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Luis Rosales: homenaje a un gran poeta

domingo 23 de abril de 2017
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Luis Rosales
Es La casa encendida (1949) el libro donde Rosales nos habla del hombre, su mirar ensimismado, que al contemplarse deja su vida al amparo del espejo, donde el tiempo nos regala la luz verdadera.

No parece que haya un verdadero eco por una figura que sí fue representativa en su época, lo que me lleva a preguntar a aquellos que realizan los homenajes: ¿qué clase de criterio utilizan? ¿Acaso el ideológico? ¿No sería más justo valorar el aspecto literario y reconocer que lo importante es lo que ha quedado escrito?

Desgraciadamente, no nos movemos en esos planos y los homenajes tienen otra cuerda; es verdad que Miguel Hernández es un poeta esencial para entender nuestra poesía contemporánea, que su voz comprometida fue potente y honesta y que sus versos aún nos fascinan por su originalidad y belleza, pero ¿no fue acaso Luis Rosales un gran poeta? ¿Tuvo Rosales el aprecio crítico que se merecía? Son preguntas que se han hecho muchos intelectuales, pero la ideología, su posición política, ha relegado lo que realmente importa, su poesía.

Rosales sabe que la religión está presente en nuestro mundo y su ferviente deseo de vivirla plenamente le lleva a cantar a la vida, al goce de los sentidos.

La poesía de Rosales (1910-1992) es luz, una ventana abierta que clama a la infancia, un derroche de gusto por el lenguaje, un clamor por la belleza.

Abril (1935) fue un poemario luminoso, donde Rosales ya pinta el paisaje, esa primavera que su fe católica impregna, llenando de verdor la luz del poema. La mención a Dios está presente y, aunque no compartamos su fe, sí nos deslumbra su pasión, su entrega, como nos recuerda el poema “Acción de gracias por estar a su lado”: “Gracias te doy por la brisa / que en su infancia se detiene, / gracias por la flor que tiene / su destino en su sonrisa” (vv.12-14).

Para el poeta granadino el mundo está bien hecho, siguiendo a Jorge Guillén, y el hacedor, Dios, es el causante de esa perfección.

Rosales sabe que la religión está presente en nuestro mundo y su ferviente deseo de vivirla plenamente le lleva a cantar a la vida, al goce de los sentidos. No en vano escribirá un libro titulado Retablo de Navidad, porque al poeta granadino la Navidad le parece un momento esencial de unión del hombre con su fe.

Pero mi intención no es resaltar a través de los poemas el contenido religioso de Rosales, sino detenerme en La casa encendida, un libro donde el poeta granadino persigue las sombras, aviva la llama de los fantasmas de la casa y los concita, entregado al arrobo de su fe existencial.

Es La casa encendida (1949) el libro donde Rosales nos habla del hombre, su mirar ensimismado, que al contemplarse deja su vida al amparo del espejo, donde el tiempo nos regala la luz verdadera; así se ve el poeta desnudo entre los muebles, los trajes, los sombreros, como si fuese un objeto más de su casa encendida:

He llegado a mi cuarto, igual que siempre, y al desnudarme / me siento entumecido de alegría, / como si el cuerpo me sirviera de venda y me cegara, / y yo estuviera siendo / de un material casi cristal de niño, / casi de nieve alucinado, / porque todo es distinto y tú lo sabes.

Esa idea del tú a quien se dirige imprime la presencia del otro, un ser lejano, al que Rosales canta en la fantasmagoría de la casa luminosa, pero también la mención al “cristal de niño” ya nos habla de la fragilidad, también de la pureza, la virginidad, al hablar de la “nieve”. En definitiva, Rosales nos habla ya de la infancia, el edén perdido, como lo fue también para Francisco Brines en su poesía magistral.

El poeta conversa con Juan Panero, ya muerto (era hermano del poeta Leopoldo Panero), amigo de muchos años, porque La casa encendida es un diálogo con el tiempo, un reencuentro con los fantasmas que nos asolan y que fundamentan nuestras vidas, hechas de luz y sombras.

Lo describe con ese arte que el andaluz sólo sabe trasmitir: “Era proporcionado de sueño y estatura, / y no podía cambiar / porque estrenaba su vigoroso corazón a todas horas, / y ahora he vuelto a encontrarle, / ahora se encuentra aquí porque siempre volvía”.

Para Rosales, Juan Panero, en sus largos silencios, era pura luz, una especie de quietud donde hablaba la nobleza del corazón. También se dirige a otros amigos, como Luis Felipe Vivanco.

Hay muchos versos que comentaría de este libro, pero no quiero desvelar el camino que la poesía de Rosales va trazando, prefiero que sea el lector quien se deslumbre con su luz especial.

Me gustaría continuar este pequeño homenaje con unos versos que expresan hasta qué punto Rosales entiende la vida como un esfuerzo estoico de resignación.

Dice Rosales: “Las personas que no conocen el dolor son como iglesias sin bendecir / como un poco de arena que soñara en ser playa / como un poco de mar”.

Tiene razón el poeta granadino; el dolor, ungüento que acaba embadurnando nuestras vidas, que nos sella con su halo trágico, es en definitiva el espejo de nuestra condición humana; quien no lo conoce son los niños (que no están enfermos) que pueden imaginar, soñar ser playa siendo arena, pero nosotros al leer a Rosales conocemos el dolor, pero La casa encendida nos abre las puertas de los sueños y de la infancia, también del recuerdo.

El poeta granadino se pasea en el recuerdo de otros tiempos, la mención a Granada, ciudad hermosa que encendió sus ojos, donde Rosales, como también le ocurrió a Rafael Guillén, fue aprendiendo el sentido del vivir. No es casual que sea en el Corpus, fiesta religiosa, donde el poeta se fija, ya que lo sagrado ilumina sus calles:

¿Recordáis?, en Granada todo ocurre en el Corpus; / vibraba el tiempo en las campanas, / y en el aire tranquilo / la luz era una abeja interminable / que tocaba la sierra con sus alas.

Para Rosales la presencia de la “luz” es el espacio amado, tanto que sobrevuela la ciudad con la laboriosidad y la paciencia de la abeja, todo esplende en esa descripción de la ciudad que, consagrada a la liturgia, es ya un ámbito más alto, una naturaleza llena de pureza, que fascina al joven poeta.

Cualquier persona, en su imaginario poético, adopta ese afán litúrgico, como si las personas estuviesen viviendo la ofrenda de lo sagrado en perpetua presencia de la ciudad andaluza. Por ello, aparece un viejecillo que tiene un puesto de golosinas y que “espantaba las moscas insinuantes / bendiciendo su mercancía con un sombrero hongo”. El viejo que tenía “cara de lápiz” es un reflejo de esos seres fantasmales que Rosales crea en el libro.

Rosales sabe que el sufrimiento es el principal aprendizaje vital, el que nos hace vivir con más intensidad los momentos felices.

Ese surrealismo de las descripciones nos lleva a pensar en un realismo mágico, donde el poeta granadino accede, sin saberlo, a otra dimensión, onírica y fantástica a la vez.

Menciona a muchos de sus amigos en el libro (Luis Felipe Vivanco, Dionisio Ridruejo, etc.) pero también la presencia del hermano, como en los versos que siguen:

Y Gerardo / Ya sabéis que Gerardo quería llegar a ser como un domingo cuando / fuera mayor / y aquella casa estaba viva siempre, / estuvo ardiendo siempre durante varios años de juego indivisible / de cielo indivisible.

La casa ha tenido su esplendor, la de los afectos, pero ahora todo es recuerdo, el tiempo de la Guerra Civil ha horadado los vínculos, ha propiciado las separaciones, ha dejado el dolor y la distancia.

Precisamente es el dolor el núcleo temático de la última parte de este libro mágico, donde Rosales sabe que el sufrimiento es el principal aprendizaje vital, el que nos hace vivir con más intensidad los momentos felices: “El dolor es un largo viaje, / es un largo viaje que nos acerca siempre, / que nos conduce al país donde todos los hombres son iguales; / lo mismo que la palabra Dios, su acontecer no tiene nacimiento, / sino revelación, / lo mismo que la palabra Dios, nos hace de madera para quemarnos”.

Si el dolor nos iguala, Dios es el mejor asidero para consolarnos (nos dice el poeta), porque vive y entiende nuestro sufrimiento. Rosales, siguiendo su catolicismo, no cree que Dios sea el mal, sino que, a diferencia de los versos de Blas de Otero donde increpa al sumo hacedor por el dolor que nos proporciona, el poeta granadino ve en el Creador nuestro apoyo y nuestra salvación.

Posiciones tan contrarias que entrarían dentro de la oposición entre la poesía arraigada y la desarraigada, no eluden el compromiso de Rosales con el esfuerzo como vía crucis para conseguir los objetivos vitales:

No hay alegría, por importante que nos parezca, / que no termine convirtiéndose en ceniza o en llaga, / pero el dolor es como un don / nadie puede evitarlo.

Para Rosales todo lo que nos rodea lleva el perfil del dolor, el dinero, el amor, las esperanzas. Si José Hierro llegó desde el dolor a la alegría en un famoso poema, el poeta granadino sabe que el sufrimiento es el tuétano de nuestra vida, la parte honda donde siempre llegamos, que nos compone y que nos enriquece (a través de la fuerza en que se sustenta para resistirlo).

El libro termina con ese encuentro con el sereno. ¿Es acaso un sueño el reencuentro con amigos, con la madre, con su hermano? ¿Dónde radican estos momentos de felicidad? ¿En qué camino vive ya el corazón dolido del poeta?

Todo son preguntas, pero cuando el sereno le dice “Buenas noches, don Luis”, al llegar a Altamirano 14, su casa llena de luz, Rosales ve las ventanas encendidas y dice: “Gracias, Señor, la casa está encendida”.

En este final entendemos que Rosales ya ha congregado sus recuerdos, se ha reconciliado con el pasado y camina firme en el sendero de su fe hacia una casa que lo acoge, como los brazos de su Jesús, resignado tras haber vivido su condena en la cruz.

Este homenaje a Luis Rosales debe servir para leer de nuevo los versos luminosos de un poeta mayor, donde se presiente la alta calidad humana de un hombre que también, como muchos otros, ha sufrido por sus virtudes y por sus errores.

Pedro García Cueto
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