Letras
El tren de Siberia
Santos Brito
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Ahora que estoy grande, ahora que tengo miedo, quiero viajar en ese tren. Aprovecharé esta época, cuando el otoño ciñe su estela sobre la taiga, otorgando al ambiente un tinte melancólico de tierra negra. Indistintamente de la estación, hace mucho tiempo que estoy deseando visitar las estepas. Adoro, como todo hombre, ver la desolación y la lucha feroz de la naturaleza, las extensiones infinitas de tierra que se pierden en el confín norte del planeta, los cipreses azotados por la rudeza de las nubes gélidas. No quiero hombres, mujeres, niños, en mi paisaje, sólo yo, anclado en la vasta soledad, mientras el tren aguarda sereno a las orillas del río Angara. Otra cosa: no pienso iniciar desde Moscú, porque estoy cansado de las plazoletas rojas y las palomas en los tejados, el mismo espectáculo solemne, nada exótico; mi tren partirá desde más allá de Omsk, pasará sobre las aguas del Ienisai, e irá a morir en el estrecho de Bering, en el arpón de un cazador de ballenas. También pienso detenerme para amontonar piedras en los dinteles, y comprobar si aparecen las mujeres que doblan cuchillos, con su bolso de fieltro, vendiendo infinidad de fragmentos de hielo pedestre.

Hay mucha gente. Demasiada. No debería extrañarme, porque viajar en este tren es el sueño de todo infante, y el consuelo de todo anciano. Una mujer apacigua a su bebé. Tres jóvenes me miran extrañadas, debe ser —pienso— mi tez suramericana que resalta entre tanta piel cristalina. Es verdad, las pieles son casi transparentes: digo que si tuvieran el torso desnudo podría verles el corazón tras el seno inquieto, distingo las venas que surcan aquellos muslos núbiles, y la sangre depositándose en los cabellos. Interrumpo mis divagaciones. El tren parece coagulado, hace horas que no mueven ningún vagón; de nuevo otra señora me dice que la ruta está clausurada. Le respondo que no me importa, que sólo quiero viajar por las nieves. De repente, se resquebrajan unas ramas, todos comienzan a cantar una cadena abrupta, añoro a Schiller, canta un gallo, la saliva se me amontona entre los dientes, los pies no me sostienen, comienzan a desfilar cuadritos negros. La apertura de un vagón pospone mi muerte. Al tren acuden multitud de tipos humanos, e incluso logro distinguir algunos que no reseñan en ningún texto de psicología. Unos ingleses me dirigen palabras ininteligibles. Intento contestar, pero la turba me aprisiona y golpea fuerte: parezco una bola de bingo. Por esas casualidades de la vida, consigo revisar mi boleto sin ensangrentarme las manos. Llego al vagón, subo; como está vacío y es muy amplio, no necesito recurrir a la falsa excusa de una fobia. La decoración me hace recordar a las menudas mesoneras de los cafés de New York: un tabardo sobre el único mueble, retratos de quirópteros sonrientes, clavicordios en los rincones, y unos colgaderos con la inscripción: "Gallinas". Esto último fue lo único raro que noté, especialmente porque no se trataba de colgaderos comunes de capote o sombrero, sino que salían del techo unas cuerdas con sus respectivos nudos de driza y, además, aquel grabado de "Gallinas" enturbiaba las apreciaciones. Olvidé esto rápidamente al ver que mi soledad calló, cuestión que en verdad aguardaba, pero no tan pronto. Para mayor desgracia, irrumpieron en primer lugar aquellas muchachas de espejo; una de ellas se escondió tras el mueble al verme, lo cual me hizo recordar mi procedencia, hasta me pareció ver el momento en que estaba naciendo: vine al mundo ahogado. Luego subió una señora cana, y un hombre, con aspecto de mercader por las gallinas que cargaba. Rápidamente, y como por instinto, entraron en familiaridad esos seres animales. Hablaban perfectamente un idioma que no conozco, pero que no era ruso. Quizás pensaban que yo conocía las lenguas de aquellos lares. Al contrario de lo que esperaba el mueble aún estaba desocupado. Con mi temple indomable, y la vista huidiza, me senté. Todos se quedaron mirándome. Me sentí estúpido, y la culpa se apoderó de mí: esa gente, pobre tal vez, necesita más que yo el asiento. Ya iba a levantarme cuando la vieja se me acercó. El aire me entró sin trabas a los pulmones, el colesterol se me secó, la mente corrió las persianas, la sangre abandonó mi piel, los sentidos se inundaron de adrenalina, apreté los puños, estaba listo para esquivar cualquier golpe. Me dijo, en inglés:

—Yo conozco todos los idiomas.

—Bien. ¿Y por qué no me habla en castellano?

—No soy adivina. Sólo te dije que hablo todos los idiomas.

—Ella —intervino el viejo— no es adivina. El adivino soy yo, porque puedo leer los pensamientos en cualquier instante.

—¡Caramba! —exclamé—. ¿Y quién eres tú? ¿Dios?

—Je, je. Mucho más que eso muchacho, mucho más.

—Te aseguro —dijo la vieja— que al terminar el viaje te irás conmigo. Me lo rogarás desesperado.

—Señores, señores. Disfruten el viaje, reposen de sus agitaciones —respondí con aire compasivo, comprendiendo las insuficiencias mentales de los ancianos, haciéndoles comprender mi indiferencia e incredulidad.

Así pues, sin ninguna disputa, continué como amo del mueble (con el tabardo). Miré de reojo a las muchachas, que al enterarse de mi vista se sonrojaron. Reflexioné con lástima que en mi tierra sólo serían fiambres de los clubes nocturnos. Me alegré al pensar que quizás ellas no habían entendido la conversación que sostuve con los viejos. Sin embargo, sus ojos tristes y azules me hacían suponer lo contrario, sus ojos que me miraban como quien ve un condenado o un ánima pagando pena. Aquellos ojos me irritaron, y confieso que aún después de muerto no he podido olvidar las esferas celestes girando en torno al torrente de mi cerebro. Casi procedí a insultarlas, pero me calmé al enterarme de que el tren estaba sobrevolando el río Ienisai. Abrí la ventana. Las gotas comenzaron a salpicar mi rostro, extendí las manos para tocar el agua hierta y espumosa: era un agua muy fría, igual a la de mis sueños infantiles, muy honda, casi como mis huellas. Los rieles se habían sumergido. Algunos bloques de hielo vagaban por el río. El Ienisai mostraba las suturas de la arena y el cielo, doblegando la fugaz estera de neblina. Recordé, ante aquellas grietas de la aurora, la historia que refería que ese río, oponiéndose a su cauce, conducía al fin del mundo. Algo estaba claro: el Ienisai no podía bordearse. Muchos lo habían intentado y siempre regresaban al lugar de origen, porque las riberas se entrecruzaban infinitamente y todos los senderos conducían al punto de partida. Algún incauto amarró una cuerda a un árbol y el otro extremo a su cintura, y así se dispuso a merodear en el laberinto. De ése nunca más se supo nada. Por si se lo preguntan, diré que la cuerda no desapareció, porque han visto que en la noche los lobos cazan con ella entre los colmillos. ¿Por qué no navegan? Simple. Las auroras perennes del Ienisai arden los ojos, ciegan, chupan la saliva, y además, nadie se expondrá a los gusanos descabezados que aparecen bañándose en los remolinos. De todas formas, no seré yo quien juzgue a esos hombres. Estoy en Siberia.

El tren de Siberia adopta la rutina otra vez. Las vastas soledades recuerdan a París, pero no a Buenos Aires. Hay algunos que creen que ambas ciudades poseen similitud de caracteres, y por eso presumen de haber vivido. No. Buenos Aires es más solemne y gustosa. Los mediodías argentinos son para verdaderos hombres, mientras París es más femenino. Sólo en Siberia resalta la gallardía, la tertulia no desvaría, y el alma roza el infinito. En cambio París, como mi origen, tiene proporciones de himenóptero.

Mi tren se humillaría ante las multitudes lentas, aristocráticas, que corren en la penumbra vaga de la literatura insulsa. Allá reposa un lago. Es extraño. Nos alejamos de Dédalo y abandono el tren con mi imaginación. Contemplo desde el lago al enorme gusano gris que sigue complaciente, sonriente, apartando los esqueletos de la taiga. Olvido a París y Buenos Aires. Olvido que me pierdo en el misterio siberiano.

Ahora las ninfas comienzan a darle vueltas a unas copas. La vieja inicia un viaje cómico, con tendencia erótica. Me acuerdo de que mi abuelo decía que girar cosas llamaba a la muerte. De pronto el viejo, en un movimiento brusco, guinda por las patas una de las gallinas. El nudo de driza asegura las patas del animal. Casi las hiere. Creo que huelo su hiel.

—Para matar una gallina, creo, hay que guindarla por la cabeza para trozarle el pescuezo —dije con aire de hombre de mundo.

—El pescuezo se lo quiebro con las manos —respondió.

—¿Y entonces para qué la guindó? Podía matarla en el suelo.

—Je, je —rió—. Si la guindas por las patas es más fácil de matar. El animal casi suplica para que le vuelen la cabeza. Así no opone resistencia.

En efecto, con un frágil quiebre de muñecas la tarea estaba concluida. Ni siquiera un aleteo o un suplicio desesperado. Luego, lo bajó, hizo con el pico del animal una cruz en el suelo, y lo colocó sobre ésta.

—Ahora resulta —dije— que esa cruz es para agradecerle a la gallina que se haya dejado matar.

—No —contestó tajante—. ¿No lo sabes? La cruz es para que no se mueva ni alborote mientras dura la agonía. Véala. Ahí está quietecita aguardando el instante.

¡Qué locuras comete esta gente! Y ya la mató. Para nada, porque aquí no se la va a comer. Y la vieja todavía continúa brincando. Y esas muchachas no paran de girar las copas. Grito. Quiero paz. Las ninfas sonríen y siguen con su jugueteo, como ignorándome, o mejor, retando mi paciencia y don de mando. No saben de lo que soy capaz. No saben que soy un hombre irascible. Grito otra vez. En esta ocasión mi voz ha alcanzado su propósito. Todo retorna a la calma. Recuerdo que estoy en el tren de Siberia, y que yo no deseaba acudir aquí. Siento sueño, pero debo permanecer despierto si no quiero nacer ahorcado en esos colgaderos. Está comenzando a hacer calor. Sin embargo, nieva. Parece que abandonamos Vladivostok. Pronto aterrizaremos en Bering. La vieja dobla una cuchara. ¡Sí! Se queda mirándola con bravura. Las ninfas murmuran complacidas. Me acuerdo otra vez de los chismes parisienses. El hombre bebe vodka. El mango de la cuchara se dobla como un arco iris, la punta se aplana. La fragilidad repentina adquirida por el material me da la impresión de que todo es de estaño: las piernas de las jóvenes, los dientes ocres de la vieja, el aliento de alcohol del borracho, el suelo, el suelo cede bajo mi peso, voy descendiendo, toco los rieles, las chispas me queman los dedos de los pies.

Me doy cuenta de lo que sucede. Alguien dice que es el fin, y el viejo me da la bienvenida. ¿Quién me ha hecho subir al tren de Siberia? Yo mismo, es cierto, pero tal vez no. Por todas las comisuras de los labios, entre las grietas del Lena, se filtran apacibles los aullidos de los lobos. Ahora tengo miedo. Veo, en procura de una última satisfacción, el cristal empañado. Allá cae la nieve, una nieve rara, brumosa y caliente, hecha de fuego, y se evapora antes de tocar la tierra. Todo fluye. Ahora viene la debacle. El hielo se desvanece en el curso superior, arrastrando cuanto encuentre a su paso, incluido el menudo zorro azul, mi alma. ¿Quién me ha hecho subir al tren de Siberia?