Este 16 de enero, como debe saberlo el lector despierto, se
cumplieron cuatrocientos años de la publicación de la primera parte del Quijote.
Un hito indudable porque, aparte de merecerle a Miguel de Cervantes la honra de
ser el autor de la primera novela moderna, la obra cumple aún, a cuatrocientos
años de distancia de su primera y accidentada aparición, con el cometido
estético de atrapar a su lector contemporáneo, habitante de un mundo tan
distinto al del siglo XVII.
El aniversario del Quijote es también el aniversario de
una tradición literaria, de una manera de vivir la literatura como exposición
del entorno sociohistórico y a la vez como critica sin piedad. Contrario a la
costumbre literaria del momento, Cervantes no crea un héroe, sino un antihéroe
alucinado al que todo le sale mal, aunque —y en esto cuánto se parece a los
cronopios del muy futuro Cortázar— su mente desviada le haga creer que va por
buen camino y que, en todo caso, es así como deben marchar las cosas para un
valeroso caballero andante.
Y, paradójicamente, nos recuerda por otra parte la infamia de
las prácticas piráticas, que tanto afectaron el bienestar económico de
Cervantes en su momento, pese a adquirir gran reconocimiento general a raíz de
su creación. Porque, en una época en que el derecho de autor era un concepto
tan vago, la magia de las palabras cervantinas atrajo tanto a impresores
fraudulentos como a autores de episodios y de segundas partes apócrifas.
En todo caso, la proeza de ese hijo de Rodrigo de Cervantes y
Leonor de Cortinas nos supera y nos preside, como escritores y como lectores, y
con don Alonso nos recita al oído: “No es un hombre más que otro si no hace
más que otro”.