Son unas 5 de la mañana con algunas estrellas
fugitivas tiritando en el negro manto del cielo... el sol aún no se decide a
salir de entre los verdes senos del horizonte.
Una esbelta figura femenina se ha sentado frente al
tocador y se cepilla los largos y castaños cabellos con la parsimonia de la
vanidad.
Mira su rostro en el espejo y sonríe, satisfecha de
lo que ve. Coloca el cepillo sobre el tocador y se levanta. Se dirige al amplio
armario de madera y abre las puertas, se cruza de brazos y observa
analíticamente las vestiduras colgadas. Luego de unos segundos, toma unos
gastados pantalones de mezclilla, una blusa simple, sin mangas; unas sandalias y
fin. Cierra la puerta.
Coloca los implementos en la cama desordenada y se
vuelve hacia el espejo.
Su blanca piel desnuda se refleja en el cristal
hedonista. Observa su cuello, baja lentamente a sus hombros, hasta llegar
sigilosa a sus redondos pechos. Detiene ahí sus ojos y sin pensarlo demasiado
dictamina (por enésima vez): "mis pezones son demasiado grandes para el
tamaño de mis senos". Se encoge de hombros y sigue su recorrido. Llega a
su abdomen, luego a los inicios de la curvatura de su cintura. Echa un rápido
vistazo para recordar aquella frase: "tenés un torso perfecto para ser
dibujado". Inexpresivamente continua examinándose, llega a su sexo y
considera que lo ha rasurado de una manera inusual... sonríe ante lo absurdo de
la conclusión, porque no se anda por allí revisando o preguntando a las
personas cómo han rasurado sus "partes nobles" (Buenos días,
¿podría usted decirme cómo rasura sus genitales..? Oh, ya veo... ¿y qué tal
la familia..?), por lo tanto, resulta engorroso saber con exactitud cuál es la
"forma usual" de hacerlo. Es más, probablemente su manera resulte ser
la más usual del mundo... pero, para no desilusionar sus indicios de
originalidad, le otorgará el beneficio de la duda a lo usual o inusual de su...
el "bip" del reloj interrumpe las cavilaciones de Lucrecia.
Con el rostro indignado ve unas 6 de la mañana,
flamantes, con un sol calentando aquellos verdes senos del horizonte.
Mientras viste su cuerpo repara en que no examinó
su rostro, no vio sus ojos, sus pestañas, sus labios... los obvió como si no
existieran... como si no tuviera rostro. "No tengo identidad", se oye
decir.
Ahora el sol tiene el aspecto de unas 6 y media de
la mañana. Toma un escueto vaso de jugo de naranja, cepilla mecánicamente sus
dientes y corre en busca de un bus con la mochila saltando en su espalda.
El día pasa sin mayores sobresaltos. Siete de la
mañana en el aula, luego una escabullida con los amigos. Una tarde de lluvia
esporádica, de manos deteniendo una quijada, de una ventana abierta para
aspirar el aroma de la tierra húmeda... de aislarse de lo mundano y volcarse al
interior para encontrar la verdadera riqueza del ser... bancarrota. Hora de
irse.
Llega la noche, y con ella, el libro de antes de
dormir, y con él, las artimañas del sueño...
Los ojos se vuelven a abrir en par a unas 5 de la
mañana que no tienen nada de diferente a las vividas el día anterior. Mientras
toma su baño de agua fría (el agua fría es excelente para una eficaz
circulación sanguínea en las piernas) empieza a tener la sensación que está
viviendo el mismo día, una y otra vez, desde hace casi 10 años... más de la
mitad de su vida, quizá... el agua recorre su cuerpo, limpia la superficie,
¿calará hasta el alma? (quien se purifica con agua teniendo la intención de
renovarse, logrará su cometido)...
De nuevo la esbelta figura de Lucrecia frente al
tocador. Alza sus delgados brazos para cepillar sus cabellos. Una y otra vez el
cepillo penetra entre las delgadas hebras castañas... mira su rostro en el
espejo y sonríe... pero no puede relajar la expresión de nuevo. Se ha quedado
allí, sonriente.
Aunque el resto de su rostro muestra pánico, la
sonrisa permanece intacta. Las lágrimas de angustia empiezan a correr por sus
mejillas, lo extraño es que no siente su cara húmeda por el llanto, pero sabe
que está llorando porque el espejo se lo dice. Lleva sus manos a sus mejillas,
las toca y no siente el calor característico del ser humano, están frías,
como porcelana. Su rostro se ha endurecido, su piel ha palidecido y la sonrisa
sigue allí, adornando su rostro de porcelana.
Su largo cabello se ha vuelto sintético, mira sus
manos y brazos, y lo que antes era su piel, ahora es porcelana, fría y pálida.
Desesperada, Lucrecia intenta levantarse, pero sus
piernas ya no le responden. Su cuerpo, endurecido, ya no le pertenece. Se
observa ahora con ojos de horror; con un largo cabello sintético, sonriente,
como una muñeca de porcelana en tamaño natural... desde lo más profundo de lo
que queda de ella, surge un grito mudo, pero con una intensidad tal que la hace
tambalearse hasta perder el equilibrio. Empieza a caer. Siente que los
centímetros que la separan del suelo son kilómetros surrealistas,
inexistentes, exagerados. Se ve sentada frente al espejo, cepillando su cabello,
vistiéndose, corriendo con la mochila en la espalda, viendo la lluvia por la
ventana, buscando lo que tiene en su interior... su cuerpo de porcelana se
estrella en el piso, convirtiéndose en miles de trocitos de loza fina. En su
interior no había nada. De lo inexistente se escuchó el llanto y la voz de
Lucrecia repitiendo una y otra vez "Lucrecia está vacía... Lucrecia está
vacía".