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Mariano Azuela, un discurso contemporáneo

lunes 24 de agosto de 2015
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azuela¿De qué puede hablar un escritor de ficciones si no de su propia vida, que siempre está absolutamente unida o soldada al mundo y a las gentes que han poblado y pueblan sus ficciones? Y esto es así porque un escritor se narra siempre a sí mismo.
Héctor Tizón, No es posible callar

Encontramos en la obra del médico-escritor Mariano Azuela un modo de analizar y diagnosticar el proceso revolucionario mexicano, otro que llega al fondo espiritual de los personajes, y una manera de escribir con inquietud y desasosiego, escondido detrás del lenguaje, como coraza que le permite comprender que, a pesar de los momentos difíciles narrados, no puede perder de vista su responsabilidad de escritor con la lengua.

La obra de Azuela no soslaya la carencia de voluntad organizativa de quienes, llevados por la idea de reivindicar un campesinado paupérrimo y lograr la autonomía económica para México, desencadenaron, a principios del siglo XX, un proceso revolucionario; durante el cual, según narra Azuela en Los de abajo (1991) y La luciérnaga (1991), la debilidad del proyecto fracturó los valores espirituales de los campesinos y la honestidad de la población urbana.

El rechazo a toda una generación predecesora, los distorsionados entronques entre ambiciones personales y desmedidos deseos de protagonismo estimularon el caudillismo. La ceguera por el poder convirtió la revolución en lo inhumano como desenlace, tema que narra Azuela con la envolvente de la corrupción. Como dice Marta Portal:

Se hace laboriosa la sintaxis del quehacer revolucionario. Cuando Demetrio Macías ya creía saber por qué causa pelea, se encuentra con que ya no es la causa del pueblo, ni unos principios ni ideales abstractos: el ideal se ha personificado, se lucha por la causa de Villa, de Natera, de Obregón… de Carranza… el idealismo se ha vuelto caudillismo (1980, p. 107).

Las antítesis y paradojas que nutren el discurso de Azuela no tienen paralelo en la narrativa de la Revolución Mexicana.

Se le hacía difícil a Azuela huir de la fría conclusión de que a ciertas expresiones humanas las determina un poder donde la fuerza prevalece. Sin embargo, en medio del dilema de su relato regional, “la sierra está de gala” porque Demetrio representa al campesino noble, luchador, despojado de ambiciones, que restituye la fe en el ser mexicano. Se trata de un personaje que responde a la posición crítica de su creador.

Leemos a un escritor que tuvo la libertad y la valentía de cuestionar el cómo revolucionario, cuando manifiesta el dolor de ver a su país, tan lleno de tradiciones, de una cultura autóctona que aún hoy asombra al mundo, de un ayer indígena inédito en Latinoamérica, que, en lugar de impulsar un reconocimiento a la tierra y sus valores subyacentes, se abocaba a una revolución demasiado trágica y compleja.

Las antítesis y paradojas que nutren el discurso de Azuela no tienen paralelo en la narrativa de la Revolución Mexicana, y suenan veraces dentro del contexto ficcional. Como dice Rodríguez Monegal:

Lectores apresurados descubrieron que Los de abajo era la novela de la Revolución Mexicana: la novela de los caudillos, bárbaros, del pueblo en armas, de la lucha ardiente. No faltó crítico que la calificara de “poema épico en prosa”. Pocos leyeron entonces —pocos leen aún— la otra novela que también existe en Los de abajo, la que denuncia un movimiento, la que testimonia una desilusión. Esa otra novela, casi parece ocioso decirlo, es la que realmente importa a las letras latinoamericanas (1992, p. 50).

Los personajes no se subordinan unos a otros, cada uno articula sus experiencias de acuerdo con sus propios códigos culturales. En medio de su sencillez, Demetrio, Cervantes, Solís, Conchita sienten que se van destruyendo las esperanzas puestas en un campo de representaciones revolucionarias, cuyo desequilibrio plantea la ficción. Azuela narra, sin disimulos, cómo los grupos fuertes acaban con el afecto y sueños de los más débiles.

Para no dejar que se pierda ese nicho cultural del campo mexicano, a sabiendas de que el lenguaje es quien mejor lo puede describir, incluye la oralidad como estrategia discursiva, narra hablando. El habla cotidiana que José María Arguedas desarrolla, con mayor énfasis, en Los ríos profundos, le sirve a Azuela para afianzar un ser nacional que, a pesar de los cien años de conflictos sociales, el mexicano conserva en su literatura e historia. Una manera de encontrarse a sí mismo entre la realidad física y la espiritual; entre un entremedio que se llama región y el borde del mundo intangible pero real.

Entre pausas, silencios, y bizarras descripciones, expresa el autor el sentimiento de frustración de Solís ante el descontento del hacer revolucionario cuando dice: “Yo pensé una florida pradera al remate de un camino… y me encontré con un pantano… y amigo mío… hay hechos y hay hombres que no son sino hiel… y esa hiel va cayendo gota a gota en el alma, y todo lo amarga, y todo lo envenena” (1991, p. 36).

A través de su relato Azuela va construyendo, con una mirada endógena, en Los de abajo, el contexto cotidiano de un grupo de campesinos que, como en toda guerra, se ve destruido por la violencia. Su atrevimiento literario tuvo como respuesta el exilio; fue en El Paso, pueblo estadounidense de Texas, donde publica tipo folletín, por entregas, esta novela que marcaría un hito imborrable de renovación literaria y rebeldía en la literatura latinoamericana. El escritor no crea utopías ni espacios alternativos. Categoriza los síntomas de su época para definir un verdadero diagnóstico. Su particular literariedad lo lleva a conceptualizar en un símil con desechos alimenticios la podredumbre, corrupción y desvalores del momento en que se vivía:

La cerveza regada parecía avivar la fermentación del basurero donde reposaban: un tapiz de cáscaras de naranjas y plátanos, carnosas cortezas de sandía, hebrosos núcleos de mango y bagazos de caña, todo revuelto con hojas enchiladas de tamales y todo húmedo de deyecciones (1991, p. 55).

La obra de Azuela es un palimpsesto de la realidad revolucionaria, descrita con sugerentes afectos, inevitables violencias y la lírica del desamparo que no escamoteaba su rastro al paso de la contienda bélica. “La mueca pavorosa del hambre estaba ya en las caras terrosas de la gente, en la llama luminosa de sus ojos que, cuando se detenía sobre un soldado quemaba con el fuego de la maldición” (1991, p. 79). La violencia desencadenada desarrolló un sentimiento trágico de venganza que, según Azuela, prevaleció sobre la ausencia de significados que ofrecieran respuestas de validez social.

En el anudamiento de la unidad textual el autor, reflexivo y crítico, va conceptualizando, a través de diálogos y monólogos, la secuencia de cambios en un Demetrio que se deja llevar hacia una violencia sin asidero, según le encomienda el mandato determinista revolucionario. Sin embargo el personaje no pierde sus valores éticos, si consideramos la ética como una parte del proceso por medio del cual se armonizan los deseos y las acciones, con el mutuo respeto entre los miembros de una comunidad.

Un poco al sesgo Azuela deja filtrar cierto determinismo filosófico, posición que contradice su respeto por la libertad de las diferencias culturales. Pensamos que las ideas, en boga a finales del siglo XX, del filósofo Hipólito Taine, dejaron su huella en el médico-escritor, quien también en La luciérnaga manifiesta su idea de que la corrupción es un mal que penetra los intersticios sociales y resulta imposible de erradicar. Paradojas discursivas que signaron su vida entre medicina, literatura, exilio y revolución. El mundo ficción de Azuela se construye sobre una trama humana que aspira a recibir la comprensión del lector.

 

Bibliografía

  • Azuela, Mariano (1991). Los de abajo. La luciérnaga y otros textos. Caracas: Biblioteca Ayacucho.
  • Rodríguez Monegal, Emir (1992). Narradores de esta América. Tomo I. Caracas: Alfadil Ediciones.
  • Portal, Marta (1980). El proceso narrativo de la Revolución Mexicana. Madrid: Espasa Calpe.
Julia Elena Rial
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