Herederos de Superman y de la Verdadera Fe
Jorge Majfud
En diferentes ocasiones he recurrido en mis ensayos a una
expresión breve y significativa: “nuestro idioma es mejor porque se entiende”.
Según una historia que escuché en mi niñez, esta declaración habría sido
formulada por unos inmigrantes europeos que acababan de poner pie en un puerto
del Río de la Plata y encontraron algunas dificultades tratando de comunicarse
con los demás. Pudo ser en Buenos Aires o en Montevideo; pudo ser inventado o
real, da igual.
Más allá de la precisión histórica de este hecho
minúsculo, podemos tomarla como herramienta y modelo para desvelar la misma
actitud en otros aspectos de la vida humana.
Observemos que la misma actitud egocéntrica y
arbitraria se repite no sólo en la valoración que han hecho los pueblos de (1)
su propia lengua, sino también en la valoración que los grupos humanos han
hecho y aún hacen (2) de su propia raza, (3) de su propia religión, (4) de su
propia moral y (5) de su propia ideología política.
Aún hoy se encuentran personas cultas que,
encontrándose de viaje por países que hablan su mismo idioma pero con
variaciones regionales, se quejan de que “no saben hablar”. Este juicio
taurino no se refiere a la riqueza o a la pobreza de una persona en el uso de un
idioma, sino a las mismas reglas gramaticales y al vocabulario particular que
cada región —un pueblo— desarrolla según sus propias necesidades.
De esta percepción estrecha, que por percepción no
deja de ser más fuerte que una conclusión matemática o que la arremetida de
un toro, se deriva la idea de una “lengua pura” y los sucesivos mitos de “en
El Escorial se habla el mejor español”, “en Oxford se habla el mejor
inglés”, and so on.
La misma idea de “pureza” se deriva de aquellos
que se consideran elegidos por su raza, como los nazis, los neonazis o los
neorracistas de todos los colores, según los cuales “mi raza es la mejor
porque es hermosa” o “nuestros muertos son verdaderos porque duelen”.
No muy lejos se encuentra la obviedad religiosa, el
temeroso y temerario espíritu dogmático. Sus miembros no se encuentran en la
búsqueda del misterio, no se arriesgan a la duda y al cuestionamiento.
Simplemente defienden el confort y la autocomplacencia espiritual ejercitando la
desesperada confirmación de pertenecer a la secta correcta, a los pocos
elegidos que están destinados a habitar el Paraíso, diseñado éste, claro
está, a la medida de sus propios valores, ganado según sus propios prejuicios
y su elegantemente disimulado desprecio por el resto de los que no piensan ni
sienten igual. Según esta clase de ególatras, “Dios me ha elegido a mí
porque yo lo he elegido a Él”, y con eso basta.
La cuarta actitud fundadora y tribal es propia de
los conservadores, según los cuales “nuestras costumbres son mejores porque
se pueden practicar”, y por lo tanto los demás también deben hacerlo,
renunciando a sus intentos fallidos de innovación. Para todo conservador, el
Paraíso es apenas una versión mejorada de la vida aquí en la Tierra. Si ellos
no tienen hambre nadie puede tenerla, si ellos no sufren frío el frío no es
tan terrible como lo describen los pobres, los liberales, los revolucionarios.
Para los que se consideran en el centro de los “valores morales”, todos
aquellos que se alejen hacia el margen son inmorales, terroristas. Todos los que
se rebelan contra el centro son enemigos del Bien. Así, amigos son los sumisos,
los obedientes. “El caballo es el mejor amigo del hombre”, decían los
jinetes, sin advertir que si los caballos tuviesen religión los hombres serían
los demonios que los esclavizaron haciéndolos trabajar de sol a sol o
llevándolos a la muerte, en las guerras o en los frigoríficos. Pero, para el
punto de vista del jinete, el caballo debía estar agradecido de su bondad, de
su moral clara, de su posesión justa, de su clarividente sentido de la
conducción, del liderazgo...
Por último, el centro ideológico. Cuando la
Posmodernidad creyó superar la Modernidad desarticulando el “centro de la
verdad” —en base al propio discurso moderno—, reconoció la posibilidad
relativa de distintas lenguas, de distintas razas, de distintas religiones, de
distintas ideologías. Según la nueva retórica, no había razones para
considerar que un idioma imperial, avasallador y omnipresente, era superior por
sí mismo a los demás; no había razones para pensar que la raza blanca era
más apta, más hermosa o más inteligente que las razas que no habían tenido
el mismo éxito económico que ella; no había razón para afirmar que, como
declaró el cristianismo oficial durante toda su lucha contra el Islam, contra
el Judaísmo y luego contra las “supersticiones” en América, había una “verdadera
fe” (tal como lo sostienen hoy los fanáticos musulmanes y el papa Juan Pablo
II); no había razones para imponer un sistema político dictado por un imperio
o por una ideología producto de la pura especulación intelectual... Etcétera.
No había razones para nada de ello. Pero, claro,
como siempre las razones poco importan. Después de todas las deconstrucciones y
todas las reivindicaciones aun hoy hay lenguas privilegiadas, hay unas razas que
ocupan determinados puestos en los gobiernos o en las universidades o en las
fiestas de beneficencia, mientras otras limpian inodoros o cortan el pasto; hay
religiones que están casadas con el gobierno de sus países o con el gobierno
del mundo, mientras otras son combatidas como sectas, mientras los laicos o los
ateos son vistos con condescendencia o con desprecio; hay hombres y mujeres que
son marginados por sus costumbres sexuales, cuando no se les niegan derechos
humanos que se defienden para los que pertenecen al centro arbitrario del
momento; hay disidentes que son tratados como amenaza pública, hay culturas que
se consideran depositarias de los Valores y el Progreso, siempre dispuestas a
cumplir con su misión mesiánica sin escuchar gritos de dolor, sin ver la
sangre derramada —pese a que es siempre roja, nunca azul; o no “a pesar”
sino por eso mismo—, contando minuciosamente los cadáveres propios y
nombrando vagamente los cadáveres ajenos con un único término, como “terroristas”,
“criminales” o, en el mejor de los casos, “rebeldes”, sin nombres y sin
estadísticas forenses.
Es decir, somos sociedades abiertas, tolerantes.
Pero podemos tolerar cualquier cosa menos una verdadera diferencia. Podemos
cuestionar cualquier cosa menos a nosotros mismos. Podemos dudar cartesianamente
de todos los valores, menos de los Nuestros. Podemos dudar de cualquier cosa
menos de nuestra propia Tolerancia. Podemos cambiar cualquier sistema de
gobierno, cualquier forma de vida, imponiendo nuestras propias formas, pero no
toleramos que otros intenten hacer lo mismo con nosotros —porque nosotros
somos tolerantes y ellos no. Si Nosotros lo hacemos, es para salvar a la
humanidad; si ellos lo hacen, es para destruirla, y por lo tanto deben ser
destruidos primero. Es decir, no hay posibilidades de diálogo ya que estamos en
presencia de “culturas que desean destruir el mundo” —comenzando por
destruirnos a Nosotros, que siempre hicimos el Bien—, culturas que representan
el Mal en la tierra, que están al servicio del Ángel de las tinieblas, que no
visten pulcra y civilizadamente, como nosotros, sino con descoloridos harapos
que bien no pueden hacer al espíritu ni a la moral.
Roma administra la Verdad, y quien ose cuestionar el
sistema del Imperio, la Pax romana, debe ser crucificado. Mucho más si el
subversivo lo hace desde el margen, desde una provincia de Medio Oriente como lo
hizo Cristo.
Ahora reconozcamos otra parte importante del “progreso”
de nuestra orgullosa civilización. La caricatura de “nuestro idioma es mejor
porque se entiende” se materializó hace más de medio siglo en las
historietas de los superhéroes. Veamos que nunca antes en la historia moderna
el escenario se ha reproducido tan perfectamente a imagen y semejanza de las
antiguas tiras cómicas de los héroes infantiles: Superman luchando por “la
verdad y la justicia” contra el villano que se esconde en una caverna,
amenazando a la humanidad indefensa con comunicados televisados, buscando
apoderarse del mundo para imponer el Mal. Pero para evitarlo están los héroes
luminosos, los Superamigos, dispuestos a sacrificarse para salvar a la
humanidad. Su lucha aérea es por la libertad, contra el inescrupuloso que
impondrá su tiranía al mundo —o que lo destruirá, si no se cumple con sus
peticiones, ya que posee temibles Armas de Destrucción apuntando hacia el
centro del Bien. Hay por lo menos dos posibilidades: (1) en los “comics”
estaba escrita ya la Verdad, en esos dibujitos estaba resumida la Moral, como
antes pudo estarlo en otros antiguos Libros Sagrados, o (2) hay algo de la
actual lectura del mundo que no es serio y, a juzgar por las víctimas, es
también trágico, simplista y perverso.
En este producto de la mentalidad simplista de las
historietas, nunca se alcanza a advertir que quizás Superman y los Superamigos
sólo están defendiendo un dominio preexistente a la amenaza; que quizás
Superman es otra extensión necesaria de las Fuerzas Ocultas que no procuran
dominar al mundo porque ya lo han dominado —de la forma más efectiva: en
nombre de la “justicia y la libertad”.
Sin villanos no serían necesarios los Superhombres;
pero sin Superhombres tampoco tendrían sentido los villanos, ya que si no
existiese una estructura de dominación no habría forma de dominar, si la
humanidad no delegara cada día, cada hora, su poder a un centro, no habría
centro a conquistar. ¿Cómo haría el Bien o el Mal de turno para dominar una
humanidad pacíficamente anárquica? ¿Qué sentido tendría conquistar un
gobierno que no existe? Un toro se puede dominar por las guampas, o por la
nariz, pero, ¿cómo atrapar un cardumen con un solo anzuelo?
Aun yo, que de entre todas las culturas existentes
en el mundo elijo mi propia cultura, por algo que en ella reconozco como
paradigmático —la tolerancia a la diversidad—, reconozco que también
nuestra “cultura tolerante” está construida en base una antigua estructura
mental que todavía considera que “nuestro propio idioma es mejor porque se
entiende”. Y aun con esa falta, según mi juicio, no condeno mi propia
cultura, no la desprecio ni la ensucio más de lo que ya está, pero tampoco
puedo hacerlo con todas las otras culturas que no siento como propias —sin
considerar el Factor Humano que es siempre trascendente a todas y cada una de
ellas, a todas y cada una de las famosas “diferencias culturales”.
No me refiero a los fanáticos y radicales que
gritan en estos tiempos que “la cultura occidental es superior a cualquier
otra” e, incluso, como Oriana Fallaci, que es la única cultura, la verdadera
cultura, la única que ha aportado al progreso de a humanidad (dejando de lado,
claro, genocidios e inquisiciones, campos de concentración, salas de tortura,
desapariciones, infiernos atómicos y otras demostraciones del progreso humano).
No me refiero ni siquiera a ese tipo de puristas extremistas, que no sólo creen
en la superioridad de su propia gramática, sino también asumen la pureza de
una raza, de una moral, de una religión y, por si no fuese suficiente, de una
cultura. Resulta escolar tener que recordar que así como los idiomas, las
razas, las religiones, tampoco existe una cultura que no sea el resultado de una
inconmensurable mixtura, que todas las religiones son mestizas, que todas las
lenguas son sectas, que todas las razas son síntesis, que todas las morales son
sincréticas. No me refiero a esa mayoría de gente que se sorprende de que la
Virgen de Guadalupe en México sea negra. No me refiero a ese otro conjunto aun
mayor al que le llama la atención que haya iglesias con un Cristo negro en la
cruz, cuando más sorprendente es salirse de lo obvio: Cristo no era rubio ni
tenía los ojos azules, tal como lo pinta la tradición del centro occidental, y
es difícil imaginar un tipo caucásico o escandinavo entre los judíos que
habitaban Medio Oriente hace dos mil años. No me refiero a esa gente que —de
buena o de mala fe— ha hecho de su propio mito el centro de la Verdad
universal.
No, no me refiero a ninguna de esas perversas o
inocentes caricaturas de lo que fue la cultura occidental hasta ayer y que, pese
a todas las libertades ganadas, nunca dejó de albergar dentro de sí misma a la
intolerancia, lingüística, racial, religiosa, moral y política. Me refiero,
sin embargo, a algo más sutil, imperceptible y, por eso mismo, poderoso.
Lo he adelantado más arriba. En Occidente casi
todos estamos de acuerdo en que la mejor forma de gobierno es la democracia y la
mayor virtud de un individuo y de una sociedad es la libertad. Y por lo tanto,
queremos democracia y libertad para todos los demás pueblos del mundo. Pero
demostramos que continuamos atrapados dentro de nuestro propio centro
legitimador, ignorando o despreciando los centros ajenos cuando decidimos
imponer la Democracia y la Libertad en otras partes del mundo, sin advertir que cuando
pretendemos imponer la libertad en alguna parte del mundo la estamos violando.
Porque el problema no está en la libertad sino en la imposición. ¿Quién
dijo que todos los países del mundo deben estructurarse según ese modelo de
sociedad que llamamos “democracia”? ¿Quién dijo que no puede haber países
en el mundo basados en una teocracia, sea del signo religioso que sea? ¿Por
qué no somos capaces de convivir en un mundo realmente diverso, tan diverso y
libre que reconozca incluso el derecho de una región del mundo a no organizarse
según las normas consumadas de la democracia occidental? Si no somos capaces de
comprender esto, nosotros, quienes pertenecemos a una cultura “tolerante”,
¿cómo podemos esperar que lo comprendan los otros, los “intolerantes”?
Cuando imponemos la Libertad y la Democracia a fuerza de sangre, ¿no estamos
recurriendo a la peor de las intolerancias? Es decir, ¿no estamos, acaso,
negando siglos de conquistas, que según nosotros nos han enseñado a ser libres
y “abiertos”? ¿No nos estamos olvidando de nuestras supuestas virtudes para
asimilar los supuestos “del enemigo”? Cuando los otros, los diferentes,
hayan sido derrotados en el campo de batalla, en los salones diplomáticos, en
los despachos financieros, ¿habremos salvado un simulacro de “libertad”, de
“democracia”, de “tolerancia”, de “diversidad” ajena, al tiempo que
habremos perdido todo eso en nosotros mismos? Llegado ese momento, ¿la victoria
de las armas no habrá significado una profunda derrota de todos aquellos
Valores que pretendíamos defender?
Si bien los Derechos Humanos pueden ser considerados
innegociables, aquello que entendemos por “sistema democrático” no es un
requisito ético. Y cuando un país, un pueblo, una cultura no reconoce al otro
y se arroga el derecho de intervenir en sus asuntos internos porque su sistema
no es “democrático” —es decir, cuando no reconoce el derecho de ser
diferente— está actuando con la misma intolerancia que ahora encuentra en los
demás o en su propio pasado. Los inquisidores europeos eran intolerantes, como
los fundamentalistas musulmanes, sí, pero también lo son los llamados “países
democráticos” cuando pasan por encima de otros pueblos o les imponen su
propia forma de vivir y de pensar, por la fuerza de las armas o por la fuerza
del hambre, en nombre de la Democracia, la Diversidad y la Libertad, en nombre
de los Valores y en nombre de Dios, en nombre de la Justicia y la Libertad —y
todo esto sin entrar a considerar la sinceridad de todas estas atribuciones;
debería estar de más decirlo.