La llovizna seguidora y el viento traían un susurro
siniestro desde el arroyo cercano que llenaban de inquietud y le ponían los
nervios de punta al soldado, que estaba de guardia en frente a la vieja y
legendaria mole del viejo molino de viento que tantas veces defendió a sangre y
fuego, desde sus alturas, la entrada de tropas revolucionarias a la ciudad
serrana.
Cansado de matear a escondidas y en lo oscuro, se
mantenía con sus ojos abiertos como un dos de oro, escudriñando para todos
lados y presintiendo algo fulero en aquella noche fantasmagórica. De pronto
cambió de dirección el viento y dejó de llover. Se vino la negra oscuridad de
un triste amanecer.
De repente un alarido espantoso quebró el silencio
y se repitieron a coro los gritos de mandos interrogando a presos políticos. Al
pobre soldado se le erizaron los pelos debajo de su casco de acero. Revisó sus
armas y se persignó mirando en dirección de La Capilla de la Cruz vecina del
lugar. La cruenta dictadura militar había terminado. La guarnición ya no
estaba más, convirtiendo el lugar en un moderno liceo de estudio secundario.
Sólo un pelotón de guardia hacía ronda nocturna,
a pesar de estar la comisaría primera muy cerca del lugar por ser un punto
estratégico para cualquier revolución.
Pero las almas en penas de los torturados se
mandaban sus serenatas nocheras como pidiendo justicia por todos los brutales
atropellos cometidos y paz en sus tumbas si es que las tenían.
Ruidos de tambores y de botas militares marcando el
paso redoblado. Voces de mandos, descargas de fusilerías. Gritos de madres
enloquecidas pidiendo por la vida de sus hijos, haciéndole la vida imposible a
los vecinos del lugar.
Terminaba aquel concierto desgarrador con el alegre
tintinear de la campanita de la vieja capilla colonial. Llamando a misa
tempranera. El viejo soldado entregaba su guardia y se alejaba con paso cansino.
Rezando bajito por las almas en pena, porque él también sabía rezar y nada le
debía a la vida... ¡tomá mate!
El fantasma de Lobizón Chicuelo
Lobizón Chicuelo, enano de un circo que se fundió,
era integrante con otros seis pequeños colegas de la risueña parodia de bailes
y cantos “Blanca Nieve y los Sietes Enanitos”. Junto con Blanquita se fueron
algunos y otros se desparramaron en busca de mejores horizontes. El circo y los
niños eran un lugar seguro para sus actividades.
El más pequeño de todos, Lobizón Chicuelo, se
quedó en Cañada de Los Teros. Como no eran hermanos los siete, no podía ser
Lobizón, pero muchos no lo comprendieron así y el nombre se le quedó prendido
como garrapata.
Por una mala jugada que le hizo a un comisario en un
prostíbulo éste se la tenía jurada. Y no demoró mucho en cobrar su deuda en
un pajonal del bajo. Confundiéndolo con un animal salvaje le metió bala de
puro susto nomás. Otros dicen que fue una muerte injusta. El pequeño era un
ser muy querido del lugar y más de la gurisada gaucha, que festejaba sus
chistes circenses con gran alboroto.
La cosa fue que el lugar se convirtió en un
infierno de alaridos, carreras y aullidos lastimeros de la perrada callejera. A
pesar de velas, flores y cruces que se pusieron no hubo caso. Fantasmas y bultos
que se meneaban se veían por todas partes. El propio comisario se tomó los
vientos de apuro ante el cariz que tomaba el asunto. No lo vieron más por el
pueblo.
Todo terminó con la llegada de Blanquita y sus seis
compañeros hasta su tumba. Con llantos, flores, velas y ruegos del grupo,
Lobizón Chicuelo se tranquilizó. Sólo se veían, en noches tenebrosas, luces
malas junto a su tumba... ¡tomá mate! ¡Cosa de no creer, compañeros!