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Lo que puedo ver por la ventana

domingo 29 de noviembre de 2015
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I

Cuando lo aprehenden va con la vista baja, la cara hacia el suelo, rodeado por los soldados, triste, no, triste no, acabado, que es lo mismo que decir que va casi muerto, porque la depresión, la caída del alma, de alguien que ha sido condenado por el Santo Oficio es absoluta. Sólo se vive porque se respira pero por dentro se está muriendo en presente continuo, a lo largo de las horas, de los días, de los meses, mientras se espera la resolución de la condena.

Llegan a unas casas de adobe cerca de una iglesia.

—La iglesia de Santo Domingo —escucha su propia voz en la cabeza—, luego es verdad. Estoy aquí.

Desde hace tres días, cada tarde, veo a una pareja citarse debajo de uno de los faroles. Allá, en la esquina. Se ve que se quieren mucho. Se abrazan, se besan.

El sereno grita por la calle que son las tres de la mañana. Parpadea. Es como soñar. Está y no está.

—Etnia y nacionalidad —dice el escribano.

—Español —contesta, sin levantar la mirada.

—Edad.

—Veinticinco años.

—Religión.

—Soy católico —afirma. Ahora mira al escribano.

—Eso ya se verá —el escribano lo encara, luego vuelve a escribir en el expediente: “Juan de Miguel. Veinticinco años, alto, de cuerpo grueso, cara redonda, pelo castaño, abultado de caireles, ojos pardos redondos”—. A la cala y cata —ordena.

Empiezan por la ropa. Le ordenan que se la vaya quitando poco a poco. Desnudo, no tiene más remedio que revestirse de vergüenza.

“Lleva pantalón ajustado que sostiene con un cordón, camisa amplia de algodón, zapatos de cuero de color negro con hebillas de metal, calcetas apretadas, un pañuelo para la nariz, un sombrero viejo. Trae encima una reliquia y un anillo de plata con tres piedras en la mano derecha, así como un rosario hecho con huesos de dátil al cuello. Al ser aprehendido echó en un trapo, que anudó por las cuatro esquinas, lo siguiente: un par de tijeras, purga de Oaxaca, pastillas para la boca, papel, tinta y pluma. Llegó con un camastro relleno de paja que cargaron dos sirvientes negros y un banco de madera que metieron en una de las celdas bajas destinadas a los hombres. Al terminar de acomodar sus pertenencias fue magnánimo: liberó a los esclavos y les dijo que ahora tendrían que ver para sí mismos. Los negros lloraron. Uno le besó la mano y salió lentamente, cabizbajo. El otro corrió sin mirar atrás hasta alcanzar la puerta. Los negros se perdieron en las calles. Se le encontraron siete reales en una taleguilla de cuero que escondía entre las piernas. Los siete reales me los quedo yo”.

 

II

—¿Hay alguien ahí?

—¡Sí! ¿Es un cristiano el que está del otro lado?

—¡Soy un cristiano, por el cielo que lo soy, y estoy llorando! ¡Por fin puedo escuchar a alguien vivo aparte del carcelero!

—Gracias, mi amigo, yo digo lo mismo.

—Pero ¿desde cuándo estás ahí? Anoche creí escuchar ruidos pero no se sabe… pueden ser ratas o el agua cuando me duermo sin querer y mi mano se mueve y se hunde y la agita…

—Llevo una semana… pero no sé por qué no había podido escucharte ni tú a mí. ¿Tu celda se inunda? Dicen que la inundación durará varios años. La muy Noble, Insigne y muy Leal e Imperial Ciudad de México se parece ahora a Venecia…

—Tengo sabañones en los pies… por las noches hace mucho frío y de día el agua se calienta y me sofoco… aquí…

—Amigo, ten calma, mientras estemos vivos…

Titubea antes de replicar.

—Ya sé lo que me dirás: mientras hay vida hay esperanza…

—¡Nada de eso! Yo no creo en la esperanza. Es por ello que me prendieron. He escrito libros… No pienso en salir, tampoco pienso en morir. No pienso en nada de eso. Vivo. Creo en la voluntad. ¿Sabes? Así pasa el tiempo más rápido… o eso parece.

Se queda pensando.

—¿Estás bien?

—Sí, sólo pensaba en lo que dijiste.

—Verás, he estado en otras cárceles peores y en alguna mejor. Me llamo Cristóbal de la Cruz, llegué de Portugal y he conocido calabozos que son verdaderos nidos de ratas y culebras… ¡Ah, no pensemos en eso! ¿Cuál es tu nombre?

—Me llamo Juan de Miguel.

—¿Y por qué estás aquí, Juan de Miguel? Espera… ahora regreso…

Trata de escuchar a través de la pared. Apenas oye los pasos alejándose. Pone atención.

—¿Me escuchas, Juan? —la voz suena alejada de la pared, llega desde el otro lado de la celda.

—Apenas te oigo —levanta la voz.

—Procuraré hablar más alto. Debes saber que mi celda tiene un ventanuco que da a la calle…

—¡Una ventana! ¿Cómo es eso posible? Aquí sólo hay cuatro paredes y una puerta muy gruesa de madera herrada.

—Es apenas poco más que un agujero con barrotes dobles. Desde aquí puedo ver la calle, algunos faroles y por la noche al sereno que los enciende. También puedo ver la calle que se alarga hasta llegar a un cerro lejano, muy arriba. Hay una iglesia allá, coronada por una cruz.

Juan lleva el banco al pie de la pared. Pega la oreja en su superficie fría. Escucha.

—Desde hace tres días, cada tarde, veo a una pareja citarse debajo de uno de los faroles. Allá, en la esquina. Se ve que se quieren mucho. Se abrazan, se besan. En este momento están ahí. Él le ha entregado a ella unos papeles, ella los ha escondido en una canasta con verduras. Se van, ya se separaron… no, espera, ella ha dado la vuelta y regresa —Cristóbal empieza a reír—, ha caído en los brazos de él. Están besándose los labios. Ahora ella se separa de él poco a poco, ya no se abrazan pero se tienen cogidos del brazo… ahora de las manos. Ella, por fin, atraviesa la calle, mira atrás a cada momento, no deja de mirar atrás….

Juan sonríe. Divaga.

—Hace unos años tuve una novia. Su familia se la llevó de vuelta a España. Iba yo a regresar a Madrid cuando esto…

—Has amado, Juan, eso es lo que importa… En esta calle, lo que veo, amigo mío, es un amor clandestino.

Ahora puede escuchar la voz de Cristóbal al otro lado de la pared.

—Clandestino, así es… Y ese amor no puede terminar bien.

 

III

—Al principio tenía que pegar la oreja a la pared, ahora puedo escucharte ir y venir por toda tu celda. Sé cuándo estás mirando por la ventana. Te quedas en silencio, sin moverte. Sé que estás allá y yo me quedo inmóvil también, esperando me cuentes algo de lo que ves. No sabes cómo me llena de ilusión saber que estás al otro lado. Saber que hay alguien vivo aparte de mí. Y que me cuentes lo que vive esa pareja…

Llora en silencio para que el otro no sepa.

—Me pasa igual, puedo oír que te mueves de allá para acá. Algunas noches en que no me voy a dormir pronto porque miro la luna o el cerro de la iglesia, puedo escuchar tu respiración, a veces roncas. Es muy gracioso. ¡Pareces un oso enfurecido!

Ambos ríen.

—Oye, Cristóbal: ¿y la pareja? ¿Aún no llega?

—No, y es extraño… es la hora… pero… ¿Recuerdas ayer? ¡Cómo se besaron! Llegaron tarde, algo los demoró por el camino o en sus casas. Supongo que a ella los deberes domésticos. A él, quién sabe, tal vez el padre le pida alguna tarea. Parece sastre. Le he visto llevando almohadas e hilos y pedazos de tela. Pero no podían faltar a la cita. Espera… el joven aparece ahora por la calle…

—¿Qué pasa?

—Llega un piquete de soldados. Lo van a aprehender, Juan. Te dije que eso no iba a terminar bien. Ahora se lo llevan. La niña tiene que ser hija de un noble, de alguien muy pudiente. Ella aparece por la otra esquina. Se ha quedado sin saber qué hacer. Sin habla. Tiene miedo, se ve que tiene miedo. Corre. Intenta llegar hasta él pero un soldado se lo impide.

Juan se levanta. Cierra los ojos y golpea con la frente la pared fría. Las manos quieren estrujar el adobe. Escucha la voz de Cristóbal a su lado, abre los ojos.

—No puedo seguir viendo, Juan. Es muy triste.

Juan se separa de golpe de la pared, hunde los pies en el agua, chapotea hasta el camastro al otro lado. Se echa bocabajo, hunde la cara en las telas sucias. Se cubre la cabeza con las manos. Murmura:

—Y lo encerrarán en una celda del Santo Oficio…

 

IV

“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por esta nuestra definitiva sentencia, que damos aquí por escrito, te condenamos a ti, Juan de Miguel, a ser atado y conducido al quemadero del Tianguis de San Hipólito donde se realizan las obras de La Alameda y allí sujeto a una picota, quemado vivo, hasta que tu cuerpo sea reducido a cenizas, y así acabarás tu vida, para dar ejemplo a todos los que…”.

Cae de rodillas y grita:

—¡El hacha, el hacha y no el fuego!

—Confiesa tu crimen y Dios se apiadará de tus errores.

—¡Pero no he hecho nada que merezca la muerte!

El verdugo ata sus manos con una cadena de hierro al poste, sin decir una palabra, concentrado en la tarea. Al frente el aire agita los árboles de La Alameda, más allá se mueven sin parar los albañiles, ajenos a la ejecución, en otro mundo que es ese mismo, acostumbrados ya, insensibles. Escucha la llana de los albañiles sobre la argamasa que va levantando las obras. Formándolas. Les ve poniendo ladrillo sobre ladrillo, les ve acomodando piedras para hacer una fuente. Escucha la llana de albañil. La gente se congrega, murmura, señala, hay avidez en sus ojos, terror en sus corazones y morbo en sus espíritus. El verdugo termina de atarlo, amontona leña verde hasta formar una pira que rodea al poste. Mira a los albañiles. Escucha la llana de los albañiles…

El verdugo prende fuego a la leña. Juan deja de ver a los albañiles. Mira la leña. Reacciona aterrado ante la leña verde, el fuego, el verdugo con la antorcha y la gente congregada. Grita. La gente abre los ojos, les atraviesa un horror frío que los inmoviliza. Juan vuelve a gritar. Entonces despierta y cae desde el camastro al agua fría. Se levanta de golpe. Alcanza la pared.

—¡Cristóbal, ayúdame… despierta, por favor, ayúdame!

Pero tras la pared no se escucha nada.

—¿Cristóbal, amigo, Cristóbal?

Golpea con los puños la pared que vibra. Se echa hacia atrás. Todo se mueve. Todo tiembla.

—¿Qué hice… yo hice esto? ¡Dios mío, Jesucristo! ¿Qué está pasando?

Cae sobre el camastro que brinca sobre las cuatro patas a la vez que se mueve hacia delante, abriéndose paso en el agua que inunda la celda, hasta topar con la pared.

—Me castigarán por esto… me abrirán en dos… me partirán el alma… ¡Dios mío! ¡No! ¡Está temblando! ¿Es el fin del mundo?

Se separa de la puerta dos pasos. Por entre la grieta va cayendo un chorro cada vez más abundante. El agua que anega la celda sube de nivel.

Todo se aquieta. Silencio. Una tensa calma cae sobre todas las cosas. Del techo caen nubes de polvo que flotan y blanquean el camastro, el banquito, el agua donde se forman olas cada vez más lentas. Caen sobre él mismo.

—Te sacaron. Te llevaron para juzgarte. Ya no volverás a la celda. Mañana te quemarán en La Alameda.

Una voz llega desde la calle. Puede escucharla con claridad.

—¡Las dos y ha pasado el temblor… las dos y ha pasado el temblor!

La voz del sereno.

—Sí, mañana… en el quemadero de La Alameda…

Luego se duerme.

 

V

Abre los ojos. En el techo hay una grieta. Las gotas caen sobre su cara. Se levanta. Arrastra el camastro hasta el lugar desde donde el terremoto lo ha movido.

—¡Hey, cámbienme de celda! ¡Llévenme a la celda dónde estaba mi amigo! —golpea la puerta con los puños—. Está entrando mucha agua —dice para sí, reflexionando.

Se separa de la puerta dos pasos. Por entre la grieta va cayendo un chorro cada vez más abundante. El agua que anega la celda sube de nivel. Cae sobre la puerta, golpeando.

—¡Sáquenme de aquí!… Me ahogaré, sé que me ahogaré.

Al otro lado de la puerta alguien chapotea en el agua.

—¡Cállate! Nadie te va a sacar de ahí. La lluvia tiene que parar.

Tras la puerta se alejan los pasos chapoteando. Los escucha. Alejándose, chapoteando. Siempre alejándose, siempre chapoteando. El tiempo se dilata. Se elonga. Y arriba, de entre la grieta, el agua no cesa de chorrear.

 

VI

—¿Juan?

Abre los ojos. Se sorprende hecho un ovillo en un rincón. El agua ha bajado de nivel.

—¿Juan?

Corre, se precipita, se arroja sobre la pared.

—¡Cristóbal!… ¡Yo creí que te habían llevado, que estabas muerto!

—Me sacaron para interrogarme. No sé cuándo vuelvan a sacarme. No sé cuándo vuelvan a interrogarme.

—¿Pero qué te han hecho, estás bien?

—Juan… —susurra confidencialmente—: esta mañana descubrí a dos pájaros haciendo un nido en la ventana.

—¿Qué? ¿Cómo que pájaros?

—Dos pájaros. Están haciendo un nido en la…

—¿Qué te hicieron, eh, qué te ha pasado?

—Los pájaros, Juan, están haciendo el nido. Van y vuelven a cada rato. Traen ramitas en el pico, traen jirones de tela, papel, todo lo que encuentran.

—¿Estás bien, qué tienes? ¡Contesta, Cristóbal!

—Creo que son gorriones… Es tan conmovedor y tranquilizador.

Se aleja de la pared como si quemara. Al otro lado la voz no deja de oírse.

—Deben ser gorriones, son comunes aquí pero una cosa es verlos volar al aire libre y otra que… Otra cosa muy distinta es que lleguen a la ventana de tu celda a hacer un nido.

Mira el techo. Los rayos del sol penetran en abanico. Sonríe. Se acerca a la pared.

—Deben ser gorriones.

—Sí, gorriones, deben ser gorriones en tu ventana —comienza un baile frenético por toda la celda, llega a cada pared, la toca con las manos, se impulsa y vuelve al centro, bailando—. ¡Gorriones en tu ventana y aquí el sol entra y el agua está bajando! ¡Gorriones en tu ventana, sí, gorriones!

Baila, baila y palmotea con las manos, feliz. El sol penetra y calienta la celda. El agua baja de nivel y Cristóbal habla y cuenta qué tipo de ramas, qué tipo de jirones, qué tipo de plumas los pájaros van añadiendo al nido.

Tras la puerta se escuchan pasos que se acercan, se detienen. Juan mira la puerta cerrada.

—¡Gorriones! ¿Oíste, perro sarnoso? —grita hacia la puerta—. ¡Pájaros haciendo un nido!

Risas tras la puerta. Tras la puerta cerrada.

—¡No, no Juan, no les digas de los gorriones, no!

La voz aterrada tras la pared. Tras la pared que separa las celdas.

Comprende de pronto, como si el techo le cayera encima. Se lleva la mano a la boca. Se calla. Se echa sobre la pared, en cuclillas.

Tras la puerta una risa.

—Creo que enloquecerás antes de tu juicio, ¿eh?… Mejor para ti…

Los pasos se alejan. La voz se le quiebra.

—¡Perdóname, Cristóbal, perdóname, no pensé en el momento lo que hacía, lo que decía!

—¿Se ha ido? —pregunta aún con miedo.

—Sí, se ha ido —contesta, aliviado.

 

VII

—Esta mañana mamá gorrión ha llegado con unos gusanos muy verdes en el pico. Papá gorrión llegó después con una oruga grande y gorda. Los bebés gorrión pían y pían. Siempre tienen hambre. No paran de piar…

Juan sonríe.

—Pían y pían… papá gorrión…

Juan deja de sonreír.

—¿Me escuchas, Juan?

Silencio.

—¿Te pasa algo, Juan?

Juan alcanza el camastro.

—Te escuché alejarte. ¿Estás bien?

—Cristóbal…

—Sí, explícame, Juan, ¿qué te pasa?

—Dime, Cristóbal… ¿por qué no puedo escuchar a los gorriones?

—¿Qué?

—Yo he escuchado aves en el monte, recién salidas del huevo, y hacen mucho ruido. ¿Por qué no puedo escuchar a tus gorriones?

—No sé, Juan, debe ser la pared…

—No. Se me ha ocurrido otra cosa. Primero creí que no había ninguna ventana en tu celda, que todo lo que me contabas era… que todo lo que me contabas y que me gustaba escuchar era mentira. Pero esa noche pude oír al sereno… ahora no puedo escuchar nada… nada de gorriones… Nada de pajaritos pidiendo comida… ¡No puedo escuchar los ruidos de la calle! Y esa noche escuché… pensé que eran albañiles en La Alameda…

—Juan…

—No, escúchame ahora, quiero que sepas lo que creo: te llevaron de la celda. Te interrogaron. Mientras yo dormía alguien tapió la ventana.

—¿Qué?

—¡Dime la verdad! Ya no hay una ventana en tu celda, ¿cierto? ¡No hay una ventana ni pájaros ni calle ni nada!

—Hay una ventana, Juan, claro que hay una ventana aquí y las aves están haciendo un nido…

—¡No, no, no hay una ventana ahí, no hay nada, tapiaron la ventana para que no tuvieras ni siquiera el pobre consuelo de ver a la calle y poder contármelo a mí! No hay una ventana… Ya no hay nada.

Golpea la puerta con los puños, la patea, da con la cabeza sobre la pared.

—¡Sáquenme de aquí, quiero ver si hay una ventana al lado, sáquenme de aquí! Estoy enloqueciendo… Quiero ver si hay una ventana… ¡Por Jesucristo, Hijo de Dios, llévenme a la celda de al lado!

Golpea sin obtener respuesta. Golpea hasta que le sangran los puños. Luego golpea con las manos abiertas hasta que se rompe las uñas y se llaga las palmas. Se abre la cabeza contra la pared.

—¡Juan, detente!… Para, por Dios, detente. ¡Tú no quieres ver lo que puedo ver por la ventana!

La voz llega del otro lado. Le escucha. Se calma.

—¡Tú no quisieras ver lo que estoy viendo, Juan, no quisieras verlo!

—¿Y qué se supone que estás viendo? ¡Yo creo que mientes!

—No amigo mío. No miento… ¡Cómo quisiera poderte mentir! Hay una cosa en el cielo, Juan. Puedo ver por la ventana una cosa en el cielo.

Siente un escalofrío. Hay en la voz del otro un profundo terror que le sale de las entrañas.

—¿Qué?

—Una cosa negra en el cielo. Parece una punta de flecha de esas que usan los indios. Una punta de flecha de metal, debe ser porque brilla con la luz… Muy, muy grande, como del tamaño de una casa. Se mueve, Juan, se mueve, negra y lenta encima de la calle…

—¿Qué?

—¡Se mueve Juan, vuela, flota lentamente y se mueve hacia el cerro de la iglesia! Tú no quisieras ver esto, amigo… ¡Oh, mi amigo, no deseas ver esto!

—¿Qué pasa, qué… qué ves?

El otro no contesta.

—¿Cristóbal?

Pega la oreja a la pared. El sol brilla invadiendo la celda.

—¿Qué pasa, Cristóbal?

—¡Es el fin del mundo, Juan, el fin del mundo! ¡Esa cosa, amigo mío, se detuvo encima y delante de la iglesia y de su punta salió un chorro de fuego rojo y la iglesia ardió en llamas! El incendio no cesa, Juan… ahora… ahora aparecen otras cosas como la anterior en el cielo… ¡El cielo, amigo, el cielo se vuelve negro y se cubre con esas cosas que lo queman todo… todo…!

Arriba, la grieta se oscurece. Ya no hay rayos de sol entrando en la celda. Ya no hay sol en el cielo. Instintivamente se retira de la pared, se aleja de la grieta, alcanza la pared contraria y todo se estremece. El techo se abre y termina por caer. La pared que lo separa de la celda del otro se quiebra por la mitad. Grita y de un salto golpea con la cabeza la puerta. Pedazos de techo, o de cielo, caen en la celda, sobre el camastro, sobre él mismo, sobre todas sus miserables posesiones.

 

VIII

Despierta. Abre los ojos, unos párpados polvosos, pestañas blancas, se separan, como si naciera. Se puede mover. Se pone de pie. Se toca. Está entero. Frente a él mira el muro quebrado y pedazos de techo sobre la otra celda. Dando traspiés pasa encima de la media pared. Al fondo otra pared, un boquete. Corre. Busca. Remueve los pedazos de muro con el pie, con la mano, en el suelo. Ve los barrotes, el marco de madera, ve el nido y las plumas. Ve los polluelos vueltos papilla sanguinolenta. Ríe, no puede dejar de reír.

Baila, baila. Entonces recuerda.

—¿Cristóbal? —llama—. ¿Cristóbal? —grita. Asoma la cabeza entre el muro resquebrajado donde estuviera la ventana.

Huele el incendio y la carne quemada. Huele el sudor extraño y, antes de que pueda mirar hacia arriba, una sombra gigantesca oscurece su propia sombra atenuada.

Pedro Paunero
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