Decía mi abuela que para ver correctamente las
cosas había que empezar por llevar los anteojos adecuados. Eso me lo dijo
cuando, a los 6 años, un oftalmólogo pagado por el gobierno nos destinó, en
sólo 15 minutos, a media clase de primer grado a ser el blanco de las bromas de
la otra mitad del salón. Desde entonces el mundo se dividió para mí entre los
“con gafas” y los “sin gafas”. Así de simple. Ni buenos ni malos. Ni
gringos ni comunistas. Sólo gente con gafas o sin ellas.
De adolescente quise reivindicar a los de mi grupo
con la venganza de Lady Di: “verme estupenda”. De modo que cada seis meses
cambiaba de anteojos, haciéndolos perdidizos o argumentando que éstos ya no me
permitían ver bien. Mis gafas eran cada vez más ridículas y más chillantes,
y todo este espectáculo transcurría ante el total desconcierto de mis padres.
Lo llamaron “cosas de la adolescencia”, y yo me sentí la reina del mundo
con su sentencia. Mis anteojos rojos, al más “maddonesco” estilo, me
hacían elevarme más allá de mis espinillas o mi corta estatura.
No sé lo que es vivir sin anteojos.
Mi abuela murió, dejé de ser adolescente, y parte
de mi doloroso crecimiento fue descubrir que el mundo era mucho más complicado
que una guerra imaginaria entre personas con gafas y personas sin ellas. El
desencanto entró a mi vida por la puerta delantera. Y sí. Tuve que aceptar que
la clasificación “gafas-sin gafas” no me servía para nada.
Uno de esos días en que las altas temperaturas del
desierto abruman el cerebro y evaporan la vista, encontré una foto de mi abuela
mientras buscaba distraer al calor bajo la lectura de un libro. Era una tarde
cualquiera, de un verano cualquiera, en una de esas ciudades construidas por la
inexplicable terquedad humana de asentarse donde no debe. Pero ese es otro
asunto.
En la fotografía observé que mi abuela no llevaba
gafas. Era una de esas fotografías hechas en un estudio de barrio. Ella debía
tener 16 años. 18, cuando mucho. Era muy guapa, parecía una estrella de cine
hollywoodense en tiempos de blanco y negro. Sin darle importancia al hecho de
las no-gafas, volteé la foto para ver la fecha. 20 de julio de 1948; y una
leyenda apenas legible, hecha a toda prisa y con una extraña tinta de color
turquesa:
“Samuel,
el tiempo no tiene prisa”.
¿Quién era Samuel? Ciertamente no era mi abuelo.
Tampoco había en mi familia alguien con ese nombre... pero más desconcertante
aun: “¿el tiempo no tiene prisa?”. ¿Y por qué estaba todo esto escrito,
precisamente, con tanta prisa que incluso era difícil entender todas sus
letras?
Guardé la foto en su lugar: insertada en un viejo
libro de su antiguo librero. Crónicas de Marco Polo, observé en el lomo
del mismo, antes de colocarlo en su sitio.
Al día siguiente fui a hacerme un nuevo examen de
la vista. Tras el episodio de la fotografía, me convencí a mí misma de que
comenzaba nuevamente a ver todo a mi alrededor de forma borrosa. Seguramente con
gafas nuevas, con una nueva graduación...
Mi graduación no había cambiado, pero me apeteció
hacerme con otro modelo de gafas. “Algo clásico, pero chic... mmmhhh... esas,
las doradas de corte redondeado”, bromeé con la chica del mostrador.
Gafas nuevas, misterio sin resolver. Volví a Marco
Polo. La frase seguía resonando en mi cabeza mientras observaba de nuevo la
fotografía. Me alejé un poco del librero, algo dentro me decía que debía ver
el cuadro completo.
“Abuela... cuánto debías amar a tus libros”.
Decidí acercarme poco a poco, dejándome llevar por la infinidad de títulos a
mi paso, todos ellos empolvados, nunca tocados de nuevo, estáticos desde que
ella se había marchado.
Tomé suavemente un nuevo título, movida por la
delicadeza con la que imaginaba que ella lo habría hecho alguna vez. Antonio
Machado. Antología. Lomo negro. Portada color violeta, en ella una
margarita marchitándose al sol.
Me reacomodé las nuevas gafas empujándolas por el
centro sobre mi nariz; recordando que éste es uno de los inconvenientes para
quienes las llevamos en una tierra en la que el calor hace sudar hasta el
entrecejo. Examiné rápidamente el libro, hasta que una vieja hoja de cuaderno
a rayas me hizo detenerme. La desdoblé cuidadosamente. Era un mapa de tesoro
trazado evidentemente por una mano infantil:
Puerta. Casa del fantasma. Puente de la
cruz. Lago de los cocodrilos.
Sonreí. Es imposible no hacerlo cuando uno se topa
por sorpresa con la ilusión de quien todavía puede imaginar un mundo de
piratas surcando el mar. Un mundo de buenos y malos. De gente con gafas o sin
ellas. Esta vez no encontré pistas de su autor, de su destinatario o de la
fecha en que fue delineado. Lo doblé de nuevo. Tomé el libro y coloqué el
mapa en el lugar en el que lo había encontrado. Me sorprendí a mí misma presa
de una tierna sensación de refugio que me hizo sentarme en la mecedora de la
abuela y leer pausadamente el poema en el que había estado escondido mi ahora
mapa del tesoro.
El Viajero
He andado muchos caminos,
he abierto muchas veredas;
he navegado en cien mares,
y atracado en cien riberas.
En todas partes he visto
caravanas de tristeza,
soberbios y melancólicos
borrachos de sombra negra,
y pedantones al paño
que miran, callan y piensan
que saben, porque no beben
el vino de las tabernas.
Mala gente que camina
y va apestando la tierra...
Y en todas partes he visto
gentes que danzan o juegan,
cuando pueden, y laboran
sus cuatro palmos de tierra.
Nunca, si llegan a un sitio,
preguntan adónde llegan.
Cuando caminan, cabalgan
a lomos de mula vieja,
y no conocen la prisa
ni aun en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca.
Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra.
...Dejé el libro sobre la mecedora. Paz.
Esa misma noche volví al librero. Sin un objetivo
en mente. Sólo ver. Con gafas nuevas.
Tomé un título cualquiera, que casi
automáticamente se abrió por un viejo separador. Un añejado trozo de
cartulina, roto por las esquinas. Otra leyenda de su puño y letra, esta vez
escrito, me pareció, con más calma y cuidado:
“Encuéntrame en el silencio”
Ni las gafas, ni Samuel, ni el nombre del libro me
interesaban ya. Era una vida cifrada en un librero, escondida entre páginas
viejas, entre frases nuevas para mí. Era un legado vivo, un misterio mágico,
un “lo que yo quiera”...
Aún no termino de reconstruir la historia de mi
abuela. Tampoco sé si quiero hacerlo. He entendido que hay secretos sublimes,
inexplicables, vivos, eternos. Comprendí que es mejor no tocarlos, no
mancillarlos, dejarlos ser como son, como fueron, como pueden ser. Misterios que
merecen una sola cosa: ser sentidos, perderse, deleitarse en ellos para luego
dejarlos permanecer.
Y me he dado cuenta de que yo también he tenido
otras pérdidas fecundas, que merecían este pequeño homenaje.
La gratitud es una virtud que se pierde con el
tiempo; tiene alas, vuelta pronto, se pierde en la inmensidad de la vida. Esto
le he oído decir a mi padre. Pocas personas recuerdan —o recordamos—,
después de pasados los años, aquel gesto bondadoso que hacia ellas —o hacia
nosotros— se tuvo en alguna ocasión.
Es así, y habría que aceptarlo si uno pretende no
engañar a su propia conciencia.
A partir de ello me he puesto a buscar en mi memoria
aquellos momentos en que me sentí objeto de una natural generosidad por parte
de las personas que me han rodeado a lo largo de mi existencia. Es una lástima
que no pueda recordar con claridad las escenas de mi infancia por las que seguro
tendría que sentirme agradecida. La memoria es en ocasiones huidiza, mala
cómplice de nuestras biografías. Queda, sin embargo, la huella de las
sensaciones, que revive intensa o sutilmente episodios del pasado al contacto
con el más sencillo de los estímulos: el mismo olor, la misma luz, la misma
voz...
Más allá de los grandes favores, sobreviven en
nuestra mente algunos momentos inolvidables, para los cuales cualquier homenaje
o forma de agradecimiento queda pequeño. Sobre todo si los hemos recibido en
las situaciones más inesperadas o en los instantes en que más lo hemos
necesitado, sin que la persona que nos lo ha brindado tenga la menor idea acerca
de ello. Ráfagas de buena intención que azarosamente detuvieron una lágrima y
nos arrancaron una sonrisa.
Era mi tercer invierno en Barcelona; extranjera en
cualquier lado, pues era forajida de mí misma, aunque eso entonces no lo tenía
tan claro.
Acostumbraba salir a caminar para tratar de ordenar
lo incomprensible en mi corazón y mi cabeza; innumerables veces me sorprendió
el atardecer frente al mar, sola, dejándome consentir por el ritmo de la marea
del Mediterráneo. Otros días salía de casa sin rumbo fijo, me metía en la
primera estación de Metro y me bajaba donde me apeteciera. Así fue como hice
propia cada calle, cada raspadura, cada pieza de loza añeja por la que mis pies
navegaron durante casi cuatro años.
Una tarde de diciembre, sin embargo, es la que
recuerdo con más nitidez. Había encontrado una carta de amor escrita por el
hombre con el que había compartido cerca de 10 años de mi vida y siete de
matrimonio dirigida a una mujer que evidentemente no era yo. No sé qué fue lo
que más me sorprendió, si su traición o su gélida reacción cuando lo
cuestioné.
Lo cierto es que salí a la calle sin pensármelo
dos veces, me puse la chaqueta con toda la furia que se había apoderado de mí
y caminé. Primero con paso apresurado, y después de perderme en no sabía bien
qué barrio, más lentamente. Mientras lo hacía miraba sólo hacia delante,
como si en ello me fuera la vida. Me limpiaba las lágrimas en un movimiento
automático, y la nariz sólo cuando ya no podía respirar más. Crucé
panaderías, joyerías, restaurantes, bares, farmacias e incluso un cinema.
Finalmente el cansancio me hizo detenerme en el banco de un parque.
Era una tarde fría, pero soleada. Las palomas —cómplices
y testigos de cualquier cantidad de escenas urbanas— buscaban parsimoniosas un
trozo de pan que les alegrara el día. Un par de mujeres mayores comentaban sus
compras, compartían sus secretos de economía familiar y soltaban alguna
carcajada de vez en cuando.
Yo había logrado con mi ruta lo que deseaba:
alejarme de aquella habitación en la que había encontrado la nota, borrar de
mi nariz el olor del estofado que se cocía mientras tanto en la cocina y que se
me había metido bajo la piel... sol, aire, caras desconocidas, benditas
trivialidades que calmaran mi pulso y reemplazaran el zumbido de moscas que me
estaba volviendo loca.
Miré mis manos con mayor tranquilidad. La
alianza... vaya término para designar algo tan frágil. Lentamente la saqué de
mi dedo, la miré detenidamente en la palma de mi mano. Después la apreté con
fuerza y la aventé lejos de mí. Respiré hondo y tomé el camino de vuelta a
casa.
El cansancio y una incomodísima sensación de
extravío me hacían caminar despacio, laberínticamente, sin atinar a dar con
alguna avenida familiar para mí. Por fin una estación de Metro. Línea roja.
Propera parada: Plaça de Catalunya.
Subí al mundo una vez más. Las escaleras
eléctricas me empujaban en contra de mi voluntad hacia el sol. Volví a la
caminata, esta vez a través de las Ramblas. Ruido, ritmo vital, uno que otro
güiri con mirada de asombro; mis pies no podían más, pero algo dentro de mí
impedía que me detuviese, que pensara, que sintiera el peso de la decepción.
Así es que caminé esta vez hasta el puerto. Y en su contemplación me perdí
de nuevo, sin poder articular una frase congruente en mi cabeza, salvo esta:
algo muere sin remedio mientras yo estoy aquí sentada.
Tomé al fin el sendero a casa.
¿Por qué?, ¿cómo te explico lo que acabas de
hacerle a mi alma? Me diste la última estocada, ¿cómo se sobrevive a esto?...
Caminaba apresuradamente. Podía sentir en mi rostro
la temperatura del viento, su dirección, su juego caprichoso. Rambla de
Poblenou, Diagonal hasta Carrefour. Torcer entre tiendas y rebajas por Navidad.
Diagonal otra vez, todo menos llegar hasta el
portal.
Más tranquila, saqué un pañuelo de mi bolso. Me
limpié la nariz un par de veces. Adelante caminaba un chico que volteó
despistadamente y paró su paso hasta quedar a mi lado.
“Me ha gustado como te has limpiado la nariz”.
Su comentario me pareció de lo más extraño, pero ciertamente me hizo
sonreír. Emití en respuesta un “gracias” casi silencioso.
—Es verdad. Te limpias la nariz de una forma
diferente, graciosa.
Seguí mi camino sin voltear atrás, pero también
sin poder evitar la sonrisa que me había arrancado mágicamente lo absurdo de
una ruta con final insospechado.
Acababa de recibir el piropo más bello de mi vida
en voz de un completo desconocido, a través del cual sentí que Barcelona, a
quien tanto amaba, me abrazaba con el más tierno de sus gestos.
Juanita murió de pelagra. Pelagra es la enfermedad
que hace a la piel rasposa. Bien rasposa que era Juanita, pero una enfermedad
tan seria como esta no es cuestión para reírse de ella. Tampoco lo es la vida
de Juanita, que fue impredecible, etérea.
Juanita nació en Casas Nuevas, un pueblo entre dos
desiertos y dos fronteras.
De niña, Juanita soñaba con crecer al otro lado
del mundo, que no al otro lado de la frontera. Quería, sobre todo, conocer
otros desiertos, aquellos donde el viento borra todas las huellas. Había visto
en el libro de un visitante extranjero que al otro lado del planeta crecía un
mar de arena, suave como polvo de talco y dorada como el alba desértica. Con
ese mar soñaba Juanita a la luz de las estrellas.
Cuando era joven, la luna llenaba sus noches
enteras. Ahí se refugiaba para soltar su más preciada certeza: del otro lado
de la luna habría alguien como ella. Otro ser del desierto, otra alma en
pena...
Cada mañana iniciaba una vida para ser compartida
con su alma gemela. Lo imaginaba haciendo las tareas propias del desierto:
limpiar el polvo, bendecir el preciado líquido y tratarlo con la reverencia con
que se tratan las cosas divinas. Salir al sol y dejarse bañar por sus
penetrantes rayos, taparse después el rostro con un sombrero e iniciar las
labores incansables de la ardua, escasa siembra.
A veces, a lo largo del día, se imaginaba cómo
sería la vida de su doble de espíritu en aquellas tierras lejanas. ¿Qué
pensaría él al extraer de una fosa el agua, cómo la acarrearía hasta casa, y
cómo demostraría el respeto que ésta infunde a todos los que habitan tan
árido suelo?
Un día, Juanita tuvo un sueño, el sueño de la
frontera. Salió temprano de casa, tomó un autobús y se dejó llevar por el
deseo de encontrarlo a él en territorios lejanos, secretos, pero hechos de la
misma naturaleza.
Buscó, buscó sin cesar y se encontró sólo con la
realidad de ver pasar los días trabajando en un “restaurante” a la orilla
de la frontera. Cambió de identidad, de nombre y hasta de dioses... pero no de
quimera. Yazmin —o sea Juanita— tuvo mucho cuidado de no embarazarse en esa
nueva vida, sus hijos serían almas del desierto, hechos de dos sueños, de dos
doradas mareas.
Conoció la cheese burger with bacon, se
perdió entre los corredores y las rebajas de Fiesta. Volvió a casa para
Christmas Holidays cargada de pacas y sorpresas. Lo que no
entendía Juanita es que la distancia la alejara de su promesa, que la búsqueda
no fuera lo que ella esperaba que fuera.
Con el paso de los años, Juanita no perdía la
esperanza. Alguno de sus clientes podría llevarla a esos mares dorados, a esos
brazos soñados, a esas tierras.
Pero eso nunca sucedió y Juanita suspiraba en
silencio una pena. Nadie sabe dónde ni cómo encontró a Juanita la enfermedad
aquella, lo cierto es que Juanita murió de pelagra, la enfermedad de la piel
rasposa, cuando ésta ya estaba erradicada a ambos lados de la frontera. Voló
Juanita, de este modo, a una nación nueva; quién sabe si al llamado de su
amada alma gemela.
Vi la más sorprendente rapacidad humana el día en
que murió la tía Emilia. Sorprendente por dos razones: la primera porque en
cuestión de minutos la casa se vació de todos sus cuadros; uno a uno fueron
desapareciendo en manos de su propia, sagrada, familia. La segunda, porque cada
uno de ellos tenía un valor intrínseco, invaluable más allá de su
cotización en el mercado del arte, que ya para entonces la consideraba una de
las mayores promesas pictóricas de América Latina.
Al paso de los años, y a través de múltiples
reuniones familiares, me he ido encontrando otra vez con su obra, ahora
fragmentada en cualquier cantidad de espacios insospechados: desde la
habitación de un primo lejano hasta la cocina de la viuda de un hermano suyo,
casado con esa mujer en segundas nupcias.
A cada encuentro me veo presa de las más intensas y
contradictorias sensaciones. Ya no se trata de una casa invadida por toda clase
de construcciones, abstracciones, fantasías en óleo, acuarela o pastel. En
cambio, la experiencia de poder mirarlos de nuevo desde otros ángulos y
enmarcados en los más inverosímiles escenarios despierta en mí un espontáneo
regocijo: esos cuadros, como los viejos conocidos que son para mí, sonríen, se
lamentan o desesperan conmigo en un arrebato de intimidad.
Hace algunos meses, y con la poca dignidad que
restaba en la familia después de semejante hurto, se organizó en una ciudad
cercana una retrospectiva de su obra. Las pinturas fueron trasladadas desde
todos los puntos cardinales del país —es decir, desde la cocina de la tía
Julia hasta la habitación de mi primo Antonio, por ejemplo— hasta un
céntrico e improvisado museo. Yo no heredé ninguno de sus cuadros, así es que
asistí a la presentación movida tanto por un inconfesable deseo de cotilleo
familiar como por la curiosidad de ver reunidas, sólo una vez más, todas
aquellas imágenes que habían abarrotado de colores mi niñez.
La labor de exposición la llevaron a cabo
personalmente la plana mayor de la familia y el director del museo —en
realidad “museíto”— de la ciudad. Organizados de forma incomprensible,
pude sin embargo trasladarme a través de cada lienzo hacia la infinidad de
rostros, paisajes y desnudos que en otro tiempo habían servido de marco a mis
travesuras y juegos infantiles.
Uno, sin embargo, me hizo detenerme por largo rato.
No lo había visto jamás, conclusión que me sorprendió un poco, pues creía
conocer la totalidad de su obra. Tampoco recordaba habérmelo encontrado en
algún rincón de su estudio o repartido en un nuevo espacio familiar.
En ello reflexionaba cuando escuché a mis espaldas
una voz cuyo extraño acento no atiné a descifrar: “El viejo y la inmensidad”,
escuché en un susurro a mis espaldas. Volteé tranquilamente, en el estado de
quietud al que la obra me había transportado.
Quien me hablaba era un hombre mayor, cuyo nombre y
origen aún desconozco. Lo que sí pude adivinar fue su relación con la tía
Emilia, pues recordaba aquella misma mirada plasmada en varias creaciones suyas;
como también recordaba los suspiros que en otro tiempo me habían arrancado a
su vista.
No pude dejar de mirar el cuadro, envuelta como
estaba en el hálito de paz que de éste emanaba. El más azul cielo servía de
contraste a la figura de un viejo que caminaba de espaldas hacia un valle
florido, intenso, vivo. No es que la imagen fuera algo espectacular o nunca
visto, era más bien que en esta composición había algo que no podía ser
expresado del todo cabalmente... acaso la luz, el contraste, la condición
andante del hombre...
Quise comentarle eso mismo al hombre a mis espaldas,
que seguro entendería a qué me refería, pero éste se había marchado sin que
yo me diera cuenta.
La exposición continuó con el discurso de
bienvenida, el brindis, las conversaciones comunes y el reencuentro con las
anécdotas que tantas veces escuché en casa, pronunciadas con familiar orgullo,
sobre el arte de la tía Emilia... y después de todo esto, volví a casa.
Había sufrido un retraso de menstruación, lo
suficientemente largo como para comenzar a preocuparme. Como mujer divorciada
que era, un nuevo embarazo no resultaba para mí la mejor de las noticias.
Había mantenido una relación superficial con un compañero de oficina, tan
poco seria que nunca soñé con oírle pronunciar mi nombre en el clímax de una
cópula inolvidable.
Existe un momento en la vida de cualquier ser humano
en que las evidencias se tornan nebulosas, opacas, volátiles como el humo en
medio de un inmenso solar. El recurso mágico arriba a nuestra mente y aquello
que resulta totalmente transparente para el resto del mundo, es una cerrada y
oscura noche para el corazón, que se niega a aceptar lo inevitable, la
consumación de un hecho irreversible.
A ese estado, que yo llamo “la dimensión paredón”,
me trasladé durante varias, interminables semanas. Me negaba rotundamente a
aceptar el nuevo embarazo, a pensar siquiera en la posibilidad del mismo y, como
si mi corazón se resistiera a recibir las órdenes de mi cerebro, retumbaba sin
cesar dentro de mi cuerpo con un incontrolable, autónomo ritmo.
Siguieron noches sin dormir, días sin entender el
más rutinario de los procedimientos en la oficina o sin atinar en la cocina al
aliñar la ensalada. Nada importaba, nada podía hacerme conectar con el día a
día de mi vida, y es que en la dimensión paredón no se tiene cabeza salvo
para una cosa: enfrentar la inminencia de la muerte.
Sara, mi hija de 5 años, no estaba tan segura de lo
que estaba ocurriendo. No obstante, como guiada por un presentimiento atroz,
pasaba horas enteras en mi regazo, acariciándome el cabello o llenándome de
los más sutiles y dulces roces de alma. Y mientras eso sucedía, yo sólo
podía pensar en el tiempo ido, aquel en que era yo quien se recargaba en las
piernas de mi madre. ¡Cuánto la echaba de menos, cuánto la necesitaba en esos
momentos y qué ridícula me sentía de estar pensando en todo aquello!... yo no
era más una niña, sino una mujer a cargo de un sol de cinco agostos... y
quizá de una segunda oportunidad de abrazar a la vida a través de mi vientre.
Los análisis confirmaron aquello que yo me negaba a
aceptar. Una descarga eléctrica se apoderó de cada uno de mis músculos al
leer el resultado, mis latidos estallaron llenándolo todo de un solo sonido que
reventaba mis oídos y me helaba la sangre.
Guardé silencio. Durante una semana entera. No
podía, no quería decírselo a nadie hasta que tuviera resuelto este asunto con
una simple, abrumadora decisión: tener al nene o dejarlo ir en paz. Parto o
aborto. Cambio de rumbo o seguimiento en la línea de nuestra vida, de Sara y
mía, trazada hasta ahora con tantas fatigas, tanta renuncia y tanto dolor.
Contradicciones internas, devastadoras como fuego
abierto, y en medio de ellas... el tiempo... eterno cada día... y efímero en
mis manos. El calendario y mi cuerpo a contrarreloj. Tic-tac, hoy el embrión ha
crecido un poco más. Tic-tac, comienzan los mareos y la náusea. Tic-tac, las
dos, las tres de la mañana. Cada día una batalla que me dejaba exhausta, una
decisión que no podía esperar, pero para la cual no sentía tener fuerzas para
enfrentar.
Sábado. Día libre de la dimensión paredón,
decidí por la mañana; un día de tregua, de balsámico alivio para la
conciencia.
Sara jugaba en la terraza con el último de sus
tesoros, una muñeca de cabellos multicolores, cuando escuchamos a alguien
timbrar con decisión a la puerta.
—Diga —contesté sin mucho ánimo.
—Envío para Natalia Gómez.
Apareció un hombre con un paquete envuelto en papel
canela, que bien podría contener una litografía, o, “¿por qué no?, uno de
los codiciados cuadros de la tía Emilia”, pensé sin poder contener una mueca
de incredulidad.
Por única identificación tenía una pequeña
tarjeta pegada al cartón. Con una caligrafía clara, pude leer: “Open your
heart to this image... It will reward you all your life”.
—¿De dónde viene esto, amigo? - cuestioné al
hombre.
—Verá. Pues es una larga historia —respondió
el hombre suspirando con resignación—. No lo sé; así de claro, señora.
—Nadie lo sabe —continuó—. Llegó hace un par
de semanas a la bodega, sin remitente. El costo de envío ya había sido
liquidado, pero si hemos tardado tanto en entregárselo ha sido porque el
paquete, este cuadro, no se dejaba entregar. No me pregunte qué pasó, yo no
sé de supersticiones, pero lo que sí le puedo decir es que este cuadro, que me
ha quitado la tranquilidad en todos estos días, se ha escondido por semanas
enteras en la bodega. Cada mañana lo he visto en un lugar, lo he colocado en el
anaquel de salida y en el segundo en que volteo hacia otro lado, el muy canalla
desaparece. Cada día, señora, cada día lo mismo. Hoy me he resuelto a
buscarlo apenas llegar al trabajo y no soltarlo hasta dar con su destino. Ya lo
había hecho así hace un par de días y, no me lo va a creer, el paquete
desapareció de mi coche, bajo llave. Lo encontré a la mañana siguiente entre
unas cajas que iban a Suiza... ¡Imagínese!, el cretino quería salir de viaje.
Toda esta explicación acerca de un lienzo con vida
propia me pareció lo más divertido que había escuchado en meses, así es que
dejé al hombre terminar con su trágica historia; y como no viera que yo tomaba
el cuadro y le agradecía todas sus penalidades con él, lo colocó
enfáticamente en el suelo y sentenció:
—Pues eso. Aquí está su envío. A ver si esta
noche duermo por fin en paz.
Al desenvolver el paquete y ver su contenido
recordé la voz del hombre que se había acercado a mí en la exposición.
Volteé el cuadro en búsqueda de algún dato que pudiera darme más pistas
sobre tan extraña entrega:
El viejo y la inmensidad, 1968
Óleo mixto sobre lino
88 x 78 cm
Llamada tras llamada, ninguno de mis parientes pudo
darme mayor información sobre el lienzo. Lo coloqué temporalmente sobre el
sofá del salón, y en medio de la dimensión paredón, me vi presa durante
varias horas en su contemplación, tal vez como escapatoria a la decisión que
sabía que tenía que tomar con urgencia.
La noche del lunes siguiente la dediqué a escoger
un sitio para él. Probé el salón, el estudio, mi propia habitación; fue
finalmente Sara quien decidió que su lugar debía ser entre el póster de las
chicas superpoderosas y su holograma del hombre araña, es decir, a la cabecera
de su cama.
Y este fue el último momento que dediqué a
concentrarme en lo que hacía. Esa misma madrugada me desvelé pensando en todo
lo que implicaba volver a ser madre sola, preparar todo para iniciar una nueva
vida con otro ser acompañándonos en el camino para siempre.
Hice cuentas en un cuaderno, evidentemente mi sueldo
no era suficiente para afrontar la llegada del nene, tampoco tenía a quién
más acudir en busca de apoyo; y del padre, descontaba cualquier tipo de
responsabilidad compartida. Era un patán y un adolescente tardío que no podía
hacerse cargo ni de su propia vida y cuya esposa había abandonado años atrás
por infiel, explotador y calvo. Aún me seguía preguntando cómo pude haber
caído tan bajo al compartir la cama con él.
El amanecer se asomó por mi ventana cuando la
decisión estaba ya tomada. Dedicaría ese mismo día a tramitar todo lo
necesario para suspender el embarazo. Así, sin pensarlo demasiado a fondo, ya
se encargaría el tiempo de darme la razón y curarme el corazón. Por ahora,
perder la cabeza en dilemas morales era lo mismo que perder el tiempo, un tiempo
que no se detenía dentro de mi cuerpo.
Pensándome dueña de mi destino, renunciando a la
idea de eternidad y a todas mis creencias, abracé a mi hija con todas mis
fuerzas al despedirme de ella a la puerta del colegio y me dirigí a toda prisa
a un pequeño pueblo cercano a la ciudad, donde había escuchado que un médico
retirado practicaba abortos en condiciones seguras.
Pasé un par de horas tratando de localizar la
clínica en cuestión, pero nadie parecía dispuesto a darme tal información.
Llegué al trabajo envuelta en un mar de confusiones y lloré, en silencio y sin
poder evitarlo, encerrada en mi despacho.
Al volver a casa esa tarde, de pronto caí en la
cuenta de que no escuchaba ruido alguno proveniente de los juegos de Sara. Me
asomé a su habitación para ver lo que sucedía y la sorprendí sentada sobre
su pequeño escritorio, absorta en la observación del cuadro de la tía Emilia.
—Nena, ¿qué haces? —le pregunté mientras le
acariciaba el cabello. No respondió, pero señaló el cuadro con su dedo
menudo.
—Ahí estas tú, mamá.
—No entiendo, cariño. ¿Dónde?
—Ahí. En el cuadro, ¿no lo ves?
—Sara, ¿de qué estas hablando? Ahí no hay
nada...
—Mira, mamá: tú caminas detrás del viejo. Tú y
mi hermanito están ahí.
—No te entiendo. ¿Cuál hermanito?... Nena, no
deberías contar mentiras —dije sin mucha convicción y tratando de disimular
la inquietud que me causaban sus comentarios.
—¡No son mentiras! —respondió desesperada—,
mi hermanito me lo dijo.
—Basta, Sara, por favor. Tú no tienes ningún
hermano, lo sabes.
—Pues tú sabes que sí lo tengo —sentenció y
después de esto guardó silencio de nuevo.
No quise averiguar más sobre las palabras de Sara.
No podía. No quería dar rienda suelta a la imaginación, no en un momento como
ese. No en medio de una decisión que estaba a punto de cambiarlo todo para
siempre. Pero Sara insistía sobre el tema. Ella tampoco quería saber nada
más, se aferraba firmemente a una certeza, que atesoraba como ilusión
preciosa: la llegada de su hermanito.
Al paso de los días, no sé muy bien qué fue lo
que empezó a cambiarlo todo. Un bombardeo caótico de imágenes y sensaciones
me asaltaban en todo momento: el hombre en la exposición, la llegada del cuadro
y la tarjeta que lo acompañaba con una simple, contundente declaración. Sara,
mi cuerpo, nuestras vidas, el patán, la búsqueda infructuosa de la clínica...
tic-tac... mi infancia rodeada de los cuadros de la tía Emilia, la muerte de mi
madre, los años de angustia alrededor del divorcio... tic-tac... y el maldito
tiempo que no se detenía, al que no podía dar marcha atrás.
Una noche tuve un sueño. Efectivamente, yo caminaba
detrás del viejo, en una marcha lenta y pacífica. Aspiraba profundamente el
olor de algunos pinos y del mar de flores a nuestro alrededor. Mientras
caminaba, relataba al hombre el color de mi infancia, el sabor de mis lágrimas
y el sonido de mis pasos. También le contaba los sueños de Sara, la textura de
su cabello y la forma en que era capaz de iluminarlo todo con su risa. Él no
parecía escuchar. Seguía siempre adelante con paso decidido. Llegamos
finalmente a un lago, cristalino y radiante como espejo; y entonces volteó su
rostro y vi de nuevo aquella mirada que había estado presente —ahora lo
sabía— en los momentos más importantes de mi vida.
No dijo nada, se limitó a señalar hacia el otro
extremo del lago, y pude leer en sus ojos: “allá está”.
Desperté repentinamente y presa de una inquietud
que no podía controlar. Me dirigí a la habitación de Sara y me senté en su
cama mientras la observaba dormir profundamente. Recordé su estancia en mi
vientre, la ilusión con que esperaba su llegada y la alegría que había
traído a mi vida cuando pude tocar su rostro por primera vez...
Y sin dudas, me aferré a mi sueño, el sueño de El
viejo y la inmensidad, el sueño de un nuevo ser entre mis brazos, el
sueño de Sara de verme caminar junto a su hermano.
Me aferré a mi cuadro, a la vida que mágicamente
brotaba de él.
Comprendí por qué cada uno de los cuadros de la
tía Emilia ocupa después de su muerte espacios inverosímiles e
incomprensibles para quien no lo ha recibido, de forma inesperada, en sus manos.
Entendí el cuadro en la cocina y en la habitación de mi primo, tuve la certeza
de que el lugar del mío era a la cabecera de una habitación infantil.
Tengo siete meses de embarazo. Tengo un cuadro por
el que mi vida ha cambiado. Tengo un sueño al que me aferro y una certeza a la
que no quiero renunciar. Tengo, finalmente, a Emilio en mi vientre, al viejo en
mi corazón y a la inmensidad de un valle florido por el cual caminar hasta
llegar a un final, que será un eterno volver a comenzar.