El hombre terminó de escribir la tarjeta y sonrió
ante la belleza y la precisión de las frases. Imaginó que la mujer sería muy
feliz leyéndola. Saldría del baño con la toalla en la cabeza, descalza,
sonaría el timbre y sin prisa se colgaría la bata para abrir la puerta: nunca
tiene prisa, es bella. Sin duda reconocería a primera vista los garabatos y la
tinta verde, pero postergaría la lectura con el propósito del goce perfecto. O
no, se quitaría la bata y así, desnuda como es ella, bebiéndose el café,
leería la tarjeta una y otra vez, se reiría, sería muy feliz. Entonces, sin
perder la sonrisa, el hombre destrozó la tarjeta y acercó un fósforo a uno de
los pedacitos, que se encendió como el rostro de una muchacha avergonzada, para
terminar encendiendo el pedacito contiguo, y todos se hicieron ceniza. Vio con
toda precisión a la mujer metiéndose en la bata, triste, llorando la tarjeta
sin leer, el timbre sin sonar, el café sin tomar.
El inquilino
Se recortaba las uñas de los pies la noche del
viernes como una preparación para los días de descanso. Pero luego no bastó
con recortarlas y pulirlas: había necesidad de pintarlas, y todos los días.
Probó tonos y marcas de esmalte hasta el hastío, aunque lo dominaba el temor
de que alguien le gritara quítese los zapatos, quítese los calcetines, y se
riera de sus uñas pintadas como un día, años atrás y en el salón de clase,
treinta bocas habían escupido sus pies mugrientos y malolientes. Casi sin
proponérselo, después de una película fantástica, se pintó las uñas de las
manos antes de acostarse. Asaltado por la dicha, pasó el montoncito de algodón
empapado de removedor por cada una de las diez uñas esa primera mañana del
resto de su vida. Decidió ser libre. Cada noche aseguró las ventanas y la
puerta y durmió como una paloma, con sus veinte uñas pintadas, hasta la noche
en que se derrumbó el edificio y entre los escombros de la ciudad revuelta, con
su peluca rubia y las pestañas postizas, con todo lo demás, lo tomaron por una
hermosa mujer.
Pequeño mío
Al afeitarse esa mañana descubrió que tenía cara
de gato: se erizó. La espantosa imagen lo persiguió durante el día, en cada
pausa del trabajo: los ojos claros de dilatadas pupilas, los bigotes enhiestos,
las orejas puntiagudas, y su grito, su propio grito, que le descubrió un par de
pequeños y finos colmillos. En la noche, sobre el cuerpo jadeante de la mujer,
maulló: tuvo sueños horribles con ratas y perros y otras bestias. Al despertar
se deslizó entre las sábanas, lamió los tobillos blancos y dulces y luego,
perezoso, mientras los dedos de sangrientas uñas le recorrían el lomo, bebió
la leche que la mujer le trajo en el platito.
El tamaño del miedo
El loco estaba tirando piedras a diestra y siniestra
cuando surgió el camión, cuadras más allá, primero del tamaño de un
juguete, luego del tamaño del miedo, verde y repleto de soldados, y el milico
se bajó, lo amenazó con el arma desenfundada, y el loco tiró piedras,
piedrecitas, polvo, se fue.
Ceremoniales
Las esposas reciben en la noche el tibio esperma de
los maridos borrachos, luego ronquidos hasta la herida del alba. Se lavan con
sueño el sudor de los senos fatigados, se hurgan con asco, con descuido. Les
duele la oscura matriz mientras limpian el piso arrodilladas, mientras recogen
la porcelana rota, las camisas sucias, el polvo, y el insecto de la desdicha las
carcome sin ruido. En el tedio o la siesta se consumen, las revistas monótonas,
la radio en el buzón sentimental, el noticiero de las siete, el hueco que dejan
los años. A las once piensan en los cuchillos. En la puerta alguien con torpeza
golpea.
La prueba
Me miró con lástima cuando le dije que estaba
dispuesto a cumplir la prueba de cortar a medianoche una rosa de su jardín. El
rumor de la desaparición de sus novios sólo era una calumnia más de las
mujeres que envidiaban su hechizadora belleza. Los perros ladraban furiosos,
reluciendo sus amenazantes colmillos y tensando hasta el martirio las cadenas,
mientras la mujer me conducía de la mano hasta la puerta. Hizo un gesto y los
perros escondieron el rabo entre las piernas y se enroscaron como serpientes.
Volví a la medianoche, arrojé la cuerda y salvé
el muro del jardín. Corté la rosa y entonces los perros me rodearon sin
hacerme daño porque ya era uno más, con rabo y colmillos. Mientras me
revolcaba de dolor sobre la tierra, entendí que el mensaje de sus ladridos no
era de amenaza sino de advertencia, y escuché el llanto de la mujer en el fondo
de la casa.
Amantes
El hombre y la mujer, enloquecidos, se devoraron en
la oscuridad. Poco antes del mediodía, distraída y sin prisa, la camarera
corrió las cortinas, recogió las prendas desparramadas por el cuarto y las
depositó en el bote de los desperdicios. Luego cambió las sábanas.
Noticia
Picoteados por los pájaros del deseo, se asaltan a
besos en las revueltas esquinas. Aunque ciegos, nunca tropiezan. Se recogen, se
husmean y se lamen. Heridos e invisibles, sus cuerpos desnudos escriben las
páginas del alba. Nadie reconoce su rostro en los periódicos, entre ladrones y
asesinos, entre putas acuchilladas y motociclistas triturados, entre viejos
sorprendidos en la autopista. Nadie. Eran pájaros.
La mujer del comeclavos
La mujer del comeclavos no se lamenta del oficio de
su marido, al fin y al cabo de algo tienen que vivir, sino de su insistencia en
penetrar cada noche sus heridas. Durante el amor, los clavos tragados asoman por
toda la piel del hombre y se acomodan en los orificios antiguos y recientes del
cuerpo de la mujer, que debe recibirlos entre gemidos, y entregárselos
temprano, con un beso, cuando el hombre sale al trabajo.
Una historia trágica
La historia se la contó a Luis López del Castillo
el poeta Álvaro Toloza, quien conoció a los protagonistas. López del Castillo
me la contó una noche de borrachera en Quiebracanto. Esa misma noche Kid
Chocolate noqueó a Mano de Piedra a la mitad del noveno asalto, y en el
jolgorio de la celebración me estrellaron el carro. He tratado de olvidar la
historia con paciencia, de desdibujarla, y casi lo consigo. Un hombre sacó por
la ventana a su novia, su niña blanca de ojos tiernos, su caperucita roja, para
que saludara al vecindario con el trasero. El hombre, que sólo quería
divertirse, reía como loco, aunque la mujer gritaba muerta del susto y agitaba
en el aire de la noche sus pequeños pies desnudos. El caso es que la mujer
resbaló y él no pudo con su peso de golondrina. La vio caer despacio, como
hiriendo la solidez del aire, hasta la acera, tres pisos más abajo, y entonces
se desbocó por las escaleras a recoger sus pobres plumas. La mujer no murió
pero tampoco volvió a caminar. El hombre, que no dejó de llevarle flores
durante la larga estadía en el hospital, se casó con ella, y tuvieron un final
trágico unos siete años después. La mujer le disparó cinco balas y reservó
la última para destrozarse la cabeza. Nadie, hasta el momento, se ha atrevido a
escribir la historia. Ni yo mismo podría. Una de esas historias que uno cree
que a nadie le suceden.
Beautiful body for rent
La otra vez alquilé el cuerpo a un ladrón
necesitado y me lo devolvió hecho cedazo de tanta bala. Renuncié a los
ladrones pero cedí a los ruegos de una prostituta triste. Desde entonces lo he
lavado en tanto sitio, en tan diversas aguas, señores, y aún no acierto a
establecer si es más persistente el olor del sexo o el olor de la pólvora. Las
ganancias no cubren las reparaciones. La última vez lo alquilé al presidente.
Todavía no logro desgastarle, a punta de cuchillo y lija, de jabón y lejía,
la hipócrita sonrisa.
La vaca subversiva
El avión presidencial, con todo el gabinete
ministerial en su barriga, se estrelló contra una vaca de colores. Nadie se
explica qué hacía la vaca a tales alturas.
Poética
Los hombres, en cuatro patas, ladraban a la luna
mientras los perros le escribían poemas. Sobra agregar que ni los perros
entendían los ladridos ni los hombres los poemas. Batían la cola ante el papel
que el amo les sacudía como un trozo de carne, corrían alrededor y acezaban,
ladraban. Amarrados a un árbol, veían en la ventana el perfil inclinado del
perro que escribía.
Niebla
Abrí mi casa a los extraños. Llegaban apartando la
niebla con las manos, aturdidos, perseguidos por un hilo de sangre. No
averigüé sus nombres, sus historias, sus gestos. Sólo requerían de una cama
para pasar la noche, de una taza de café para emprender el día. Unos caían
rendidos, lastimados por los accidentes del camino o el acoso de una bala
reciente. Otros, sentados, temerosos, esperaron el alba junto a la puerta como
si fuese un tren que podría pasar de largo o como si consideraran la última
noche en su país una estación equivocada. Dijeron adiós, los ojos ya en
tierra ajena, el rostro todavía tiznado por la sombra. Unos se voltearon para
arrojarme una moneda. Otros prometieron un presente. La mayoría nunca regresó.