Perdida en la zona ganadera de aquel país, la
universidad, en sus inicios un colegio de agrimensura, había tenido que hacer
muchos esfuerzos para lograr el prestigio que lucía hoy día a nivel nacional.
Ya hacía varias décadas, los miembros de la junta directiva habían invertido
todo el esfuerzo y dinero en construir el corazón de aquel campus universitario
dispuesto a rebasar, a través de los años, la fama de las universidades más
prestigiosas.
El corazón del recinto era, por supuesto, la
biblioteca de veintisiete pisos cuya altura había sido motivo de gran
controversia cuando en plena construcción un estudiante resultó asesinado por
un ladrillo que había caído desde la azotea con evidentes intenciones
homicidas. Nunca se aclaró el misterio y el relato de los detalles de la
desgracia (su causa y su efecto incluidos), dicho de la mismísima boca de
alguno de los testigos o conocido de los testigos, vino a engrosar las leyendas
universitarias sin que se llegara nunca a esclarecer cuánto había de verdad y
cuánto de vuelo imaginario en ninguna de sus versiones. Sin embargo, la
explicación oficial que ofreció la administración universitaria hablaba menos
de intenciones maliciosas y más de desafortunados errores de cálculo y
lamentables accidentes cuya repetición debía evitarse a toda costa.
Fue entonces que cercaron el edificio y, como medida
de seguridad, eliminaron todo el peso que podían desalojar de cada piso. Un
equipo de ingenieros de la misma universidad hizo los estudios necesarios,
calculó por varias semanas el peso y la altura convenientes y redactó un
informe de varias resmas de papel en el que recomendaban medidas específicas
para evitar otras desgracias. Así fue como se decidió mudar todos los libros
en lenguas extranjeras y con ellos, a la eficiente y candorosa bibliotecaria de
trescientas libras, Melissa Perkins, a la antigua capilla Godell.
En aquel vetusto edificio de piedra, muy anterior a
la construcción de la universidad, fueron acumulando todos los libros escritos
en lenguas extranjeras que se habían ido adquiriendo a lo largo de los ciento
cincuenta años de existencia de la universidad. El cuantioso tesoro
bibliográfico quedó al cuidado de un equipo de cuatro mujeres: Melissa Perkins
y otras tres bibliotecarias cuyo aspecto insípido y siniestro las hermanaba de
forma inquietante. Tal vez por haber trabajado tantos años encerradas entre
libros, todas tenían los ojos empequeñecidos y cierta levedad más asociada a
los pájaros que a las bibliotecarias universitarias. Todas, menos Melissa
Perkins. Entre ellas, Perkins descollaba porque su peso, su mirada redonda (aun
más redonda tras sus gruesos espejuelos) y su aspecto de tierno mastodonte,
contrastaba con el aspecto frágil, enclenque y mojigato de sus compañeras de
trabajo.
Decidida a no perder control de su sentido de
orientación en aquel tropel de libros, Perkins invirtió todo su tiempo libre
en ir memorizando el lugar específico de cada libro mientras las tres pájaras
hacían que hacían paseándose de escritorio en escritorio y se dedicaban a
estudiar el movimiento de las ardillas a través de la ventana.
Escudada tras un constante despiste, Perkins logró
pasar inadvertida entre sus celosas colegas, a pesar de sus descomunales
proporciones y su ingente labor. Melissa revolvía cajas, organizaba anaqueles,
redactaba cartas, atendía estudiantes, colaba café, sostenía largas
conversaciones telefónicas en cinco lenguas distintas con misteriosos
interlocutores y participaba de todos los comités institucionales de rigor.
Así eran las cosas en aquel apacible campus, hasta
que un día el profesor Garriga entró a Godell y, en lugar de sentarse en el
escritorio de la ventana, atrincherado tras una muralla de obras completas de
Martí o de Lezama, como solía hacer todos los días, se acercó a la sala de
referencia a preguntar por Melissa Perkins. Las tres gallinitas lo miraron
incrédulas, esperando alguna explicación, pero Garriga repetía simplemente
que le trajeran a Perkins de una buena vez y se dejaran de mirarlo con cara de
teléfono ocupado.
Borges agonizaba y la reclamaba inmediatamente,
dicen que le dijo Garriga a Perkins cuando llegó sofocada al segundo piso, para
mayor pasme de las tres bibliotecarias que escuchaban disimuladamente desde sus
escritorios. El Gran Maestro había tomado un avión desde Ginebra a Nueva York
y ya venía de camino, escoltado por un profesor que habían enviado
expresamente para acompañarlo.
Borges se personó en el campus a las cinco en punto
de la tarde, exactamente a la hora convenida, escoltado por el joven profesor
que resultó ser un ecuatoriano que desde Nueva York no le había parado de
hablar de sus complicados sueños con la esperanza de que el Gran Maestro los
integrara a alguno de sus cuentos. Cuando por fin Borges pudo zafarse del
ecuatoriano pidió solemnemente que lo llevaran, si eran tan amables, con
Melissa Perkins. Los catedráticos, anonadados y muy honrados por la inesperada
visita, no sabían bien cómo ponerse pero accedieron al reclamo del Genio y,
después de despachar al joven profesor ecuatoriano que contaba sus sueños con
la esperanza de que el Gran Maestro los integrara a alguno de sus cuentos, lo
llevaron a Godell.
Hermanados en el aspecto de viejos elefantes y
bondadosa sapiencia, Borges y Perkins se saludaron en una lengua extraña, para
sorpresa de todos, especialmente para la plana mayor de la universidad que
espiaba por los cristales del cuarto contiguo.
Lo único de lo que se enteraron fue de que Borges
tomó café con galletitas, como cualquiera de los estudiantes que visitaban a
Perkins en su oficina. Estuvieron hablando dos horas y media, justo hasta la
hora de la cena, pero lo que más les intrigó a los catedráticos fue que a
todos les pareció que era más bien Perkins la que hablaba ante la mirada
perdida del Gran Maestro que alargaba su cuello de dinosaurio como para alcanzar
las imágenes que posiblemente describía Perkins en su balanceado parloteo.
Porque Perkins se mecía mientras hablaba, como si cantara algún vals, también
con la mirada perdida en lo alto de los estantes de su oficina, balanceando la
cabeza hacia la derecha dos veces, a la izquierda dos veces más, moviendo los
labios constantemente tal vez como si rezara. Hay varias versiones distintas
sobre el asunto, pero ninguna llegó a prevalecer como definitiva.
Al término de la conversación Perkins y Borges se
saludaron con una inclinación de cabeza y el Gran Maestro se dio la vuelta y
con paso seguro llegó a la puerta. Los catedráticos lo escoltaron a la salida
del edificio y después hasta el carro en el que esperaba taciturno el profesor
ecuatoriano para llevarlo de vuelta a Nueva York. Borges murió en Ginebra, como
todo el mundo sabe, pocos meses después.
Esta fue la única visita que recibió Perkins en
todos los años que estuvo trabajando en el recinto y también la única vez que
Borges visitó esa universidad. Pasó el tiempo y la visita de Borges fue a
parar al caudal de leyendas universitarias con la historia del estudiante
asesinado por el ladrillo fugitivo.
Cuando la remodelación de la torre estuvo terminada
y eliminaron la cerca protectora, Perkins fue a ocupar el último piso, con
vista al valle ganadero que resguardaba la universidad. La capilla Godell fue
demolida y en el solar construyeron la residencia de estudiantes que se ve ahora
desde la avenida principal. Perkins estuvo trabajando en su rutina por varios
años hasta que un día no se presentó a la biblioteca. Después de varias
averiguaciones resultó que Perkins había descubierto que comenzaba a padecer
de alguna enfermedad degenerativa de la memoria y decidió ingresar
voluntariamente a una casa de salud.
Las únicas noticias sobre el caso provienen de las
tres pájaras que hoy le sobreviven a Perkins en la biblioteca. Dicen ellas que
aun después de su desaparición siguen llegando a la biblioteca consultas
epistolares de lejanas tierras dirigidas a Melissa Perkins. Ninguna lleva
remitente y todas esperan ansiosamente la respuesta de la amante de Borges.
La tentación constante del melancólico
profesor
Una vez tuve un profesor atravesado por la
melancolía de quien siempre sospeché ciertas aspiraciones literarias. Así le
llaman algunos al afán secreto por ingresar en el círculo apretadísimo de las
letras.
Era un profesor desinflado. Había sido muy gordo y
muy enérgico y, dicen los que lo conocieron trescientas libras antes, de mejor
humor. Al parecer, el médico le recetó un régimen de vida o muerte y con la
manteca perdió también la risa. Fue entonces que le dio con escribir, porque
la pérdida de peso llegó acompañada de una pérdida de vigor juvenil y, tan
lejos de su país, no le quedó más que soñarlo. Así que siempre estaba
triste.
Caminaba por los pasillos balanceando la ceniza de
un cigarrillo que cargaba como cirio procesional mientras se desplazaba de
oficina en oficina en misteriosas gestiones que debían más a su ansiedad que a
verdaderas necesidades. Yo creo que, en realidad, mataba el tiempo para llegar a
su hora de almuerzo —aunque el banquete fuera invariablemente una lata de
atún con galletas y un puñado de pasas. Afilaba todos los lápices con la
misma angustia que paseaba su colilla y miraba a través de unos espejuelos de
concha que casi siempre se balanceaban en la punta de su nariz pero de vez en
cuando le servían de diadema para su abundante pelo lacio. De más está decir
que su recuerdo va acompañado del respeto y el cariño que todos sus
estudiantes le profesábamos.
Así las cosas, Garriga, que así se llamaba, se
encerraba por las tardes a escribir poesía. Muy pocos lo sabían con certeza,
pero todos lo sospechábamos. Sucede que Garriga, cuando hablaba de poesía se
encumbraba y se encumbraba y nos trepaba con él a las vertiginosas nubes del
lirismo hispanoamericano. Sólo alguien que ha vivido muy de cerca la poesía
puede alcanzar tan altas latitudes metafóricas.
Allá arriba solía tropezar con las frases y
confundirse de forma espectacular. En pleno éxtasis Garriga no distinguía las
p de las b y las doble erres se le descosían en una sarta de lapsus que
engordaban la antología de garrigazos que todavía hoy sus ex alumnos
rememoran divertidos. Eran geniales pero no los reproduzco aquí, porque
desviaría la atención del asunto.
Me moría por saber qué poesía escribiría y un
día me atreví a preguntarle. Después de todo, él apreciaba mi seriedad
intelectual y seguramente me creyó cuando le prometí discreción absoluta.
Garriga sacó de una gaveta de su escritorio un cartapacio azul marino y me
enseñó con aire confidencial sus obras completas.
Más bien se trataba de lo que restaba de ellas.
Garriga había pasado tres décadas borrando y corrigiendo lo que había traído
escrito de su país y le quedaban entonces sólo cuarenta y dos poemas
brevísimos. Yo creo que fui la única privilegiada que accedí secretamente a
los poemas de Garriga, pero seguramente él se los hubiera enseñado a
cualquiera que se lo hubiera pedido.
Eran unos poemas alucinados que trataban de
madrugadas y sombras, una oscuridad que se asociaba más a la distancia de la
lucidez que a la cercanía de sí mismo. No creo que él pensara que eran la
gran cosa, de otra manera los hubiera publicado (amigos editores no le
faltaban), pero a mí me parecieron al menos dignos de ser vistos por otros ojos
que no fueran los de las cucarachas.
Yo creo que Garriga sufría profundamente su
afición a las letras, que hubiera sido más feliz si se hubiera entregado a su
impulso creador. El pobre padecía resignado los avatares de la vida académica:
la participación en comités, los tribunales de tesis, la asistencia a
congresos, las reuniones de facultad. No había más que ver cómo arrastraba
los pies los días de asamblea y la mirada de carnero enamorado que, en medio de
las discusiones departamentales más memorables, Garriga le echaba al mundo a
través de la ventana. Hubiera sido feliz en la biblioteca, atrincherado entre
sus libros de Rubén Darío, con una resma de papel virgen y dos cajas de
lápices afilados.
Yo recuerdo a Garriga con frecuencia, especialmente
cuando debo corregir exámenes. Siempre hay algo mejor que hacer. Me acuerdo de
libros que no he leído, de las historias que quisiera escribir, en fin, de las
razones originales que me impulsaron a estudiar literatura. Hay veces en las que
me escapo, aprovechando el despiste de uno de mis hijos, la fila del banco, la
espera en el estacionamiento de la escuela, y escribo tonterías como ésta.
Sucede que hace dos meses me dieron la noticia de
que Garriga había sufrido un derrame cerebral y estaba en coma. Lo fui a ver al
hospital y lo encontré vagando como dentro de sí mismo, con el movimiento
convulso de los que no despiertan jamás. Pregunté a su hija por los poemas,
pero al parecer no sabía ella que su padre escribiera nada aparte de los memos
de la oficina y las notas de sus estudiantes.
Desde entonces no he podido dejar de pensar en
Garriga, pero sobre todo en lo que representa ser profesor de literatura en la
universidad: el gran placer de compartir una lectura, la mirada maravillada del
estudiante que por fin entiende un intrincado razonamiento, el aspecto ávido
del que desea explicar sus ideas, la tímida inteligencia del que nos ilumina
desde su curiosidad.
Entonces entendí por qué Garriga insistía en
encumbrarnos en la exégesis poética, porqué se obstinaba en hablarnos con
rigor y claridad de las complejidades de Lezama, de la profunda simpleza de
Martí, por qué se callaba inquieto a la espera de nuestros vacilantes
comentarios. No hacía falta publicar sus cuarenta y dos poemas, porque Garriga
publicaba todos los días su lectura. Para profesar la literatura, también se
podía ser simplemente un profesor.
Si Garriga despertara algún día, me gustaría
decirle todas estas cosas y tal vez tendría el valor para preguntarle por sus
poemas. Después de todo, el profesor, como solía decir él, también tiene su
corazoncito.
Ahora que todos los que fuimos sus alumnos somos
profesores, ahora que somos nosotros los que nos enredamos con las dobles erres,
entendemos mejor la angustia y los paseos melancólicos de Garriga. Cuando nos
avasalla la tentación de la literatura hay veces que nos resignamos a
reproducir con nuestros estudiantes la avidez de otro menos melancólico que
nosotros, que cedió al impulso y tomó el lápiz.
Los últimos pies
La licenciada Ortiz jamás imaginó lo complicado
que sería operarse los juanetes. Primero lo pospuso por la piedra en el
riñón, después por la boda del nieto gringo, más adelante por el huracán y,
de forma súbita y dramática, por el infarto del verano pasado. Fue entonces
que la abrieron como un pollo, le graparon el pecho y la dejaron tan triste por
tanto tiempo que casi se olvidó de sus juanetes.
Había vivido obsesionada con los pies. A Migdalia
Ortiz le parecía la parte más erótica de la anatomía humana. Por eso alguna
vez en su juventud descarada usó sandalias, pero desde que entró
misteriosamente en la etapa pudorosa de su vida llevaba unos chambones muy
decentes y saludables, casi siempre de colores oscuros. Después de los setenta
años, como suele sucederle a todo el mundo, a Migdalia se le estrujó el rostro
y el cuello, se le desplomaron los brazos, la panza y los muslos en fofas lonjas
de manteca, se le serpenteó la espina dorsal hasta acurrucar los riñones con
los intestinos y se le anudaron las articulaciones de los pies y las manos. Todo
eso lo soportó con estoicismo, todo, menos los dichosos juanetes.
El colmo fue cuando ya no pudo amarrarse los zapatos
ortopédicos. Hay que decir que doña Migdalia era muy paticaliente y se pasaba
haciendo gestiones reales e inventadas, para los que la necesitaban y para los
que no, en un volvo del ochenta y cinco que había jurado la acompañaría hasta
la tumba. Que me entierren en él, dicen que dijo cuando firmó el préstamo de
diecisiete mil pesos, y fue corriendo a comprarse una placa del Colegio de
Abogados para adornar el cristal trasero y se lo respetaran en el párquin. La
verdad era que no lo usaba mucho; debía rendir los diecisiete mil pesos del
ochenta y cinco. Solía dejar el volvo estacionado en las partes más remotas de
los estacionamientos, para que no se lo rasparan con los portazos, e incluso
había ocasiones en que prefería ir a los sitios caminando largos trechos o
peregrinando en guagua con tal de no usar su carro. Ahora que estaba achacosa
vivía en el mismo centro de Hato Rey, cerca del supermercado, de la funeraria y
de un tropel de oficinas médicas, los tres destinos más frecuentes de Migdalia
Ortiz.
Con el tiempo la licenciada se recuperó del infarto
y cuando le volvieron el color y las ganas de andar le dio con operarse de una
vez por todas los dichosos juanetes.
Sin duda era un acto de vanidad, pero los
escrúpulos se disipaban con la libertad que le traía su propia resurrección.
Ahora que la gente se sorprendía de encontrarla viva, se sentía con todo el
derecho de hacer cosas prohibidas. Había encontrado algo que sí podía
arreglar para burlar los accidentes del tiempo y los coqueteos de la muerte. No
podía rehacer su vida, ni disponer de tanta piel que le sobraba, ni enderezar
su columna vertebral, pero sí podía recuperar la grácil forma de sus pies.
Así que esperó pacientemente el permiso del cardiólogo, hizo todos los
laboratorios necesarios, suspendió el comadín por dos semanas y se fue al
cirujano.
Habían pasado diez años desde que le
diagnosticaron la condición. Le había tomado una década acercarse a esa
oficina de la avenida Roosevelt. Las vecinas del edificio le habían recomendado
un doctor joven, buen mozo y diligente, que hacía buenos chistes y daba buenos
sobos. Todos esos años había vacilado entre operarse o no, así que llegó a
la oficina del médico sufriendo en la duda. Su tormento pasó inadvertido para
las otras tres señoras que esperaban el turno y la secretaria que papelereaba
detrás del cristal de la oficina.
El consultorio del cirujano era una casa común del
vecindario que habían restaurado con un gusto espantoso. Habían acomodado
todas las sillas posibles en lo que había sido alguna vez el cuarto de al
frente y la sala comedor se había transformado en el salón de cobros, donde la
secretaria facturaba afanosamente las cuentas de invisibles pacientes por la
reconstrucción de sus respectivos pies.
En una esquina del salón, como suele haber en estos
sitios, habían colocado un televisor que nadie veía y todo el mundo escuchaba
con resignación y sin ningún interés. De vez en cuando Migdalia veía a la
secretaria prestar una atención especial a lo que sucedía en la pantalla,
sonreír con los chistes y alelarse con las escenas sentimentales, según fuera
la ocasión. Parecería que para ella habían puesto el televisor, como si
tuviera motivo de aburrimiento en aquel sembradío de papeles. Todo esto lo
anotaba mentalmente la licenciada con el mismo fervor con el que examinaba a sus
clientes de antaño.
Ése era ahora su pasatiempo favorito, adivinar los
pensamientos de las personas que la acompañaban en las esperas. Cuando entró
en la etapa de las citas médicas a razón de tres por semana, Migdalia pensó
que nunca se acostumbraría pero llegó a perfeccionar tanto el arte de la
observación que dos años después no se aburría jamás en las oficinas de los
médicos y, sobre todo, practicaba el ejercicio del turno con espíritu
deportivo y hasta con devoción. Así descubrió la dolencia de sus tres
compañeras de turno esa mañana y el extravío mental de una de ellas que
también miraba el televisor con la misma atención de la secretaria.
En esas estaba cuando sonó por quinta vez el timbre
de la puerta y la secretaria con los ojos fijos en el televisor, apretó el
botón del seguro, obviamente sin mirar muy bien a los nuevos visitantes.
Tres hombres entraron violentamente por la puerta
como si tuvieran mucha prisa por arreglarse los pies, sacaron unos enormes tubos
que Migdalia conoció ser escopetas recortadas y se bajaron los gorros tejidos
hasta dejar los agujeros de los ojos en su sitio. "¡Tírense al
suelo!", gritó uno, y dos de las viejitas se lanzaron al piso sin
rechistar. Sólo Migdalia y la loca se quedaron sentadas. "¡Tírense al
suelo, coño!". "¡Ay, Virgen del Carmen!", dijo la loca saliendo
de su ensimismamiento y obedeció la orden como mejor pudo. Migdalia estaba tan
distraída examinando la indumentaria de los malhechores que tardó en darse
cuenta de que estaba en medio de un asalto. Había podido calar exactamente de
qué barrio eran, qué edad tenían y hasta la alergia crónica del más bajito.
Están nerviosos, se dijo, y tienen prisa por hacer lo convenido, no hay pasión
ni odio —pensaba la licenciada, toda su silueta hecha un signo de
interrogación, sin darse cuenta de que aún no obedecía. Sólo cuando uno de
ellos se le acercó amenazadoramente repitiendo la misma orden con la vehemencia
de la primera y la segunda vez, se echó al suelo con toda la prisa que le
permitían sus torcidos huesos.
Los hombres golpearon violentamente el cristal y
Migdalia se tapó media cara con el antebrazo mientras miraba lo que podía con
medio ojo que le quedaba libre. Así vio cómo pasaron los seis pies delante
suyo, la puerta se entreabrió y aparecieron los suecos de la enfermera y los
mocasines del cirujano. Escuchó gritos y amenazas, súplicas e improperios y
más tarde dos tiros atronadores con más gritos de fondo, un golpe sordo y
silencio. Sacó su medio ojo y pudo ver los seis pies de regreso a la sala de
espera desfilando diligentemente hasta la puerta. De esta forma tuvo una
perspectiva privilegiada de todo el incidente, desde el piso y muy cerca del
paso de los malhechores.
Lo que más le llamó la atención fue que dos de
esos pies iban calzados con unas sandalias de cuero y desde el tobillo al dedo
gordo podía apreciarse un saludable y hermoso pie de varón. Este pie no es
poca cosa, pensó atrevida. Migdalia mezcló el susto con la emoción olvidada
del aprecio erótico y enterró su medio ojo en el antebrazo para fijar la
maravillosa imagen en su memoria. ¿Cómo unos pies tan hermosos pueden sostener
tanta violencia? Migdalia Ortiz se perdió en una sarta de divagaciones
filosóficas que la hubiesen dormido en diez segundos si no hubiera sido por los
sollozos de una de las viejas y el rezo de la loca, acomodada como un gatito al
lado suyo. Así permanecieron las cuatro viejas en el suelo, escuchando de lejos
el parloteo nervioso de la enfermera que intentaba animar a la secretaria que se
había quedado catatónica del susto.
Más adelante se enteró de que los dos malhechores
habían asaltado la oficina para cobrarle una deuda de drogas al cirujano, a
quien habían dejado amondongado contra la puerta de su despacho. La enfermera
se había puesto histérica y no había podido parar de chillar a pesar de que
uno de los asaltantes insistía en que se callara, de manera que también a ella
le había tocado lo suyo, afortunadamente no con la escopeta. Los describieron
como tres individuos muy jóvenes, algo inexpertos y peligrosos, guiados por
otro más viejo y más listo que se había quedado afuera en el carro, con el
motor encendido. Todo había sucedido muy rápido y nadie había visto nada
importante para la policía, así que las dejaron ir en poco tiempo y la
licenciada Ortiz terminó curándose los juanetes con otro doctor, dos semanas
después del susto.
El día que fue a la última revisión, Migdalia
Ortiz se sentía emocionada. En tres semanas podría usar nuevamente zapatos de
tacón y, quién sabe, hasta sandalias. En eso pensaba la licenciada cuando
alcanzó a ver en el televisor una escena que siempre la perturbaba.
Se trataba de una imagen repetida en el avance de
noticias: el baúl medio abierto con los cadáveres de siempre. Los cuerpos
doblados, casi tanto como se guardan en el vientre, eran esta vez de tres
muchachos de menos de veinte años cada uno. Los tres juntos no sumaban la edad
de Migdalia Ortiz. Acurrucados los había encontrado la prensa, todavía con los
tenis puestos. Sólo uno de ellos estaba tan descalzo como llegó al mundo.
Migdalia sintió un escalofrío al reconocer los hermosos pies de las sandalias.
Quitó la vista del televisor, miró sus nuevos pies con disimulo y suspiró
como sólo lo hacen los ancianos cuando distinguen la señal ineludible de la
muerte.