Cuando hay hombres sin decoro, hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres. Esos son los que se revelan con fuerza terrible, contra los que le roban a los pueblos su libertad, que es robarles a los hombres su decoro.
José Martí, La Edad de Oro.
Los comienzos del siglo XX en Venezuela ironizan los contextos culturales; pareciera que, para contrarrestar la amargura de la dictadura gomecista, el genio creador de los venezolanos se volcó en la aventura de un pensamiento atrevido como el de Jesús Semprum, cuyo desconcierto se alimenta del combate entre el espíritu y el contexto social. Sus palabras son materia irreductible plenamente lograda. En sus ensayos ha plasmado habilidades estilísticas, sus principios estéticos y los conflictos esenciales sobre la emancipación espiritual del hombre americano que le preocupaba.
Leer a Semprum significa sumergirse en un espacio de infinitas posibilidades culturales, escritas por quien conoce a cabalidad la física del discurso literario. El ensayista domina el sistema de expresión verbal con una lírica que se desenvuelve entre la hostilidad histórica y la agudeza de su inteligencia. A su obra la consideramos privilegiada dentro del género en Venezuela. Creemos que, además del profundo proceso de pensamiento, domina las virtudes del oficio de escritor, desde luego con la libertad literaria del que sabe que el alma de la escritura se amolda a lo que más quiere y mejor puede.
Los trabajos de Semprum tan pronto nos remiten a la valoración del proceso pictórico incipiente en la Venezuela de principios del siglo XX, como a exaltar la posición americanista del gramático y educador Andrés Bello o de Rubén Darío, quien enriqueció a América impregnando la sociedad de la entonces renovadora estética modernista.
Jesús Semprum le otorga plurivalencia al ensayo americano dentro de la tipología de su época. Dramatiza los aconteceres históricos, revelando así su trauma nacional en un discurso cultural que es la expresión del drama americano.
La actitud crítica de Semprum rechaza la corriente excesivamente emocional y de pura complacencia, y analiza el porqué de cada labor pictórica o literaria. Se convierte en un pedagogo del arte cuando en La pintura en Venezuela privilegia la obra de Cristóbal Rojas, por comprender que el artista expresa subjetivamente, en su lienzo, el contexto social, su nacionalidad y época.
Sin embargo Semprum no deja a un lado el deleite artístico, tal vez la primera percepción obligada, anterior al análisis crítico. El ensayista lleva el arte en el alma, no en vano la medicina es ciencia y arte, si no fuera así no podría escribir los extraordinarios ensayos que penetran en nuestro espíritu. Sitúa al pintor en su escenario histórico para, con la crítica, darnos a entender que la sociedad de principios de siglo XX no era estática en su proceso cultural.
La pintura de Rojas se convierte en un factor de cambio junto a los pintores clásicos como Tovar y Tovar y Arturo Michelena. “Rojas —dice Semprum al referirse a su estadía en París— no se dejó arrebatar empero por los cuadros que había visto, no se propuso imitar a nadie. Su arte íntegro lo llevaba en la mente misma, como semilla que iba cobrando vivacidad y fuerza de brote” (2004, p. 202).
En 1927 el espíritu travieso de Semprum vuelve una vez más los ojos sobre un dotado de la originalidad creadora: el cuentista Julio Garmendia; sobre quien desde adentro de sí mismo, y desde los inagotables manantiales de su conciencia, supo crear un diablo popular, afable “compinche y a veces víctima del hombre”. La ironía asume cierto sabor a sátira. Así lo comenta el ensayista al decir: “Podemos esperar que al lado de la ironía prospere, no enclenque como su melancólica hermana, sino enérgica y vivaz el amor a la verdad y justicia” (2004, p. 236).
Semprum considera a Garmendia libre de encasillamientos, dueño de expresiones y visiones propias, ajeno a modas y cronologías literarias, y un analista nato del mundo que lo rodeaba. Tal vez el ensayista se sintió identificado con el cuentista al no hacer concesiones a la realidad, en ese juego entre frustraciones e imposibles que le ofrecía la sociedad venezolana.
Semprum practica su sarcasmo histórico el 15 de febrero de 1911 cuando despertó la conciencia de los asistentes a la conferencia sobre La revolución de la independencia y la literatura. El escritor pone en duda los resultados de la emancipación política, realizada siempre bajo una mirada no exenta de interesada indulgencia para interpretar los hechos, sin obviar que “la gran preocupación de los criollos era adueñarse del gobierno de la colonia para asegurar definitivamente sus intereses” (2004, p. 5).
El escritor evidencia la línea divisoria entre la luz y la sombra, la frontera entre conciencia y lo que está fuera de ella. El mundo negado con la palabra vuelve a ella transgresor y denunciante. Es así como Semprum emancipa verdades ocultas en un acto literario que implica dignidad, análisis, pensamiento propio, y una fuerza afectiva que divorcia lo que se dice afuera y lo que el amor a su tierra le dicta.
La responsabilidad de escritor no le impide defender la atmósfera libre que él considera debe tener todo ensayista para discutir, argumentar y crear. Este escritor amó tanto la libertad, esa libertad que no cercena el derecho de los demás, que hasta en su sintaxis metaforiza las ideas sin fronteras, para convertirlas en un Orinoco que fructifica las riberas de la literatura venezolana y va a desembocar en un mar de infinitos lenguajes.
El escritor penetra en las complejidades de los procesos sobre los cuales habla en sus ensayos, hasta lo inverosímil de la sociedad posindependentista, sin perder los moldes históricos fundamentales. De ahí que leerlo es sentir que su discurso vence las dificultades del lenguaje, las transforma en nuevas conquistas. Recoge, desde adentro de la vanguardia literaria de los inicios del siglo XX, el secreto escondido de la importancia del estudio de la lengua para definir y resolver nuestros procesos de transformación identitaria.
Semprum adopta el ensayo como reducto libre, en el período de la dictadura gomecista en Venezuela, espacio privilegiado para escribir, sin agotar las posibilidades del género contra lo riguroso. Era un modo de expresar el pensamiento sin pruebas ni conclusiones. Era importante sacar a relucir los problemas de su tiempo, cualesquiera fueran las envolventes que los revistieran: la crisis del espacio público como lugar de diversidad cultural, o la búsqueda de la ética en la sociedad gomecista, y el uso de una crítica constructiva ante el malestar que las contradicciones sociales y culturales del país le proponían.
Era inevitable querer influir en los receptores y para ello adopta una forma discursiva dialogal, flexible, comunicadora. Su escritura posee una fuerte conciencia del dejar atrás el eterno recomenzar, el lugar donde cada generación pretende ignorar el quehacer anterior. Rompe el patológico impulso por la uniformidad que ha caracterizado los procesos culturales y políticos en Venezuela. La historia, para el ensayista, es una permanente transformación, sin que por eso se pierda la revisión de las memorias y tradiciones.
Nuestro escritor ahonda en el estilo mental del venezolano que construye la República con réplicas, mimetismos de culturas extrañas, que responden a una limitada escala de estímulos, domesticados no sólo en el arte y en la literatura sino también en la vida cotidiana de sus ciudadanos.
El hombre alienado en cualquiera sea la ideología que asuma, confunde la justicia con la homogeneidad y la felicidad con el protagonismo, así lo plantea en su ensayo sobre los pintores venezolanos. Semprum enaltece la creatividad, la crítica sin temores, aun a costa de ser segregado del núcleo de poder.
Cada sector cultural se comporta, según el ensayista, como un microcosmos, con caracteres similares a la República. Una manera de instaurar un modelo de mediocridad que transforma a los hombres en seres nublados, sin aura premonitora. No se trata de saber leer, saber pintar o saber escribir, sino de qué y cómo leo, qué y cómo escribo, qué y cómo pinto, lo axiológico y epistemológico vitalizan los ensayos de Jesús Semprum.
No es ilusión la transparencia del lenguaje semprumiano al considerar que cuando un ensayista opaca su discurso problematiza sus conceptos; para él la palabra es un núcleo de poder que hay que preservar y emancipar de pensamientos únicos.
El ensayista puede trasmutar la realidad en arte discursivo, en lírica del lenguaje. Estaba preparado para trascender el mundo real y volcarlo en alegorías y símbolos cuyo valor estético habla de un excelente escritor. Nadie mejor que el conocedor de lo propio para crear literatura sobre ello. El escritor colombiano Arturo Torres Rioseco decía en 1945: “El mejor expositor del hombre americano, de la verdad, de la realidad americana, debe ser el hombre americano” (1945, p. 83).
Jesús Semprum le otorga plurivalencia al ensayo americano dentro de la tipología de su época. Dramatiza los aconteceres históricos, revelando así su trauma nacional en un discurso cultural que es la expresión del drama americano. Para lograrlo descodifica estructuras asimiladas para construir la propia. En esa desconstrucción radica la creatividad. Cuestiona la veracidad de la historia cuando dice en Diálogos del día: “El estudio de la historia es ameno, como de cosa novelesca al fin” (2004, p. 103).
Su compenetración con la imagen artística y su capacidad interpretativa lo llevaron a incorporar diseños míticos al concepto de arte: “El arte tiene que deformar los tipos humanos para hacerlos perdurables”. Mezcla retóricas barrocas con parcos significantes realistas en un mismo espacio de conversión textual.
Como Jesús Semprum es un amador del ensayo, conoce su significancia en el reino del espíritu de quienes lo han cultivado, descubre nuestra estirpe cultural desde un Bello que hibridiza las ideas y continentaliza el lenguaje. El hombre que, según Semprum, investigó la realidad latinoamericana, analizó las condiciones de su acervo cultural y, sin dejarse deslumbrar por lo foráneo, supo adaptar lo que más convenía a la incipiente formación de una identidad sincrética que asoció, como en ningún otro continente, lo autóctono con lo extraño. Ya en 1919 pudo decir Semprum en Los románticos: “Están corriendo ahora hacia las viejas costas ibéricas brisas americanas cargadas de polen” (2004, p. 15).
La obra del médico-ensayista tiene la rara virtud de ser profunda, estética, lírica e intelectual. En ningún momento aspira a ser conductor de ideas, su preocupación raya en el sentir del médico a quien le preocupa el dolor espiritual de su país. Tampoco quiso convertirse en adalid del lenguaje, a pesar de su inquietud ante la fragmentación y descuido en el uso de la lengua.
Sin olvidar que el lenguaje representa la condición previa a la historia en su valor onomatopéyico, otorga al ritmo vital importancia en la poética. Un poeta debe conocer la musicalidad de cada palabra para no caer en “pasajes tan aborrecibles por lo vulgares, por lo opaco, por lo sobado que se queda perplejo…” (2004, p. 94). Asume el desafío entre la exaltación de la libre creatividad y el razonamiento escritural, por encima de un verbalismo ensamblado por palabras que, adecuadas a la modernidad, carecen de valor poético, sin dejar por eso de ser un hombre de su época.
Lo sectario, acomodaticio y adulante polemizan y sufren el rechazo en ensayos donde se privilegia la inteligencia, independencia, sensibilidad y libertad. Interesa reflexionar sobre este tema, sobre todo por la concordancia entre la forma clara, libre y respetuosa del idioma, sin por eso dejar de aceptar neologismos y palabras innovadoras, rechazando posturas inquisitoriales en el lenguaje cotidiano.
Semprum crea un verbo que sigue la trayectoria de Andrés Bello, de quien se siente deudor, desde luego sin perder de vista su alrededor, para no divagar sobre tiempos distantes, que pueden contribuir, según observa, a tergiversar el verdadero sentido de la emancipación del lenguaje. El escritor no sienta cátedra porque como lo dice: “No tengo ni edad ni autoridad para dar consejos. Pertenezco a una generación amorfa que ha de hundir pronto la frente en el eterno manantial del olvido” (2004, p. 13).
Como contrapartida a ese pensamiento el ensayista hace de la memoria histórica y literaria un motivo para enaltecer las dotes de Bolívar, Girardot y otros héroes, verdaderos inspiradores de las poéticas independentistas.
Si la independencia frustró muchas inspiraciones literarias, en cambio dio a Latinoamérica las figuras que motivaron la lírica del siglo XIX. Para referirse a ellos dice Semprum en La revolución de la independencia y la literatura: “Tan hermosa fue la batalla de Junín que resultó capaz de crear el único poema épico que contamos en América. Los héroes colombianos, más que Olmedo, son los verdaderos autores de este poema: suministraron la materia inicial. Así mismo no es la miel producto de la estúpida labor de la abeja, sino la recóndita y dulce prenda de la silenciosa y fragante actividad de las flores” (2004, p. 11).
El desenfreno nacionalista que desató la independencia no impidió buscar formas verbales en espacios remotos, cuando los modelos los tenían en casa, refiere el escritor con visión analítica en Los románticos. Leer a Semprum es reconocer que, en el período posindependentista, la ceguera cultural llevó a los gobernantes a cambiar lo aborigen que, con lo hispánico, era parte constitutiva de Latinoamérica, por modelos extraños, cuando las arterias de América Latina llevaban su propia sangre al corazón. Pareciera que el destino de la existencia americana se articula siempre en experiencias ajenas, no codificadas en la memoria habitual, de ahí que los ensayos de Jesús Semprum siguen vigentes.
Hoy volvemos a leer El estudio del castellano, el escritor acusa un lenguaje sumergido en crisis de identidad. Creemos que el lenguaje caótico es sugerente de un nuevo orden de razón, de algo que se va presentando como impensado, pero que en todo momento está ahí, en la crisis social.
Para Semprum el sincretismo, la invasión del lenguaje por palabras y giros extraños no cae en el olvido de la indiferencia. Se trata de redimir la palabra en su deterioro por los caminos verbales, sin que aparezca la sombra de la renuncia. Nuestro idioma está vivo, latente en sus transformaciones, y si el escritor siente la necesidad de protegerlo es porque sabe que las diferencias, innovaciones y aportes no deben redundar en el poder de comunicación de millones de hispanohablantes. “La lengua es uno de los escasos vínculos reales que pueden servir para la unión futura, y que relajada y rota el mutuo alejamiento sobrevendría con rapidez inevitable”. (2004, p. 22).
La memoria semprumiana ordena el desorden del lenguaje para recoger las hebras sueltas, perdidas en tiempos distintos, y sugerir el nuevo tejido, aunque a veces sienta el desarraigo del revés de la trama tradicional.
El escritor sugiere que las cosas son mudas cuando no se las deja hablar; acalladas por un viejo lenguaje que no comprende nuevos espacios, conflictos existenciales, diferentes metodologías, significados extraños a viejos referentes. Un lenguaje que entorpece el pensar. En períodos durante los cuales se dificulta el comprenderse porque no se ha accedido a un nuevo lenguaje, acorde con los cambios socioculturales, por lo menos Semprum expresa el camino para alcanzarlo.
El ensayista indica en 1916 un nuevo desciframiento del lenguaje que, si bien no es el que necesitamos hoy, nos marca un camino para el análisis de la interpretación y la construcción de las necesidades actuales. Sus juicios de valor se asientan en la coherencia discursiva; si se hiciera un ejercicio hermenéutico diríamos que el ensayista enseña estrategias para los cambios del siglo XXI. Pone delante del lector ideas sobre la historia, el país, el lenguaje, el arte, la sociedad. Lo ayuda a pensar desde el pasado hacia el futuro, para comprender el ayer caótico de la organización posguerra federal y el hoy de las grandes transformaciones sociales y económicas.
La sociedad ya ha vivido estos tiempos de disolución de paradigmas establecidos, con la crisis antiaristotélica en el siglo XVI; más tarde cuando el mundo asume la duda filosófica. Los cambios verbales de Descartes para nombrar nuevas teorías y por ende diferentes razonamientos. Hoy el lenguaje de la modernidad se ve suplantado por palabras que surgen de la necesidad de destruir viejas estructuras para poder acceder al poder.
El siglo XX tuvo que incorporar nuevos vocabularios de diferentes orígenes, a veces con facetas destructivas, dictatoriales, o durante la convergencia de dos guerras mundiales con el nazismo y el estalinismo. La escritura de Jesús Semprum asombra como un misterio literario de proyección futurista, para analizar los cambios socioculturales en el siglo XXI, pensamiento que aún no ha sido revisado a profundidad.
Cuando reflexiona sobre Los bufones, de Shakespeare, nos sentimos leyendo un ensayo del siglo XXI, no sólo porque el dramaturgo inglés, siglo tras siglo, no ha dejado ni deja de fantasmear entre nosotros, sino porque es nuestra época la que regresa al siglo XVII, con una tecnología verbal que reinventa plagios, bribones desvergonzados, bufones del lenguaje que, con un sentido de picaresca española, asimila Semprum al acontecer literario. Cien años después de escrito (1910), parece actual, con la contemporánea apropiación de trabajos, rechazo de escritores de reconocida idoneidad, copias de novelas, “títeres de feria más o menos jocosos”, dice el escritor en una parodia, que en nada se diferencia de las performances literarias y sociales de hoy.
El ensayista escribe sobre espacios diferentes donde los sujetos y las cosas comienzan a hablar de nuevo, sobre los desvalores de un mundo en transformación.
Lo interesante de Los bufones es el trasfondo que surge desde el interior de un pícaro, cuya incongruencia y desparpajo lo llevan a fraguar una nueva casa falsificada del lenguaje, que se convierte no en liberadora sino en carcelera. La verdad y la mentira entablan un diálogo de contradicciones. Estas nuevas formas desintegradoras y polémicas atraviesan no sólo al hombre y su lenguaje sino a todo el cuerpo social.
Si bien el trabajo literario de Jesús Semprum no es extenso debido a su muerte a los 47 años, sin embargo Venezuela es culpable del olvido de su labor ensayística que, a través del lenguaje creador, promovió la unión de los pueblos latinoamericanos. No podemos obviar el ensayo sobre Rufino Blanco Fombona donde expresa ese sentir cuando dice: “Los pueblos de nuestra América han sido divididos y, de manera premeditada, le han promovido guerras, rencillas, evitando así la integración” (2004, p. 93).
No hay en sus escritos concesiones a la palabra. Muestra reacción contra la fragmentación estructuralista que llevó, años después, a parcelar en gavetas herméticas los contenidos narrativos. No es ilusión la transparencia del lenguaje semprumiano al considerar que cuando un ensayista opaca su discurso problematiza sus conceptos; para él la palabra es un núcleo de poder que hay que preservar y emancipar de pensamientos únicos.
Las críticas de Semprum están expresadas en el espesor del lenguaje, sustraerlas es tarea del lector. Pero sobre todo identificar su obra con el médico-escritor que fue fiel a los principios defendidos, de allí su autoridad para dirigirse a la prensa amañada del gomecismo, a la homogeneidad cultural de la dictadura, a los tímidos opositores al régimen, a posibles fundamentalismos, a sus compatriotas latinoamericanos.
Leemos sus ensayos. Repasamos sus propuestas, ideas y desarrollo de argumentos, y a cada momento nos sentimos envueltos con la presencia del ensayista. Con el desafío de su prosa sencilla, cotidiana, ética. Lenguaje que exige un profundo conocimiento, capaz de desprenderse del artificio retórico para irnos llevando a admirar la intensidad de su discreto discurso.
La figura de Semprum surge, de soslayo, en cada frase. Algunas veces se diluye entre envolventes del tema, pero entonces sobresale la voz que, aunque autorizada, nunca dogmatiza, porque el escritor sabe que la literatura carece de la inmutable esencialidad.
El venezolano se mira en los textos de Semprum, conoce todos los elementos porque son producidos por él mismo, aunque con otro lenguaje. El ensayista es el otro que se convierte en su voz, una voz que se debiera escuchar más allá de ortodoxias literarias, históricas, políticas, porque otorga el verdadero valor al pensamiento.
Todo escrito tiene su fecha y hoy, aunque algo del discurso nos pudiera parecer fuera de nuestro contexto, sus ensayos siguen siendo el espejo de la sociedad venezolana y de la crítica de la cual es objeto. Noventa años después las reflexiones de Semprum no disminuyen su vigencia.
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