¿Reeditarás la Biblia en el cielo? Semblanza de Carlos Milla Batres
Frank Otero Luque
Mi esposa y yo conocimos a Carlos Milla Batres a principios del
año 2002, en casa de Renata Teodori de la Puente, una buena amiga en común,
quien tuvo la gentileza de arreglar un encuentro para presentarnos. Yo había
“terminado” mi libro de cuentos y relatos titulado El Señor de Palpa y
necesitaba un editor. ¿Quién mejor que él?
Aquella noche, en medio de la conversación sosa que
suele darse entre extraños cuando recién empiezan a tratarse, Carlos me
interrumpió abruptamente y me pidió que entráramos en materia de inmediato.
Aunque me resultó chocante la forma en que lo hizo, a la vez me gustó el
sentido práctico y decidido que mostraba este hombre de baja estatura, frente
amplia, ceño fruncido, aguda mirada, ceja en alto y rictus escéptico.
Orgulloso, le entregué el machote de mi libro y,
luego de un prolongado, casi infinito silencio, y de constantes avances y
retrocesos de páginas, finalmente sentenció: “¡Tiene errores hasta las
cachas! Con el perdón tuyo y de tu mujer...”. Y, ante nuestras incrédulas
miradas, arrancó sin el menor empacho varias hojas de mi “obra maestra”.
Renata no se sorprendió probablemente porque ya lo conocía.
Incidentes de este tipo se repitieron varias veces a
lo largo del proceso editorial. Esto, al principio, me exacerbaba tremendamente;
sobre todo porque Carlos no sugería sino exigía —más bien imponía— los
cambios que a él le parecían adecuados. Por ejemplo, debido a un malentendido
al que me atribuyo la responsabilidad, las primeras carátulas del libro no
incluyeron solapas y, sólo por ese detalle, me hizo devolvérselas al pobre
Mario Delgado, quien se había esmerado en la impresión. ¿Y cuál fue el
argumento de Carlos? Que todo libro debía vestirse elegantemente. “¿Cuándo
has visto una camisa de gala sin cuello ni puños?”, me preguntó.
Carlos llegó a exasperarme tanto con su alto nivel
de exigencia y minuciosidad —atributos a los cuales tampoco soy ajeno— que,
en cierta ocasión, me le planté en seco y le dije, en decibeles un tanto
elevados, que el libro era mío. Y me quedé mirándolo directamente a los ojos.
“Pero yo soy el editor”, me respondió, enfatizando el pronombre personal,
con convicción y determinación absolutas. “O lo tomas, o lo dejas”, fue lo
que me dio a entender, así que no me quedó otra alternativa que desviar la
mirada y morderme la lengua. No podía arriesgar a quedarme sin editor (y uno
tan bueno como él), después de todo el esfuerzo realizado hasta ese momento.
Pero, finalmente, fueron sus acertadísimos “consejos
de zorro viejo” los que lograron someterme a su criterio superior en el campo
literario. Debo admitir, sin embargo, que valió la pena, porque el producto
final, que demandó varios meses de trabajo editorial —y por el cual Carlos,
generosamente, decidió de motu proprio no cobrarme ni un centavo—
dista mucho del machote pretencioso que le entregué aquella noche cuando lo
conocí en casa de Renata.
Recientemente, mientras trabajábamos un poemario
que he titulado Waiyuri, sentimientos y pensamientos, Carlos me hizo el
siguiente comentario: “¡Te salvaste! Si fuera prosa, te la corregiría toda,
pero como se trata de poesía, de algo tan personal, no me queda más remedio
que sólo aconsejarte”. Creo que esto grafica bastante bien lo exigente que
era Carlos y el carácter dominante que poseía, en una combinación y medida
que sólo puede ostentar alguien que sabe su oficio y que está seguro de lo que
quiere.
La franqueza total es una virtud a la que no solemos
estar acostumbrados y que, en el caso de Carlos, gobernaba no sólo su quehacer
profesional sino también su vida personal. Por ejemplo, en uno de mis viajes a
Palpa —donde me envió en más de una ocasión para confirmar algunos datos
relacionados al cuento principal del libro—, Carlos me pidió que, de paso por
la ciudad de Ica, le comprara un “vinito afrutado”. “Mejor aun si es de
chacra”, puntualizó. Tan agradecidos como le estábamos, Roxana y yo nos
esmeramos en traerle el mejor vino que conseguimos y, luego de una larga
catadura, elegimos uno denominado “Perfecto Amor”.
Nuestro retorno de Ica coincidió con un recital de
Marcela Pardón, al cual asistimos con Carlos. Le encantaron los temas de
Agustín Lara que ella interpretó. A la salida, improvisamos una pequeña
reunión con la cantante y otros amigos (Adrián Núñez y Martín Aspillaga,
entre ellos), y aprovechamos para entregarle la botella que nos había
encargado. Él insistió varias veces en abrirla, pero le dijimos que había
suficiente licor para la velada y que se la llevara a su casa, dado que ésa era
la intención del obsequio. Y así lo hizo. Pero al día siguiente me llamó por
teléfono muy molesto: “¡He vivido en La Rioja y sé diferenciar un buen vino
de ese fermento de uvas que me has traído!”, me increpó contrariado. El “Perfecto
Amor” resultó ser la perfecta estafa, porque el contenido de la botella que
nos vendieron era totalmente distinto al que habíamos consumido in situ. Imaginarán
lo mal que Roxana y yo nos sentimos con el impasse y, para subsanarlo, decidimos
obsequiarle a Carlos un óleo bellamente pintado por mi tía, Marita Luque
Buendía. Era copia de un Guayasamín en la que Carlos reparó con agrado desde
la primera vez que visitó nuestra casa. Afortunadamente, esta vez sí
acertamos, porque el gesto —más que el regalo en sí— lo hizo muy feliz.
Terminada la edición del libro, llegó el momento
de presentarlo, pero nos resultó imposible convencerlo de que viajara a Palpa,
donde todo el mundo lo esperaba entusiasta. “No te creo que en ese pueblo seco
y polvoriento que describes en tu cuento, preparen el mejor chupe de camarones
del Perú”, me dijo escéptico. Carlos había sido operado del estómago
hacía poco tiempo y se cuidaba mucho del tipo de comida que ingería y de
observar un horario regular para tomar sus alimentos. Erróneamente, consideró
que el viaje a Palpa no le ofrecía suficiente garantía en ninguno de estos
aspectos y, en consecuencia, prefirió no ir. Por el contrario, sí estuvo en la
segunda presentación del libro —que se hizo una semana después en el
Instituto Cultural Peruano Norteamericano, de Miraflores—, y se lució con un
emotivo discurso, al lado del historiador Teodoro Hampe.
Pero, como era de esperarse, porque no le gustaban
los actos solemnes ni formales, Carlos se escabulló durante el vino de honor,
sin darme la oportunidad de reiterarle mi agradecimiento en privado. Aquel día,
gracias a él, logré cristalizar un sueño largamente acariciado: me convertí
oficialmente en escritor, algo que había anhelado durante toda mi vida. ¿Cómo
no iba a estarle agradecido?
No me sorprendió la “huida” de Carlos porque,
para ese entonces, ya estaba acostumbrado a sus contradicciones y arranques
inesperados. Por ejemplo, en cierta ocasión y contra todo pronóstico —porque
normalmente sólo comía carnes y vegetales al vapor— disfrutó muchísimo una
parihuela de mariscos que preparamos en casa con motivo de una tertulia
literaria con Cronwell Jara y los compañeros del taller de escritores que él
dirige. “¡Qué buena estuvo esa parihuela!”, solía repetirme luego. “¡Y
qué simpática es su amiga Mariana La Cruz, señora Roxana de la Jara!”,
pícaramente le decía a mi esposa, refiriéndose a esa guapa mujer que conoció
en aquella reunión y quien nos deleitó cantando a capella un sensual
tango. En respuesta a sus comentarios, Roxana y yo le preguntábamos, en son de
broma, cuál de ambas —la parihuela o Mariana— le había agradado más.
A la semana siguiente de la tertulia, Carlos me
comentó que deseaba asistir al taller de Cronwell en calidad de espectador,
así que, previa autorización, pasé a buscarlo y fuimos juntos. Sin embargo, a
media sesión, se paró y se marchó sin despedirse. Después me explicó que le
había bajado el nivel azúcar y que no nos había avisado para no preocuparnos.
Con motivo de su fugaz visita a la Casa Museo José
Carlos Mariátegui, lugar donde se realiza el referido taller, el director de
este centro cultural, Guillermo Vera, tuvo la iniciativa de proponerle a Carlos,
a través de mi persona, la organización de un homenaje por su larga y
prolífica labor literaria. Desafortunadamente, Carlos no quiso, porque a él no
le gustaban los reconocimientos públicos para sí. Tilia, su secretaria, me
contó que le había costado “Dios y ayuda” convencerlo de aceptar una
entrevista en la televisión, invitado por su amigo Abelardo Sánchez León, uno
de los conductores del programa “Boca Ancha”. Así era Carlos, tan modesto y
humilde que, siendo él un editor muy importante y emblemático, no incluyó su
nombre en el Diccionario biográfico del Perú contemporáneo - Siglo XX, que
publicó en junio de 2004, unos meses antes de fallecer, a los 69 años de edad.
Errático y predecible a la vez, debajo de aquella
coraza de hombre irreverente, duro y recio, se escondía un niño sentimental,
engreíble y con mucho sentido del humor, que solía traducir en comentarios
ácidos o deslenguados para el oyente no entrenado. Esto lo corroboré una vez
más, hace muy poco tiempo, al tomarle unas fotos: Carlos posó para mí y se
divirtió mucho haciéndolo porque, en esencia, estaba jugando, a pesar de todos
los improperios que me dijo desde que lo saqué a rastras de su casa y lo traje
a mi estudio, hasta el momento en que lo devolví.
Te voy a echar de menos, querido Carlos. Ya lo estoy
haciendo. Tu partida me produce una profunda tristeza porque, a pesar de la
diferencia de edad y, sobre todo, de tener caracteres tan distintos, en un corto
tiempo —demasiado corto— desarrollamos una muy buena y sólida amistad,
cimentada en la franqueza que me enseñaste y en el hecho de ser amantes de una
misma dama: la literatura.
Ya no tendré al amigo con quien me eternizaba
hablando, en persona y por teléfono. Ya nadie me contará los entretelones de
las obras que editaste para Ribeyro y para tantos otros. Pero me has dejado algo
mucho más valioso, que nada ni nadie podrá arrebatarme jamás: tu fe en mí y
la confianza que me diste para poder dar el salto y convertirme, formalmente, en
escritor.
Con fraternal cariño, eterna admiración y gratitud
infinita,