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Cinco poemas de Cristián Marcelo

miércoles 25 de noviembre de 2015
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Esquela fúnebre para poeta de rancia aristocracia

Ha muerto un poeta, anónimo, desconocido.
El viento dice, dijo breves hojas al crepúsculo.
Alguien talló su rostro en fiero mármol.
El pueblo no estuvo,
masa informe o griterío.
No se dio cuenta de nada.

Yace un poeta bajo el suelo, tras el aire.
Vive su palabra atroz,
académica,
lunar.
De lunes a viernes,
de siete a cuatro,
el pueblo no le conoció,
para qué conocer lo que no entiende.

Alguien escribe, escribió la nota fúnebre,
máscara estentórea,
vendimia griega.
Quienes le conocieron guardaron silencio,
alguno murmuró entre dientes
un collar de palomas o juguetes dolorosos.

Su palabra aún latía en los oídos,
sierpe alada, sílfide desnuda, cardumen de heliotropos,
latía en las estanterías, compraventas,
bibliotecas personales.
A la inmensa minoría siempre,
a la secta de magos,
grimorios,
alquimistas
y esqueletos.

El pueblo no existía para él
solo la palabra,
solo el ritmo voraz, caótico, trenzado.
En brazos de su demonio, ahora duerme,
lejos de la masa,
que jamás comprendería
el oscuro lenguaje de un abismo.

 

Alejandra Pizarnik mira la Gran Nube de Magallanes

Ella sueña bocarriba
sobre la tierra fresca
que la verá nacer.
Gime bajo la aurora boreal
como una golondrina,
el As de Espadas la mira ávido,
la quisiera besar sobre el tablero de ajedrez.

Al lado de las enredaderas,
ella sueña en pleamar,
besa la fertilidad de la luna,
y sueña desnuda,
sueña desnuda
sobre la tierra que la verá nacer.
El As de Espadas ha abierto su boca
para beber la opulencia,
lame la dulzura con una lengua filosa,
muerde la carne finísima,
es la elegancia imposible.

Entre los árboles,
bajo el estanque de la mirada,
ella sueña los jardines prohibidos,
pasea entre sombras de linaje reciente.
El As de Espadas la acaricia,
la posee en la pálida penumbra del laberinto.

Ella sueña bocabajo sobre la tierra fresca
que la verá nacer,
es el relente dichoso de la madrugada,
el gemir de la demencia
sobre arenas marchitas.

 

Mozart cree escuchar la música de las esferas

A un lado del salón, el ángel de los pentagramas
gira como una llama de color amoroso.
La música no es perfecta ni exacta,
aun así restriega su cintura contra el árbol
de la ciencia, del bien y del mal,
mientras en las ramas de la eternidad
gorjea el contrapunto.

En el salón de las alucinaciones, el ángel
zapatea la cubierta del barco que se aleja.
Negras, negras las velas dan vueltas al mástil sonámbulo,
a la columna de las alondras.
Tintinea la dulzura contra el corazón.
En ánfora griega silba el labio.

El ángel de los pentagramas baila al sur de la mirada,
su boca finísima desenfunda
la espada de doble hoja,
rojísima como el crepúsculo de las revelaciones.

A un lado del salón, tras el cortinaje amarillento,
a través de mayos y desérticas soledades
se escucha la música de las esferas.
El ángel de los pentagramas abraza el ardor de la desnudez,
sus labios son lenguaje cáustico y tortura de rinocerontes,
su mirada, tauromaquia y azafrán,
y su piel, vértigo y reverberación,
blanco acantilado donde se suicidan los demonios.

 

José Kózer visita un night club en San José

Aquí, justo en mitad de la noche,
sonríe la ciudad de estrafalarias paredes,
en círculos concéntricos
el garabato danza al fondo de la mirada.
La lluvia ha roto el vestido de la doncella,
y desdibuja su silueta de almendros amarillos.
La noche se traga la luz en cubitos de gelatina
y el viento mastica la profundidad de la hondura.

En esta esquina, las hojas escapan perseguidas
por el delirio de un huraño corazón,
la doncella sonríe
hasta desaparecer en la niebla de octubre.
Aquí la puerta se abre,
la puerta se cierra,
y entre una y la otra
pasa la sombra al jardín de nepentes.

Al fondo de la mirada, el garabato
danza en círculos concéntricos,
sobre el sudor de la piel
danza el claroscuro
y el veneno extravagante.
La luz se evapora y deja un gusto a océano.
La doncella se dobla y desdobla como un espejo,
como una mariposa recién nacida.

En la mano el azar se ovilla como girasol,
mientras las paredes grotescas sonríen
al garabato que duerme en los círculos concéntricos.

 

Neruda le hace el amor a la mar océano

Toda la noche escucha el mar frente al mar.
Allá lejos, la espuma cae al agua
como un albatros o el absurdo.
En los acantilados,
se escucha la voz de un poeta,
de cualquier poeta,
recién nacido en los labios de Minerva,
recién arrojado al horror,
a los catres de metal,
a las celosías azules,
al tango del viudo,
a la cantata del insomnio
y a los fantasmas dormidos.
La luz, que gotea y canta,
resbala por el cielo azul redondo,
por las paredes maniqueas,
por los espejos en que Zoroastro
revela los misterios cátaros
y la lengua aprisiona el cantar de los eunucos.
La isla es un anillo,
un corazón empotrado en nube,
un murmullo que escapa,
el signo que circula, mordiéndose la cola,
la herida que acicala las formas del crucificado.
La isla es una piedra, aire inmóvil,
balada etrusca que tintinea,
caracol que imita
el viento sobre las aguas.
Allá lejos, el mar es la pregunta,
el enigma, la lucidez de los escarabajos.
Paso la página, casi dudando,
si el cisne nace de la espuma,
si la voz del poeta es crepúsculo elemental,
si la noche es la diferencia.
Entonces, esta isla
en la boca del mundo
es el Alfa y la Omega.

Cristián Marcelo
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