“La lengua es el castigo del cuerpo”.
Refrán popular venezolano.
Eugenio Montejo (Caracas, 1938) es hoy por hoy una
de las voces más sólidas y representativas de la literatura venezolana. Este
hombre de letras ha sabido asumir, con audacia e inteligencia, ese oficio de
locos que en su más pura esencia es capaz de trastocar los poderes mundanos que
hacen del ser humano un ente animal y perverso. La literatura, especialmente la
poesía, es el alma que da vida y carácter a los pueblos; retrato inequívoco
de épocas, sueños y realidades. Eugenio Montejo camina por esa senda, la
desanda y se pierde en el ombligo del tiempo.
Máscara de la atemporalidad que nos deslumbra, El
cuaderno de Blas Coll (Alfadil Ediciones, 1981) nos invita a perdernos por
territorios donde el asombro asalta la razón y la hace parir. Y es que este
libro de Montejo, quien emplea la voz heterónima de Blas Coll alternándola con
la suya propia, representa un mar de posibilidades que sumergen al lector en
profundidades lúcidas. Efectivamente, hay allí una propuesta filosófica y
poética que se complementa con una originalísima teoría lingüística que
reduce la comunicación de los hombres a un universo bisílabo cuyo sol eclipsa
nuestras miradas en cada sentencia, en cada nota del ilustre Blas Coll (pensador
que es voz a través del cual el autor, Eugenio Montejo, desteje secretos y
desnuda verdades).
Dice Blas Coll: “La palabra del hombre tiende en
secreto a una extensión máxima de dos sílabas, aunque su ideal expresivo sea
siempre la unidad monosilábica...” (p. 17). Teoría por demás genial como
absurda, cuando no lógicamente imposible. Este supuesto Blas Coll vivió buena
parte de su existencia en el imaginario pueblo de Puerto Malo, lugar donde
intentó poner en práctica sus disparatadas ideas. Años después de su
desaparición física, la otra voz (Eugenio Montejo), alma gemela, viaja hasta
Puerto Malo con la finalidad de desnudar sus escritos. Pero se consigue con que
el grueso de su obra se encuentra desaparecida, desperdigada o en muchos casos
tergiversada en la memoria de quienes lo conocieron. Incluso, en una de las
notas del libro apreciamos que las paredes de una habitación sucia y oscura
están tapizadas con decenas de escritos del tipógrafo oficial del pueblo, Blas
Coll.
Así, con lo poco que logra conseguir, el autor
intenta un acercamiento a la obra del insigne e incomprendido pensador.
Asimismo, se vale del recurso memorístico de las personalidades más
resaltantes de Puerto Malo (nombre cuyo significado semántico y simbólico
valdría la pena resaltar). Entre estos lugareños destacan: el pulpero Simón
Gil, el barbero Domingo López, el médico Don Josef; Lino Cervantes, aprendiz
de tipógrafo y el padre Tiznado, con quien Blas Coll mantuvo serias disputas
ideológicas. De tal manera, valiéndose de textos olvidados y de
historias y anécdotas contadas a partir de la visión de los puertomaleños, el
autor Eugenio Montejo, aparte de rescatar la obra de su heterónimo, la
enriquece con sus propias observaciones y notas: “No creo, como algunos han
llegado a sugerir, que Blas Coll terminase hablando por señas, aunque su
propensión a los estudios lingüísticos lo llevase a detenerse en el sistema
de señales usado por pueblos primitivos...” (pp. 30-31).
Volvemos nuevamente a uno de los temas principales
presentes en El cuaderno de Blas Coll: el lenguaje humano, la
comunicación (o incomunicación). Martinet (1998) afirma que “la función
esencial del instrumento que es una lengua es la de la comunicación” (p. 15).
Blas Coll es el padre de una lengua artificial (el Colly), sistema de
comunicación que, a excepción de él, nadie conoce ni entiende. Es el creador,
al contrario de lo que propone Martinet, de una lengua que no tiene otra
función esencial que la de la incomunicación.
Así, en su obstinado y malogrado afán por
facilitar la comunicación entre los hombres, Blas Coll radicaliza, hasta el
extremo, la economía del lenguaje, llegando incluso no sólo a reducir las
palabras a voces bisílabas o monosílabas, sino a reducirlas a meros gruñidos,
gestos y silencios: “A mi muerte sabrán que mi servicio fue el de un anónimo
y esforzado podador. Verán cómo todo dará frutos más hermosos, después que
el jardín sea reducido a lo esencial” (p. 29).
El cuaderno de Blas Coll es un fiel reflejo de
las angustias y temores del hombre contemporáneo; reflejo de su soledad, de su
incomprensión e incomunicación. Exquisita e inteligente crítica por demás,
pues muy a pesar de los avances de las ciencias sociales y la psicología; muy a
pesar de los avances en los estudios de la lingüística (Saussure, Martinet,
Chomsky, etc.); en fin, muy a pesar de los avances técnicos y tecnológicos en
el área de las telecomunicaciones (teléfono, televisión, Internet, etc.), el
hombre aún no se ha puesto de acuerdo para resolver los milenarios problemas
que le atañen: el hombre, las guerras, las discriminaciones de cualquier tipo,
entre otros. Y lo peor es que todavía está muy lejos de ponerse de acuerdo
para resolverlos. He allí la incomunicación en su máxima expresión. ¿Y
Puerto Malo? Puerto Malo es éste y todos los lugares que habitamos.
En tal sentido, representa la sociedad
contemporánea, en la que el ser humano es un ente lleno de odios, rencores,
incapaz de comprender a sus semejantes: “El presbítero Tiznado fue, al
parecer, quien primero salió al paso a las elucubraciones léxicas y
estructurales de Don Blas, y polemizó con él hasta recomendar su excomunión.
No hemos podido ver ninguna de las cartas a que Don Blas hace mención, pero
parece cierto que, a propuesta de éste y para elucidar las cosas en terreno
neutro, se cartearon en latín” (p. 43).
El cuaderno de Blas Coll es un libro rico en
situaciones en las que el humor juega un papel fundamental en cuanto a la
configuración de la obra en general. Es un humor fino, zahiriente, que invita
al lector a participar del asombro y de la duda, en el sentido que el humor,
sobre todo el humor literario, es un acto de inteligencia. Mezcla de humor e
ironía en la que lo absurdo choca de manera violenta y sutil con nuestras más
arcaicas convicciones. Una de las cuales es la de creer, consciente o
inconscientemente, que el lenguaje hablado es prácticamente inmutable; es
decir, que varía muy poco a través del tiempo.
Plantea, pues, una revolución. Y he aquí lo
llamativo del asunto: la raza humana, en el transcurso de la Historia, ha sido
testigo de innumerables revoluciones, de cambios drásticos en el campo de la
política (la Revolución Rusa, la Francesa, etc.), de la religión (Jesucristo,
Lutero, Calvino...), en el campo de la medicina y de las ciencias, de la cultura
(la revolución cultural china es el ejemplo más palpable), pero nunca, nunca,
hemos sido testigos de una revolución lingüística. Pues si bien Saussure y
Chomsky “revolucionaron” la lingüística a principios y mediados del siglo
XX, éstos no plantean bajo ningún concepto la eliminación de las lenguas en
cuanto a instrumentos de identidad y de comunicación entre los pueblos.
Blas Coll, en cambio, sí lo plantea, y de qué
manera. Para este extraño personaje, las lenguas, especialmente el idioma
castellano, lengua madre de grandes escritores como Cervantes y Lope de Vega, es
un órgano lingüístico obsoleto, burdo, abigarrado..., en definitiva, un
estorbo. Por ello propone su sustitución. Pero El cuaderno de Blas Coll es,
aunque suene contradictorio, una obra en la que Eugenio Montejo, o Blas Coll, le
rinde culto y honor a la rica lengua de Cervantes. No sólo porque en ella (la
obra) se cita a grandes luminarias del castellano escrito, entre ellas al poeta
José Antonio Ramos Sucre, sino porque el tratamiento del lenguaje en el
mencionado libro merece los mayores elogios.
Es, pues, un lenguaje desprovisto de recargamientos
barrocos, superfluos, que pudieran distraer la atención del lector. Los
párrafos son, por lo general, cortos, y la persona que lee puede distinguir,
sin mayores dificultades, cuando el escrito pertenece a Blas Coll o a Eugenio
Montejo: “Don Blas atribuía el éxito moderno de la prensa a la necesidad
creciente de envolver las cosas en papel: De otro modo —decía— una hoja
basta para comunicar las noticias de un mes en Puerto Malo (...)” (pp. 25-26).
Simbólicamente, Blas Coll representa una especie de
Quijote moderno. Al contrario de éste, el personaje de Puerto Malo inicia una
aventura lingüística que conduce al lenguaje hacia territorios oscuros donde
brilla una involución, o degeneración, que parece no tener posibilidad de
retorno. Pero, al igual que el inmortal personaje de Cervantes, Blas Coll es un
héroe (o antihéroe) incomprendido, prácticamente solitario, que lucha a brazo
partido contra el orden establecido. Más allá de todas estas consideraciones,
este “insigne” lingüista parecía estar destinado al anonimato y al olvido.
Pero gracias a su otro yo, E. M., sale a la luz con la aureola de inmortalidad a
la que tienen derecho (por divina razón) todas las grandes figuras que habitan
en el país de la tinta y el papel.
Referencias
Montejo, E. (1981), El
cuaderno de Blas Coll. Alfadil Ediciones, S.A. Caracas.