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El castigo

sábado 25 de febrero de 2017
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Mi padre llegó furioso. Había estado en la escuela de mi hermano. Lo vi entrar en casa e intuí una tormenta. Desde el día anterior sentía mucha inquietud, desde que Félix le entregó a papá una nota pequeña. Era la cita con la directora. Él se había dado cuenta de que no se trataba de una visita de cortesía; le vi la cara de alerta.

—¿Qué hiciste esta vez? —preguntó con voz severa.

Noté cómo Félix se encogía. Con la cabeza baja, respondió que no sabía nada. Estuvo muy callado toda la tarde; pero por la noche me confesó que había hecho algo feo.

Cuando vi a mi padre regresar de la escuela, la cara que tenía, se me encogió algo en el pecho y los latidos del corazón me subieron hasta el cerebro.  

—¿Te acuerdas de las balas que papá guarda en el trastero? Las que quedaron de su servicio.

Me acordé enseguida de las cápsulas puntiagudas que mi hermano me había mostrado un día. Me había asustado mucho y le pedí que las pusiera en su caja. Tenía miedo de que se cayeran al suelo y explotaran. Félix me tranquilizó. No iba a pasar nada. ¿Acaso no me daba cuenta de que no había ninguna pistola? Y las escondió.

Habían pasado meses y ya yo me había olvidado del hecho. Y no me imaginaba que mi hermano las hubiese sacado de nuevo y las hubiese llevado a la escuela para alardear ante sus amigos de clase. Fue sorprendido en eso por una maestra, dijo Félix. También me contó que el escándalo detonó como una bomba. La directora, furiosa, le preguntó qué hacía él con las balas en su mochila. ¿Qué clase de padre era aquel que dejaba las armas al alcance de sus hijos? Tachó a Félix de criminal en potencia y amenazó con expulsarlo de la escuela.

Mi pobre hermano estaba aterrado. Me comentó que no sabía qué hacer. Con el carácter que tenía papá, lo más seguro era que le daría una fuerte paliza. Yo también me puse muy alterada. A pesar de mis once años, me daba perfecta cuenta de la seriedad de la situación. Pues conocía bien a nuestro padre. Personalmente, yo nunca le daba disgustos, por eso nunca me castigaban. Pero mi hermanito era revoltoso; siempre inventaba algo que le causaba muchos dolores de cabeza. Mamá también lo regañaba a menudo, pero nunca le pegaba. Todo lo contrario, a veces ocultaba las faltas de Félix, por miedo a tanta ira. Porque papá no le dejaba pasar una a mi hermano. Cada vez que éste hacía algo malo, lo castigaba sin piedad. Me resultaba difícil soportarlo. Cuando me lo imaginaba sacando el cinturón, me entraba pánico. A veces habría preferido recibir yo misma el azote en lugar de Félix; tanta angustia sentía al verlo maltratado.

Por eso cuando vi a mi padre regresar de la escuela, la cara que tenía, se me encogió algo en el pecho y los latidos del corazón me subieron hasta el cerebro, donde se convirtieron en un dolor palpitante. Porque mi padre parecía una nube negra y pesada en víspera de una tormenta, a punto de descargar relámpagos mortales. Hasta el aire que lo rodeaba olía a amenaza. Él abrió el botiquín y sacó sus pastillas; tenía problemas en el corazón y tuve miedo de que le diera un ataque. Cogió una pastilla y se la metió en la boca. Mamá no se atrevía a preguntarle nada. Ya conocía los pormenores del asunto por mi boca. Parecía tranquila, pero con toda mi piel yo sentía su ansiedad. Papá terminó de chupar la medicina y estalló:

—He pasado el peor rato de mi vida. No sé cómo mi corazón ha resistido.

—No toques al niño —le rogó la madre en voz baja—. Con la cólera que sientes, lo puedes matar. Y te vas a arrepentir.

Él no contestó nada. Se sentó en una silla y cerró los ojos.

Estuvimos esperando a Félix durante toda la noche. Pero él no regresó. Ni aquel día ni los siguientes…

(de su libro Prefiero que me pongan a volar; Editorial Círculo Rojo, Colección Relatos, España, 2016).

Galina Álvarez
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