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Gabriela de la Peña Astorga
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Crónicas de Marco Polo

Decía mi abuela que para ver correctamente las cosas había que empezar por llevar los anteojos adecuados. Eso me lo dijo cuando, a los 6 años, un oftalmólogo pagado por el gobierno nos destinó, en sólo 15 minutos, a media clase de primer grado a ser el blanco de las bromas de la otra mitad del salón. Desde entonces el mundo se dividió para mí entre los “con gafas” y los “sin gafas”. Así de simple. Ni buenos ni malos. Ni gringos ni comunistas. Sólo gente con gafas o sin ellas.

De adolescente quise reivindicar a los de mi grupo con la venganza de Lady Di: “verme estupenda”. De modo que cada seis meses cambiaba de anteojos, haciéndolos perdidizos o argumentando que éstos ya no me permitían ver bien. Mis gafas eran cada vez más ridículas y más chillantes, y todo este espectáculo transcurría ante el total desconcierto de mis padres. Lo llamaron “cosas de la adolescencia”, y yo me sentí la reina del mundo con su sentencia. Mis anteojos rojos, al más “maddonesco” estilo, me hacían elevarme más allá de mis espinillas o mi corta estatura.

No sé lo que es vivir sin anteojos.

Mi abuela murió, dejé de ser adolescente, y parte de mi doloroso crecimiento fue descubrir que el mundo era mucho más complicado que una guerra imaginaria entre personas con gafas y personas sin ellas. El desencanto entró a mi vida por la puerta delantera. Y sí. Tuve que aceptar que la clasificación “gafas-sin gafas” no me servía para nada.

Uno de esos días en que las altas temperaturas del desierto abruman el cerebro y evaporan la vista, encontré una foto de mi abuela mientras buscaba distraer al calor bajo la lectura de un libro. Era una tarde cualquiera, de un verano cualquiera, en una de esas ciudades construidas por la inexplicable terquedad humana de asentarse donde no debe. Pero ese es otro asunto.

En la fotografía observé que mi abuela no llevaba gafas. Era una de esas fotografías hechas en un estudio de barrio. Ella debía tener 16 años. 18, cuando mucho. Era muy guapa, parecía una estrella de cine hollywoodense en tiempos de blanco y negro. Sin darle importancia al hecho de las no-gafas, volteé la foto para ver la fecha. 20 de julio de 1948; y una leyenda apenas legible, hecha a toda prisa y con una extraña tinta de color turquesa:

                                                 “Samuel,
                                                                 el tiempo no tiene prisa”.

¿Quién era Samuel? Ciertamente no era mi abuelo. Tampoco había en mi familia alguien con ese nombre... pero más desconcertante aun: “¿el tiempo no tiene prisa?”. ¿Y por qué estaba todo esto escrito, precisamente, con tanta prisa que incluso era difícil entender todas sus letras?

Guardé la foto en su lugar: insertada en un viejo libro de su antiguo librero. Crónicas de Marco Polo, observé en el lomo del mismo, antes de colocarlo en su sitio.

Al día siguiente fui a hacerme un nuevo examen de la vista. Tras el episodio de la fotografía, me convencí a mí misma de que comenzaba nuevamente a ver todo a mi alrededor de forma borrosa. Seguramente con gafas nuevas, con una nueva graduación...

Mi graduación no había cambiado, pero me apeteció hacerme con otro modelo de gafas. “Algo clásico, pero chic... mmmhhh... esas, las doradas de corte redondeado”, bromeé con la chica del mostrador.

Gafas nuevas, misterio sin resolver. Volví a Marco Polo. La frase seguía resonando en mi cabeza mientras observaba de nuevo la fotografía. Me alejé un poco del librero, algo dentro me decía que debía ver el cuadro completo.

“Abuela... cuánto debías amar a tus libros”. Decidí acercarme poco a poco, dejándome llevar por la infinidad de títulos a mi paso, todos ellos empolvados, nunca tocados de nuevo, estáticos desde que ella se había marchado.

Tomé suavemente un nuevo título, movida por la delicadeza con la que imaginaba que ella lo habría hecho alguna vez. Antonio Machado. Antología. Lomo negro. Portada color violeta, en ella una margarita marchitándose al sol.

Me reacomodé las nuevas gafas empujándolas por el centro sobre mi nariz; recordando que éste es uno de los inconvenientes para quienes las llevamos en una tierra en la que el calor hace sudar hasta el entrecejo. Examiné rápidamente el libro, hasta que una vieja hoja de cuaderno a rayas me hizo detenerme. La desdoblé cuidadosamente. Era un mapa de tesoro trazado evidentemente por una mano infantil:

Puerta. Casa del fantasma. Puente de la cruz. Lago de los cocodrilos.

Sonreí. Es imposible no hacerlo cuando uno se topa por sorpresa con la ilusión de quien todavía puede imaginar un mundo de piratas surcando el mar. Un mundo de buenos y malos. De gente con gafas o sin ellas. Esta vez no encontré pistas de su autor, de su destinatario o de la fecha en que fue delineado. Lo doblé de nuevo. Tomé el libro y coloqué el mapa en el lugar en el que lo había encontrado. Me sorprendí a mí misma presa de una tierna sensación de refugio que me hizo sentarme en la mecedora de la abuela y leer pausadamente el poema en el que había estado escondido mi ahora mapa del tesoro.

El Viajero

   He andado muchos caminos,
he abierto muchas veredas;
he navegado en cien mares,
y atracado en cien riberas.

   En todas partes he visto
caravanas de tristeza,
soberbios y melancólicos
borrachos de sombra negra,

   y pedantones al paño
que miran, callan y piensan
que saben, porque no beben
el vino de las tabernas.

   Mala gente que camina
y va apestando la tierra...

   Y en todas partes he visto
gentes que danzan o juegan,
cuando pueden, y laboran
sus cuatro palmos de tierra.

   Nunca, si llegan a un sitio,
preguntan adónde llegan.
Cuando caminan, cabalgan
a lomos de mula vieja,

   y no conocen la prisa
ni aun en los días de fiesta.
Donde hay vino, beben vino;
donde no hay vino, agua fresca.

   Son buenas gentes que viven,
laboran, pasan y sueñan,
y en un día como tantos,
descansan bajo la tierra.

...Dejé el libro sobre la mecedora. Paz.

Esa misma noche volví al librero. Sin un objetivo en mente. Sólo ver. Con gafas nuevas.

Tomé un título cualquiera, que casi automáticamente se abrió por un viejo separador. Un añejado trozo de cartulina, roto por las esquinas. Otra leyenda de su puño y letra, esta vez escrito, me pareció, con más calma y cuidado:

“Encuéntrame en el silencio”

Ni las gafas, ni Samuel, ni el nombre del libro me interesaban ya. Era una vida cifrada en un librero, escondida entre páginas viejas, entre frases nuevas para mí. Era un legado vivo, un misterio mágico, un “lo que yo quiera”...

Aún no termino de reconstruir la historia de mi abuela. Tampoco sé si quiero hacerlo. He entendido que hay secretos sublimes, inexplicables, vivos, eternos. Comprendí que es mejor no tocarlos, no mancillarlos, dejarlos ser como son, como fueron, como pueden ser. Misterios que merecen una sola cosa: ser sentidos, perderse, deleitarse en ellos para luego dejarlos permanecer.

Y me he dado cuenta de que yo también he tenido otras pérdidas fecundas, que merecían este pequeño homenaje.

 

Invierno en Barcelona

La gratitud es una virtud que se pierde con el tiempo; tiene alas, vuelta pronto, se pierde en la inmensidad de la vida. Esto le he oído decir a mi padre. Pocas personas recuerdan —o recordamos—, después de pasados los años, aquel gesto bondadoso que hacia ellas —o hacia nosotros— se tuvo en alguna ocasión.

Es así, y habría que aceptarlo si uno pretende no engañar a su propia conciencia.

A partir de ello me he puesto a buscar en mi memoria aquellos momentos en que me sentí objeto de una natural generosidad por parte de las personas que me han rodeado a lo largo de mi existencia. Es una lástima que no pueda recordar con claridad las escenas de mi infancia por las que seguro tendría que sentirme agradecida. La memoria es en ocasiones huidiza, mala cómplice de nuestras biografías. Queda, sin embargo, la huella de las sensaciones, que revive intensa o sutilmente episodios del pasado al contacto con el más sencillo de los estímulos: el mismo olor, la misma luz, la misma voz...

Más allá de los grandes favores, sobreviven en nuestra mente algunos momentos inolvidables, para los cuales cualquier homenaje o forma de agradecimiento queda pequeño. Sobre todo si los hemos recibido en las situaciones más inesperadas o en los instantes en que más lo hemos necesitado, sin que la persona que nos lo ha brindado tenga la menor idea acerca de ello. Ráfagas de buena intención que azarosamente detuvieron una lágrima y nos arrancaron una sonrisa.

Era mi tercer invierno en Barcelona; extranjera en cualquier lado, pues era forajida de mí misma, aunque eso entonces no lo tenía tan claro.

Acostumbraba salir a caminar para tratar de ordenar lo incomprensible en mi corazón y mi cabeza; innumerables veces me sorprendió el atardecer frente al mar, sola, dejándome consentir por el ritmo de la marea del Mediterráneo. Otros días salía de casa sin rumbo fijo, me metía en la primera estación de Metro y me bajaba donde me apeteciera. Así fue como hice propia cada calle, cada raspadura, cada pieza de loza añeja por la que mis pies navegaron durante casi cuatro años.

Una tarde de diciembre, sin embargo, es la que recuerdo con más nitidez. Había encontrado una carta de amor escrita por el hombre con el que había compartido cerca de 10 años de mi vida y siete de matrimonio dirigida a una mujer que evidentemente no era yo. No sé qué fue lo que más me sorprendió, si su traición o su gélida reacción cuando lo cuestioné.

Lo cierto es que salí a la calle sin pensármelo dos veces, me puse la chaqueta con toda la furia que se había apoderado de mí y caminé. Primero con paso apresurado, y después de perderme en no sabía bien qué barrio, más lentamente. Mientras lo hacía miraba sólo hacia delante, como si en ello me fuera la vida. Me limpiaba las lágrimas en un movimiento automático, y la nariz sólo cuando ya no podía respirar más. Crucé panaderías, joyerías, restaurantes, bares, farmacias e incluso un cinema. Finalmente el cansancio me hizo detenerme en el banco de un parque.

Era una tarde fría, pero soleada. Las palomas —cómplices y testigos de cualquier cantidad de escenas urbanas— buscaban parsimoniosas un trozo de pan que les alegrara el día. Un par de mujeres mayores comentaban sus compras, compartían sus secretos de economía familiar y soltaban alguna carcajada de vez en cuando.

Yo había logrado con mi ruta lo que deseaba: alejarme de aquella habitación en la que había encontrado la nota, borrar de mi nariz el olor del estofado que se cocía mientras tanto en la cocina y que se me había metido bajo la piel... sol, aire, caras desconocidas, benditas trivialidades que calmaran mi pulso y reemplazaran el zumbido de moscas que me estaba volviendo loca.

Miré mis manos con mayor tranquilidad. La alianza... vaya término para designar algo tan frágil. Lentamente la saqué de mi dedo, la miré detenidamente en la palma de mi mano. Después la apreté con fuerza y la aventé lejos de mí. Respiré hondo y tomé el camino de vuelta a casa.

El cansancio y una incomodísima sensación de extravío me hacían caminar despacio, laberínticamente, sin atinar a dar con alguna avenida familiar para mí. Por fin una estación de Metro. Línea roja. Propera parada: Plaça de Catalunya.

Subí al mundo una vez más. Las escaleras eléctricas me empujaban en contra de mi voluntad hacia el sol. Volví a la caminata, esta vez a través de las Ramblas. Ruido, ritmo vital, uno que otro güiri con mirada de asombro; mis pies no podían más, pero algo dentro de mí impedía que me detuviese, que pensara, que sintiera el peso de la decepción. Así es que caminé esta vez hasta el puerto. Y en su contemplación me perdí de nuevo, sin poder articular una frase congruente en mi cabeza, salvo esta: algo muere sin remedio mientras yo estoy aquí sentada.

Tomé al fin el sendero a casa.

¿Por qué?, ¿cómo te explico lo que acabas de hacerle a mi alma? Me diste la última estocada, ¿cómo se sobrevive a esto?...

Caminaba apresuradamente. Podía sentir en mi rostro la temperatura del viento, su dirección, su juego caprichoso. Rambla de Poblenou, Diagonal hasta Carrefour. Torcer entre tiendas y rebajas por Navidad.

Diagonal otra vez, todo menos llegar hasta el portal.

Más tranquila, saqué un pañuelo de mi bolso. Me limpié la nariz un par de veces. Adelante caminaba un chico que volteó despistadamente y paró su paso hasta quedar a mi lado.

“Me ha gustado como te has limpiado la nariz”. Su comentario me pareció de lo más extraño, pero ciertamente me hizo sonreír. Emití en respuesta un “gracias” casi silencioso.

—Es verdad. Te limpias la nariz de una forma diferente, graciosa.

Seguí mi camino sin voltear atrás, pero también sin poder evitar la sonrisa que me había arrancado mágicamente lo absurdo de una ruta con final insospechado.

Acababa de recibir el piropo más bello de mi vida en voz de un completo desconocido, a través del cual sentí que Barcelona, a quien tanto amaba, me abrazaba con el más tierno de sus gestos.

 

Juanita y el desierto

Juanita murió de pelagra. Pelagra es la enfermedad que hace a la piel rasposa. Bien rasposa que era Juanita, pero una enfermedad tan seria como esta no es cuestión para reírse de ella. Tampoco lo es la vida de Juanita, que fue impredecible, etérea.

Juanita nació en Casas Nuevas, un pueblo entre dos desiertos y dos fronteras.

De niña, Juanita soñaba con crecer al otro lado del mundo, que no al otro lado de la frontera. Quería, sobre todo, conocer otros desiertos, aquellos donde el viento borra todas las huellas. Había visto en el libro de un visitante extranjero que al otro lado del planeta crecía un mar de arena, suave como polvo de talco y dorada como el alba desértica. Con ese mar soñaba Juanita a la luz de las estrellas.

Cuando era joven, la luna llenaba sus noches enteras. Ahí se refugiaba para soltar su más preciada certeza: del otro lado de la luna habría alguien como ella. Otro ser del desierto, otra alma en pena...

Cada mañana iniciaba una vida para ser compartida con su alma gemela. Lo imaginaba haciendo las tareas propias del desierto: limpiar el polvo, bendecir el preciado líquido y tratarlo con la reverencia con que se tratan las cosas divinas. Salir al sol y dejarse bañar por sus penetrantes rayos, taparse después el rostro con un sombrero e iniciar las labores incansables de la ardua, escasa siembra.

A veces, a lo largo del día, se imaginaba cómo sería la vida de su doble de espíritu en aquellas tierras lejanas. ¿Qué pensaría él al extraer de una fosa el agua, cómo la acarrearía hasta casa, y cómo demostraría el respeto que ésta infunde a todos los que habitan tan árido suelo?

Un día, Juanita tuvo un sueño, el sueño de la frontera. Salió temprano de casa, tomó un autobús y se dejó llevar por el deseo de encontrarlo a él en territorios lejanos, secretos, pero hechos de la misma naturaleza.

Buscó, buscó sin cesar y se encontró sólo con la realidad de ver pasar los días trabajando en un “restaurante” a la orilla de la frontera. Cambió de identidad, de nombre y hasta de dioses... pero no de quimera. Yazmin —o sea Juanita— tuvo mucho cuidado de no embarazarse en esa nueva vida, sus hijos serían almas del desierto, hechos de dos sueños, de dos doradas mareas.

Conoció la cheese burger with bacon, se perdió entre los corredores y las rebajas de Fiesta. Volvió a casa para Christmas Holidays cargada de pacas y sorpresas. Lo que no entendía Juanita es que la distancia la alejara de su promesa, que la búsqueda no fuera lo que ella esperaba que fuera.

Con el paso de los años, Juanita no perdía la esperanza. Alguno de sus clientes podría llevarla a esos mares dorados, a esos brazos soñados, a esas tierras.

Pero eso nunca sucedió y Juanita suspiraba en silencio una pena. Nadie sabe dónde ni cómo encontró a Juanita la enfermedad aquella, lo cierto es que Juanita murió de pelagra, la enfermedad de la piel rasposa, cuando ésta ya estaba erradicada a ambos lados de la frontera. Voló Juanita, de este modo, a una nación nueva; quién sabe si al llamado de su amada alma gemela.

 

Envío inesperado

Vi la más sorprendente rapacidad humana el día en que murió la tía Emilia. Sorprendente por dos razones: la primera porque en cuestión de minutos la casa se vació de todos sus cuadros; uno a uno fueron desapareciendo en manos de su propia, sagrada, familia. La segunda, porque cada uno de ellos tenía un valor intrínseco, invaluable más allá de su cotización en el mercado del arte, que ya para entonces la consideraba una de las mayores promesas pictóricas de América Latina.

Al paso de los años, y a través de múltiples reuniones familiares, me he ido encontrando otra vez con su obra, ahora fragmentada en cualquier cantidad de espacios insospechados: desde la habitación de un primo lejano hasta la cocina de la viuda de un hermano suyo, casado con esa mujer en segundas nupcias.

A cada encuentro me veo presa de las más intensas y contradictorias sensaciones. Ya no se trata de una casa invadida por toda clase de construcciones, abstracciones, fantasías en óleo, acuarela o pastel. En cambio, la experiencia de poder mirarlos de nuevo desde otros ángulos y enmarcados en los más inverosímiles escenarios despierta en mí un espontáneo regocijo: esos cuadros, como los viejos conocidos que son para mí, sonríen, se lamentan o desesperan conmigo en un arrebato de intimidad.

Hace algunos meses, y con la poca dignidad que restaba en la familia después de semejante hurto, se organizó en una ciudad cercana una retrospectiva de su obra. Las pinturas fueron trasladadas desde todos los puntos cardinales del país —es decir, desde la cocina de la tía Julia hasta la habitación de mi primo Antonio, por ejemplo— hasta un céntrico e improvisado museo. Yo no heredé ninguno de sus cuadros, así es que asistí a la presentación movida tanto por un inconfesable deseo de cotilleo familiar como por la curiosidad de ver reunidas, sólo una vez más, todas aquellas imágenes que habían abarrotado de colores mi niñez.

La labor de exposición la llevaron a cabo personalmente la plana mayor de la familia y el director del museo —en realidad “museíto”— de la ciudad. Organizados de forma incomprensible, pude sin embargo trasladarme a través de cada lienzo hacia la infinidad de rostros, paisajes y desnudos que en otro tiempo habían servido de marco a mis travesuras y juegos infantiles.

Uno, sin embargo, me hizo detenerme por largo rato. No lo había visto jamás, conclusión que me sorprendió un poco, pues creía conocer la totalidad de su obra. Tampoco recordaba habérmelo encontrado en algún rincón de su estudio o repartido en un nuevo espacio familiar.

En ello reflexionaba cuando escuché a mis espaldas una voz cuyo extraño acento no atiné a descifrar: “El viejo y la inmensidad”, escuché en un susurro a mis espaldas. Volteé tranquilamente, en el estado de quietud al que la obra me había transportado.

Quien me hablaba era un hombre mayor, cuyo nombre y origen aún desconozco. Lo que sí pude adivinar fue su relación con la tía Emilia, pues recordaba aquella misma mirada plasmada en varias creaciones suyas; como también recordaba los suspiros que en otro tiempo me habían arrancado a su vista.

No pude dejar de mirar el cuadro, envuelta como estaba en el hálito de paz que de éste emanaba. El más azul cielo servía de contraste a la figura de un viejo que caminaba de espaldas hacia un valle florido, intenso, vivo. No es que la imagen fuera algo espectacular o nunca visto, era más bien que en esta composición había algo que no podía ser expresado del todo cabalmente... acaso la luz, el contraste, la condición andante del hombre...

Quise comentarle eso mismo al hombre a mis espaldas, que seguro entendería a qué me refería, pero éste se había marchado sin que yo me diera cuenta.

La exposición continuó con el discurso de bienvenida, el brindis, las conversaciones comunes y el reencuentro con las anécdotas que tantas veces escuché en casa, pronunciadas con familiar orgullo, sobre el arte de la tía Emilia... y después de todo esto, volví a casa.

Había sufrido un retraso de menstruación, lo suficientemente largo como para comenzar a preocuparme. Como mujer divorciada que era, un nuevo embarazo no resultaba para mí la mejor de las noticias. Había mantenido una relación superficial con un compañero de oficina, tan poco seria que nunca soñé con oírle pronunciar mi nombre en el clímax de una cópula inolvidable.

Existe un momento en la vida de cualquier ser humano en que las evidencias se tornan nebulosas, opacas, volátiles como el humo en medio de un inmenso solar. El recurso mágico arriba a nuestra mente y aquello que resulta totalmente transparente para el resto del mundo, es una cerrada y oscura noche para el corazón, que se niega a aceptar lo inevitable, la consumación de un hecho irreversible.

A ese estado, que yo llamo “la dimensión paredón”, me trasladé durante varias, interminables semanas. Me negaba rotundamente a aceptar el nuevo embarazo, a pensar siquiera en la posibilidad del mismo y, como si mi corazón se resistiera a recibir las órdenes de mi cerebro, retumbaba sin cesar dentro de mi cuerpo con un incontrolable, autónomo ritmo.

Siguieron noches sin dormir, días sin entender el más rutinario de los procedimientos en la oficina o sin atinar en la cocina al aliñar la ensalada. Nada importaba, nada podía hacerme conectar con el día a día de mi vida, y es que en la dimensión paredón no se tiene cabeza salvo para una cosa: enfrentar la inminencia de la muerte.

Sara, mi hija de 5 años, no estaba tan segura de lo que estaba ocurriendo. No obstante, como guiada por un presentimiento atroz, pasaba horas enteras en mi regazo, acariciándome el cabello o llenándome de los más sutiles y dulces roces de alma. Y mientras eso sucedía, yo sólo podía pensar en el tiempo ido, aquel en que era yo quien se recargaba en las piernas de mi madre. ¡Cuánto la echaba de menos, cuánto la necesitaba en esos momentos y qué ridícula me sentía de estar pensando en todo aquello!... yo no era más una niña, sino una mujer a cargo de un sol de cinco agostos... y quizá de una segunda oportunidad de abrazar a la vida a través de mi vientre.

Los análisis confirmaron aquello que yo me negaba a aceptar. Una descarga eléctrica se apoderó de cada uno de mis músculos al leer el resultado, mis latidos estallaron llenándolo todo de un solo sonido que reventaba mis oídos y me helaba la sangre.

Guardé silencio. Durante una semana entera. No podía, no quería decírselo a nadie hasta que tuviera resuelto este asunto con una simple, abrumadora decisión: tener al nene o dejarlo ir en paz. Parto o aborto. Cambio de rumbo o seguimiento en la línea de nuestra vida, de Sara y mía, trazada hasta ahora con tantas fatigas, tanta renuncia y tanto dolor.

Contradicciones internas, devastadoras como fuego abierto, y en medio de ellas... el tiempo... eterno cada día... y efímero en mis manos. El calendario y mi cuerpo a contrarreloj. Tic-tac, hoy el embrión ha crecido un poco más. Tic-tac, comienzan los mareos y la náusea. Tic-tac, las dos, las tres de la mañana. Cada día una batalla que me dejaba exhausta, una decisión que no podía esperar, pero para la cual no sentía tener fuerzas para enfrentar.

Sábado. Día libre de la dimensión paredón, decidí por la mañana; un día de tregua, de balsámico alivio para la conciencia.

Sara jugaba en la terraza con el último de sus tesoros, una muñeca de cabellos multicolores, cuando escuchamos a alguien timbrar con decisión a la puerta.

—Diga —contesté sin mucho ánimo.

—Envío para Natalia Gómez.

Apareció un hombre con un paquete envuelto en papel canela, que bien podría contener una litografía, o, “¿por qué no?, uno de los codiciados cuadros de la tía Emilia”, pensé sin poder contener una mueca de incredulidad.

Por única identificación tenía una pequeña tarjeta pegada al cartón. Con una caligrafía clara, pude leer: “Open your heart to this image... It will reward you all your life”.

—¿De dónde viene esto, amigo? - cuestioné al hombre.

—Verá. Pues es una larga historia —respondió el hombre suspirando con resignación—. No lo sé; así de claro, señora.

—Nadie lo sabe —continuó—. Llegó hace un par de semanas a la bodega, sin remitente. El costo de envío ya había sido liquidado, pero si hemos tardado tanto en entregárselo ha sido porque el paquete, este cuadro, no se dejaba entregar. No me pregunte qué pasó, yo no sé de supersticiones, pero lo que sí le puedo decir es que este cuadro, que me ha quitado la tranquilidad en todos estos días, se ha escondido por semanas enteras en la bodega. Cada mañana lo he visto en un lugar, lo he colocado en el anaquel de salida y en el segundo en que volteo hacia otro lado, el muy canalla desaparece. Cada día, señora, cada día lo mismo. Hoy me he resuelto a buscarlo apenas llegar al trabajo y no soltarlo hasta dar con su destino. Ya lo había hecho así hace un par de días y, no me lo va a creer, el paquete desapareció de mi coche, bajo llave. Lo encontré a la mañana siguiente entre unas cajas que iban a Suiza... ¡Imagínese!, el cretino quería salir de viaje.

Toda esta explicación acerca de un lienzo con vida propia me pareció lo más divertido que había escuchado en meses, así es que dejé al hombre terminar con su trágica historia; y como no viera que yo tomaba el cuadro y le agradecía todas sus penalidades con él, lo colocó enfáticamente en el suelo y sentenció:

—Pues eso. Aquí está su envío. A ver si esta noche duermo por fin en paz.

Al desenvolver el paquete y ver su contenido recordé la voz del hombre que se había acercado a mí en la exposición. Volteé el cuadro en búsqueda de algún dato que pudiera darme más pistas sobre tan extraña entrega:

El viejo y la inmensidad, 1968
Óleo mixto sobre lino
88 x 78 cm

Llamada tras llamada, ninguno de mis parientes pudo darme mayor información sobre el lienzo. Lo coloqué temporalmente sobre el sofá del salón, y en medio de la dimensión paredón, me vi presa durante varias horas en su contemplación, tal vez como escapatoria a la decisión que sabía que tenía que tomar con urgencia.

La noche del lunes siguiente la dediqué a escoger un sitio para él. Probé el salón, el estudio, mi propia habitación; fue finalmente Sara quien decidió que su lugar debía ser entre el póster de las chicas superpoderosas y su holograma del hombre araña, es decir, a la cabecera de su cama.

Y este fue el último momento que dediqué a concentrarme en lo que hacía. Esa misma madrugada me desvelé pensando en todo lo que implicaba volver a ser madre sola, preparar todo para iniciar una nueva vida con otro ser acompañándonos en el camino para siempre.

Hice cuentas en un cuaderno, evidentemente mi sueldo no era suficiente para afrontar la llegada del nene, tampoco tenía a quién más acudir en busca de apoyo; y del padre, descontaba cualquier tipo de responsabilidad compartida. Era un patán y un adolescente tardío que no podía hacerse cargo ni de su propia vida y cuya esposa había abandonado años atrás por infiel, explotador y calvo. Aún me seguía preguntando cómo pude haber caído tan bajo al compartir la cama con él.

El amanecer se asomó por mi ventana cuando la decisión estaba ya tomada. Dedicaría ese mismo día a tramitar todo lo necesario para suspender el embarazo. Así, sin pensarlo demasiado a fondo, ya se encargaría el tiempo de darme la razón y curarme el corazón. Por ahora, perder la cabeza en dilemas morales era lo mismo que perder el tiempo, un tiempo que no se detenía dentro de mi cuerpo.

Pensándome dueña de mi destino, renunciando a la idea de eternidad y a todas mis creencias, abracé a mi hija con todas mis fuerzas al despedirme de ella a la puerta del colegio y me dirigí a toda prisa a un pequeño pueblo cercano a la ciudad, donde había escuchado que un médico retirado practicaba abortos en condiciones seguras.

Pasé un par de horas tratando de localizar la clínica en cuestión, pero nadie parecía dispuesto a darme tal información. Llegué al trabajo envuelta en un mar de confusiones y lloré, en silencio y sin poder evitarlo, encerrada en mi despacho.

Al volver a casa esa tarde, de pronto caí en la cuenta de que no escuchaba ruido alguno proveniente de los juegos de Sara. Me asomé a su habitación para ver lo que sucedía y la sorprendí sentada sobre su pequeño escritorio, absorta en la observación del cuadro de la tía Emilia.

—Nena, ¿qué haces? —le pregunté mientras le acariciaba el cabello. No respondió, pero señaló el cuadro con su dedo menudo.

—Ahí estas tú, mamá.

—No entiendo, cariño. ¿Dónde?

—Ahí. En el cuadro, ¿no lo ves?

—Sara, ¿de qué estas hablando? Ahí no hay nada...

—Mira, mamá: tú caminas detrás del viejo. Tú y mi hermanito están ahí.

—No te entiendo. ¿Cuál hermanito?... Nena, no deberías contar mentiras —dije sin mucha convicción y tratando de disimular la inquietud que me causaban sus comentarios.

—¡No son mentiras! —respondió desesperada—, mi hermanito me lo dijo.

—Basta, Sara, por favor. Tú no tienes ningún hermano, lo sabes.

—Pues tú sabes que sí lo tengo —sentenció y después de esto guardó silencio de nuevo.

No quise averiguar más sobre las palabras de Sara. No podía. No quería dar rienda suelta a la imaginación, no en un momento como ese. No en medio de una decisión que estaba a punto de cambiarlo todo para siempre. Pero Sara insistía sobre el tema. Ella tampoco quería saber nada más, se aferraba firmemente a una certeza, que atesoraba como ilusión preciosa: la llegada de su hermanito.

Al paso de los días, no sé muy bien qué fue lo que empezó a cambiarlo todo. Un bombardeo caótico de imágenes y sensaciones me asaltaban en todo momento: el hombre en la exposición, la llegada del cuadro y la tarjeta que lo acompañaba con una simple, contundente declaración. Sara, mi cuerpo, nuestras vidas, el patán, la búsqueda infructuosa de la clínica... tic-tac... mi infancia rodeada de los cuadros de la tía Emilia, la muerte de mi madre, los años de angustia alrededor del divorcio... tic-tac... y el maldito tiempo que no se detenía, al que no podía dar marcha atrás.

Una noche tuve un sueño. Efectivamente, yo caminaba detrás del viejo, en una marcha lenta y pacífica. Aspiraba profundamente el olor de algunos pinos y del mar de flores a nuestro alrededor. Mientras caminaba, relataba al hombre el color de mi infancia, el sabor de mis lágrimas y el sonido de mis pasos. También le contaba los sueños de Sara, la textura de su cabello y la forma en que era capaz de iluminarlo todo con su risa. Él no parecía escuchar. Seguía siempre adelante con paso decidido. Llegamos finalmente a un lago, cristalino y radiante como espejo; y entonces volteó su rostro y vi de nuevo aquella mirada que había estado presente —ahora lo sabía— en los momentos más importantes de mi vida.

No dijo nada, se limitó a señalar hacia el otro extremo del lago, y pude leer en sus ojos: “allá está”.

Desperté repentinamente y presa de una inquietud que no podía controlar. Me dirigí a la habitación de Sara y me senté en su cama mientras la observaba dormir profundamente. Recordé su estancia en mi vientre, la ilusión con que esperaba su llegada y la alegría que había traído a mi vida cuando pude tocar su rostro por primera vez...

Y sin dudas, me aferré a mi sueño, el sueño de El viejo y la inmensidad, el sueño de un nuevo ser entre mis brazos, el sueño de Sara de verme caminar junto a su hermano.

Me aferré a mi cuadro, a la vida que mágicamente brotaba de él.

Comprendí por qué cada uno de los cuadros de la tía Emilia ocupa después de su muerte espacios inverosímiles e incomprensibles para quien no lo ha recibido, de forma inesperada, en sus manos. Entendí el cuadro en la cocina y en la habitación de mi primo, tuve la certeza de que el lugar del mío era a la cabecera de una habitación infantil.

Tengo siete meses de embarazo. Tengo un cuadro por el que mi vida ha cambiado. Tengo un sueño al que me aferro y una certeza a la que no quiero renunciar. Tengo, finalmente, a Emilio en mi vientre, al viejo en mi corazón y a la inmensidad de un valle florido por el cual caminar hasta llegar a un final, que será un eterno volver a comenzar.