En los umbrales del siglo XXI, el trastorno vinculado a las
fobias que define a la época es el denominado ataque de pánico. Sus
síntomas reflejan una desestabilización de los sentidos, similar a la de un
sistema que implosiona y desbarata sus propios cimientos. Estamos en la era de
la anomalía, en donde las nuevas psicopatologías escapan a los
síntomas estandarizados, y parecen más bien producto de unas reacciones de
desequilibrios estructurales internos, imprecisos e indeterminados. En el
vértigo contemporáneo, la generalización del desorden social y la normalización
de la catástrofe reflejan la generación de nuevos imaginarios colectivos, y
han trastocado ciertas huellas del carácter psíquico (individual y social). La
siempre clásica discusión planteada entre psicoanálisis y psiquiatría no
parece contemplar la emergencia de estos nuevos trastornos.
En la posmodernidad, Narciso ha trepado a las
alturas. Y trajo consigo sus propios trastornos psíquicos y de personalidad.
Las clásicas y lejanas neurosis del siglo XIX —sobre las que se basó
el psicoanálisis— ya no representan los síntomas contemporáneos. Los nuevos
desórdenes parecen tener una indeterminación y una indefinición acorde al
signo de la época. La precisión de ciertos síntomas y su regularidad parecen
haberse dispersado, en aras de un vacío, de una desustancialización. “Los
síntomas neuróticos que correspondían al capitalismo autoritario y puritano
—decía Gilles Lipovetzky2— han dejado paso, bajo el empuje de la
sociedad permisiva, a desórdenes narcisistas, imprecisos e intermitentes”. La
inestabilidad emocional y la vulnerabilidad de los nuevos tiempos han
transformado los síntomas fijos en trastornos vagos y difusos.
De alguna manera, las antiguas neurosis
decimonónicas sobre las que pivoteó el psicoanálisis constituían trastornos
estandarizados. Equivale a aquello que Baudrillard3 denomina con el
término anomia: lo que escapa a la jurisdicción de la ley, una
infracción a un sistema determinado. En este caso, las neurosis —fobias,
obsesiones, histerias— presentaban los mismos síntomas concretos de
alteración a la salud mental, el mismo aspecto desviante respecto de ésta. En
cambio, los nuevos desórdenes son aleatorios, flexibles y variables, y están
en sintonía con aquel otro término de anomalía: lo que escapa a la
jurisdicción de la norma, lo que carece de una medida precisa y de reglas
certeras.
Las nuevas psicopatologías —entre las cuales los ataques
de pánico y los trastornos psicosomáticos figuran predominantemente
en los diagnósticos actuales— parecen transgredir la norma, ya no son sólo
reacciones a unas agresiones externas, exotéricas, sino que escapan a
las clásicas reglas del juego, vale decir, parecen producto de una reacción esotérica,
en la que el cuerpo se rebela contra su propio equilibrio estructural.
¿Qué ha sucedido desde las clásicas neurosis
hasta los actuales trastornos psíquicos? ¿Qué separa lo anómico de lo
anómalo? Si el psicoanálisis es un producto de la modernidad —con
base en el racionalismo de la época— concebido a fines del siglo XIX, ha
transcurrido desde entonces hasta hoy nada menos que el siglo de las
comunicaciones y la era de las nuevas tecnologías, y estamos viviendo en un
mundo mediatizado y virtual. En el vértigo de nuestra época, el Desorden
—en sus diferentes encarnaciones: azar, conflicto, accidente, catástrofe—
se ha ido incorporando a nuestra realidad, reflejando la emergencia de nuevos
imaginarios colectivos. Se ha generado toda una cultura del desastre,
guiada por un deseo de catástrofe, donde la violencia y la muerte
constituyen una ambivalencia: generan angustia y, a la vez, una fascinación
morbosa. La coexistencia de estas pulsiones contradictorias —atracción
y repulsión— son un emblema de nuestra cultura”.4
Algo nuevo ha acontecido en la era de la anomalía:
la espectacularización de la violencia y la domesticación del conflicto han
inyectado en el inconsciente los nuevos miedos, las nuevas fobias y los actuales
desórdenes y trastornos psíquicos. He aquí el cuerpo (individual/social) y su
reacción esotérica: aquél ha logrado desbaratar su propia
organización interna, su propia definición.
Apunten a Freud
El psicoanálisis, como teoría científica sobre la
mente humana y terapia para los problemas anímicos, es hijo dilecto de la
modernidad. Según su creador, Sigmund Freud, en el inconsciente se encuentran
los impulsos que motivan las expresiones creativas de los individuos, así como
las inhibiciones, síntomas y angustias que condicionan su vida personal.
Hechura del racionalismo, ha gozado durante muchos años de un importante peso,
presencia y capacidad creativa, y ha constituido una práctica revolucionaria y
revulsiva en contra de las corrientes generalizadas de la época. A propósito
de esto, “la búsqueda de la satisfacción inmediata, el borramiento del
espacio abierto a la angustia, la necesidad de obtener respuestas rápidas, no
están entre los rubros ofrecidos al que se decide demandar un análisis —postula
la psicoanalista Beatriz Marcer.5 Éste requerirá en cambio la
posibilidad de interrogarse en un plazo de tiempo, no corto por cierto, y el
poder soportar la angustia. El desafío es no retroceder, no dejarse intimidar
por la sociedad ni por la cultura oficial, características del psicoanálisis
tal como lo practicaron Freud y Lacan”.
Las sociedades posmodernas han mutado la lógica del
modernismo monolítico, central, racional y vanguardista, por un hedonismo
epidérmico, la vida del aquí y ahora, la velocidad y la rapidez, la seducción
inmediata y continua, la glorificación del consumo y la reivindicación
individualista. Estas sociedades descubren una revolución interior, un
entusiasmo sin precedentes por el conocimiento y la realización personal. “La
sensibilidad política de los años sesenta —afirma Gilles Lipovetzky6—
ha dado paso a una sensibilidad terapéutica (...); han aparecido nuevas
técnicas (análisis transaccional, grito primario, bioenergía) que aumentan
aun más la personalización psicoanalítica considerada demasiado intelectualista
(...). En el momento en que el crecimiento económico se ahoga, el desarrollo
psíquico toma el relevo, en el momento en que la información sustituye la
producción, el consumo de conciencia se convierte en una nueva bulimia: yoga,
expresión corporal, zen, terapia primal, dinámica de grupo, meditación
trascendental; a la inflación económica responde la inflación psi y el
formidable empuje narcisista que engendra”.
La ansiedad del hombre por abarcar ese todo
que crea, y el nerviosismo absoluto del colectivo social constituyen una marca
registrada de la posmodernidad. De allí la proliferación de los tratamientos
rápidos, de las psicoterapias light, de la liberación directa del
sentimiento de las emociones y las energías corporales, que han debilitado el
campo de las terapias racionales —en especial, el psicoanálisis—
porque sus tiempos no parecen tener correspondencia con las nuevas demandas.
Terapias de la conducta, guestálticas, sistémicas, bioenergéticas, sexuales,
flores de Bach, control mental, hipnosis, psicologías transpersonales y
holísticas, neurolingüísticas: toda una vivificación de organismos y
corrientes psi, técnicas de expresión y comunicación, meditaciones y
terapias teñidas de filosofía oriental.
Una gama de corrientes consideradas terapéuticas
—sumado al crecimiento de los grupos de autoayuda, de superación personal,
esotéricos y místicos— como alternativa para atenuar soledades,
inseguridades en los vínculos afectivos, miedos y angustias han arraigado en
una sociedad que glorifica el consumo. “En esta proliferación”, indica
Enrique Guinsberg,7 “incide también otro aspecto de la realidad
actual, distinto pero prototípico del modelo neoliberal. El abandono del
llamado Estado de bienestar ha cambiado los sistemas de atención de la
salud al privatizar todo lo que se pueda en este campo, con la búsqueda cada
vez más brutal de ganancia a corto plazo —característica básica del capitalismo
salvaje—, lo que significa un fuerte ataque a todo tratamiento
psicoterapéutico más o menos largo y su reemplazo por otros rápidos”.
El vértigo y la velocidad también corresponden a
la era de la anomalía: instantaneidad en las comunicaciones y las
tecnologías, prisa por no perderse nada, sacralización del presente,
glorificación del aquí y ahora. El paradigma de la temporalidad actual es la
aceleración, es decir, el incremento de la cantidad por sobre la cualidad, lo
que da la ilusión de frenar el tiempo.8 Ese vértigo sofocante trae
consigo una inevitable dosis de angustia, generadora de desequilibrios
internos en el hombre. Obsesión por no perder el tiempo, por no quedar al margen
(excluido, esto es, de lo social, por no responder a las expectativas
de la sociedad de consumo, y también de lo temporal, por no volverse
obsoleto y arcaico). Las nuevas fobias responden a estos imperativos, equivalen
a los desajustes estructurales de un psiquismo —individual y colectivo—
convulsionado ante la conmoción de una época de incertidumbres generalizadas.
Para Gilles Lipovetzky,9 la sociedad
posmoderna es la edad del deslizamiento, imagen deportiva que ilustra con
exactitud un tiempo en que la res publica ya no tiene una base sólida,
un anclaje emocional estable. Todo el entorno urbano y tecnológico (galerías
comerciales, autopistas, aviones, coches) está dispuesto para acelerar la
circulación de los individuos, impedir el enraizamiento y, por lo tanto,
pulverizar la sociabilidad. Vértigo, aceleración, deslizamiento:
características que, en lo individual, sintetizan el carácter fóbico
de los nuevos tiempos. “El paciente fóbico, dadas sus características de ser
alguien que está siempre por irse, en viaje permanente, plantea algunas
dificultades que muchas veces no llegan a evidenciarse debido a un aspecto
nuclear en el curso de un tratamiento psicoterapéutico: la frecuente
deserción. La fobia se presenta como una estructura defensiva construida sobre
una serie de evitaciones, prohibiciones y precauciones ante determinados objetos
o situaciones cuya proximidad despiertan angustia (...); el fóbico desea y teme
al mismo tiempo, se asoma y huye, desea curarse pero teme que eso mismo ocurra”.10
En los últimos años, a la proliferación de
terapias alternativas al psicoanálisis se han sumado otras voces que apuntan
hacia el diván freudiano. Una de ellas es meramente determinista, y da
cuenta de que una mutación genética —descubierta hacia 2001—
podría ser responsable del pánico y otros desórdenes de ansiedad. Según el
artículo de la revista New Scientist,11 esta mutación
intervendría en la fabricación de ciertas proteínas que juegan un papel
central en el control de las comunicaciones entre las células del sistema
nervioso. Se cree que un desbalance en su producción podría provocar en el
cerebro una hipersensibilidad ante las situaciones estresantes. El
descubrimiento demuestra que existirían bases biológicas y no sólo
psicológicas que podrían incidir en el desarrollo de las enfermedades
psiquiátricas.
Una mutación genética implica una reacción de
desequilibrio estructural del organismo, como si la especie humana fuera capaz
de franquear algún punto de su propia naturaleza, del cual es imposible
regresar. En esto consiste la anomalía: el cuerpo rebelado contra su
propia definición objetiva, al igual que en el cáncer. “En nuestro universo
cuaternario”, dice Jean Baudrillard,12 “la revuelta se ha hecho
genética. Es la de las células en el cáncer y las metástasis: vitalidad
incoercible y proliferación indisciplinada. Pero, ¿quién conoce el destino de
las formaciones cancerosas? Su hipertelia corresponde tal vez a la hiperrealidad
de nuestras formaciones sociales. Todo se desarrolla como si el cuerpo y las
células se rebelaran contra el decreto genético, contra los mandamientos del
ADN”.
De todas maneras, esta mutación genética, de
confirmarse, sólo intervendría en forma relativa en el desarrollo de las
enfermedades psiquiátricas. Como en toda enfermedad, inciden factores
ambientales, culturales y sociales, además de los genéticos. El reduccionismo
que pretende sintetizarlo todo a partir de la genética es interesado, o carece
del debido respeto a las interacciones sociales.
Desde el psicoanálisis surgen sus propias voces de
defensa: “La generalización de diagnósticos que dan por sobreentendido que
el origen de una patología mental es biológico e incluso genético y su
consecuencia, el aumento de medicación, ponen de relieve la profunda
irresponsabilidad y complicidad de ciertos sectores médicos”.13 A
su vez, otras voces apuntan a las virtudes del efecto transformador de la palabra:
“el tratamiento psicoanalítico también produce modificaciones a nivel
neuronal que diferentes estudios en neurociencias están encarando desde hace ya
unos años. La palabra y la relación operan también sobre el cerebro
produciendo nuevas conexiones neuronales”.14
La extensión en el tiempo de los tratamientos y,
entre otras cosas, el argumento de que sus resultados no son verificables, han
sumido en una crisis al psicoanálisis en occidente, en especial en países como
Estados Unidos. Ciertas terapias —ya mencionadas— que atacan problemas
concretos y trabajan sobre el aquí y ahora, son furor entre los pacientes de la
salud mental. Incluso, dentro de la práctica psicoanalítica se verifica la
disonancia de voces. “Hay muchas razones”, expresa Enrique Guinsberg,15
“para pensar que el desarrollo de las ideas de Lacan (y por supuesto más aun
del lacanismo) y de las corrientes francesas de moda son las versiones
posmodernas del psicoanálisis (...). Y el resultado es tan triste como
lamentable: vuelo en la galaxia sin aterrizar casi nunca en ningún lugar
concreto, discursos tan complejos como vacíos, ausencia de toda referencia
histórica y social específica, preeminencia del discurso florido sin mayor
contenido, análisis subjetivos sin ninguna base de apoyo”.
Por otra parte, los avances en las neurociencias,
las nuevas generaciones de medicamentos y la ansiedad por la cura, sumado a las
modas intelectuales, sociales o consumistas actualizan permanentemente un debate
entre el psicoanálisis y los psicofármacos que debería contener, más que una
actitud de disputa, una relación de suplencia y complementariedad.
Escuchando a Kramer
En la era de Narciso, parece existir una desesperada
persecución de respuestas para combatir las fobias, pánicos y todo tipo de
trastornos psíquicos. El mundo de la psiquiatría, por su parte, ha dado
grandes pasos en el conocimiento de las funciones cerebrales, y la ciencia ha
desarrollado psicofármacos que pueden revertir ciertos desequilibrios
provocados por la ausencia o el exceso de alguna sustancia en el cerebro. En los
años sesenta, las terapias con psicofármacos para tratar la depresión
—la enfermedad predominante del fin de milenio y de la cual la OMS ha dicho
que constituye una pandemia— producían efectos secundarios
indeseables. En esta cuestión, ciertos antidepresivos han mejorado con los
años notablemente su eficacia, al reducir los efectos desagradables y actuar
con mayor especificidad.
A mediados de los años setenta, los trabajos del
científico Salomón Snyder acerca de la sinapsis de las neuronas, y las nuevas
drogas de diseño creadas por Brian Molloy y David Wong, dieron sus frutos: en
una molécula sintetizada, la fluoxetina, hallaron la “solución”. Al
contrario que los antidepresivos clásicos llenos de efectos secundarios con
acciones sobre múltiples neurotransmisores, la fluoxetina era un fármaco que
selectivamente inhibía un solo neurotransmisor: la serotonina. Era una droga limpia.
Trece años después, conocida comercialmente como Prozac, ya estaba
disponible en las farmacias norteamericanas.16
A partir de entonces, el Prozac ha pasado de ser un
antidepresivo para convertirse en un fenómeno social. Una cápsula de gelatina
rellena de 20 miligramos de clorhidrato de fluoxetina y un poco de almidón como
excipiente ha sido protagonista de portadas en los más prestigiosos medios de
comunicación. Usualmente está indicado en el tratamiento de determinadas
depresiones y en sus ansiedades asociadas, así como en ciertas bulimias
nerviosas y en algunos casos de trastornos obsesivo-compulsivos.17
Pero lo que ha hecho de la cápsula de Prozac poco
menos que la píldora de la felicidad es el libro que publicó en los
años noventa el psiquiatra norteamericano Peter D. Kramer. Titulado Escuchando
al Prozac. Un psiquiatra explora el campo de los antidepresivos, su autor
considera la aparición del fármaco como un acontecimiento de resonancia social
generalizada. Panacea comparable al soma de Aldous Huxley, en su best
seller —según sus detractores, carecía de fundamento científico sólido—
Kramer defiende el uso del Prozac no ya para sus indicaciones autorizadas, sino
también para otros trastornos: pérdida de la autoestima, anhedonia o
imposibilidad de sentir placer, estrés, ansiedad, timidez, tristeza y, sobre
todo, distimia, un diagnóstico psiquiátrico en donde se engloba a las personas
que no cumplen los criterios clásicos de depresión severa pero que suelen
estar casi siempre tristes, son más bien pesimistas y en los que es frecuente
el cambio en el estado de ánimo.18
En una sociedad cada vez más carcomida por la
competitividad y el éxito a cualquier precio como patrón y referencia social
de la felicidad, los incondicionales de esta droga y sus mágicas
propiedades aseguran dos resultados simultáneos, que a menudo resultan
incompatibles: un espíritu de ejecutivo y una menor ambición. Por su
naturaleza animadora del humor, convierte en extrovertidos a los tímidos y
tolerantes a los perfeccionistas. A su vez, Roy Porter, autor de Historia
social de la locura, había calificado al Prozac como “el sucedáneo legal
de la cocaína”.19
Los mercaderes de la felicidad química han
hallado en el best-seller de Kramer un fulgurante éxito: allí, la droga —según
el autor, éste era llamado por ella— se menciona, sin ambages, por el
nombre con el que es comercializada por uno de los laboratorios. Pero la
pretensión de lograr el bien común incluye los estragos —por banalización e
irresponsabilidad en la medicación y la falta de control social respecto de su
consumo— que a menudo esas drogas redentoras producen, desempolvando su
brillo mesiánico: “La forclución tecno-científica de la subjetividad empuja
a olvidar que la depresión constituye el síntoma de lo que no marcha para cada
cual en la relación con su deseo. Apreciamos el modo por el cual la
asociación ciencia-laboratorios ha vuelto a la vida el fantasma de una
felicidad química promoviendo por esta vía una toxicomanía generalizada”.20
Asistimos al advenimiento de una era de la psicofarmacología
que Kramer ha definido como cosmética, en la cual pueden hallarse
determinados fármacos para mejorar nuestra personalidad o nuestro rendimiento
laboral, social o sexual (en este último punto, el eterno fantasma obsesivo de
la potencia sexual infinita parecería realizarse con una píldora, el Viagra).
El propio Kramer argumenta su estrategia cosmética: “¿Cuál es la
verdadera personalidad de un individuo, la que tiene cuando no está medicado o
la que logra cuando, con pastillas, su neurotransmisión mejora? ¿Por qué es
éticamente tolerable la cirugía plástica para los que no están contentos con
su cuerpo y no va a ser comprensible el que alguien consiga, con un fármaco,
adaptarse mejor a la vida diaria y ser, por tanto, más feliz”.21
Pero el empuje a la toxicomanía conduce al
aplastamiento del deseo singular, de la memoria histórica y de la
subjetividad. La creencia en la función de un fármaco como instrumento mágico
capaz de convertir a un sujeto en otro diferente implica un empuje hacia el olvido
subjetivo, a cambio de obtener un cortocircuito de goce en el propio cuerpo. “Nos
hemos deslizado al goce cínico de los procesos de segregaciones renovadas en la
época de la toxicomanía generalizada. No sólo existen las drogas prohibidas
para adormecer o exaltar de un modo artificial (...): las ofertas de innúmeros gadgets
que explotan la función de la mirada para hacer gozar a los individuos del goce
contemplativo, hasta prótesis farmacológicas que prometen una felicidad
química universal”.22
En los umbrales del siglo XXI, atravesado por
ansiedades, desórdenes psicosomáticos y angustias individuales y sociales, el
trastorno vinculado a las fobias que define a la época es el denominado ataque
de pánico. Sus síntomas son un emblema de la era de la anomalía: vértigo,
palpitaciones, sofocos, estremecimientos, sensación de falta de control, de
terror y de irrealidad. Son los síntomas de una desestabilización sensitiva,
análoga a la de un sistema que implota y se desmorona, desbaratando sus propios
cimientos. Corresponde al vértigo de las formaciones sociales, a la metástasis
de su propia estructura, de su organización interna.
En el medio de la siempre vigente disputa entre
psicoanálisis y psiquiatría —y en la que se cuela la hipótesis de las
mutaciones genéticas—, en el vértigo de la ansiedad por la cura a través de
las psicoterapias o del recurso al abordaje de psicofármacos, los nuevos
trastornos aparecen como emergentes de desórdenes imprecisos y difusos. “La
patología mental obedece a la ley de la época que tiende a la reducción de
rigideces”, dice Lipovetzky,23 “así como a la licuación de las
relevancias estables: la crispación neurótica ha sido sustituida por la
flotación narcisista”. Sin embargo, a esta flotación, propia del vacío
emotivo que caracteriza a la época, debe sumársele un imaginario asaltado por
las pulsiones que provocan la violencia y el desorden en el cotidiano social.
Vértigo de los nuevos tiempos: la era de la imagen ha introducido una cultura
del desastre y de la violencia que nunca han estado presentes en otras épocas.
El estado de inseguridad crónica propio de nuestras
sociedades escapa a las normas y a la lógica de las reglas, al igual que el
terrorismo. Ambos se insertan en la mecánica de la anomalía. El
derrumbamiento de las Torres Gemelas marca en Occidente la definitiva
consagración de la catástrofe como destino fatal.24 Aquélla
ha pasado a ser un estado natural, un proceso normal en el
escenario social. La generalización del desorden y la normalización de
la catástrofe han debido, sin dudas, trastocar ciertas huellas del carácter
psíquico (individual y social). Y han traído consigo nuevos trastornos cuyos
síntomas son análogos a aquellos producidos por los ataques de pánico.
La desestabilización de los sentidos propia
del pánico que resume la época también define a la anomalía, que
equivale al desequilibrio y al descontrol, al trastorno indisciplinado y a la
ausencia de sentido. En estas alturas, puede hasta sonar descontextualizada la
clásica y eterna discusión planteada en torno a resolver los padecimientos
psíquicos de nuestra era.
Fuentes
-
Lipovetzky, Gilles; La era del
vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama,
Colección “Argumentos”, Barcelona, 1986.
-
Baudrillard, Jean; Las estrategias fatales, Anagrama,
Colección “Argumentos”, Barcelona, 1984.
-
Imbert, Gérard; “Azar, conflicto, accidente,
catástrofe: figuras arcaicas en el discurso posmoderno (entre lo eufórico
y lo disfórico)”, en Textos de las III Jornadas sobre Imagen, noviembre
de 2001 (http://www.uc3m.es).
-
Marcer, Beatriz; El psicoanálisis en los límites, Cuadernos
Sigmund Freud, Nº 19 (1997); Escuela Freudiana de Buenos Aires (http://www.efba.org).
-
Guinsberg, Enrique; “Lo light, lo domesticado y lo
bizantino en nuestro mundo psi”, en Revista Subjetividad y Cultura (http://members.xoom.com/roalve).
-
Cao, José Luis; “Vivimos en una cultura de fascículos”,
en Clarín, Sección “A fondo”, Buenos Aires, p. 20, 20/9/1998.
Entrevista de Jorge Halperín.
-
“Fobias sexuales y ataques de pánico”, en http://www.sexo.vida.com/publicaciones/articulos/fobias.htm.
-
Ilczyszyn, Gabriela R., Guri, Juan C.; “La
mutación genética, responsable de los ataques de pánico”, en http://www.healthig.com,
24/8/2001.
-
Bleichmar, Silvia; “Los peligros de la medicación
fácil”, en Revista de Cultura Ñ, Nº 1, Ediciones Clarín, Buenos
Aires, 4/10/2003.
-
Vázquez, Luis A.; “Diván o pastillas: la polémica
continúa”, en Revista Ñ, Nº 3, Buenos Aires, Ediciones Clarín,
18/10/2003.
-
De la Serna, José Luis; “El fenómeno Prozac”, en http://www.el-mundo.es
(suplemento Salud).
-
Sanchis Fortea, Manuel, y Martín Yáñez, Elena;
“Una moda americana nada mágica: la fluoxetina”, en Alcohol y
drogas: depende de todos (http://www.valencia.csi-csif.com)
y en De la Serna, José Luis, ob. cit.
-
Sinatra, Ernesto S.; Ideales del fin del siglo, en
http://membres.lycos.fr.
Notas
-
A lo largo del artículo, el término anomalía —tomado
del filósofo Jean Baudrillard— será definido a partir del significado
acuñado por el pensador francés. En Baudrillard, Jean, Las
estrategias fatales, Anagrama, Colección “Argumentos”, Barcelona,
1984.
-
Lipotevzky, Gilles; La era del vacío. Ensayos sobre el
individualismo contemporáneo, Anagrama, Colección “Argumentos”,
Barcelona, 1986.
-
Baudrillard, Jean; ob.cit.
-
Imbert, Gérard; “Azar, conflicto, accidente,
catástrofe: figuras arcaicas en el discurso posmoderno (entre lo eufórico y
lo disfórico)”, en Textos de las III Jornadas sobre Imagen,
noviembre de 2001 (http://www.uc3m.es).
-
Marcer, Beatriz; El psicoanálisis en los límites,
Cuadernos Sigmund Freud, Nº 19 (1997); Escuela Freudiana de Buenos Aires (http://www.efba.org).
-
Lipovetzky, Gilles; ob.cit.
-
Guinsberg, Enrique; “Lo light, lo domesticado y lo
bizantino en nuestro mundo psi”, en Revista Subjetividad y Cultura (http://members.xoom.com/roalve).
-
Cao, José Luis; “Vivimos en una cultura de fascículos”,
en Clarín, Sección “A fondo”, Buenos Aires, p. 20, 20/9/1998.
Entrevista de Jorge Halperín.
-
Lipovetzky, Gilles; ob.cit.
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-
Ilczyszyn, Gabriela R., Guri, Juan C.; “La
mutación genética, responsable de los ataques de pánico”, en http://www.healthig.com,
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-
Baudrillard, Jean; ob.cit.
-
Bleichmar, Silvia; “Los peligros de la medicación fácil”,
en Revista de Cultura Ñ, Nº 1, Ediciones Clarín, Buenos Aires,
4/10/2003.
-
Vázquez, Luis A.; “Diván o pastillas: la polémica
continúa”, en Revista Ñ, Nº 3, Buenos Aires, Ediciones Clarín,
18/10/2003.
-
Guinsberg, Enrique; ob. cit.
-
De la Serna, José Luis; “El fenómeno Prozac”, en http://www.el-mundo.es
(suplemento Salud).
-
Sanchis Fortea, Manuel, y Martín Yáñez, Elena;
“Una moda americana nada mágica: la fluoxetina”, en Alcohol y drogas:
depende de todos (http://www.valencia.csi-csif.com)
y en De la Serna, José Luis, ob. cit.
-
De la Serna, José Luis, ob. cit.
-
En Sanchis Fortea, Manuel, y Martín Yánez, Elena;
ob. cit., y Pavón, Héctor, “El diván o las pastillas”, Revista Ñ,
Nº 1, ob. cit.
-
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-
Kramer, Peter; ob. cit.
-
Sinatra, Ernesto S.; ob. cit.
-
Lipovetzky, Gilles; ob.cit.
-
Imbert, Gérard; ob. cit.