No todo cuento tiene que comenzar con “Había una vez”, pero
este sí.
Había una vez un cielo, con nubes, sol y pájaros
volando. Debajo de esto un reino, con su bosque, su campo, su río y su pequeña
montaña. En la montaña, un palacio, con su torre. Y, en la torre —asomada—
una princesa que no reía y, casi siempre, estaba como mirando hacia el camino.
La princesa era bondadosa y muy querida por su
pueblo y el reino era feliz, bueno, casi feliz, ya que todos —desde los Reyes
hasta el más pequeños de los súbditos— se notaban preocupados por la
seriedad que la embargaba.
Las personas del pueblo opinaban de diversas maneras
sobre su falta de risa. Unos decían que una bruja le había dado a beber un
elíxir mágico, envidiosa de todas las alegrías del reino. Otros, que un mago,
habiéndose enamorado perdidamente de la princesa, al no verse correspondido por
ella, le impuso el eterno castigo de vivir sin reír. No, la enamorada es la
princesa —sostenían unos terceros—; cómo se explica, agregaban, que
siempre esté mirando desde la torre: sólo espera el retorno del príncipe azul
que una vez vimos pasar por el camino.
Todos los días —a la mitad de la mañana y a la
mitad de la tarde— llegaban juglares, trovadores, magos, malabaristas y
bufones. Venían desde todos los rincones de aquel pequeño reino, y hasta
algunos eran traídos desde muy lejanas tierras. Pero ni aquellos ni éstos
lograban hacer reír a la princesa. Ni siquiera sacarle la más leve sonrisa.
Claro, uno podía suponer las razones que tendría
la princesa para no reír. ¿Tú lo harías con unos juglares y trovadores que
cantan sangrientas historias de guerras pasadas, antiguas leyendas o dolidas
endechas de amores imposibles? Más bien, igual que yo, llorarías. ¿Lo harías
con unos magos que te hacen siempre los conocidos trucos con pañuelos, conejos,
palomas, espejos, cajas o mujeres atravesadas por enormes cuchillas o sierras
descomunales? Te aburrirías mucho, ¿verdad? ¿O con malabaristas que hacen
girar numerosas pelotas, platos, palos, botellas u otros objetos, mientras
atraviesan cuerdas suspendidas o se posan sobre pequeñas superficies? Creo no
equivocarme si te digo que, con el vibrar de tus nervios, no podrías reírte.
Y, ¿qué decir de los bufones, con esas figuras tan desiguales y grotescas como
sapos enormes? No niego el esfuerzo que hacían todos por ayudar a la princesa.
Sólo lamento no haber estado allí para plantearles mis dudas e, incluso
consultando con ella, encontrar otras posibilidades de lograr su risa o, al
menos, el esbozo de una sonrisa. Pero, sigamos con el cuento.
Una de esas mañanas, de esas en que la princesa
estaba en la torre mirando hacia el camino, por el sendero salpicado de
florcitas del campo, mariposas azules y pájaros revoloteando, se oyó un cantar
que venía por el aire, desde lejos, detrás de las colinas que ocultaban el
camino, casi antes del horizonte.
Era una canción muy festiva. Tanto que, los
labradores tenían que dejar de sembrar sus tierras para reírse. Los bueyes y
caballos de tiro se desprendían de los carros y arneses para revolcarse,
riéndose. Las aves detenían sus vuelos y se posaban de nuevo en los árboles,
a reír. Los caminantes no podían seguir con su marcha, por las risas. Todos
los animales de los campos y bosques salían de sus cuevas, refugios y nidos
para —con los sonidos del cantar— reír y reír. Los árboles y las plantas
sacudían sus ramas y tallos, como si un viento interior las moviera: era su
manera de reír. Los peces de los ríos y de la mar cercana, se amontonaban en
las orillas y en las playas, riendo. También, como has de suponer, las personas
del palacio, desde los reyes, hasta el más pequeño de los súbditos...
Mmm... ¿Todas las personas? Bueno, la princesa
seguía en la torre, mirando hacia el camino, sin reír. Desde allí ya se veía
al cantor de la canción festiva. Perdón, los cantores —que uno de ellos,
mejor dicho, una, sea pequeña, no le quita importancia—: eran Juan y su pulga
mágica.
Mucho antes de llegar a las puertas del palacio, se
acercaron a Juan y Juanita, su pulga, unos emisarios enviados por el Rey.
Temerosos de que, como el príncipe azul mencionado anteriormente, pasaran de
largo por el camino. Llevaban una carta real, invitándolos a realizar una
presentación para toda la corte, a pagar con diez monedas de oro, cantantes y
sonantes, y a prueba de buenos dientes.
Luego de comer, beber y descansar, a Salón
Principal de Palacio lleno, Juan y Juanita realizaron su maravillosa
presentación. Registrada, luego, en el Libro de las Crónicas del Reino,
guardada por muchas generaciones en la memoria oral de todos los abuelos y
cuentacuentos, como celebrada en romances y canciones de juglares y trovadores
desde esos tiempos.
Cuando Juan tomó la cajita y salió al centro del
salón, comenzaron los aplausos. Cuando abrió la caja y Juanita —en malla de
fino terciopelo y con su mejor falda multicolor de volados y lentejuelas—
saltó a la mesa, los aplausos recrudecieron, para repetirse, con igual
intensidad, ante cada uno de sus números.
Juanita saltó la cuerda, tocó la flauta, bailó un
minueto, una mazurca y hasta un vals. Simuló los balidos de una oveja, los
cantos de un gallo, los mugidos de una vaca, los aullidos de un lobo y hasta
hizo unos sonidos que asustaron a todos, aunque no los conocían en la corte:
eran los barritos de un elefante, que había aprendido a imitar cuando viajaron
con Juan por el norte de África. Dio numerosos saltos mortales, sencillos y
triples, de frente, de lado y de espalda. Entre aplausos, hurras, vítores y
vivas cerraron su actuación con la, ya famosa, “Canción Festiva”. Todos
aplaudían y reían, reían y aplaudían a rabiar... ¿Mnnn..? ¿Todos? Sí:
todos, menos la princesa. Con tantos aplausos y risas, me distraje, ¿de
acuerdo?
Juanita, rompiendo todo protocolo, brincó, desde la
mesa donde saludaba, a la falda de la princesa. De inmediato, al centro de su
pecho y, de ahí, a su hombro. Luego, se acercó a su oído y le dijo algo, casi
en secreto. La princesa, primero, se sonrió —leve, como toda una princesa—
para, poco a poco, reírse, hasta culminar en el más sonoro estallido de
carcajadas que se haya oído en la historia del reino.
Todos los que escuchan o leen este cuento preguntan
siempre si se sabe qué es lo que le dijo Juanita a la princesa. Por suerte, mi
tatarabuelo —que estaba de paso ese día en el reino, y asistió a toda la
presentación—, lo guardó muy bien en su memoria. Se lo dijo al bisabuelo,
éste a mi abuelo y, por él, lo sé yo:
—Bli bli bli bli, burulú bli bli, blum blam bli
bli. Bli bli buruli blibli blumblam blibli.
En la familia, todos, siempre hemos lamentado no
haber aprendido nunca el pulgués, el pulgñol, el pulgán o cómo se llame al
idioma de las pulgas. Nos queda el consuelo de saber que la Princesa que no
reía lo hablaba a la perfección.