2015
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(A mi prima Divina Guirado, devota de la Santa de Ávila,
con el deseo de que lleguen mejores tiempos)

“Estoy en el Escorial de Abajo, que así lo llaman para distinguirlo de San Lorenzo, que es pueblo de Arriba. Ambos configuran los Escoriales. Así, a bote pronto, puede que su nombre pudiera olvidarse. Pero en cuanto se nombra al rey que mandara construir el monasterio que allí se encuentra, ya no cabe duda alguna. Eso sí, hay que hacer las oportunas aclaraciones, porque ya se sabe cómo somos de localistas con lo propio. Se empezaría a construir en 1568 cuando sólo existía el poblado del Escorial. Y sería en 1767 cuando se constituiría el núcleo fundacional de San Lorenzo del Escorial, en cuyos terrenos está ubicado. De ahí que tomara el nombre del Santo, que ya ha dejado la Historia aclarado el porqué, y la villa primigenia. Estoy en la estación de ferrocarril del Escorial. Y ya que nos hemos puesto a dar fechas, daremos la de 1863, que sería la de la construcción de la línea Escorial-Ávila. Tampoco acierto a saber a qué viene esta perorata, porque la intención no sería otra que recordar la figura de Manuel Azaña. Pero, que en el momento que nos ocupa, era estudiante de Derecho en el Colegio Universitario fundado por la reina María Cristina, en 1892 en San Lorenzo del Escorial. Manolito, que así le llamábamos, ponía a caldo la manera de educar retrógrada, y el talante de algunos de nuestros compañeros a los que llamaba señoritos de casta a la espera de puestos dirigentes que la sociedad le iba a deparar por su cara bonita al terminar los estudios. No he dicho hasta ahora que mi nombre es Andrés de Vargas Guyot. Y estoy a punto de tomar el tren junto a Manolito Azaña para viajar a la ciudad de Ávila, porque me dijeron que en su mercado podíamos encontrar una verdura que se llama romanescu. Muchos años después en Francia, ya en el exilio, recordaba con agrado aquel viaje, que de alguna manera me hacía olvidar las imágenes de los ametrallamientos cerca de la Puerta de Alcalá, durante los días turbulentos que precedieron a la caída de Madrid. Manolito era un muchacho avispado e inteligente. Había leído en su pueblo natal más de lo que cualquiera de nosotros lo iba a hacer jamás. Se sentó junto a la ventanilla. A los pocos minutos de arrancar el tren, tras dar la salida el jefe de estación, a mano derecha, se contemplaba el Monasterio escurialense en todo su esplendor. A la luz de la mañana, la piedra berroqueña adquiría un color rosáceo. No tardamos en llegar a Zarzalejo, donde se apeó una señora de luto, que llevaba unas gallinas vivas, atadas por las patas con una cuerda. Al fondo, a la derecha, hacia el Norte, se apreciaban dos protuberancias, a modo de senos gigantes. Pronto explicó Manolito que se trataba de las Machotas, unas enormes rocas. Al pie de ellas se encuentran las canteras de las que se extrajo la piedra para el monasterio escurialense.

La historia de esta plaza, ligada a la historia de la Casa Consistorial, comenzaría a construirse en los albores de la repoblación de la ciudad de Ávila, finales del siglo XI.

—¿Qué es lo que vamos a buscar en Ávila, Andrés?

—Romanescu: la esencia de la matemática del mundo vegetal.

—Andrés, tengo entendido que es un híbrido de brécol-coliflor.

—Eso es lo que todo el mundo dice. Sin embargo, la esencia, lo que le hace mágico, único, espiritual, es la geometría fractal que representa: un objeto geométrico, cuya estructura básica fragmentada o irregular se repite a distintas escalas. Pero lo que es aún más enigmático, la cantidad de inflorescencias que compone el brécol romanescu es un número Fibonacci.

Durante mis años parisienses, una y otra vez se me venían a la memoria aquellos días infantiles en el Escorial. Azaña los supo tratar de una manera precisa en su novela El jardín de los frailes. El Escorial de Arriba, las puestas de sol, la condición de los frailes. Las clases aquellas en jornadas heladoras. Las salidas a la Herrería… Se veía venir. Había en el ambiente algo que presagiaba lo que se avecinaba. Aquello fue cainita. Hubimos de huir con la familia de Madrid a Valencia. Y de Valencia a Barcelona para ponernos a salvo. Se supo que en aquel convoy viajaban hacia el exilio Antonio Machado, su hermano Pepe y su madre Ana.

—En matemáticas, Manolito, la sucesión de Fibonacci es infinita de números naturales. 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144, 233, 377… Comienza con los números 1 y 1, y a partir de estos cada término es la suma de los dos anteriores, es la relación de recurrencia que la define. Tiene aplicaciones en las matemáticas, en las teorías de los juegos. Y lo que nos asombra, Manolito, aparece en las configuraciones biológicas de las ramas de los árboles; en la disposición de la rama del tallo, en la flora de la alcachofa. Y en lo que vamos a buscar en Ávila: en las inflorescencias del brécol romanescu.

Mi interlocutor, en este caso mi oyente, me miraba con escepticismo, con incredulidad, mientras el tren avanzaba por los herrenes donde el ganado pastaba o descansaba al sol: la sucesión de pinos, o el cambio a las praderas a las que continuaban las piedras redondas, las jaras altivas, el ocre del piornal. Todo ello bajo un sol y un cielo azul alto, muy alto.

—Andrés, ¿no has venido como el resto de nosotros a estudiar Derecho?

Sin darnos cuenta habíamos llegado a la ciudad abulense. En el vestíbulo de la estación apenas si había nadie: dos religiosas y un ciego. Apreciamos en la techumbre un sobrio artesonado de madera, posiblemente elaborado con maderas de los pinares de la sierra. En dos zancadas, a las que Manolito llamaba “pata de fraile”, por la costumbre que tenían éstos de pasear desde el monasterio hasta la Herrería, al pie del Pico del Fraile, que así le bautizaron por su parecido a un fraile en actitud de rezar, llegamos a la plaza del Mercado Chico. Y, como no podía ser de otra manera, aquí apareció la erudición de mi compañero; antes, como quien descubre un tesoro, pudimos contemplar con asombro e incredulidad el romanescu, que nos llevamos de vuelta al Colegio.

—Andrés, la historia de esta plaza, ligada a la historia de la Casa Consistorial, comenzaría a construirse en los albores de la repoblación de la ciudad de Ávila, finales del siglo XI. Pero lo que te voy a contar tiene que ver con el Rey que hizo que nosotros pudiéramos estudiar Derecho en San Lorenzo del Escorial. Sería en la primavera del año de 1531 cuando la emperatriz Isabel de Portugal y su hijo Felipe, que aún no contaba cuatro años de edad, abandonarían Madrid, huyendo de la peste. A mediados del mes de mayo partiría de Ocaña, para dirigirse a Ávila. Ciudad que se la conocía por sus aires saludable. A tres mil pies sobre el mar, da la impresión de fundirse con el cielo azul. El cortejo imperial entraría en la ciudad por la puerta del naciente. La ciudad ofrecería a los visitantes, sobresaliendo por la cintura de los almenados muros, el blanco caserío, las torres de los conventos, las góticas agujas. Los recibirían los niños bailando al son de las cítaras. A un lado, a pie, sosteniendo la silla, iría don Pedro González de Mendoza, su tutor. Al otro lado, un arrogante caballero de unos veinte años, uno de los hombres más alegres y populares de la Corte del emperador y su más íntimo amigo, el marqués de Lombay, a cuyo especial cuidado Carlos había confiado la emperatriz y sus hijos durante su ausencia. Era el marqués de Lombay el hijo mayor y heredero del duque de Gandía, nieto por rama paterna del hijo favorito del Papa Alejandro VI, y nieto, por parte de su madre, de uno de los bastardos de Fernando el Católico. Hubo un personaje, al que la comitiva, al pasar por Alcalá de Henares, años antes; un pobre hombre de Loyola que iba conducido a la cárcel de la Inquisición, que no sería otro que el futuro San Francisco Borja. Durante la estancia en la ciudad el niño Felipe guardaría para siempre aquellas impresiones vivas de aquella ciudad con poco más de un centenar de calles, unos cinco mil habitantes: pobres industriales, pelaires, tejedores. La clase media reducida, y la nobleza escasa, pero muy antigua y de gran rango. La religión estaba por encima de todo. Sus iglesias, conventos y santuarios contenían recuerdos inestimables y reliquias cuya tradición e historia equivalía a la de toda la maravillosa aventura de la Cristiandad, desde los tiempos de los Apóstoles, a través de las sangrientas persecuciones de los emperadores romanos y de los ocho siglos de lucha por la libertad contra los moros invasores. En la catedral gótica de la oncena centuria se hallaba el cuerpo del obispo mártir San Segundo, que sería encontrado en aquel año 1531 y era veneradísimo. En el famoso monasterio de Santo Tomás podía verse el sepulcro de Torquemada y el brazo derecho de Santo Tomás de Aquino, con cuya mano hizo estremecer a un emperador rompiendo una mesa. En esta iglesia se conservaba también la famosa Hostia consagrada de la Guardia, robada, profanada y recobrada y aún intacta después de cuarenta años. Esta Hostia se veneraba con especial devoción desde la gran epidemia de 1519. El Real Consejo de Castilla se encontraba en Ávila esperando preservarse del mal a favor del aire puro, pero la plaga implacable les seguía y la gente moría a montones. Se decidió sacar la Hostia de la Guardia en solemne procesión desde la iglesia de Santo Tomás a la catedral y adorada allí, noche y día, durante una semana. Después volvió a Santo Tomás “y debió el Señor oír las preces de los fervientes abulenses, pues se vio la ciudad limpia, mientras que en el resto de España la peste continuaría con sus estragos tres años más. La emperatriz, al igual que su abuela, gustaba de visitar conventos, iglesias y santuarios. Y, como ella, empleaba días bordando telas para lugares favoritos de su devoción. A su vez imitaría a la Católica dotando a las muchachas sin recursos para que pudiesen casarse o profesar la religión. El 24 de agosto de aquel año llevó a Felipe al convento de Santa Ana para asistir a la profesión de tres damas suyas. Lugar histórico, pues los muros oirían a Isabel rechazar la corona de Castilla. Como no podía ser de otra manera, nobles y notables de la ciudad y de la Corte estaban presentes. Tras haber almorzado la emperatriz en el refectorio, el joven príncipe sería presentado en su nueva dignidad a nobles, al clero y al pueblo. Pues en aquellas calendas había dejado atrás su niñez. Hecho que simbolizaría al vestir de traje corto, dejando atrás los faldines con los que hasta entonces vestía. Un hecho sucedido un mes antes pasaría desapercibido. Una muchacha abulense llamada Teresa de Ahumada, que había soñado de pequeña marcharse a África en compañía de su hermano, para que los matasen los mahometanos, había profesado en el convento de Nuestra Señora de la Gracia. Sin embargo, la futura santa formaría parte de la multitud que aguardaba en las calles de Ávila el paso de la comitiva real, y se fijaría más en las galas de la emperatriz y sus damas que en las gracias del principito.

José Ruiz Guirado
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