Letras
Tres cuentos
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Contando estrellas

Las estrellas se reflejaban en las brillantes pupilas de las muñecas de la pequeña Roversi. Desde la ventana, a los pies de la abuela, la niña se dedicaba a ver la noche, a representar animadas reuniones en las que ella era la única que hablaba y respondía a sus imaginarias preguntas, pues tanto las muñecas en su plástica quietud, como la abuela, inmóvil en el letargo de su enfermedad, no podían más que estar presentes.

Hacía tiempo que la abuela se había quedado sin hablar y sin oír; con la mirada perdida en la nada. Desde entonces, la niña se dedicaba a quererla como quería a sus hijas de juguete y a su madre, Marta.

Todas las noches Marta colocaba la silla de la anciana frente a la ventana de la casa para que la brisa nocturna la refrescara, mientras ella se dedicaba hacer algún oficio retrazado, de esos que nunca faltaban en el pequeño hogar que mantenía.

Marta solía hundir sus pensamientos en las deudas pendientes, en las medicinas que se le tenían que comprar a la anciana enferma, en su propio cansancio diario, y apenas atendía al resto de la casa. Sólo las palabras de Roversi la sacaban de pronto de su concentración:

“Mamá, antes de que la abuela se pusiera mal, me dijo que si alguien contaba todas las estrellas del cielo se moría enseguida”.

Marta se inquietaba ante comentarios como esos, pero sin querer perder el hilo de sus labores e ideas, le respondía sin mucho interés: “A lo mejor sí, pero yo creo que nadie puede contar todas las estrellas”. De todas formas, Roversi se la pasaba regañando a sus muñecas, que según ella, se quedaban viendo el cielo contando las estrellas, y apenas su madre volvía al silencio de sus oficios, se dirigía a la anciana en busca de apoyo, y refunfuñando le repetía con tono angustiado: “Mire, abuela, estas niñas no me quieren hacer caso, después se mueren y no va ser culpa mía...”.

Esa mañana, Marta en vez de ir a trabajar como de costumbre, se fue al hospital con la abuela que había pasado mala noche, así se lo explicó a Roversi mientras la llevaba a la casa de la vecina que siempre la cuidaba.

La niña pasó la mañana preocupada, no dejaba de ver a sus muñecas, a las que también veía enfermas. En la noche sonó el teléfono, la vecina le dijo que era su madre, avisando que permanecería en el hospital; como la niña insistía en hablar con Marta, la vecina le cedió el teléfono: “Mamá”, le dijo con la voz baja de un secreto, procurando que sus muñecas no la escucharan, “no vamos a sentar más ni a mi abuela ni a las muñecas en la ventana. Yo creo que ellas andan contando estrellas y a lo mejor anoche las contaron casi todas...”.

 

Volteando la almohada

Marina dio un grito de sobresalto y de inmediato abrió los ojos. Su suegra, una señora llena de años y de fuerzas, le recomendó desde la sala que volteara la almohada, y así lograría un sueño tranquilo.

Marina miró el reloj en la pared, pasaba la media noche, entonces detalló la cama, estaba sola con las sábanas, y mientras se recostaba para dormir nuevamente, le contestó a su suegra con desdén: “Qué voy a estar volteando almohadas... Mire la hora que es y su hijo Fabián no ha llegado... parece que hoy piensa dejarme durmiendo sola”.

La anciana entró a la habitación y mirando a la muchacha en la cama le preguntó: “Marina, ¿qué estabas soñando? ¿O es que aún estás dormida?”. Marina, sin abrir los ojos, antes de dormirse por completo, casi uniendo sus palabras al letargo del sueño, susurró el nombre de Fabián. La suegra se quedó mirándola con desconcierto y, moviendo la cabeza con preocupación, salió a la sala repitiéndose: “La almohada se la voy a tener que voltear yo, para que no siga alucinando cosas. Si Fabián tiene como seis años que nos abandonó”.

 

La estrella del cuarto

Había tantas estrellas que el pequeño Alfredo recordó de inmediato a su abuela. Sentía un poco de nostalgia, pero estaba lleno de valor y serenidad, apenas comenzaba a entender que allí todo era diferente, incluso el dolor de dejar a las personas amadas era distinto, por algo será que el cielo es el cielo.

Alfredo se sentó a observar las estrellas, entonces volvió a recordar a la abuela, tan buena, pese a que por su carácter iracundo y huraño, pocos la querían en el pueblo. Sin embargo, era la única mujer que le arrullaba en las noches y le contaba historias con héroes muy parecidos a él. Quizá era estricta, pero había hecho de la corta vida del niño algo entre mágico y especial.

En las noches solía llevarlo al patio a mirar las estrellas, se quedaba viéndolas como atontada: “Ver las estrellas es la única forma de unirse con las personas queridas que han muerto, porque están muy cerca de ellas; si las ves, sabes que tus muertos las pueden estar viendo también...”. Alfredo al principio entendía poco de aquella explicación, pero con los años aprendió a creer que en las noches, su madre y su abuelo, seguramente se unían a él por medio de los pequeños cuerpos de luz que inundaban el cielo.

Cuando Alfredo enfermó y debió quedarse en cama, la abuela pintó una gran estrella en una de las paredes de la habitación del niño, era la mejor manera de que no extrañara sus nocturnales salidas al patio.

Dos años pasaron, y el pequeño empeoraba en salud, incluso había momentos en que el pueblo entero pensó que moriría sin remedio. Sólo que algo que decían milagroso lo devolvía a la vida. La curandera que lo atendía a diario había dicho a la abuela que nada se podía hacer por la salud del niño. “Es más”, explicó con tono solemne, “Alfredo está vivo y sufriendo sólo porque se empeña en aferrarse a la vida, quizá no quiere apartarse de ti...”.

Aquella tarde la abuela entró a la habitación del niño; Alfredo respiraba con dificultad, pero sólo ver a la abuela sonrió, la señora guardó silencio y le dijo lo más calmada que pudo: “Tú me has acompañado tanto, a lo mejor Dios lo que quiere es que ahora acompañes a otras personas del cielo...”. Luego rezó con el pequeño y le dijo que si tenía miedo de cualquier cosa sólo debía mirar la estrella de la pared y tendría valor.

Esa noche Alfredo llegó al cielo. Mientras estaba sentado, deseaba poder decirle a la abuela que desde su llegada no había dejado de mirar las estrellas, porque sabía que ella también las estaba observando para unirse a él. Además, hubiera querido decirle que no se asustara; si no veía la gran estrella de la pared de la habitación, es que en su último momento en la tierra, en busca de valor y compañía, había decidido traérsela al cielo.