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La función educativa del Estado

lunes 6 de abril de 2020
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La función educativa del Estado, por Javier Úbeda Ibáñez
El monopolio estatal de la enseñanza se opone a los derechos natos de la persona humana. Fotografía: Feliphe Schiarolli • Unsplash

El principio básico para el ordenamiento legal de la enseñanza y la educación es la libertad de enseñanza.

Enseñar y educar no es otra cosa que transmitir el sistema de ideas, de cultura, de ciencia, de moralidad y de religión. Por consiguiente, las libertades de cultura, de las conciencias y religiosa quedan gravemente cercenadas —y reducidas a la triste condición de libertades residuales— sin verdadera libertad de enseñanza.

Sin libertad de enseñanza no hay libertad de pensamiento y de conciencia; hay, en cambio, dirigismo cultural, pretensión de imponer desde el Estado una determinada concepción del mundo, del hombre y de la sociedad. Sin libertad de enseñanza no hay verdadera democracia ni sociedad libre. Habrá votaciones y asambleas, pero no libertad.

Solamente un Estado proclive al totalitarismo puede arrogarse el derecho a decidir sobre la hechura espiritual de sus ciudadanos.

La libertad de enseñanza debe ser respetada en cualquier forma legítima de gobierno, pero en un régimen democrático adquiere una importancia suprema por la misma concepción de la democracia.

Por eso es regla elemental de una verdadera democracia el respeto a la libertad de pensamiento filosófico, científico y cultural y, con ella, la libertad de comunicación, de palabra.

El cometido propio del Estado en la tarea de la educación es fundamentalmente el de una ayuda a la iniciativa privada. Afirmar el carácter subsidiario de la función educativa del Estado significa, ante todo, que éste no posee, en modo alguno, la titularidad más inmediata del derecho a educar, como tampoco la del deber correspondiente. Ambos títulos recaen naturalmente, y de una manera primordial, en la iniciativa privada: muy en concreto, en la que concierne a los padres como responsables naturales de la formación de sus hijos.

Únicamente si la iniciativa privada no cumple su cometido educativo, o si lo cumple insuficiente, debe el Estado, en nombre de los intereses generales, intervenir en el ámbito de la educación supliendo lo que realmente ésta no hace. (Por lo demás, se ha de sobreentender que la suplencia estatal de lo que no hace la iniciativa privada no es la suplencia de lo que ésta omite porque el Estado no se lo deja hacer).

En el supuesto de que la iniciativa privada atendiese de un modo suficiente a todas las exigencias de la educación, el Estado conservaría, sin embargo, una función que le es esencial y propia: la de promover y mantener las condiciones de índole general que en la vida civil hacen posible la práctica del cometido educativo de la iniciativa privada. Ello responde a la índole subsidiaria del Estado —sin ser una suplantación ni una suplencia—, porque tiene el sentido de una ayuda con carácter común o general.

La escuela no debe ser un órgano ejecutivo del Estado, ni un campo de experimentación política, ni un recinto de manipulación. La forja y el adoctrinamiento de niños por el Estado deben rechazarse, salvo que alguien los considere deseables para sus hijos.

Solamente un Estado proclive al totalitarismo puede arrogarse el derecho a decidir sobre la hechura espiritual de sus ciudadanos, sobre sus modos de sentir y pensar, sus conocimientos y sus convicciones. El Estado como institución se excede inevitablemente en sus atribuciones cuando pretende dar disposiciones y prohibiciones sobre dónde deben los niños recibir enseñanza y ser educados.

La escuela no debe ser degradada a la condición de instrumento político manejado por la mayoría parlamentaria de cada momento, pues ello constituiría una forma sutil de dictadura. Y por esto es necesario que deje de servir como fábrica de ideologías para los revolucionarios reprimidos.

La misión del Estado debería consistir en conciliar los diversos intereses de sus ciudadanos, ejerciendo una alta mediación, y en proteger la libertad de conciencia, exigir y controlar unos mínimos de conocimientos y procurar para todos las mismas oportunidades de educación y formación en un régimen de libre promoción de centros.

El monopolio estatal de la enseñanza se opone a los derechos natos de la persona humana, al progreso y a la divulgación de la misma cultura, a la convivencia pacífica de los ciudadanos y al pluralismo que hoy predomina en muchas sociedades. Por ello, a toda persona de mentalidad auténticamente liberal debe parecer obvio que los padres, a quienes incumben con preferencia la misión y el derecho inalienables de educar a sus hijos, deben ser realmente libres para elegir escuela.

La defensa del derecho de los padres a la educación de los hijos, la libertad para que puedan escoger las escuelas que en conciencia prefieran, es uno de los imperativos que el ciudadano ha de lograr que sean respetados en el presente y en el futuro de un país. La educación —conviene decirlo— no es un servicio público, si por tal se entiende un monopolio excluyente del Estado, como si los niños y jóvenes fueran bienes de dominio público. Ha de quedar bien claro —hay que repetirlo hasta la saciedad— que los hijos son de los padres, que los hijos no son del Estado. Donde son del Estado, no existe libertad ni democracia, sino tiránico y refinado totalitarismo. La educación es un servicio, sí, pero un servicio social, una gran empresa colectiva que la sociedad entera —padres de familia, instituciones, grupos de ciudadanos, etc.— tienen el derecho y a veces el deber cívico de promover. Y el Estado ha de reconocer que, cuando esos centros ofrecen las garantías que el bien común demanda, la función social que cumplen será, cuando menos, tan valiosa y respetable como la de las escuelas estatales.

No hay sociedad libre si la cultura y su transmisión están en manos del poder.

La razón definitiva en favor de la elección de escuela es la libertad. Permitir a los padres escoger la escuela de sus hijos es valioso en sí mismo, con independencia de los resultados.

Todos tienen derecho a la educación, pero nadie está condenado a la uniformidad y al igualitarismo. Un pluralismo social sin un derecho libre a la educación es, si acaso, una broma de mal gusto: que el precio que se paga por la libertad sea la pérdida de la libertad.

No hay sociedad libre si la cultura y su transmisión están en manos del poder. Si el Estado se convierte en el sujeto de la cultura y en sus manos está el medio de su transmisión, que es la enseñanza, no es posible el hombre libre. Para construir una sociedad verdaderamente libre es indispensable que la ciencia y la cultura estén en manos de la propia sociedad. No hay peor encadenamiento de la persona y de la sociedad que el dirigismo cultural, o sea atribuir al Estado la función de dirigir la cultura y su transmisión.

Nada de lo dicho debe interpretarse en el sentido de que el Estado deba desentenderse de la enseñanza y de la educación. Conlleva, sin embargo, que el Estado asuma su propio papel sin invadir el de la sociedad. Y este papel del Estado es el mismo que el que tiene respecto de las demás libertades: el Estado debe reconocer, garantizar y regular el ejercicio de la libertad de enseñanza.

En otras palabras, se acepta el pluralismo como un hecho político, pero se niega el pluralismo como característica fundamental de la comunidad.

Javier Úbeda Ibáñez
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