Letras
Tres relatos
Sofía Irene Cardona
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La amante de Borges

Perdida en la zona ganadera de aquel país, la universidad, en sus inicios un colegio de agrimensura, había tenido que hacer muchos esfuerzos para lograr el prestigio que lucía hoy día a nivel nacional. Ya hacía varias décadas, los miembros de la junta directiva habían invertido todo el esfuerzo y dinero en construir el corazón de aquel campus universitario dispuesto a rebasar, a través de los años, la fama de las universidades más prestigiosas.

El corazón del recinto era, por supuesto, la biblioteca de veintisiete pisos cuya altura había sido motivo de gran controversia cuando en plena construcción un estudiante resultó asesinado por un ladrillo que había caído desde la azotea con evidentes intenciones homicidas. Nunca se aclaró el misterio y el relato de los detalles de la desgracia (su causa y su efecto incluidos), dicho de la mismísima boca de alguno de los testigos o conocido de los testigos, vino a engrosar las leyendas universitarias sin que se llegara nunca a esclarecer cuánto había de verdad y cuánto de vuelo imaginario en ninguna de sus versiones. Sin embargo, la explicación oficial que ofreció la administración universitaria hablaba menos de intenciones maliciosas y más de desafortunados errores de cálculo y lamentables accidentes cuya repetición debía evitarse a toda costa.

Fue entonces que cercaron el edificio y, como medida de seguridad, eliminaron todo el peso que podían desalojar de cada piso. Un equipo de ingenieros de la misma universidad hizo los estudios necesarios, calculó por varias semanas el peso y la altura convenientes y redactó un informe de varias resmas de papel en el que recomendaban medidas específicas para evitar otras desgracias. Así fue como se decidió mudar todos los libros en lenguas extranjeras y con ellos, a la eficiente y candorosa bibliotecaria de trescientas libras, Melissa Perkins, a la antigua capilla Godell.

En aquel vetusto edificio de piedra, muy anterior a la construcción de la universidad, fueron acumulando todos los libros escritos en lenguas extranjeras que se habían ido adquiriendo a lo largo de los ciento cincuenta años de existencia de la universidad. El cuantioso tesoro bibliográfico quedó al cuidado de un equipo de cuatro mujeres: Melissa Perkins y otras tres bibliotecarias cuyo aspecto insípido y siniestro las hermanaba de forma inquietante. Tal vez por haber trabajado tantos años encerradas entre libros, todas tenían los ojos empequeñecidos y cierta levedad más asociada a los pájaros que a las bibliotecarias universitarias. Todas, menos Melissa Perkins. Entre ellas, Perkins descollaba porque su peso, su mirada redonda (aun más redonda tras sus gruesos espejuelos) y su aspecto de tierno mastodonte, contrastaba con el aspecto frágil, enclenque y mojigato de sus compañeras de trabajo.

Decidida a no perder control de su sentido de orientación en aquel tropel de libros, Perkins invirtió todo su tiempo libre en ir memorizando el lugar específico de cada libro mientras las tres pájaras hacían que hacían paseándose de escritorio en escritorio y se dedicaban a estudiar el movimiento de las ardillas a través de la ventana.

Escudada tras un constante despiste, Perkins logró pasar inadvertida entre sus celosas colegas, a pesar de sus descomunales proporciones y su ingente labor. Melissa revolvía cajas, organizaba anaqueles, redactaba cartas, atendía estudiantes, colaba café, sostenía largas conversaciones telefónicas en cinco lenguas distintas con misteriosos interlocutores y participaba de todos los comités institucionales de rigor.

Así eran las cosas en aquel apacible campus, hasta que un día el profesor Garriga entró a Godell y, en lugar de sentarse en el escritorio de la ventana, atrincherado tras una muralla de obras completas de Martí o de Lezama, como solía hacer todos los días, se acercó a la sala de referencia a preguntar por Melissa Perkins. Las tres gallinitas lo miraron incrédulas, esperando alguna explicación, pero Garriga repetía simplemente que le trajeran a Perkins de una buena vez y se dejaran de mirarlo con cara de teléfono ocupado.

Borges agonizaba y la reclamaba inmediatamente, dicen que le dijo Garriga a Perkins cuando llegó sofocada al segundo piso, para mayor pasme de las tres bibliotecarias que escuchaban disimuladamente desde sus escritorios. El Gran Maestro había tomado un avión desde Ginebra a Nueva York y ya venía de camino, escoltado por un profesor que habían enviado expresamente para acompañarlo.

Borges se personó en el campus a las cinco en punto de la tarde, exactamente a la hora convenida, escoltado por el joven profesor que resultó ser un ecuatoriano que desde Nueva York no le había parado de hablar de sus complicados sueños con la esperanza de que el Gran Maestro los integrara a alguno de sus cuentos. Cuando por fin Borges pudo zafarse del ecuatoriano pidió solemnemente que lo llevaran, si eran tan amables, con Melissa Perkins. Los catedráticos, anonadados y muy honrados por la inesperada visita, no sabían bien cómo ponerse pero accedieron al reclamo del Genio y, después de despachar al joven profesor ecuatoriano que contaba sus sueños con la esperanza de que el Gran Maestro los integrara a alguno de sus cuentos, lo llevaron a Godell.

Hermanados en el aspecto de viejos elefantes y bondadosa sapiencia, Borges y Perkins se saludaron en una lengua extraña, para sorpresa de todos, especialmente para la plana mayor de la universidad que espiaba por los cristales del cuarto contiguo.

Lo único de lo que se enteraron fue de que Borges tomó café con galletitas, como cualquiera de los estudiantes que visitaban a Perkins en su oficina. Estuvieron hablando dos horas y media, justo hasta la hora de la cena, pero lo que más les intrigó a los catedráticos fue que a todos les pareció que era más bien Perkins la que hablaba ante la mirada perdida del Gran Maestro que alargaba su cuello de dinosaurio como para alcanzar las imágenes que posiblemente describía Perkins en su balanceado parloteo. Porque Perkins se mecía mientras hablaba, como si cantara algún vals, también con la mirada perdida en lo alto de los estantes de su oficina, balanceando la cabeza hacia la derecha dos veces, a la izquierda dos veces más, moviendo los labios constantemente tal vez como si rezara. Hay varias versiones distintas sobre el asunto, pero ninguna llegó a prevalecer como definitiva.

Al término de la conversación Perkins y Borges se saludaron con una inclinación de cabeza y el Gran Maestro se dio la vuelta y con paso seguro llegó a la puerta. Los catedráticos lo escoltaron a la salida del edificio y después hasta el carro en el que esperaba taciturno el profesor ecuatoriano para llevarlo de vuelta a Nueva York. Borges murió en Ginebra, como todo el mundo sabe, pocos meses después.

Esta fue la única visita que recibió Perkins en todos los años que estuvo trabajando en el recinto y también la única vez que Borges visitó esa universidad. Pasó el tiempo y la visita de Borges fue a parar al caudal de leyendas universitarias con la historia del estudiante asesinado por el ladrillo fugitivo.

Cuando la remodelación de la torre estuvo terminada y eliminaron la cerca protectora, Perkins fue a ocupar el último piso, con vista al valle ganadero que resguardaba la universidad. La capilla Godell fue demolida y en el solar construyeron la residencia de estudiantes que se ve ahora desde la avenida principal. Perkins estuvo trabajando en su rutina por varios años hasta que un día no se presentó a la biblioteca. Después de varias averiguaciones resultó que Perkins había descubierto que comenzaba a padecer de alguna enfermedad degenerativa de la memoria y decidió ingresar voluntariamente a una casa de salud.

Las únicas noticias sobre el caso provienen de las tres pájaras que hoy le sobreviven a Perkins en la biblioteca. Dicen ellas que aun después de su desaparición siguen llegando a la biblioteca consultas epistolares de lejanas tierras dirigidas a Melissa Perkins. Ninguna lleva remitente y todas esperan ansiosamente la respuesta de la amante de Borges.

 

La tentación constante del melancólico profesor

Una vez tuve un profesor atravesado por la melancolía de quien siempre sospeché ciertas aspiraciones literarias. Así le llaman algunos al afán secreto por ingresar en el círculo apretadísimo de las letras.

Era un profesor desinflado. Había sido muy gordo y muy enérgico y, dicen los que lo conocieron trescientas libras antes, de mejor humor. Al parecer, el médico le recetó un régimen de vida o muerte y con la manteca perdió también la risa. Fue entonces que le dio con escribir, porque la pérdida de peso llegó acompañada de una pérdida de vigor juvenil y, tan lejos de su país, no le quedó más que soñarlo. Así que siempre estaba triste.

Caminaba por los pasillos balanceando la ceniza de un cigarrillo que cargaba como cirio procesional mientras se desplazaba de oficina en oficina en misteriosas gestiones que debían más a su ansiedad que a verdaderas necesidades. Yo creo que, en realidad, mataba el tiempo para llegar a su hora de almuerzo —aunque el banquete fuera invariablemente una lata de atún con galletas y un puñado de pasas. Afilaba todos los lápices con la misma angustia que paseaba su colilla y miraba a través de unos espejuelos de concha que casi siempre se balanceaban en la punta de su nariz pero de vez en cuando le servían de diadema para su abundante pelo lacio. De más está decir que su recuerdo va acompañado del respeto y el cariño que todos sus estudiantes le profesábamos.

Así las cosas, Garriga, que así se llamaba, se encerraba por las tardes a escribir poesía. Muy pocos lo sabían con certeza, pero todos lo sospechábamos. Sucede que Garriga, cuando hablaba de poesía se encumbraba y se encumbraba y nos trepaba con él a las vertiginosas nubes del lirismo hispanoamericano. Sólo alguien que ha vivido muy de cerca la poesía puede alcanzar tan altas latitudes metafóricas.

Allá arriba solía tropezar con las frases y confundirse de forma espectacular. En pleno éxtasis Garriga no distinguía las p de las b y las doble erres se le descosían en una sarta de lapsus que engordaban la antología de garrigazos que todavía hoy sus ex alumnos rememoran divertidos. Eran geniales pero no los reproduzco aquí, porque desviaría la atención del asunto.

Me moría por saber qué poesía escribiría y un día me atreví a preguntarle. Después de todo, él apreciaba mi seriedad intelectual y seguramente me creyó cuando le prometí discreción absoluta. Garriga sacó de una gaveta de su escritorio un cartapacio azul marino y me enseñó con aire confidencial sus obras completas.

Más bien se trataba de lo que restaba de ellas. Garriga había pasado tres décadas borrando y corrigiendo lo que había traído escrito de su país y le quedaban entonces sólo cuarenta y dos poemas brevísimos. Yo creo que fui la única privilegiada que accedí secretamente a los poemas de Garriga, pero seguramente él se los hubiera enseñado a cualquiera que se lo hubiera pedido.

Eran unos poemas alucinados que trataban de madrugadas y sombras, una oscuridad que se asociaba más a la distancia de la lucidez que a la cercanía de sí mismo. No creo que él pensara que eran la gran cosa, de otra manera los hubiera publicado (amigos editores no le faltaban), pero a mí me parecieron al menos dignos de ser vistos por otros ojos que no fueran los de las cucarachas.

Yo creo que Garriga sufría profundamente su afición a las letras, que hubiera sido más feliz si se hubiera entregado a su impulso creador. El pobre padecía resignado los avatares de la vida académica: la participación en comités, los tribunales de tesis, la asistencia a congresos, las reuniones de facultad. No había más que ver cómo arrastraba los pies los días de asamblea y la mirada de carnero enamorado que, en medio de las discusiones departamentales más memorables, Garriga le echaba al mundo a través de la ventana. Hubiera sido feliz en la biblioteca, atrincherado entre sus libros de Rubén Darío, con una resma de papel virgen y dos cajas de lápices afilados.

Yo recuerdo a Garriga con frecuencia, especialmente cuando debo corregir exámenes. Siempre hay algo mejor que hacer. Me acuerdo de libros que no he leído, de las historias que quisiera escribir, en fin, de las razones originales que me impulsaron a estudiar literatura. Hay veces en las que me escapo, aprovechando el despiste de uno de mis hijos, la fila del banco, la espera en el estacionamiento de la escuela, y escribo tonterías como ésta.

Sucede que hace dos meses me dieron la noticia de que Garriga había sufrido un derrame cerebral y estaba en coma. Lo fui a ver al hospital y lo encontré vagando como dentro de sí mismo, con el movimiento convulso de los que no despiertan jamás. Pregunté a su hija por los poemas, pero al parecer no sabía ella que su padre escribiera nada aparte de los memos de la oficina y las notas de sus estudiantes.

Desde entonces no he podido dejar de pensar en Garriga, pero sobre todo en lo que representa ser profesor de literatura en la universidad: el gran placer de compartir una lectura, la mirada maravillada del estudiante que por fin entiende un intrincado razonamiento, el aspecto ávido del que desea explicar sus ideas, la tímida inteligencia del que nos ilumina desde su curiosidad.

Entonces entendí por qué Garriga insistía en encumbrarnos en la exégesis poética, porqué se obstinaba en hablarnos con rigor y claridad de las complejidades de Lezama, de la profunda simpleza de Martí, por qué se callaba inquieto a la espera de nuestros vacilantes comentarios. No hacía falta publicar sus cuarenta y dos poemas, porque Garriga publicaba todos los días su lectura. Para profesar la literatura, también se podía ser simplemente un profesor.

Si Garriga despertara algún día, me gustaría decirle todas estas cosas y tal vez tendría el valor para preguntarle por sus poemas. Después de todo, el profesor, como solía decir él, también tiene su corazoncito.

Ahora que todos los que fuimos sus alumnos somos profesores, ahora que somos nosotros los que nos enredamos con las dobles erres, entendemos mejor la angustia y los paseos melancólicos de Garriga. Cuando nos avasalla la tentación de la literatura hay veces que nos resignamos a reproducir con nuestros estudiantes la avidez de otro menos melancólico que nosotros, que cedió al impulso y tomó el lápiz.

 

Los últimos pies

La licenciada Ortiz jamás imaginó lo complicado que sería operarse los juanetes. Primero lo pospuso por la piedra en el riñón, después por la boda del nieto gringo, más adelante por el huracán y, de forma súbita y dramática, por el infarto del verano pasado. Fue entonces que la abrieron como un pollo, le graparon el pecho y la dejaron tan triste por tanto tiempo que casi se olvidó de sus juanetes.

Había vivido obsesionada con los pies. A Migdalia Ortiz le parecía la parte más erótica de la anatomía humana. Por eso alguna vez en su juventud descarada usó sandalias, pero desde que entró misteriosamente en la etapa pudorosa de su vida llevaba unos chambones muy decentes y saludables, casi siempre de colores oscuros. Después de los setenta años, como suele sucederle a todo el mundo, a Migdalia se le estrujó el rostro y el cuello, se le desplomaron los brazos, la panza y los muslos en fofas lonjas de manteca, se le serpenteó la espina dorsal hasta acurrucar los riñones con los intestinos y se le anudaron las articulaciones de los pies y las manos. Todo eso lo soportó con estoicismo, todo, menos los dichosos juanetes.

El colmo fue cuando ya no pudo amarrarse los zapatos ortopédicos. Hay que decir que doña Migdalia era muy paticaliente y se pasaba haciendo gestiones reales e inventadas, para los que la necesitaban y para los que no, en un volvo del ochenta y cinco que había jurado la acompañaría hasta la tumba. Que me entierren en él, dicen que dijo cuando firmó el préstamo de diecisiete mil pesos, y fue corriendo a comprarse una placa del Colegio de Abogados para adornar el cristal trasero y se lo respetaran en el párquin. La verdad era que no lo usaba mucho; debía rendir los diecisiete mil pesos del ochenta y cinco. Solía dejar el volvo estacionado en las partes más remotas de los estacionamientos, para que no se lo rasparan con los portazos, e incluso había ocasiones en que prefería ir a los sitios caminando largos trechos o peregrinando en guagua con tal de no usar su carro. Ahora que estaba achacosa vivía en el mismo centro de Hato Rey, cerca del supermercado, de la funeraria y de un tropel de oficinas médicas, los tres destinos más frecuentes de Migdalia Ortiz.

Con el tiempo la licenciada se recuperó del infarto y cuando le volvieron el color y las ganas de andar le dio con operarse de una vez por todas los dichosos juanetes.

Sin duda era un acto de vanidad, pero los escrúpulos se disipaban con la libertad que le traía su propia resurrección. Ahora que la gente se sorprendía de encontrarla viva, se sentía con todo el derecho de hacer cosas prohibidas. Había encontrado algo que sí podía arreglar para burlar los accidentes del tiempo y los coqueteos de la muerte. No podía rehacer su vida, ni disponer de tanta piel que le sobraba, ni enderezar su columna vertebral, pero sí podía recuperar la grácil forma de sus pies. Así que esperó pacientemente el permiso del cardiólogo, hizo todos los laboratorios necesarios, suspendió el comadín por dos semanas y se fue al cirujano.

Habían pasado diez años desde que le diagnosticaron la condición. Le había tomado una década acercarse a esa oficina de la avenida Roosevelt. Las vecinas del edificio le habían recomendado un doctor joven, buen mozo y diligente, que hacía buenos chistes y daba buenos sobos. Todos esos años había vacilado entre operarse o no, así que llegó a la oficina del médico sufriendo en la duda. Su tormento pasó inadvertido para las otras tres señoras que esperaban el turno y la secretaria que papelereaba detrás del cristal de la oficina.

El consultorio del cirujano era una casa común del vecindario que habían restaurado con un gusto espantoso. Habían acomodado todas las sillas posibles en lo que había sido alguna vez el cuarto de al frente y la sala comedor se había transformado en el salón de cobros, donde la secretaria facturaba afanosamente las cuentas de invisibles pacientes por la reconstrucción de sus respectivos pies.

En una esquina del salón, como suele haber en estos sitios, habían colocado un televisor que nadie veía y todo el mundo escuchaba con resignación y sin ningún interés. De vez en cuando Migdalia veía a la secretaria prestar una atención especial a lo que sucedía en la pantalla, sonreír con los chistes y alelarse con las escenas sentimentales, según fuera la ocasión. Parecería que para ella habían puesto el televisor, como si tuviera motivo de aburrimiento en aquel sembradío de papeles. Todo esto lo anotaba mentalmente la licenciada con el mismo fervor con el que examinaba a sus clientes de antaño.

Ése era ahora su pasatiempo favorito, adivinar los pensamientos de las personas que la acompañaban en las esperas. Cuando entró en la etapa de las citas médicas a razón de tres por semana, Migdalia pensó que nunca se acostumbraría pero llegó a perfeccionar tanto el arte de la observación que dos años después no se aburría jamás en las oficinas de los médicos y, sobre todo, practicaba el ejercicio del turno con espíritu deportivo y hasta con devoción. Así descubrió la dolencia de sus tres compañeras de turno esa mañana y el extravío mental de una de ellas que también miraba el televisor con la misma atención de la secretaria.

En esas estaba cuando sonó por quinta vez el timbre de la puerta y la secretaria con los ojos fijos en el televisor, apretó el botón del seguro, obviamente sin mirar muy bien a los nuevos visitantes.

Tres hombres entraron violentamente por la puerta como si tuvieran mucha prisa por arreglarse los pies, sacaron unos enormes tubos que Migdalia conoció ser escopetas recortadas y se bajaron los gorros tejidos hasta dejar los agujeros de los ojos en su sitio. "¡Tírense al suelo!", gritó uno, y dos de las viejitas se lanzaron al piso sin rechistar. Sólo Migdalia y la loca se quedaron sentadas. "¡Tírense al suelo, coño!". "¡Ay, Virgen del Carmen!", dijo la loca saliendo de su ensimismamiento y obedeció la orden como mejor pudo. Migdalia estaba tan distraída examinando la indumentaria de los malhechores que tardó en darse cuenta de que estaba en medio de un asalto. Había podido calar exactamente de qué barrio eran, qué edad tenían y hasta la alergia crónica del más bajito. Están nerviosos, se dijo, y tienen prisa por hacer lo convenido, no hay pasión ni odio —pensaba la licenciada, toda su silueta hecha un signo de interrogación, sin darse cuenta de que aún no obedecía. Sólo cuando uno de ellos se le acercó amenazadoramente repitiendo la misma orden con la vehemencia de la primera y la segunda vez, se echó al suelo con toda la prisa que le permitían sus torcidos huesos.

Los hombres golpearon violentamente el cristal y Migdalia se tapó media cara con el antebrazo mientras miraba lo que podía con medio ojo que le quedaba libre. Así vio cómo pasaron los seis pies delante suyo, la puerta se entreabrió y aparecieron los suecos de la enfermera y los mocasines del cirujano. Escuchó gritos y amenazas, súplicas e improperios y más tarde dos tiros atronadores con más gritos de fondo, un golpe sordo y silencio. Sacó su medio ojo y pudo ver los seis pies de regreso a la sala de espera desfilando diligentemente hasta la puerta. De esta forma tuvo una perspectiva privilegiada de todo el incidente, desde el piso y muy cerca del paso de los malhechores.

Lo que más le llamó la atención fue que dos de esos pies iban calzados con unas sandalias de cuero y desde el tobillo al dedo gordo podía apreciarse un saludable y hermoso pie de varón. Este pie no es poca cosa, pensó atrevida. Migdalia mezcló el susto con la emoción olvidada del aprecio erótico y enterró su medio ojo en el antebrazo para fijar la maravillosa imagen en su memoria. ¿Cómo unos pies tan hermosos pueden sostener tanta violencia? Migdalia Ortiz se perdió en una sarta de divagaciones filosóficas que la hubiesen dormido en diez segundos si no hubiera sido por los sollozos de una de las viejas y el rezo de la loca, acomodada como un gatito al lado suyo. Así permanecieron las cuatro viejas en el suelo, escuchando de lejos el parloteo nervioso de la enfermera que intentaba animar a la secretaria que se había quedado catatónica del susto.

Más adelante se enteró de que los dos malhechores habían asaltado la oficina para cobrarle una deuda de drogas al cirujano, a quien habían dejado amondongado contra la puerta de su despacho. La enfermera se había puesto histérica y no había podido parar de chillar a pesar de que uno de los asaltantes insistía en que se callara, de manera que también a ella le había tocado lo suyo, afortunadamente no con la escopeta. Los describieron como tres individuos muy jóvenes, algo inexpertos y peligrosos, guiados por otro más viejo y más listo que se había quedado afuera en el carro, con el motor encendido. Todo había sucedido muy rápido y nadie había visto nada importante para la policía, así que las dejaron ir en poco tiempo y la licenciada Ortiz terminó curándose los juanetes con otro doctor, dos semanas después del susto.

El día que fue a la última revisión, Migdalia Ortiz se sentía emocionada. En tres semanas podría usar nuevamente zapatos de tacón y, quién sabe, hasta sandalias. En eso pensaba la licenciada cuando alcanzó a ver en el televisor una escena que siempre la perturbaba.

Se trataba de una imagen repetida en el avance de noticias: el baúl medio abierto con los cadáveres de siempre. Los cuerpos doblados, casi tanto como se guardan en el vientre, eran esta vez de tres muchachos de menos de veinte años cada uno. Los tres juntos no sumaban la edad de Migdalia Ortiz. Acurrucados los había encontrado la prensa, todavía con los tenis puestos. Sólo uno de ellos estaba tan descalzo como llegó al mundo. Migdalia sintió un escalofrío al reconocer los hermosos pies de las sandalias. Quitó la vista del televisor, miró sus nuevos pies con disimulo y suspiró como sólo lo hacen los ancianos cuando distinguen la señal ineludible de la muerte.