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Odalia, la de la esquina
Rocío Uchofen
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Oh, claro, claro. Yo sí me acuerdo de la Odalia, era llenita de carnes y cómo no iba a ser así, si cuatro pelados seguidos había parido la condenada. De dos maridos que tuvo, por supuesto, ninguno le salió bueno y sólo le dejaron hijos para mantener. El primero fue el Andrés Palacios, aquél que luego se comprometió con Juana Salcedo, la gorda que trabaja en la panadería aquella en East New York, ése pues que salió una vez en la televisión, en el programa Hispanísimo, porque se ganó el concurso de la cena de San Valentín, donde la gorda, toda adefesiera pidió un cambio de look y lo que le hicieron fue parecer una carpa de circo con tremendo vestido rojo, mientras el Andrés no quería que le rasuraran el bigotote, y claro, si así estaba con las mismas fachas de cuando andaba con la Odalia. Ella lo dejó por borracho, decía, porque se pegaba sus trasnochadas y luego no se podía dormir sin pegarle a ella o a los niños. Pero la Odalia también, pues, luego de eso no tuvo peor idea que arrejuntarse con el bueno para nada de Julián Pérez quien le hizo tres hijos más y la abandonó para regresar a su pueblo, porque decía que no aguantaba los inviernos de este país, que se iba, aunque se muriera de hambre en el infierno de nuestra tierra, y por allá ha de andar, refundido en algún barrio de quinta, mascullando el poco inglés que aprendió a hablar en la factoría donde trabajó. La Odalia, entonces, estaba sola, jodida la pobre porque tenía que mantener tanto pelado y nadie le daba trabajo, nadie, así que se fue a vivir con sus hermanas, allá cerca de la iglesia. Se mudó a un departamento de dos dormitorios en donde a duras penas podían vivir como cuyes en un corral. Las hermanas de la Odalia eran un par de solteronas, pero buenas de corazón y no le protestaban, le ayudaban con la crianza y, mientras tanto, como era verano, la Odalia se las ingeniaba para buscar manutención. Cargaba su carrito de compras lleno de harina, ollas, aceite y la cocinilla, lo cubría todo con una manta y se dirigía al parque.

Los gringos no miraban con buenos ojos que un grupito de hispanos pobres como nosotros nos reuniéramos a jugar en el parque. Los del campo de basketball y softball nos miraban como si fuéramos caca que pasaba por su lado, y los italianos que jugaban bochas nos ignoraban, aunque no a nuestras mujeres, porque si había una bonita por allí, los viejos se la comían con los ojos.

Néstor Icaza era el encargado de sacar los permisos y aunque nos los daban a regañadientes, siempre salíamos ganando. Teníamos que compartir el campo con los niños del equipo de béisbol. Y a veces era un nudo de problemas, porque a pesar de que el parque era inmenso, cuando se iniciaban los campeonatos de fulbito y voleibol, si una pelota de las nuestras se iba para el otro lado, siempre teníamos algún gringo latoso, rojo de cólera por lo sucedido. La Odalia, pues, era una de las cinco señoras que se ganaban alguito mientras los hombres jugaban. Ellas preparaban empanadas, vendían humitas, sodas, sanguchitos, butifarras, arrocito con pollo, etc. Una gran cantidad de paisanos e hispanos de otros países se juntaban para vernos jugar. Era un buen negocio y se pasaba un rato alegre. Vendían cervecitas también, pero a escondidas porque eso no le gustaba a los gringos, claro porque ellos no trabajaban como burros así como nosotros quienes no tenemos otro desfogue que juntarnos un día a la semana a estirar los músculos y recordar la tierra. No había nada malo allá, claro, nunca faltaba el cojudo que se pasaba de tragos o se las daba de machito y entonces empezaba la pelea, pero no era algo usual y cada vez que sucedía, el Néstor Icaza, quien tenía la voz de mando allí, intercedía y se acababa la bronca. Bueno pues, resulta que luego de dos temporadas buenas, cuando el Néstor fue a renovar el permiso, éste le fue negado, )la razón? Los padres de los gringuitos que jugaban béisbol se habían quejado dizque porque éramos sucios y hasta hacíamos “barbecue” en el parque cuando estaba prohibido. )Pero quién juega sin comer, carajo? La policía no quería ver barbacoas, ok, pero al menos nos dejaron llevar botellas plásticas o latas de agua y sodas, para que no nos deshidratáramos, y comida ya preparada, con la condición de recoger todo el desbarajuste antes de irnos y dejar el parque limpiecito, para que los otros no se quejaran. Entonces ya teníamos a la Odalia y las otras vendiendo cerveza en vasitos plásticos a escondidas de los gringos idiotas que estaban cien metros más allá, sentados en sus sillitas plegables viendo el partido de sus hijos. Las mujeres llevaban bolsas negras para la basura y dejaban el parque limpio después de cada jugada. Traían la comida preparada pero para hacer las empanaditas fritas, por ejemplo, pegaban sus carritos hacia la esquina noroccidental del parque, la que daba a la avenida, y allí cocinaban a fuego bajito, escondidas por la enramada que cubría el enrejado. Todo parecía haberse vuelto normal nuevamente.

Sin embargo nunca faltaban los malentendidos, ya para los finales de la temporada alguien metió por allí un chisme: la migra preparaba una redada en el parque, que uno de los padres de los beisbolistas trabajaba para el departamento de inmigración y había soltado el dato de que casi 150 hispanos con facha de ilegales se reunían periódicamente para jugar y emborracharse. El Néstor Icaza nos calmó nuevamente, aduciendo que esos rumores eran huevadas y que era imposible que la migra hiciese redadas en los sitios de esparcimiento. La Odalia, pobrecita, era ilegal, porque nunca alcanzó ni la amnistía tardía, ya que ni dinero tenía para pagarle a alguien que la ayudase, y luego de la caída de las torres ya sus esperanzas se fueron al agua definitivamente, ahora menos que nunca iban a legalizar gente en este país. Mientras tanto ella tenía que sacar adelante a sus hijos sin padre y si bien era la preferida del parque porque tenía una sazón buena que hacía hasta repetir el plato, lo que ganaba esos días era una miseria comparado con sus gastos, así que la veíamos en varios sitios durante la semana, buscándose el pan, como los mismos domingos, cuando íbamos de mañanita a la misa de 8 en español, Odalia ya estaba parada en la esquina con su misma cocinilla, vendía tamales y humitas frescas, y en semana santa llevaba a los hijos a vender palmas trenzadas para el domingo de ramos, y también veíamos a la Odalia durante los días de semana porque trabajaba en la quinta avenida repartiendo volantes para la academia de inglés, y otras veces, sobre todo en verano y primavera, se paseaba disimuladamente por Sunset Park con el cochecito lleno de agua en botellas, bizcochitos, chupa-chups hechos en casa, etc.

Pues esa era la Odalia, cuántos no la conocimos, si por los tamalitos después de misa, todos sabían que ella era la >ñora de la esquina, la más humildita, la de mejor sazón, la pobre infeliz...

Entonces, pues, así como medio mundo que asistía cada fin de semana a los partidos del parque, la pobre estaba aterrada con las habladurías de las redadas. A pesar de las palabras de Néstor Icaza, la gente pensaba que era mejor prevenirse y así ya había algunos que habían visto, como en los simulacros de los temblores, todas las posibilidades de escape por el parque si la migra se presentase. Mientras tanto, los campeonatos de fulbito y voleibol seguían y los gringos beisbolistas no dejaban de buscar la manera de sacarnos de sus vidas.

Dicen algunos que todo fue culpa de la misma mujer del Néstor Icaza, otros comentan que no, que en realidad fueron las circunstancias y que más de una paisana estuvo envuelta. La cosa es que cerca al juego de bochas estaba el campito para los niños, toboganes, columpios, etc. Por la misma razón, muchas mujeres iban hacia allá, sus hijos jugaban y ellas descansaban en la sombra mientras los maridos animaban los partidos de fulbito o voleibol. Los viejos aquellos de las bochas eran medio mañosos, parece que uno o más de uno se sobrepasó y alguien corrió a pasar la voz a los hombres, como todos estábamos concentrados en el campeonato muy pocos se percataron de lo sucedido, Néstor Icaza y un pequeño grupo acudieron al instante para calmar la situación, pero los viejos de las bochas trataron de írsele encima y como los amigos estamos para defender amigos, empezó la pelea. Seguramente uno de los gringos vio la oportunidad que habían estado esperando para sabotearnos y llamó inmediatamente a la policía. Estaba de más, porque luego de la golpiza, ambas partes ya se pedían disculpas como caballeros que eran para no inflamar los ánimos, pero es allí que aparecen las patrullas, los extremos del parque se invaden de luces y sirenas, todos dejan lo que están haciendo para ver cómo casi una docena de policías avanzan hacia nuestro campo, cunde el pánico, los gringos que gritan, los viejos de las bochas que levantan los brazos, y de pronto una voz que nos alborota a todos con el mensaje “(La migra, la migra!”. Entonces empieza el loquerío, todos corremos de un lado para el otro, parecemos cuyes, ovejas ante el lobo; no hay tiempo para pensar, sólo salvarse si se puede. Algunos gritan “No hemos hecho nada, quédense donde están que si no va a ser peor”, pero la desesperación impide pensar y se convierte en histeria colectiva, las mujeres lloran, los niños gritan y en qué momento habrá sido que la Odalia se tocó de nervios también y se echó a correr como loca, su faldón parece que se enredó con el carrito y sus cositas todas se regaron por el paso, encima con el peligro de armar un incendio, porque el fogoncito estaba encendido y la sartén con aceite hirviendo. Odalia debió haber perdido todo el sentido de orientación, porque se salió por la puerta noroccidental y se chocó de bruces con un nuevo grupo de policías que llegaban de refuerzo y casi la atrapan, pero el terror debe haberle dado agilidad, porque con las mismas se fue de carrera hacia la avenida sin reparar en los semáforos, autos, bocinas, nada, y en esas que una Pathfinder del año se le cruza en el camino, o ella se le cruza, depende del punto de vista, lo cierto es que el cuerpo de Odalia salió disparado casi hasta la otra esquina y los que ya estábamos atrapados, esposados con la cara apretada contra el enrejado del parque, pudimos ver solamente sus cabellos negros y largos que flotaban en un charco de sangre. Al rato llamaron a la ambulancia que cargó con ella porque todavía vivía.

Y no solamente por eso es famosa la Odalia, pues, porque su historia no acabó aquí, sino que duró casi más de un año, nosotros hicimos colecta tras colecta porque como ella no tenía seguro, casi que ni la aceptan en el hospital, y luego nomás la querían dar de alta, aunque ya ni conociera la pobre, ya que el golpe con la troca le había destrozado la cabeza, y hasta el único padrecito que hablaba español, de aquella iglesia a la que asistíamos, llegó a darle la absolución para ver si la apuraba, pero ella nada de morir. Conectada a máquinas primero hasta que los médicos decidieron que gastar energía eléctrica en ella era una mala inversión y, entonces, ante el llanto de sus hijos, la desconectaron. Pero la Odalia no murió, al contrario, siguió echándole ganas a la vida, aunque no tuviera conciencia de ello. Su cuerpo se había empequeñecido y había tomado la tez de los muertos, pero seguía viva, tal vez, decían, porque muy en el fondo cierta parte de ella sabía que estaba dejando solos a sus hijos en el mundo, o tal vez por razones que nunca entenderemos, pero que el padrecito trataba de explicar con un “eso sólo lo sabe Dios, hijitos”. Y cuando los canales de televisión en español hicieron reportajes acerca de la historia de Odalia, mucha gente se tocó el corazón y la ayuda empezó a llegar a los hijos y las hermanas de la pobre. Así fue pasando el tiempo, la noticia se refrescaba cada tres o cuatro meses, hasta que apareció en los diarios y cadenas televisoras gringas, era una curiosidad inexplicable de la ciencia, una mujer llena de llagas y suturas, cuyo cuerpo vivía sin vivir quién sabe por qué razones. Nos entrevistaban, entonces, y más de uno se hizo famoso porque contaba con lujo de detalles el día del accidente, y la pasábamos bien, con nuestros minutos de fama.

Las hermanas de la Odalia mantenían a los niños a duras penas, con su triste paga del trabajo en las fábricas o las donaciones que caían de cuando en cuando. Parecía que la vida iba a ser de esa manera hasta que llegó la noticia de que uno de esos millonetas altruistas, esos que nunca dan la cara pero siempre hacen una buena acción, compadecido por la suerte de los niños, quienes a fin de cuentas, sufrían sin haber tenido la culpa de nada, se ofreció a hacerse cargo de su educación y sustento hasta que cumplieran los 21 años. Aquella noticia no fue noticia, fue un notición.

Entonces sucedió lo inevitable, luego de calentarle la cama del hospital a los gringos por más de un año, la Odalia entregó su alma. Nos dejó de madrugada, dejó esta vida de miserias y frustraciones para descansar. Algunos dicen que en el velorio su cuerpo olía a flores, que a pesar de las llagas algo en su cara tenía la suavidad de los pétalos de una rosa, por allí se preguntaban quizá la infeliz de Odalia era una santa, una mártir, en fin, como sigue respondiendo el padrecito: “Esas cosas sólo las sabe Dios, hijitos, sólo las sabe Dios”.