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Paradojas

sábado 6 de agosto de 2016
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Ya no recuerdo el nombre de aquella taberna y mira que podría decirse que, durante bastante tiempo, fui un auténtico habitual pero, supongo que han pasado demasiados años y, aunque a veces retengo detalles absurdos de los viejos tiempos, habitualmente no consigo recuperar los detalles que no son tan nimios. Es curioso, os describiré a la perfección cómo era el local, recuerdo perfectamente las caras de los camareros, las pintadas de los lavabos e incluso las botellas de licores que había tras la barra, pero soy incapaz de recordar su nombre. El tiempo no perdona y, de todas formas, tengo asumida mi absoluta falta de memoria, o al menos su absoluta falta de coherencia.

Salman no era precisamente el Sr. Puntualidad, y si ya estaba allí cuando yo llegué significa que yo llegaba tarde y, bueno, yo normalmente nunca llego tarde.  

Sea como sea, habíamos quedado en aquella taberna, de esas que proliferaron por la ciudad cuando, repentinamente, se pusieron de moda los bares de aire irlandés, locales con mucha madera, luces agradablemente tenues, viejas fotos de Guinness en las paredes y una decente carta de cervezas y maltas. Y allí me esperaba Salman, sentado en la que venía a ser nuestra mesa, capitaneada por una foto de toneles de stout cubiertos de nieve.

Eso también es curioso. Quiero decir, el hecho de que él ya me estuviera esperando. Bueno, Salman no era precisamente el Sr. Puntualidad, y si ya estaba allí cuando yo llegué significa que yo llegaba tarde y, bueno, yo normalmente nunca llego tarde. De hecho, nunca he soportado llegar tarde. Curiosos los recuerdos.

Por aquel entonces, Salman también era mucho más joven, aunque a decir verdad, tampoco es que su aspecto haya cambiado mucho. Es de aquellos personajes que de jóvenes parecen envejecidos, y en cambio, al envejecer, parece que el tiempo no pase por ellos. Si miras ahora una fotografía actual ves exactamente la misma imagen que tenía hace veinte años. Testa de calva eterna que le confiere un cierto aire atemporal, un rostro dominado por una mirada más o menos autosuficiente y una barba mal cuidada. Salman era un joven indio que debí conocer en alguna noche de borrachera y con el que acabé trabando una cierta amistad, eso a lo que llaman congeniar. Un tipo que abusaba de un inglés con un divertido acento de Bombay y que, en aquellos días, parecía más interesado en las rubias de grandes tetas que en veleidades literarias. Aunque no se le podía negar que, al menos, era un buen interlocutor, siempre se podía contar con él para una buena conversación y, ciertamente, era un hombre sediento de historias.

Tras los habituales saludos, un qué tal y un cuánto tiempo, y tras unos breves instantes de charla insustancial —el trabajo bien gracias, parece que este fin de semana no va a llover, qué estás leyendo últimamente, y ligar, no ligo ni de casualidad— y, por supuesto, tras estrenar una refrescante pinta de negra que me trajo el camarero al apenas sentarme, le expliqué que tenía que contarle algo interesante que me había sucedido.

—Ayer en la cola del cine escuché una historia que seguro que te interesa —empecé tras un largo y reposado trago de cerveza que dejó un leve rastro de espuma en mi bigote.

—¿Qué película fuiste a ver?

—La película es lo de menos, lo interesante es lo que pasó en la cola —contesté tras relamerme. Posiblemente, el mayor placer de degustar una Guinness.

—¿Y con quién ibas?

—Con unos amigos, pero ya te he dicho que todo eso no importa.

—Bueno, sólo quería hacerme una idea del contexto. Ya sabes, el contexto siempre es importante —decía Salman con su divertido acento a lo secundario de los Simpsons, enarcando la ceja izquierda, en un gesto habitual en él cuando no le seguían la corriente.

—El contexto soy yo en la cola del cine y, justo detrás de mí una pareja, joven —con veintitantos ya eres un viejo y los adolescentes son jóvenes—, un chico y una chica, con pinta de punkis. Él lleva una bonita cresta y ella tiene el pelo muy corto y teñido de azul eléctrico y los dos visten ropa de marca artificiosamente envejecida, adornada con pinchos, cadenas y unos cuantos imperdibles. Y sus botas reglamentarias. Punkis de postal.

—Bien, bien, pues continúa, por favor —añadió tras dar un sorbo a su pinta.

Yo saqué mi paquete de tabaco y empecé a prepararme una pipa. Mientras ordenaba las ideas, ponía el tabaco en la cazoleta, lo prensaba y lo encendía por primera vez. Un ritual cualquiera.

—Como te decía, esos dos estaban justo detrás de mí y llegaron, no sé, hablando de cualquier chorrada típica de punkis que hacen cola en un cine. Bueno, en realidad, ni me había fijado en ellos, simplemente los escuchaba, inevitablemente…

—¿Y?

—Bueno, ya sabes, el chico hablaba en voz alta, como dirigiéndose a su amiga y al resto de la gente que se encontraba en la calle y en los edificios cercanos. Como si le importara un bledo que existiera alguien más en el mundo además de ellos dos. Y parece ser que le explicaba una reciente conversación telefónica entre él y su madre. Él decía: “Así que al final la llamé y le digo, hola mama, qué pasa, y ella me dice, ¿a que no sabes quién está ahora mismo en mi mesa merendando conmigo? Y yo le digo, ¿quién mama? Pues el mismo Señor Jesucristo, el mismísimo Jesucristo Nuestro Señor Encarnado, está sentado a mi mesa y le he hecho un buen café con leche y le he sacado unas galletitas de mantequilla y es como si iluminara toda el salón con su presencia. ¿Te lo imaginas?, yo flipaba, no te jode la vieja zumbada que me dice que está de merienda con Jesús, así que le pregunto, y mama, ¿cómo sabes que ese tío es Jesús? Para ti es el Señor Jesucristo, Nuestro Redentor, y sé quién es porque ha venido con Santa Claus y el mismo Santa en persona, muy amablemente, me lo ha presentado”.

Y termino mi anécdota con un largo sorbo de Guinness, ante la mirada perpleja de Salman que, atónito, me pregunta:

—¿Y..? —leve gesto con la mandíbula.

—¿Y qué..? —digo yo, acompañado de un vago alzar de hombros.

—¿Y la paradoja?

Francesc Barrio
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