Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 4, del 1 de julio de 1996

Las letras de la Tierra de Letras

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El cantor

Alberto Torchinsky

(Nota del editor: El pasado 24 de junio sobrevino un aniversario más de la muerte de Carlos Gardel. Alberto Torchinsky, argentino, presenta este breve homenaje a la memoria del cantor).

La mina que acaba de subir al subway en la 42 y Broadway, seguro que es argentina; algo en la manera de caminar, que sé yo. Veo pasar unas piernas bronceadas con nailons y mocasines y me la imagino treintañera, de pelo castaño con mechones claros, ojos tristones y un toque de maquillaje. Me refriego los ojos y ahí está. Recostado en el suelo, los neyorquinos me toman por un pordiosero y no me dan bola; ella, en cambio, me fisgonea, como recorriendo la galería de caras porteñas buscando la mía. Al compás del traqueteo, así, medio en joda, le silbo "Rubias de Niuyor".

Con las ganas que le tengo a un tinto, no me tira una moneda; ni me acuerdo de cuándo comí, pero el morfi cuesta más y no hace olvidar las cosas malas ni recordar las buenas. Paso nomás el tiempo; hace unos días trazaba huellas en la nieve crujiente y ahora el entibiado de las noches de junio me transporta a un paraje poblado por sombras a la margen de un río plateado.

De día todo es igual, la soledad se arma de noche. Esa noche de septiembre éramos cinco chochamus bordeando los 16, rumbo a la estación de Olivos, de vuelta al rioba. El Colorado nos había advertido que se anunciaba un paro pero fuimos igual, chamuyando bajito cosa de no desafinar. Por la Libertador, junamos las minas fifís sin celos, sin piropearlas; esa noche no se nos arrimaba nadie, si alguien merecía piropos éramos nosotros...

Llegamos a la estación con tiempo de sobra. Qué luna. Qué nubes. Qué estrellas. Las hojas de los árboles acariciadas por el viento susurraban ensueños, de esos que llegan al alma. El tren llegó a horario, justo a las 10. Bromeando, subimos y esperamos, pero nada. Nos había agarrado un paro de reglamento por dos horas.

Los pasajeros dormitaban y puteaban. Nosotros nos bajamos del tren y yo, el galán recio —pese a que el Gallego creía que mi pelo negro enrulado y nariz gruesa eran demasiado burdos para los aires que asumía, igual me las daba de galán—, me paré en el estribo e improvisé sobre nuestro tema favorito: las minas. Las palabras rodaron de mi boca como un collar de perlas remontándose al cielo; si lo hubiese grabado, de fija hoy sería famoso. Toda la filosofía estaba ahí: el levante, el despecho, la pérdida; todo eso que le resulta tan difícil a los bochos, lo metí ahí.

Y después, a insistencia del Flaco —"Dale, Turco, mandate uno, dale..."—, ahogando los chistidos de los de adentro, desde el estribo, medio en joda, me mandé ese de cabecitas adoradas que mienten amor, de frágiles muñecas del olvido y del placer, del amor que dura un breve día...

El Flaco aplaudió a rabiar y una aparición: una piba de cinco años envuelta en alas de mariposas formadas por polvo de estrellas, apoyó su cabecita soñadora en el hombro del Narigón y me pidió otro con la mirada... Los de adentro junaban de refilón.

Consciente de una presencia, inspirado, me mandé uno medio aquí y medio allá: "Anclao en París". La barra me aplaudió a rabiar y el ángel recogió la canción con una sonrisa capaz de derretir el Polo Sur. Según el Narigón mi voz era buena, sin firuletes; esa vez, me batió después, fue fenomenal, derecha como un cuchillo afilado, metiéndose por donde quería. Los de adentro me junaban con los ojos abiertos como platos.

También la argentina me mira con expectación. Cuando se encuentran argentinos, no importa si se conocen o no, comparten nostalgias. Yo le chamuyo de las ganas que tengo de ver a Buenos Aires y, por si no se había avivado, que estoy varado sin plata ni fe. Y también que quién sabe una noche me encane la muerte, y chau, Buenos Aires, no te vuelvo a ver. La hago sentir incómoda, le doy tristeza; qué le voy a hacer, siento que el recuerdo me clava su puñal.

En la noche de Olivos sentí la punzada en lo más profundo de mis entrañas; la vida transcurría como en cámara lenta, y una presencia extraordinaria me anticipaba las aflicciones y las alegrías de todos. Y cuando la cadencia de la noche —el chirrido de los grillos, el acelerar de los coches, los gritos de los ferroviarios, el murmullo sordo de las estrellas— en fin, cuando todos los ruidos sugerían que el tren estaba a punto de salir, desde el otro lado de la melancolía, poseído por la presencia, me mandé "Adiós, muchachos". Los mufados del tren, los endurecidos de afuera, muchos lloraron. Y el paro duró en Olivos dos horas y tres minutos...

Después el tren no fue ni rápido ni despacio, sino más bien monótonamente, como este subte que no va para ningún lado. El Gallego abrió la ventanilla para capturar en el golpe del aire frío la melodía de Olivos. Yo presentí que había hecho algo lindo, que había tocado las cuerdas del corazón de todos, sin saber quien había tocado las mías.

En Retiro, recuerdo una moneda brillante en la mano del ángel.

"Es mágica, se transforma en caramelos...", me pareció oirle decir.

"No, la magia está en tu sonrisa", creo haberle susurrado a un rosado transparente que se desvanecía en las tinieblas.

La barra se desparramó con un "Nos vemos en el cole", hermanados por algo que no pudimos explicar. Yo me quedé triste y solo.

Con el correr de los años mi alma, nutrida desde el arrullo de la cuna por una presencia femenina —siempre le fui leal a la que con su sangre me dio vida, las otras no fueron sino seducción, delirios y desvelos—, se volvió versada y despistada. Yo creaba cantando; desparramaba sentimientos pero siempre guardaba uno: la angustia de saber mi alma vacía de la magia de esa noche en Olivos.

La barra se juntó por última vez, después de un tiempo demasiado largo, en Ezeiza. El Colorado ya había adquirido el título de tordo. El Flaco lucía su diploma: un tajo flamante que le cruzaba la mejilla, en la verdulería. El Gallego se vino con la jermu y los dos pendejos. Casi lo mato al Narigón: llegó con el pasaje cuando el avión estaba por salir —vaya a saber cómo me lo consiguió gratis.

En Montmartre me fue bien. No la conocí a Ivonne pero el franchute que me pasó la vieja me bastó para las madamemoiselles. Una que otra cana apareció en el pelo y seguí cantando bien, sin la presencia. De aquel entonces me quedan un par de memorias gastadas y el as de copas, mi ángel de la guarda en la timba que me mantuvo.

Un flujo desbordante, la quintaesencia del agua, me transportó a través del Atlántico. Pasaron los años y ya canoso terminé en un boliche del Village, donde querían que cantase "La Bamba" vestido de gaucho. Me negué y ahora ando por acá, temeroso del reflejo de imágenes abatidas, gambeteando espejos.

Otra estación, otras voces: una mamá cansada con una nena de unos cinco años con cara somnolienta y boca pegajosa. Ojalá que la piba encuentre lo que busca; yo rodé como bola sin manija sin hacerlo, pero siento que nos une el estar lejos, tan lejos... Con el corazón lleno le canto a ese ángel, que no figuró en mi disertación de minas pero que, ahora me doy cuenta, siempre estuvo conmigo. Poseído por la presencia, canto como nunca esa añoranza última que ya no será. Le canto de los recuerdos que acuden a mi mente, ahora que me toca a mí emprender la retirada.

La argentina, emocionada e intrusa en ese instante congelado en el tiempo, no sabe qué hacer. La mamá le pasa una moneda a la piba.

"Désela niña, que canta como Gardel".

La piba me la deja en la lata, refulgente como una estrella. Con una mezcla de miedo y emoción, vislumbro la chispa del reconocimiento en sus ojos. A través de la distancia me besa la mejilla con labios helados.

"Tu sonrisa... Me acuerdo de tu sonrisa... ¿De dónde sos, de Olivos?".

"No, soy colombiana, de Medellín...".

"Sí, sos vos, tu sonrisa no cambió nada...".

El destino me señala el camino por el que volveré. Mi sombra se despega de mi cuerpo y me entrega a la penumbra florida del anochecer, el del 24.


       


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