La narradora y poeta peruana Rocío Uchofen ha reunido en Odalia y otros sin esquina (The Latino Press, 2004) algunos de sus relatos, en los que se pone de manifiesto la particular visión de una latinoamericana transplantada a la Gran Manzana. Hoy Letralia trae a sus lectores el cuento que le da nombre a este libro.
Oh, claro, claro. Yo sí me acuerdo de la Odalia, era llenita de
carnes y cómo no iba a ser así, si cuatro pelados seguidos había parido la
condenada. De dos maridos que tuvo, por supuesto, ninguno le salió bueno y
sólo le dejaron hijos para mantener. El primero fue el Andrés Palacios, aquél
que luego se comprometió con Juana Salcedo, la gorda que trabaja en la
panadería aquella en East New York, ése pues que salió una vez en la
televisión, en el programa Hispanísimo, porque se ganó el concurso de la cena
de San Valentín, donde la gorda, toda adefesiera pidió un cambio de look y lo
que le hicieron fue parecer una carpa de circo con tremendo vestido rojo,
mientras el Andrés no quería que le rasuraran el bigotote, y claro, si así
estaba con las mismas fachas de cuando andaba con la Odalia. Ella lo dejó por
borracho, decía, porque se pegaba sus trasnochadas y luego no se podía dormir
sin pegarle a ella o a los niños. Pero la Odalia también, pues, luego de eso
no tuvo peor idea que arrejuntarse con el bueno para nada de Julián Pérez
quien le hizo tres hijos más y la abandonó para regresar a su pueblo, porque
decía que no aguantaba los inviernos de este país, que se iba, aunque se
muriera de hambre en el infierno de nuestra tierra, y por allá ha de andar,
refundido en algún barrio de quinta, mascullando el poco inglés que aprendió
a hablar en la factoría donde trabajó. La Odalia, entonces, estaba sola,
jodida la pobre porque tenía que mantener tanto pelado y nadie le daba trabajo,
nadie, así que se fue a vivir con sus hermanas, allá cerca de la iglesia. Se
mudó a un departamento de dos dormitorios en donde a duras penas podían vivir
como cuyes en un corral. Las hermanas de la Odalia eran un par de solteronas,
pero buenas de corazón y no le protestaban, le ayudaban con la crianza y,
mientras tanto, como era verano, la Odalia se las ingeniaba para buscar
manutención. Cargaba su carrito de compras lleno de harina, ollas, aceite y la
cocinilla, lo cubría todo con una manta y se dirigía al parque.
Los gringos no miraban con buenos ojos que un
grupito de hispanos pobres como nosotros nos reuniéramos a jugar en el parque.
Los del campo de basketball y softball nos miraban como si fuéramos caca que
pasaba por su lado, y los italianos que jugaban bochas nos ignoraban, aunque no
a nuestras mujeres, porque si había una bonita por allí, los viejos se la
comían con los ojos.
Néstor Icaza era el encargado de sacar los permisos
y aunque nos los daban a regañadientes, siempre salíamos ganando. Teníamos
que compartir el campo con los niños del equipo de béisbol. Y a veces era un
nudo de problemas, porque a pesar de que el parque era inmenso, cuando se
iniciaban los campeonatos de fulbito y voleibol, si una pelota de las nuestras
se iba para el otro lado, siempre teníamos algún gringo latoso, rojo de
cólera por lo sucedido. La Odalia, pues, era una de las cinco señoras que se
ganaban alguito mientras los hombres jugaban. Ellas preparaban empanadas,
vendían humitas, sodas, sanguchitos, butifarras, arrocito con pollo, etc. Una
gran cantidad de paisanos e hispanos de otros países se juntaban para vernos
jugar. Era un buen negocio y se pasaba un rato alegre. Vendían cervecitas
también, pero a escondidas porque eso no le gustaba a los gringos, claro porque
ellos no trabajaban como burros así como nosotros quienes no tenemos otro
desfogue que juntarnos un día a la semana a estirar los músculos y recordar la
tierra. No había nada malo allá, claro, nunca faltaba el cojudo que se pasaba
de tragos o se las daba de machito y entonces empezaba la pelea, pero no era
algo usual y cada vez que sucedía, el Néstor Icaza, quien tenía la voz de
mando allí, intercedía y se acababa la bronca. Bueno pues, resulta que luego
de dos temporadas buenas, cuando el Néstor fue a renovar el permiso, éste le
fue negado, )la
razón? Los padres de los gringuitos que jugaban béisbol se habían quejado
dizque porque éramos sucios y hasta hacíamos “barbecue” en el parque
cuando estaba prohibido. )Pero
quién juega sin comer, carajo? La policía no quería ver barbacoas, ok, pero
al menos nos dejaron llevar botellas plásticas o latas de agua y sodas, para
que no nos deshidratáramos, y comida ya preparada, con la condición de recoger
todo el desbarajuste antes de irnos y dejar el parque limpiecito, para que los
otros no se quejaran. Entonces ya teníamos a la Odalia y las otras vendiendo
cerveza en vasitos plásticos a escondidas de los gringos idiotas que estaban
cien metros más allá, sentados en sus sillitas plegables viendo el partido de
sus hijos. Las mujeres llevaban bolsas negras para la basura y dejaban el parque
limpio después de cada jugada. Traían la comida preparada pero para hacer las
empanaditas fritas, por ejemplo, pegaban sus carritos hacia la esquina
noroccidental del parque, la que daba a la avenida, y allí cocinaban a fuego
bajito, escondidas por la enramada que cubría el enrejado. Todo parecía
haberse vuelto normal nuevamente.
Sin embargo nunca faltaban los malentendidos, ya
para los finales de la temporada alguien metió por allí un chisme: la migra
preparaba una redada en el parque, que uno de los padres de los beisbolistas
trabajaba para el departamento de inmigración y había soltado el dato de que
casi 150 hispanos con facha de ilegales se reunían periódicamente para jugar y
emborracharse. El Néstor Icaza nos calmó nuevamente, aduciendo que esos
rumores eran huevadas y que era imposible que la migra hiciese redadas en los
sitios de esparcimiento. La Odalia, pobrecita, era ilegal, porque nunca alcanzó
ni la amnistía tardía, ya que ni dinero tenía para pagarle a alguien que la
ayudase, y luego de la caída de las torres ya sus esperanzas se fueron al agua
definitivamente, ahora menos que nunca iban a legalizar gente en este país.
Mientras tanto ella tenía que sacar adelante a sus hijos sin padre y si bien
era la preferida del parque porque tenía una sazón buena que hacía hasta
repetir el plato, lo que ganaba esos días era una miseria comparado con sus
gastos, así que la veíamos en varios sitios durante la semana, buscándose el
pan, como los mismos domingos, cuando íbamos de mañanita a la misa de 8 en
español, Odalia ya estaba parada en la esquina con su misma cocinilla, vendía
tamales y humitas frescas, y en semana santa llevaba a los hijos a vender palmas
trenzadas para el domingo de ramos, y también veíamos a la Odalia durante los
días de semana porque trabajaba en la quinta avenida repartiendo volantes para
la academia de inglés, y otras veces, sobre todo en verano y primavera, se
paseaba disimuladamente por Sunset Park con el cochecito lleno de agua en
botellas, bizcochitos, chupa-chups hechos en casa, etc.
Pues esa era la Odalia, cuántos no la conocimos, si
por los tamalitos después de misa, todos sabían que ella era la >ñora
de la esquina, la más humildita, la de mejor sazón, la pobre infeliz...
Entonces, pues, así como medio mundo que asistía
cada fin de semana a los partidos del parque, la pobre estaba aterrada con las
habladurías de las redadas. A pesar de las palabras de Néstor Icaza, la gente
pensaba que era mejor prevenirse y así ya había algunos que habían visto,
como en los simulacros de los temblores, todas las posibilidades de escape por
el parque si la migra se presentase. Mientras tanto, los campeonatos de fulbito
y voleibol seguían y los gringos beisbolistas no dejaban de buscar la manera de
sacarnos de sus vidas.
Dicen algunos que todo fue culpa de la misma mujer
del Néstor Icaza, otros comentan que no, que en realidad fueron las
circunstancias y que más de una paisana estuvo envuelta. La cosa es que cerca
al juego de bochas estaba el campito para los niños, toboganes, columpios, etc.
Por la misma razón, muchas mujeres iban hacia allá, sus hijos jugaban y ellas
descansaban en la sombra mientras los maridos animaban los partidos de fulbito o
voleibol. Los viejos aquellos de las bochas eran medio mañosos, parece que uno
o más de uno se sobrepasó y alguien corrió a pasar la voz a los hombres, como
todos estábamos concentrados en el campeonato muy pocos se percataron de lo
sucedido, Néstor Icaza y un pequeño grupo acudieron al instante para calmar la
situación, pero los viejos de las bochas trataron de írsele encima y como los
amigos estamos para defender amigos, empezó la pelea. Seguramente uno de los
gringos vio la oportunidad que habían estado esperando para sabotearnos y
llamó inmediatamente a la policía. Estaba de más, porque luego de la golpiza,
ambas partes ya se pedían disculpas como caballeros que eran para no inflamar
los ánimos, pero es allí que aparecen las patrullas, los extremos del parque
se invaden de luces y sirenas, todos dejan lo que están haciendo para ver cómo
casi una docena de policías avanzan hacia nuestro campo, cunde el pánico, los
gringos que gritan, los viejos de las bochas que levantan los brazos, y de
pronto una voz que nos alborota a todos con el mensaje “(La
migra, la migra!”. Entonces empieza el loquerío, todos corremos de un lado
para el otro, parecemos cuyes, ovejas ante el lobo; no hay tiempo para pensar,
sólo salvarse si se puede. Algunos gritan “No hemos hecho nada, quédense
donde están que si no va a ser peor”, pero la desesperación impide pensar y
se convierte en histeria colectiva, las mujeres lloran, los niños gritan y en
qué momento habrá sido que la Odalia se tocó de nervios también y se echó a
correr como loca, su faldón parece que se enredó con el carrito y sus cositas
todas se regaron por el paso, encima con el peligro de armar un incendio, porque
el fogoncito estaba encendido y la sartén con aceite hirviendo. Odalia debió
haber perdido todo el sentido de orientación, porque se salió por la puerta
noroccidental y se chocó de bruces con un nuevo grupo de policías que llegaban
de refuerzo y casi la atrapan, pero el terror debe haberle dado agilidad, porque
con las mismas se fue de carrera hacia la avenida sin reparar en los semáforos,
autos, bocinas, nada, y en esas que una Pathfinder del año se le cruza en el
camino, o ella se le cruza, depende del punto de vista, lo cierto es que el
cuerpo de Odalia salió disparado casi hasta la otra esquina y los que ya
estábamos atrapados, esposados con la cara apretada contra el enrejado del
parque, pudimos ver solamente sus cabellos negros y largos que flotaban en un
charco de sangre. Al rato llamaron a la ambulancia que cargó con ella porque
todavía vivía.
Y no solamente por eso es famosa la Odalia, pues,
porque su historia no acabó aquí, sino que duró casi más de un año,
nosotros hicimos colecta tras colecta porque como ella no tenía seguro, casi
que ni la aceptan en el hospital, y luego nomás la querían dar de alta, aunque
ya ni conociera la pobre, ya que el golpe con la troca le había destrozado la
cabeza, y hasta el único padrecito que hablaba español, de aquella iglesia a
la que asistíamos, llegó a darle la absolución para ver si la apuraba, pero
ella nada de morir. Conectada a máquinas primero hasta que los médicos
decidieron que gastar energía eléctrica en ella era una mala inversión y,
entonces, ante el llanto de sus hijos, la desconectaron. Pero la Odalia no
murió, al contrario, siguió echándole ganas a la vida, aunque no tuviera
conciencia de ello. Su cuerpo se había empequeñecido y había tomado la tez de
los muertos, pero seguía viva, tal vez, decían, porque muy en el fondo cierta
parte de ella sabía que estaba dejando solos a sus hijos en el mundo, o tal vez
por razones que nunca entenderemos, pero que el padrecito trataba de explicar
con un “eso sólo lo sabe Dios, hijitos”. Y cuando los canales de
televisión en español hicieron reportajes acerca de la historia de Odalia,
mucha gente se tocó el corazón y la ayuda empezó a llegar a los hijos y las
hermanas de la pobre. Así fue pasando el tiempo, la noticia se refrescaba cada
tres o cuatro meses, hasta que apareció en los diarios y cadenas televisoras
gringas, era una curiosidad inexplicable de la ciencia, una mujer llena de
llagas y suturas, cuyo cuerpo vivía sin vivir quién sabe por qué razones. Nos
entrevistaban, entonces, y más de uno se hizo famoso porque contaba con lujo de
detalles el día del accidente, y la pasábamos bien, con nuestros minutos de
fama.
Las hermanas de la Odalia mantenían a los niños a
duras penas, con su triste paga del trabajo en las fábricas o las donaciones
que caían de cuando en cuando. Parecía que la vida iba a ser de esa manera
hasta que llegó la noticia de que uno de esos millonetas altruistas, esos que
nunca dan la cara pero siempre hacen una buena acción, compadecido por la
suerte de los niños, quienes a fin de cuentas, sufrían sin haber tenido la
culpa de nada, se ofreció a hacerse cargo de su educación y sustento hasta que
cumplieran los 21 años. Aquella noticia no fue noticia, fue un notición.
Entonces sucedió lo inevitable, luego de calentarle
la cama del hospital a los gringos por más de un año, la Odalia entregó su
alma. Nos dejó de madrugada, dejó esta vida de miserias y frustraciones para
descansar. Algunos dicen que en el velorio su cuerpo olía a flores, que a pesar
de las llagas algo en su cara tenía la suavidad de los pétalos de una rosa,
por allí se preguntaban quizá la infeliz de Odalia era una santa, una mártir,
en fin, como sigue respondiendo el padrecito: “Esas cosas sólo las sabe Dios,
hijitos, sólo las sabe Dios”.