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Donde moran los dioses

jueves 23 de febrero de 2017
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Don Anselmo, el maestro de Valmayor, era un personaje apreciado por las gentes del lugar aunque su particular manera de ser no dejaba, en ocasiones, de despertar suspicacias en algunos ni de sorprender a otros. Hombre afable y cabal por lo común, generoso en la dedicación a los demás, dotado como pocos para sembrar la curiosidad y el deseo de aprender entre las almas indómitas que cada mañana se sentaban frente a él en los pupitres de la escuela, buen conversador y mejor escuchante en las tertulias con los adelantados del pueblo; a nadie se le ocultaba, sin embargo, que sus opiniones y maneras de hacer no eran precisamente un modelo de mesura y rayaban con demasiada frecuencia en lo excéntrico. Acerca del pasado de don Anselmo, poco o nada se sabía en el pueblo. Había llegado a Valmayor unos años atrás para ocupar la plaza vacante de maestro y algún enterado aseguró entonces que se trataba de un hombre de gran valía que se había visto forzado, Dios sabe por qué ocultas razones, a tirar por la borda un futuro prometedor en la capital y refugiarse en la existencia sencilla de un maestro rural.

Se iban todos con el maestro al frente, seguidos por la mirada sorprendida de algún vecino que interrumpía un momento sus faenas para contemplar la comitiva.  

Sea como fuere, era notorio que el maestro debía disponer de medios de fortuna más que sobrados para vivir a su gusto sin reparar en gastos. Al poco de llegar compró una vivienda en las afueras del pueblo, una antigua casa de labranza próxima al puente del molino, flanqueada por un gran roble centenario, y la reformó de arriba abajo; derribó muros, abrió ventanas y transformó una de las viejas estancias donde antes se amontonaban aperos de labor en una gran biblioteca en la que había reunido libros de lo más variopinto: novelas de distintos géneros, tratados de historia y ciencias, ensayos y obras antiguas, entre las que destacaba algún que otro ejemplar raro cuyo valor habría sido difícil precisar. Don Anselmo era un lector impenitente; a veces se acomodaba después de la cena en un sillón frailuno que había dispuesto en aquella sala y perdía la noción del tiempo enfrascado en la lectura, hasta que las primeras luces del alba le devolvían al trato con sus obligaciones diarias.

Aunque este hombre singular sabía de casi todo, sentía una especial predilección por la historia natural y, en particular, por lo que él calificaba como “los misterios de la vida vegetal”. Era un profundo conocedor de todo lo relativo a la fisiología de las plantas y podía distinguir con facilidad la mayoría de las especies que crecían en la comarca. En ocasiones, cuando el sol primaveral se filtraba a raudales a través de los ventanales emplomados de la escuela, mandaba cerrar los libros a los chicos y chicas que ocupaban el aula y, en medio del general alborozo, daba orden de emprender la marcha hasta las afueras del pueblo para improvisar una clase práctica sobre el terreno. De modo que, sin más preámbulo, para allá se iban todos con el maestro al frente, seguidos por la mirada sorprendida de algún vecino que interrumpía un momento sus faenas para contemplar la comitiva. Una vez llegaban al prado que linda con los pinares, se oía la voz autoritaria del maestro que, tras imponer silencio a su tropa, entraba sin más en materia: “Quiero que miréis con atención las flores de este lugar. Algunas son flores solitarias que gustan de esconderse en el verdor de lugares sombríos, como las que están ahí bajo los helechos; parecen minúsculas estrellas azules y, a pesar de su apariencia humilde, pocas las superan en gracia y colorido. ¿Y veis esas zarzas que crecen junto al arroyo? Son rosales silvestres; sus flores no alcanzan el tamaño de las rosas que se cultivan en los jardines pero, en mi opinión, tienen formas y tonalidades mucho más delicadas. Allí en el prado hay flores grandes, de tonos vivos —gladiolos, amapolas, lirios—, y también pequeñas campanillas blancas que trepan hacia la luz, enroscadas en los tallos de otras plantas… Pues fijaos bien en lo que os digo: si la naturaleza ha derrochado tanta belleza en todas ellas no es para nuestro deleite, como podríamos creer, es ni más ni menos para que gracias a sus formas sugerentes y a sus vivos colores atraigan la atención de los insectos. ¿Y eso con qué fin? Pues porque de ese modo el polen que producen los estambres de la flor podrá llegar con facilidad a los órganos femeninos y producir allí la fecundación del óvulo para que así se perpetúe la especie”. Y acto seguido llevaba a sus alumnos, que le seguían en medio de una gran expectación, hasta un ribazo tapizado por macizos de salvia y allí proseguía sus explicaciones: “Acercaos todos y poned mucha atención. Aquí están los estambres de la flor, ¿los veis? Tienen una forma muy, muy curiosa. Son como un pequeño balancín que puede oscilar sobre su punto medio. ¿Y sabéis para qué? Pues para que cuando una abeja penetre en la flor en busca del néctar que allí se encuentra, su cabeza tropiece con uno de los topes del balancín y lo fuerce a girar hasta que el otro extremo —que está repleto de granitos de polen— roce su dorso peludo. Cuando la abeja abandone la flor llevará su espalda espolvoreada con esos granitos y antes o después, al visitar una nueva flor, muchos de ellos quedarán adheridos a esas cabezuelas de ahí, que son sus órganos femeninos”. Entonces, mientras los oyentes miraban y remiraban entre risas y exclamaciones aquellos sorprendentes balancines, don Anselmo se abandonaba sin el menor recato al asombro que él mismo sentía: “¿Y qué pensáis vosotros? ¿Cómo se las ha arreglado la naturaleza para hacer algo así? —solía preguntarles—. ¿Cómo ha sido capaz de construir un mecanismo de precisión que parece ideado para que, a cambio del néctar, los insectos se vean obligados a prestar ese grandísimo servicio a la planta?”.

Otras veces, el maestro llenaba de agua hasta la mitad un recipiente rectangular de cristal que tenía en un rincón del aula y, ayudado por algún voluntario, ejecutaba un sencillo experimento a la vista de sus alumnos; consistía en añadir poco a poco pequeñas cantidades de sal al agua, agitando con frecuencia hasta conseguir que el líquido alcanzara la saturación, lo que podía apreciarse por la formación en el fondo de un pequeño residuo que ya no era posible disolver. Una vez alcanzado ese punto, cortaba varios trozos de un cordel de algodón y los sumergía en el líquido por uno de sus extremos, atando el otro en una delgada varilla metálica que colocaba atravesada por encima del líquido. Tras completar esas operaciones, Don Anselmo decía que a partir de ese momento era cosa de dejar actuar en paz a la naturaleza y ordenaba a los alumnos que volvieran a sus pupitres para pasar a cualquier otro tema. Durante los dos o tres días siguientes todos se acercaban, nada más entrar en la clase, al rincón donde estaba el recipiente con la sal y al ver que allí todo seguía igual no tardaban en cansarse y olvidarlo. Pero al cabo de una o dos semanas, los cordeles empezaban a cubrirse de cristales minúsculos que se iban extendiendo desde la porción sumergida hacia el exterior del recipiente, formando una masa blancuzca que continuaba creciendo y organizándose en formas cada vez más sugerentes, semejantes a pequeños corales. “En este experimento habéis sido testigos de cómo la sal disuelta se transforma en cristales que son capaces de crecer y propagarse fuera del agua —les decía el maestro—. Casi se podría pensar que esos cristales tienen vida y no puede negarse que en las moléculas de sal disuelta se manifiesta una fuerza que las impulsa a organizarse y crecer de acuerdo con un esquema que se repite una y otra vez. Todo ello invita a pensar que no existe una frontera clara entre la materia viva y la inerte. Pensad, por ejemplo, en los virus; los virus no respiran, no se mueven, no crecen ni responden a estímulos como la luz y el calor; ahora bien, son capaces de reproducirse aunque sólo en el interior de las células a las que infectan. Y, por otro lado, algunos virus pueden cristalizarse y se conservan así por tiempo indefinido sin perder su capacidad infecciosa. ¿Son entonces seres vivientes o son quizá un estado intermedio entre lo vivo y lo no vivo?”.

Una norma casi sagrada de don Anselmo era que cada día uno de sus alumnos había de leer en voz alta algún pasaje, que luego se comentaba, de libros traídos de su biblioteca que tenía guardados en un viejo armario de la escuela. Había allí relatos de viajes y aventuras, cuentos e incluso alguna novela de Pío Baroja y de Stevenson. “Pocas cosas son tan importantes para vosotros como que le toméis gusto a la lectura —solía repetir mientras cogía uno de los libros del armario y lo dejaba caer sobre la mesa—. A simple vista, un libro no es más que un objeto como tantos otros, un montón de hojas cosidas en un cierto orden a unas tapas de cartón o cuero. Pero si alguien lo abre y comienza a recorrer con la mirada las series de palabras que forman cada línea, pueden empezar a ocurrir las cosas más extraordinarias; resulta que ese objeto que parecía una cosa inerte oculta un poder inmenso, el poder de mostrar otra realidad a quien se sumerge en sus páginas. Sin moverse del lugar donde está, el lector podrá encontrarse de repente en una playa desierta sin más compañía que el rumor del mar y el chillido de las gaviotas o presenciar grandes cosas que sucedieron en épocas lejanas o que todavía pertenecen al porvenir. Si os acostumbráis a leer descubriréis que también es posible penetrar en el pensamiento de otras personas, aunque haga mucho tiempo que murieron. Y tened en cuenta que, al igual que los seres humanos, cada libro tiene su manera particular de ser; cuando seáis más mayores os bastará echarles un simple vistazo para conocerla. Veréis que algunos son muy serios y parecen observaros con gesto severo si os distraéis al leerlos; otros son libros humildes que sólo desean alegrar nuestra soledad y algunos otros, más traviesos, disfrutan sorprendiéndonos con sus ocurrencias. Por supuesto, os encontraréis también con libros arrogantes; en seguida se los descubre porque están convencidos de que sólo en sus páginas se encuentra la verdad y, aunque no siempre lo reconozcan, piensan que en el fondo no se perdería mucho si todos los demás libros desaparecieran. Debéis desconfiar siempre de ellos porque quien no duda suele ser el más ignorante”.

A pesar de que el maestro sólo se dejaba ver en muy contadas ocasiones por la iglesia del pueblo, había llegado a trabar una buena amistad con don Julio, párroco de Valmayor, un hombre ya anciano que seguía atendiendo las obligaciones de su ministerio con espíritu infatigable y conservaba en la mirada ese brillo inconfundible propio de quienes mantienen vivo el interés por todo cuanto les rodea. A más de ser un profundo conocedor de la historia antigua de aquella comarca, el bueno de don Julio compartía con el maestro una gran afición por el mundo de las plantas y en su casa de piedra, levantada al resguardo de la iglesia parroquial, tenía un huertillo flanqueado por un manzano añoso, donde gracias a sus cuidados crecían coles, berzas, judías, uvas de varias clases, y algunos frutales. De cuando en cuando invitaba al maestro a tomar un vaso de vino a la sombra del manzano, con la excusa de consultarle sobre una nueva clase de semillas o sobre el modo más adecuado de realizar un injerto difícil, y una vez que sus dudas, más o menos imaginarias, quedaban aclaradas, el maestro —sonriendo para sus adentros— esperaba pacientemente a que el párroco, tras carraspear varias veces y servirle otro vaso de vino, se decidiera a interpelarle sobre asuntos de mayor alcance. No había duda de que don Julio sentía por él un gran afecto, lo consideraba un hombre de gran valía y admiraba su agudeza intelectual, pero las ideas del maestro le producían a veces una profunda inquietud.

Una tarde de agosto, mientras ambos distraían el rigor de la canícula sentados junto a los frutales del huerto, don Julio habló en estos términos al maestro:

—Anselmo, hijo, nos conocemos desde hace tiempo y sabes de sobra lo mucho que te aprecio. Soy párroco de este pueblo desde época casi inmemorial y nadie conoce mejor que yo a los vecinos de Valmayor; son gente sencilla, no entienden de sutilezas y tengo por seguro que la mayoría te considera un buen maestro y, si me apuras, hasta un sabio, ahora bien….

El párroco se rascó una oreja con gesto nervioso y, tras coger aliento, prosiguió:

—Bueno, como tú ya sabes, alguno hay que no termina de entender tus métodos. Y tampoco falta quien a veces se sorprende ante cosas que oye decir a sus hijos.

—¿Y qué cosas son esas, don Julio? —respondió el maestro.

—Pues hombre, cosas que les enseñarás tú en la escuela, digo yo; cosas como que todo ha de ponerse en duda porque ningún conocimiento es seguro…

—Pero, don Julio, eso mismo, o algo muy parecido, ya lo dijeron los filósofos griegos hace miles de años y no me parece a mí que sea como para venir ahora haciéndose cruces.

—Anselmo, sabes de sobra adónde quiero ir a parar. Esa forma de expresar las cosas puede estar muy bien cuando quien lo escucha tiene ya sobrado juicio para no perderse por tales vericuetos, pero piensa que tus alumnos apenas han dejado atrás la infancia; están, como quien dice, empezando a vivir, y me parece un error llenarles la cabeza de pájaros cantores. Lo verdaderamente importante para ellos es aprender lo que necesitan saber para que el día de mañana puedan ser hombres y mujeres cabales.

—O dicho en otras palabras, don Julio, la escuela debería ser algo así como una cadena de producción en serie de gente sensata y cabal.

El párroco suspiró y le dio a don Anselmo unas palmaditas en el brazo.

—Anselmo, hijo, a veces no sé qué hacer contigo. Te voy a confesar una cosa: al poco de conocerte me dije a mí mismo: “Vaya por Dios, el nuevo maestro es un librepensador, uno de esos pedantes convencidos de que la única luz capaz de disipar las tinieblas y sacarnos a todos de la ignorancia es la luz de la razón”. Luego, a medida que te fui conociendo, empecé a darme cuenta de que había errado. Tus ideas van por otro lado, de eso no me cabe la menor duda, pero reconozco que no termino de saber por dónde. De una parte, no admites la existencia de verdades que sólo es posible alcanzar a través de la fe pero, de otra, tampoco eres de los que rinden culto a la razón. En fin, parece como si al final te quedarás en tierra de nadie…

—Está visto que soy un ejemplar difícil de clasificar —dijo el maestro sin poder contener la risa.

—Te estoy hablando de cosas muy serias, Anselmo, y parece que tú te las tomaras a humo de pajas.

En las mentes de los niños y niñas que cada mañana veo sentados frente a mí, aún se mantiene viva esa forma de conocer las cosas, propia de la niñez, que antes o después se apagará si no ponemos todo nuestro empeño en evitarlo.  

—No lo crea, don Julio, le aseguro que aunque me ría tomo muy en serio sus palabras. Usted me ha recordado hace un momento que mis alumnos apenas están comenzando a dejar atrás la infancia y esa realidad innegable es para mí un motivo de continua preocupación. En las mentes de los niños y niñas que cada mañana veo sentados frente a mí, aún se mantiene viva esa forma de conocer las cosas, propia de la niñez, que antes o después se apagará si no ponemos todo nuestro empeño en evitarlo.

—¡Pero esa pérdida es inevitable, hijo mío! El candor de la niñez, mal que nos pese, debe dejar paso al sentido de la realidad que se va desarrollando mientras maduramos…

—Verá, don Julio, yo no lo entiendo así. No es posible hablar de verdadera maduración si se produce a costa de sacrificar eso que usted llama candor.

—Eso que yo llamo candor… Pues no sé cómo habría de llamarlo; candor, inocencia, ¿no te estás refiriendo a eso?

—Sí, claro, pero no sé si entendemos esas palabras de la misma manera. Al hablar de la inocencia de un niño pensamos en un estado en el que domina la espontaneidad, la falta de malicia. De acuerdo, pero ¿en qué consiste la inocencia cuando se refiere a un modo de conocer las cosas?, ¿qué nos ocurre cuando la mente se queda en silencio y es como la superficie tranquila de un lago en la que se refleja toda la belleza del cielo? No sé si entiende lo que quiero decir; fíjese, por ejemplo, en este árbol bajo el que estamos sentados; trate de poner en él toda su atención, mire el viejo tronco surgiendo de la tierra, esos muñones oscuros que sobresalen entre la corteza cubierta de musgo, las ramas extendidas como largos dedos deformes hacia el sol. ¿Ve cómo se mecen en la brisa?, se diría que duermen envueltas en el verdor intenso de las hojas. Mire el árbol como si se encontrara frente a él por primera vez, como si no supiera lo que es, limítese a sentir su presencia sin pretender explicar nada, ¿puede hacerlo? Si lo consigue, tendrá libertad para ver, se habrá liberado de esa pesada carga formada por todo lo que usted ha aprendido, esa serie casi interminable de conocimientos, ideas y opiniones que han ido acumulándose en su memoria a lo largo de los años.

—No sé, Anselmo, acaso los años me pesan ya demasiado pero no acabo de entenderte. Según tú, para entrar en el verdadero ser de las cosas uno habría de convertirse primero en un completo ignorante… Pero vamos a ver, hijo, no irás a decirme que nada de lo que sabemos merece conservarse, que todos los saberes y conocimientos reunidos a lo largo de siglos y siglos no tienen valor alguno. ¿Es eso lo que piensas?

—Desde luego que no, don Julio; son avances de un valor incuestionable y es difícil imaginar siquiera lo que supondría verse privado de ellos. No, yo digo otra cosa muy distinta; digo que a pesar de su importancia, a pesar de ser necesarios para el progreso material, esos saberes no nos permiten en modo alguno ir más allá de las apariencias; son… ¿Cómo podría yo explicarlo?, símbolos o señales que hacen más fácil nuestra vida pero enmudecen cuando se los interroga sobre lo que significa vivir. Nadie pone en cuestión que los jóvenes deben aprender muchas cosas necesarias y útiles, pero sin olvidar que ninguna ciencia o ideología, ningún credo, ninguna autoridad puede responder a preguntas como esa. Si uno se refugia en las ideas y creencias de otros pierde el poder extraordinario de ver la realidad por sí mismo y ha de conformarse con repetir lo que los demás dicen. Tal como yo lo veo, esa es la enseñanza más importante que un maestro puede transmitir a sus alumnos.

El párroco se había quedado mirando el cielo luminoso de la tarde con gesto abstraído.

—No sé qué decirte, Anselmo…

—Mire, don Julio, yo entiendo que mi forma de pensar pueda sorprenderle y ser motivo de recelo para muchos. Al fin y al cabo, a ninguno nos han enseñado de chicos ese hábito tan saludable de cuestionarlo todo, incluso eso que la gente llama a veces verdades indiscutibles. La sociedad no quiere rebeldes que se atrevan a vivir desoyendo lo que dicta la tradición, el sentido común, las ideas establecidas. ¿Qué debemos hacer entonces?, ¿convertir a los jóvenes en seres sumisos, incapaces de mirar al mundo con sus propios ojos?… En fin, mejor que fatigarle más con mis opiniones me gustaría contarle una historia que leí hace ya bastante tiempo. La encontré casi por casualidad en una librería de la capital por donde me dejo caer alguna que otra vez en busca de obras antiguas y ediciones raras.

Don Julio hizo un gesto de asentimiento, invitando al maestro a continuar.

—Pues verá, es la historia de Manjari, una niña que, según la leyenda, vivió hace siglos en un lugar remoto al sur de los Himalayas. Manjari, que significa “flor sagrada”, pertenecía a una vulgar familia de artesanos pero al parecer no era una niña como las demás; cuando apenas contaba cinco años, una comitiva de sabios llegados de Bhaktapur la eligió, entre otras muchas, como reencarnación de la diosa Durga. Poco después fue ungida con gran boato como diosa viviente; se le atribuían poderes para ahuyentar a los demonios y traer buena suerte, y no pasó mucho tiempo antes de que comenzaran a llegar fieles de todos los rincones del reino para postrarse ante ella e implorar su protección. A la niña diosa se le permitió seguir viviendo en la casa familiar, pero hubo de instalarse ella sola en uno de los pisos, mientras sus padres y hermanos pasaban a ocupar otro. Cada mañana, su madre la ayudaba a levantarse y, tras vestirla con una túnica roja bordada en plata, prendía flores recién cortadas en sus cabellos y le dibujaba un ojo dorado en medio de la frente y dos largos trazos negros sobre los párpados. Luego cogía a la niña en brazos, a fin de evitar que sus pies descalzos pudieran contaminarse al tocar el suelo, y la sentaba en un trono de madera teñida en rojo que se hallaba dispuesto en el salón contiguo. Comenzaba entonces el trasiego de los innumerables visitantes que a veces hacían cola durante horas junto a la casa. Uno por uno, iban entrando en el salón perfumado por resinas aromáticas, y al llegar frente a Manjari se postraban unos segundos y dejaban sus ofrendas junto al trono. A la niña diosa no se la permitía demostrar sus sentimientos en público y jamás dirigía la palabra ni miraba a los ojos a quienes acudían a ella; su instrucción se encomendó a un viejo abad que la visitaba todos los meses y sólo una vez al año, con motivo de la fiesta sagrada de Dashain durante la luna nueva de otoño, abandonaba su morada para mostrarse ante los fieles en una carroza abierta, engalanada con guirnaldas de flores.

Fue pasando el tiempo y Manjari creció sin dudar por un momento de su condición sagrada, entregada por entero a hacer todo aquello que los demás esperaban de ella. Sin embargo, tras cumplir los doce años empezó a padecer un mal inexplicable; sufría alteraciones repentinas en su estado de ánimo, acompañadas de dolores que nadie sabía cómo aliviar. Tenía a menudo un sueño extraño: acababa de comenzar la visita diaria de los peregrinos cuando veía a una niña, casi idéntica a ella, entrando en el salón con la mirada fija en el suelo. Luego la niña se acercaba muy despacio y, al llegar frente al trono, levantaba la vista hacia ella en actitud desafiante y le decía: “Tú que eres una diosa, ¿acaso temes mirarme a los ojos?”.

Poco a poco Manjari fue cayendo en un estado de profunda melancolía y a veces, oculta tras las celosías de su ventana, quedaba largo tiempo contemplando las luces del crepúsculo hasta que las primeras estrellas comenzaban a brillar en el firmamento, como si esperara algo que ella misma no era capaz de explicar. Algunos meses después, siguiendo un impulso repentino, decidió huir lejos del lugar donde su vida había transcurrido hasta entonces y una noche, tras ensuciar su cara con cenizas para no ser reconocida y cubrirse con una vieja túnica que había logrado sustraer a su madre, atravesó el zaguán al abrigo de las sombras y dirigió sus pasos hacia las tierras altas del norte, sin más equipaje que una mochila de piel con algunas provisiones. Así vagó durante un tiempo por llanuras polvorientas buscando refugio entre pastores nómadas que, al ver un ser tan desvalido, solían obsequiarla con tortas de mijo y leche cuajada de yak, permitiéndola descansar junto a sus fogatas. Cada vez que el silencio de la noche caía sobre aquellos páramos batidos por el viento, el miedo se adueñaba de Manjari. ¿Qué era aquel anhelo irresistible que la forzaba a dejar atrás todo lo que conocía? ¿Hasta cuándo podría soportar aquella vida alguien como ella, que nunca había tenido necesidad de valerse por sí misma? Pero al clarear un nuevo día, sus temores se disipaban y volvía a emprender la marcha con nuevos bríos, la mirada fija en las altas cumbres nevadas que se erguían a lo lejos como una colosal muralla. Durante semanas, atravesó valles, dejo atrás minúsculas aldeas y cruzó por pasos de montaña, dejándose guiar por las banderas de oración que de tanto en tanto jalonaban las rutas de los peregrinos. Llego al fin junto a un lago de aguas tranquilas donde, según había podido averiguar, tenía su morada un ermitaño con fama de sabio para algunos, aunque no faltaban quienes lo tenían por un loco. Allí estaba, sentado cerca de la orilla junto a su humilde choza: un anciano de aspecto frágil y mirada traviesa que la invitó amablemente a sentarse junto a él.

“Veo por el penoso estado de tus sandalias que has recorrido un largo camino. ¿Qué quieres de mí, niña?, ¿quién eres?” —le preguntó.

“Soy una diosa viviente” —respondió ella con acritud, rehuyendo su mirada.

“Ah, ya… Sí, tú debes ser la niña de quien las gentes hablan; parece que tu desaparición ha creado gran inquietud en todo el reino. Pero dime, ¿qué haces tan lejos de casa?”.

Entonces Manjari no pudo contener las lágrimas. “No lo sé, quería huir, pero ahora… ahora no sé qué debo hacer, me siento perdida” —acertó a decir entre sollozos.

“Bueno, bueno, serénate y seca esas lágrimas. Piensa que hasta las diosas han de madurar en algún momento”.

El anciano esperó a que la niña se hubiera calmado y luego le dijo con voz afable:

“Alégrate de estar perdida porque tal vez entonces puedas llegar a encontrar lo que buscas. Has andado mucho hasta llegar aquí. Estoy seguro de que te habrás cruzado con todo tipo de gente; habrás visto a pastores, monjes, artesanos, peregrinos… Me pregunto si alguna vez te has detenido para observarlos con atención: cada cual entregado a sus afanes, buscando el mejor pasto para sus rebaños, reparando una techumbre destruida por la ventisca o repitiendo sus mantras. ¿Sabes tú lo que la gran mayoría de esas gentes tienen en común? Creen vivir y llaman vida a lo que sólo es una sucesión de pequeñas dichas y continuos sobresaltos. Están cautivos en un sueño, pero ellos lo ignoran; deambulan de un lado para otro como sombras, sin apartarse jamás de la costumbre y las tradiciones, imitando lo que ven hacer a los demás. Observan las leyes y veneran a los dioses, pero ni todos sus dioses juntos podrían igualar en sabiduría a esas bandadas de gansos salvajes que cada otoño vuelan sin descanso sobre las cumbres heladas, buscando el aire tibio de los bosques. Tú eres aún muy joven pero te has atrevido a desafiar lo que, según otros habían decidido, parecía ser tu destino. No debes angustiarte por ello; ten confianza y sigue adelante”.

“¿Pero seré yo capaz de encontrar el camino?” —preguntó la niña.

“¿Quién sabe?” —respondió él, cerrando los ojos—. “Tal vez el camino te encuentre a ti”.

Manjari vio pasar ante ella los años de su niñez, la casa familiar, el trono donde su madre la sentaba para recibir a los fieles, las plegarias, las ceremonias, las flores, el aroma del incienso.  

Manjari se despidió del anciano reflexionando en sus palabras y, mientras se alejaba de él, pensó que acaso no les faltaba algo de razón a quienes lo tomaban por loco. Tras ir de un sitio a otro sin rumbo fijo, decidió seguir a un grupo numeroso de peregrinos que se dirigían hacia el Kang Rinpoche, la joya de las nieves, esa gigantesca montaña sagrada donde se dice que Shiva tiene su morada y las almas puras pueden encontrar el sendero de la luz. Fueron muchas jornadas de penosa ascensión atravesando un altiplano rocoso que parecía interminable, pero al fin la montaña —una escarpada pirámide oscura coronada por la nieve— apareció majestuosa en la distancia. Cuando estaban cerca de sus laderas, Manjari se apartó del grupo para aplacar su sed en las aguas de un río caudaloso que descendía por el valle y vio cómo los peregrinos continuaban su marcha siguiendo una senda flanqueada por enormes paredes de roca; algunos se postraban cada pocos pasos y, tendidos en el suelo, recitaban una breve plegaria; luego volvían a incorporarse y seguían adelante, repitiendo una y otra vez la misma operación.

“Así esperan purificarse y alcanzar la iluminación” —pensó la niña—. “¿No debería yo seguir su ejemplo?”.

Trató de incorporarse, decidida a ir tras ellos, pero su cuerpo se negaba a obedecerla y al fin se resignó a descansar junto al río para recuperar las fuerzas. El sol del atardecer derramaba su luz dorada sobre el valle, creando mil destellos en las aguas de las riberas. Manjari comió un poco de harina de cebada cocida que llevaba consigo y luego quedó ensimismada escuchando el murmullo incesante de la corriente; el río tenía su propia voz y parecía hablarla a ella. “Yo soy lo mismo que tú” —le susurraba al oído—, “un movimiento sin fin donde nada puede permanecer igual a sí mismo un solo instante, una corriente poderosa en la que la Vida ensaya sus caminos y todo ha de transformarse y perecer para volver a existir de nuevo”. Entonces, Manjari vio pasar ante ella los años de su niñez, la casa familiar, el trono donde su madre la sentaba para recibir a los fieles, las plegarias, las ceremonias, las flores, el aroma del incienso; todo surgía por un instante de aquella corriente turbulenta que sentía fluir en lo más profundo de su ser, para desvanecerse enseguida como jirones de niebla flotando sobre las aguas. Al fin, vencida por el cansancio, quedó dormida y soñó que se encontraba en la cumbre helada de la montaña sagrada frente a una mujer majestuosa, sentada sobre las rocas, que vestía un sari rojo adornado con esmeraldas. La niña supo enseguida que estaba en presencia de la diosa Durga; su rostro irradiaba una luminosidad deslumbrante que creaba reflejos de fuego sobre la nieve y una gran tiara de oro coronaba su larga melena negra recogida a la espalda en una trenza. Cuando Manjari se aproximó a ella, la diosa agitó en el aire su báculo de plata y la roca donde descansaba se convirtió al instante en un enorme tigre alado en el que se elevó sobre las montañas, refulgiendo como una estrella fugaz hasta perderse en el azul turquesa del atardecer.

Amanecía un nuevo día cuando Manjari despertó sobresaltada por un rumor de voces y al mirar en torno suyo vio un grupo de caminantes que se aproximaba, siguiendo la orilla del río, hacia el lugar donde ella estaba. Un momento después pasaron junto a la niña sin prestarle la menor atención, pero un muchacho que los seguía a cierta distancia, encorvado bajo el peso de una gran mochila de piel, se volvió hacia ella. Entonces se cruzaron sus miradas y los dos sonrieron. El muchacho prosiguió su camino, mientras Manjari lo veía alejarse. Luego la niña cerró los ojos, dejándose envolver en la pureza del aire helado que descendía de las cumbres, y se sintió feliz.

Carlos Montuenga
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