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Gemelos

martes 30 de agosto de 2016
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Realmente la vida es así: una competencia desde el principio hasta el final, en la que nadie puede saber cuándo estará adelante, cuándo atrás, arriba o abajo de sus congéneres. En alguna ocasión puede ser que nos encontremos a la par de un compañero; entonces tratamos de descubrir, de intuir cuál es el camino más adecuado para separarnos de él, para tomarle alguna ventaja y colocarnos en vanguardia sin importar que se trate de un amigo, de un desconocido, de un hermano. Es más, no nos importa relegar al otro a un segundo plano, ni aunque se trate de nuestro hermano gemelo. Eso fue lo que sucedió con nosotros. No voy a decir que desde que nacimos, porque realmente desde el momento en que fuimos concebidos estuvimos juntos, uno al lado del otro, satisfechos de la vida. Nuestra actitud fue siempre de comunión, de hermandad, y no había lugar al que fuera uno sin la agradable compañía del otro, que permanecía ahí al lado en actitud solidaria. Nuestra unión duró hasta que ya pasada la época de la niñez y de la juventud nos vimos enganchados al ineludible engranaje de la vida, al ineluctable ciclo del trabajo. No lo recuerdo bien; pudo haber sido en uno de esos días de lluvia o quizá en uno con sol esplendoroso y cielo nítidamente azul; la verdad que no lo sé con certeza pues a pesar de que tuve una fabulosa memoria, con el transcurso de los años que han caído inexorables se ha deteriorado al igual que mi ya maltrecho, cansado cuerpo. Pero lo que sí puedo contar es que nuestra relación jamás volvió a ser como era. Con el inicio de la lucha por la subsistencia —y digo lucha porque en realidad soportar tanto peso del trabajo, tantas situaciones difíciles llenas de contradicciones, fue una verdadera batalla— se inició una especie de competencia en la que uno trataba de estar adelante del otro, arriba del otro, en inconformidad total por permanecer a la par, como en los viejos tiempos cuando aún gozábamos de la niñez o de la juventud, y que éramos felices sintiéndonos como uno solo en la contemplación de las cosas hermosas del mundo y en la ignorancia de las rencillas irracionales, de las situaciones que negaban lo excelso de la existencia. La verdad es que nunca sentí animadversión por mi hermano cuando éste se adelantaba o subía un poco más que yo, porque lo cierto es que mi cariño por él me hacía gozar con sus triunfos. Además, todo sucedía de manera más o menos circular; o sea que en períodos de tiempo relativamente cortos cambiábamos de posición. Cuando por algún mandato de nuestro sino nos encontrábamos a la par, platicábamos de los tiempos idos, de los placeres de antaño cuando colocados en la ventana nos era permitido ver tantas cosas lindas, tantos brillos de colores desfilando ante ella, diversidad de transeúntes en carrera contra el tiempo unos, con toda tranquilidad otros. Las charlas se sucedían casi siempre por las noches, en la oscuridad del dormitorio tenuemente alumbrado por la luna, cuando ya cansados del trajín del día éramos confidentes el uno del otro. Además de esto, la única satisfacción que nos quedaba, pese a los constantes cambios de posición a los que éramos sometidos debido a la lucha constante por la vida, era que siempre usábamos la misma vestimenta: del mismo color e igualmente limpia como un homenaje a la existencia, como la voz muda de nuestra hermandad. La vida siguió su paso inexorable con sus días y sus noches cayendo unos tras otros como constancia de eternidad. Cuando se sintió satisfecha ya del deterioro de nuestros cuerpos por los servicios prestados, nos fue dando poco a poco la oportunidad del descanso. El trabajo ya no fue diario; se redujo a la mitad primero, a la cuarta parte después; hasta que ya viejos, torcidos, deteriorados, fuimos quedando inservibles, abandonados en la oscuridad y el polvo del olvido.

Y si ahora, abandonado lejos de mi hermano entre toda esta podredumbre lo cuento, es porque los largos días a la intemperie me han hecho reflexionar sobre la constante brega, la desigualdad de posiciones y de oportunidades en que la vida nos va poniendo sin importar distingos de ninguna clase, ni siquiera la suerte de ser hermanos gemelos, fabricados exactamente para la misma persona, para los mismos pies.

Antonio Cerezo Sisniega
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