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La prima de Madrid

jueves 3 de marzo de 2016
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La llegada del verano coincidía con la de María, mi prima de Madrid.

María llegaba a la Estación del Norte y los tres, mis padres y yo, íbamos a recogerla. Ella era cuatro años mayor y, por supuesto, mi modelo a seguir. Bajaba del tren con su risa transparente, algún libro de un misterioso autor francés en las manos, vaqueros cortados a tijera y camiseta de tirantes.

Cada verano más alta, más rubia y más delgada, así la recuerdo. Mientras que a mí misma me veo cada año más apagada, más baja en comparación con mis compañeras de clase, y más gordita.

Mikel, el amigo de María, vino a buscarnos en un coche rojo destartalado. Se saludaron con un beso en la mejilla, que podía implicar o no algo más que amistad.

María se instalaba en la habitación contigua a la mía, separada solo por el baño. Yo fantaseaba con la idea de que éramos hermanas, y se quedaría a vivir con nosotros para siempre. Cuando María no estaba en el cuarto, curioseaba entre sus cosas: collares de cuentas comprados en mercadillos, una barra de labios roja, cuadernos llenos de bocetos.

Aquel verano, María había terminado su primer curso en la Universidad. Estaba estudiando Bellas Artes.

—¿Y a qué quieres dedicarte? —le preguntó mi padre en la sobremesa. Me fijé en que mi prima había pedido café con leche con hielos. Yo también lo tomaría cuando me lo permitiesen, con suerte en un par de años.

—No lo tengo muy claro aún. Podría dar clases de dibujo, o trabajar en una galería de arte. Últimamente están abriendo muchas en Madrid.

Mi padre asentía con una sonrisa de satisfacción. La madre de María, la tía Gabriela, era su hermana menor. Había conocido al tío Juan, catedrático de Derecho, en un viaje a Taizé. Creo que mi padre sentía hacia ellos una mezcla de admiración y resentimiento. Alguna vez escuché cómo, hablando con mi madre, les llamaba snobs, progres de mentirijillas y gauche divine (esto último lo descifré tiempo después). En opinión de mi padre, Juan se había aprovechado de ciertas conexiones para ascender en la Academia.

Nuestra familia era mucho más normal: mi padre trabajaba en la Caja de Ahorros provincial y mi madre hacía traducciones esporádicas para empresas industriales. Los grandes valores que regían sus vidas y que trataban de inculcarme eran la honradez, el trabajo bien hecho y el sentido común. Por eso me extrañaba tanto que mi padre nunca cuestionase los planes imprecisos de María, ni sus decisiones poco prácticas.

—Bueno, ahora estás de vacaciones. Tienes que descansar y coger fuerzas —terció mi madre.

 

Pocos días después de su llegada, María me invitó a ir con ella y “un amigo” a la playa. Saldríamos después de comer y estaríamos de vuelta para la cena. Yo me puse tan nerviosa que apenas pude tragar bocado. Para mí ir a la playa equivalía a andar hasta La Concha o apretujarme en el autobús para llegar a Ondarreta, pero María me había dicho que íbamos a una playa distinta, “una cala secreta por la zona de Igeldo”.

Mikel, el amigo de María, vino a buscarnos en un coche rojo destartalado. Se saludaron con un beso en la mejilla, que podía implicar o no algo más que amistad. Tenía el pelo rizado y barba, la piel bronceada y una sonrisa perfecta. Parecía uno de los jugadores de la Real que habían ganado la Liga unos años antes. María montó en el asiento del copiloto y yo detrás, con los trastos. Me esforcé para escuchar su conversación, a pesar del ruido del motor y las ventanillas abiertas. Quería recordarlo todo para contárselo a mis mejores amigas, Irene y Maite, que ya se habían marchado al pueblo.

Subíamos por la carretera de Igeldo, con el mar a la derecha; la ciudad cada vez se veía más pequeña y ordenada. Mikel dijo que habíamos llegado y aparcó el coche en la cuneta. Sacamos las cosas y bajamos andando por un estrecho sendero que se había ido marcando a fuerza de pisadas. Era un descenso pronunciado entre arbustos. Mi prima estaba a punto de caerse y reía a carcajadas. Mikel se apresuraba a agarrarle por la cintura. En el último tramo, que era más pedregoso, María se quitó las sandalias y él la llevó en brazos.

Así llegamos a la cala, que efectivamente debía ser secreta, porque aquella tarde estábamos solos. Pusimos las toallas sobre las piedras (no había arena) y yo fingí dormir. Con el pelo tapándome la cara, podía observarles sin que se diesen cuenta. María leía, tumbada de espaldas. Mikel le dijo que debería darse crema de sol, y acabó haciéndolo él mismo. Cuando terminó, le besó en el centro de la espalda. María fingió que iba a pegarle con su libro.

Decidieron bañarse, y mientras tanto yo localicé un bocadillo que me había hecho traer mi madre, preocupada por mi falta de apetito. María era una buena nadadora, se deslizaba sin esfuerzo y sin salpicar. Mikel era más torpe; a ratos hacía pie aprovechando que en aquella parte de la costa el mar es muy poco profundo. Cuando ya habían dejado la orilla a una distancia prudencial, pararon de nadar y se abrazaron.

Es imposible que yo distinguiera mucho más que dos puntos en el horizonte, y no sé en qué medida mi mente adolescente añadió detalles morbosos a la escena. Volvieron, y al caer la tarde recogimos nuestras cosas, trepamos hasta el coche, y regresamos a casa.

 

Cuando María estaba con nosotros, su olor se superponía al resto de olores familiares, y esa era una de las cosas que más me gustaban. Era un olor dulce pero ligero, como a champú, aftersun y flores.

María se sentó a la mesa del desayuno tan tranquila como siempre, con el pelo recogido en una trenza de espiga que yo era incapaz de hacerme, por muchas horas que pasase intentándolo en el baño.

El cuarto de María siempre estaba desordenado y en vez de hacer la cama, se limitaba a estirar la colcha. Pero mi madre no le echaba la bronca como hubiera hecho conmigo, tal vez porque María no era hija suya o quizás porque resultaba imposible enfadarse con ella.

Tampoco le echaron la bronca cuando María no vino a cenar un día de mediados de julio. Después de esperar durante más de una hora, mi madre empezó a freír el pescado. Dejó en un plato la ración que le habría correspondido, por si estuviera hambrienta al llegar. Yo ya estaba durmiendo cuando volvió, y al día siguiente oí que mis padres susurraban en la cocina.

—Es normal, a su edad. Habrá quedado con el chico ese que el otro día les llevó a la playa —dijo mi madre.

—Mi hermana comentó que a veces no duerme en casa y a ellos les parece bien. No vamos a avergonzarle pidiendo explicaciones.

María se sentó a la mesa del desayuno tan tranquila como siempre, con el pelo recogido en una trenza de espiga que yo era incapaz de hacerme, por muchas horas que pasase intentándolo en el baño.

 

Llegaron por fin las fiestas, la Semana Grande, y mis padres consideraron que podíamos permitirnos un extraordinario. Cenamos los cuatro en un restaurante de la Parte Vieja y, de camino a los fuegos, paramos en una de las heladerías italianas. Escogí un cucurucho grande de chocolate. Mi madre me lanzó una mirada de reproche aunque, quizás por el vino de la cena o porque estaba mi prima delante, no me dijo nada.

María seguía pegada a la vitrina, incapaz de decidirse.

—Me gustaría pedirlos todos. Qué colorido tan bonito.

—Y a mí me encantaría poder comprarlos, pero se salen del presupuesto —respondió mi padre—. Y tenemos que irnos ya, van a empezar los fuegos.

Al final, María escogió una tarrina de after eight, con una cucharilla también verde que estuvo rebuscando.

Bajamos a la playa y nos instalamos sobre un pañuelo que había traído mi madre. Mi padre se quedó algo apartado, en cuclillas, fingiendo que no le importaba mancharse de arena. Enseguida comenzó la exhibición de fuegos artificiales, precedida por tres explosiones sin apenas luz. Yo sentí un escalofrío: los fuegos artificiales me daban miedo, pero trataría de contenerme. Terminados los fuegos nos acercamos a la orilla. Siempre me había impresionado el mar de noche, tan oscuro e inmóvil.

Atravesé el baño y entré en la habitación de María. Me metí en su cama, desordenada como siempre. Miré las fotos que decoraban la pared.

Definitivamente mi madre había bebido más de lo normal, y se empeñó en mantener una charla íntima con María.

—Ese chico, Mikel, ¿es tu novio?

—No lo sé. Novio es una palabra muy seria. Cuando acabe el verano, él se quedará aquí y yo me iré a Madrid.

—Pero, ¿le quieres?

—Claro. Claro que le quiero.

Al decirlo, la cara de María se iluminó como solía hacerlo, con una sonrisa entre pícara e inocente. Mi madre debía estar satisfecha con sus respuestas, incluso conmovida, porque no se opuso cuando María preguntó si podía ir un rato al Puerto con sus amigos. Prometió no volver muy tarde y nos despedimos de ella en el Boulevard.

 

Supongo que me despertó el ruido del teléfono. Y luego, las exclamaciones confusas de mis padres, sus carreras por la casa. Les oía hablar, pero no conseguía sacar nada en claro. Rescaté las palabras “viva”, “hospital”, y el misterioso término “sobredosis”, y traté de construir frases coherentes. Mis padres se marcharon, dejándome como única instrucción que no saliese de casa. Al salir cerraron la puerta con llave, no sé si por descuido.

Atravesé el baño y entré en la habitación de María. Me metí en su cama, desordenada como siempre. Miré las fotos que decoraban la pared. Hojeé los libros que había traído. Me puse sus collares de cuentas. Me probé también su pintalabios. Pasé las páginas de sus cuadernos de dibujo.

El olor de María estaba comenzando ya a desvanecerse. Quería atraparlo, quería que se quedase conmigo para siempre.

Amaia García Martínez
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