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Enza García Arreaza
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Sobre Vincent Van Gogh y el suicidio

A Francisco Massiani. Y que me perdone por dedicarle una historia tan fea.

Emilia se sentía sola porque extrañaba a Isacar, a quien le había comprado una estatua que le regalaría a otra persona, y por eso le dolía uno de los dedos gordos. Resentida porque Cruz se había empeñado en darle la cola hasta el otro centro comercial que quedaba en la misma cuadra y entre sacar el carro del estacionamiento y tomar la avenida y estacionarse, ya se le habían ido inconmensurables minutos, mientras la gorda Cruz hablaba y hablaba del marido sin tener contemplación alguna del silencio que Emilia sugería mientras la ignoraba despóticamente, mirando por la ventanilla. Porque uno grita cuando nada es el día y no se puede uno quejar porque la buena educación y esas habladeras de paja. Emilia se dio un banquete con sus nervios, no podía cruzar la avenida y ningún carro le daba paso. Ella pensaba en él todo el tiempo y eso la disminuía, la tiraba más poca cosa al mundo. Por eso se asustó de muerte cuando vio a un hombre muy parecido a Isacar y casi aplasta a un carro por ir corriendo detrás de él. Pero no era, claro, Isacar es más gordo y tiene algo así como un lunar. Es sospechoso que ella diga amar a ese hombre y no sea capaz de recordar si realmente tiene un lunar en la cara. Emilia se espaturró contra la tarde que ya cedía, le pareció que debía caminar más rápido, no tenía gracia alguna quedarse inerte frente a la puerta de Farmatodo pensando en esa vez que ella se encontró con el tipo en un hotel del centro y se tuvieron que enjuagar con un tobo de agua porque parece que el hotel le debía un realero a Hidrocaribe y habían cortado el servicio. Le dio rabia toparse con el vigilante ese que la mira con tinte lascivo, en fin, ya estaba de vuelta en el centro comercial de donde había salido con Cruz. Se sentó en la escalera a pensar en cuánto tardaría su papá en venir por ella y a comerse una torta de chocolate. Después una hora por la mitad. Entonces se acordó de Francisco Massiani y pensó que era tiempo de adquirir una nueva obsesión. Emilia ya carga encima diecisiete años cumpliendo año el mismo día que Vincent Van Gogh; muchas veces pensó que qué bolas que ese pintor sea el único que me pare bola el día de mi cumpleaños, a lo mejor si le hubiese leído un cuento de Massiani se hubiera salvado de pegarse un tiro. Bueno, se quedó callada un rato. Al rato retomó su curso por el Orinoco de carros frente a ella y regresó a sus cavilaciones sobre aquel hombre que la atormenta con su paz que es la distancia, Isacar, como uno de los hijos de Jacob, hijo de Isaac. Se quitó una lagaña y la miró con ternura porque detrás de ella escuchaba a un niño llorar. Aunque no quisiera hacía y hacía más cosas desde su fuerte en ruinas, hacía cosas que yo enumero. En fin, el asunto es que ella se mató cuando llegó a su casa, se tomó un sobre de veneno para ratas.

 

Quedé viva para contarlo

A Camila la entrepierna la olía a jabón de bebé. El viento a esa hora eructaba y se dejaba ver un hígado de carbón. Eran horas de hojalata y angustia, pero primero tendría que pasar por la farmacia a comprar una caja de condones. Sí, una caja, seguramente Rolando no querría usar condón. Él la llamó en la mañana, le dijo que se encontrarían en la habitación diecinueve. Eso de ir a un hotel era totalmente nuevo para ella, eso de abrir las piernas en la boca de un hombre en realidad la agobiaba, pero tendría que hacerlo por la esperanza que esa clase de unión era capaz de conferir. El dependiente de la farmacia se la quedó mirando socarrón y le pidió el teléfono. Camila violenta le tiró el dinero y salió corriendo con los condones. El hotel quedaba como a tres minutos, ella marchaba a pasos nerviosos pero concisos, hasta que se tropezó con una mujer gorda y con pelo de coco. Rogaba por no conseguirse con ninguna cara conocida, que no se encontrara con quien fuera a llevarle el chisme a su papá. Esa hora habría de romperlo todo y a Camila le preocupaba no tener la certeza de quien iría después a reparar el desastre. De golpe le entró una nostalgia anticipada por su himen, himen que ya había sido ofrecido al diablo. Un diablo poeta que había conocido a través del chat. Tenía que cruzar la avenida pero los carros no le concedían la venia de dejarla pasar, como si supieran del terror que la dominaba por debajo del sostén y las espinillas. El último rostro que vio fue el del rabino Stainer que la saludó desde un taxi. ¿Un rabino en taxi? No supo bien por qué la idea le sorprendió tanto. Cuando llegó al hotel había un tumulto de gente gritando en los pasillos. Había caca de ratón amontonada en una esquina de la recepción. Habían matado de dos tiros (uno en el brazo derecho y otro en la barriga, otro tiro había ido a parar en el vidrio de la ventana) al hombre de la habitación diecinueve. Una mujer había disparado y traía una foto de Camila en la cartera.

 

De ese lado no

Tango e iglesia. Mala combinación pero así soy yo. Mucha gente frunce el ceño al verme los domingos en la misa, en especial el sacerdote que no aguanta sostenerme la mirada desde que le dije que había soñado con un Dios que se suicidaba después del tan mentado Apocalipsis. ¿Sé fiel hasta la muerte? Fiel al violonchelo y a una mujer.

Pero me gustaba ir a la iglesia con Fresedo. Y con la nana que todavía lo amamanta y eso que Fresedo ya llega a los quince años.

Ese domingo, más monótono que el ritual de las mañanas de servirme café y abrir la arepa y embarrarla de mantequilla, se vio trastocado por un par de pezones y un vestido negro. Todos voltearon a mirarla, mujeres envidiosas con nariz de zanahoria y hombres que en el confesionario pedían perdón por prácticas onanistas.

Yo le vi cara de Adriana o Patricia. Hermosa y correcta en el cuerpo como los conciertos de Bach.

Fresedo la diagnosticó y la nana chirrió de celos (aclaro, la nana tenía diecisiete años y una hija en su haber cuando mi amigo nació). Venía sola a contraluz con un vestido negro ceñido que delataba sus redondeces y el delito magnánimo de no usar sostén. Tenía talante cansado y de foránea que viene a meter la uña en las vanidades ajenas. El sacerdote la miró y fue el caimán que lleva años haciendo dieta.

Esa noche no pude olvidarla, su figura toda caderas y pelo lacio tono funeral me acompañó incluso cuando fui a bañarme.

La semana empezó con un orden descomunal: el liceo y Fresedo contándome de las aventuras en el cuarto de la nana. Las prolíficas lecciones de chelo con la profesora Fiorella que hasta ese entonces fue la mujer más erótica del planeta. Los rostros que se van de viaje y los almuerzos, los libros que hay que leer para los exámenes. Y otra vez era domingo y era la iglesia. Ella entró del brazo de Mariano Libertella, un pintor fracasado que vive en la calle que tiene una cloaca rota. No puede ser su hija ni su mujer porque Libertella no gusta de las vaginas sino de los falos. Una vieja comentó con otra que se llamaba Gricel, como en aquel tango que Amelita Baltar cantaba sin gracia. Llevaba una blusa blanca que enmarcaba la pronunciación prolija de sus senos y una falda negra que jugaba a levantarse para que las piernas sonrieran, me sonrieran a mí. También escuché que se estaba quedando en la casa de Mariano.

Era hora de probar suerte con la pintura. Siempre me interesaron El Bosco, Picasso, Goya. Fresedo me ha contado que Clara, su nana, le ha permitido profundizar en ella todas las noches siempre que estén seguros de que mamá se ha tomado las pastillas para dormir. Edipo no coartado en sus fines, embalses de magma pálido escurriéndose por los predios de una piel estriada y cansada de lavar, planchar. Fresedo tiene suerte. No como yo que soy cobarde, que soy de vidrio.

El miércoles decidí pasar por casa de Libertella para enterarme sobre los cursos de pintura. Gricel abrió la puerta. Tenía una bata roja y el maquillaje chorreado como si un burro la hubiese lamido. Lucía amable como una almohada. Pero no pude contenerme y cuando me habló me di la vuelta y salí corriendo. Me oculté en el jardín de mi casa detrás del chelo silencioso y sentí morirme, sentí un sabor a eclipse en la punta de la lengua. El sacerdote estaba allí, lo vi desde la ventana de atrás, lo vi bajarse los pantalones frente a mi madre y a mi madre llenar su boca con él. La sotana en el piso de la cocina me hizo reír despacio, qué depravado es este Padre Nuestro.

El jueves volví a intentarlo con suerte. Esta vez Libertella me abrió la puerta y ese mismo día empezamos con las clases. Tuve que pintar botellas de vino, al lado de Requena que siempre nos pareció talentoso pero muy ñoño en el liceo. Todo marchaba bien, yo tarareaba un tango cualquiera de Pugliese. Todo era océano pacífico, aunque yo esperaba con endeble ansiedad el desparpajo de esa aparición: Gricel, que bajó los peldaños para llegar al estudio con la misma bata roja del otro día. Ella fue en ese momento Manuel de Falla y los jardines de España.

Sonrió al verme. Libertella le dijo que ya se podía quitar la bata y que subiera al pedestal. Se me cayó el lápiz, bueno, estaba temblando, y Requena me auscultó sorprendido pero queriendo disimularlo. Se quitó la bata y Manuel de Falla era pura baba.

Libertella la pintaba, planeaba hacer una muestra de desnudos en la galería municipal.

Toda mi infancia, con su angustia y frustración, se amontonó en ella: la nariz suave me recordaba a la de mi madre que en ese momento tendría la nariz en la entrepierna del cura. Los muslos frondosos donde me escondía cuando tronaba. La sombra sorbida de su sexo carnoso y poblado de hilitos aciagos. Los dedos alargados hasta el paroxismo. La boca mordida desde lejos. Los senos palpados en silencio como si tocara las cuerdas mi instrumento grave y melancólico. El chelo y Gricel podrían serlo todo a partir de ahora. Podrían serlo todo si mi saliva inundara los sueños de sus pezones. Requena me miraba confundido. Libertella la amasaba con sus manos y no le importaba, no como a mí que soy un ser de vidrio.

Llegué a mi casa sin el sol sobre la espalda, mi madre lavaba los platos y a las ocho vino asustado Fresedo a contarme que su vieja se había enterado de todo y que había sacado a patadas de su casa a Clara. Traté de hacer que el chelo me hablara pero en mí todavía temblaba la imagen de sus lunares y el ombligo domando las fieras en mi sangre.

Me di cuenta que mi pantaleta estaba empegostada de amor y que Gricel tenía la culpa.