Sala de ensayo
Verdad históricaVerdad histórica
en narrativa ficción
Comparte este contenido con tus amigos

“La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda
y cómo la recuerda para contarla”.

Gabriel García Márquez. Vivir para contarla.

Desde su invención en Mesopotamia, cuando se utilizaron tabletas de arcilla para registrar inventarios, hasta nuestros días en que el software nos permite inmediatos métodos de verificación de ortografía y selección de sinónimos, entre otras bondades, la escritura ha constituido, esencialmente, un recurso para comunicar; pudiendo trascender, esta comunicación, los límites del tiempo. La perdurabilidad de los signos, por características del medio donde se imprimen, ofrece la posibilidad de un tránsito cronológico que puede durar siglos; la información contenida en dichos signos es capaz de sostenerse inalterable, en esa línea temporal, aun cuando el entorno que la alberga sufra las mil y una transformaciones; de ahí que actualmente en cualquier librería podamos encontrar manuscritos creados hace más de 5.000 años, caso, por ejemplo, de los vedas hindúes.

Hay sin embargo una dinámica social suscitada por diversos factores entre los que destaca la capacidad imaginativa del ser humano, que suele tender mantos de duda sobre la autenticidad de hechos registrados históricamente cuanto más remoto haya sido su epicentro. ¿Describen la Biblia, el Mahabharata, o los textos homéricos, situaciones ocurridas en contextos reales? Hasta ahora ha sido imposible comprobarlo totalmente. Con toda razón —o con parte de razón—, en su cuento “Barrabás”, dice Arturo Úslar Pietri: las palabras pueden echar montones de confusión sobre la vida.

Un ejemplar de la revista Conozca Más cuyo número de edición no pude precisar, describe un incidente en el que el joven físico norteamericano Alan Sokan engañó a gran parte de “la intelectualidad moderna” con la publicación de “Transgrediendo los límites hacia una hermenéutica transformadora de la teoría cuántica de campos”; en dicho artículo, dice la revista, Sokan despliega, con terminología que sonaba “pomposa e importante”, una “auténtica colección de disparates” —según reveló después el mismo Sokan— “armada minuciosamente y repleta de palabras difíciles”.

Casos como este, en los que el lector supone estar atendiendo a un documento responsable debido a las características científicas del mismo, así como a la investidura profesional del expositor, encienden una señal de alerta que conmina a aguzar las antenas del buen discernimiento.

La narrativa ficción ofrece aparente campo de acción ilimitado; un escritor surrealista puede hacer que las vacas vuelen y que la Estatua de la Libertad sea un monumento de grandes proporciones ubicado en la cima del cerro Corcovado en Brasil; por lo cual no siempre es sensato recabar datos a partir de una novela cuando se desean argumentos para afirmar una verdad histórica; ni siquiera estando esa novela enmarcada dentro del género conocido como “historia novelada” donde el escritor recrea sucesos verídicos adornando el relato con detalles de su propia inventiva. Dice Liduvina Carrera:1 “Los autores de la llamada novela histórica obtienen sus materiales de la historia y los ofrecen como pura literatura, sin pretender que valgan como verdad estricta, ya que la novela, sin tener que atenerse a preocupaciones teóricas, se puede permitir toda clase de licencias”.

Cierta audiencia espera no obstante que en los narradores de ficción opere una energía ético-lógica al momento de involucrar en sus escritos personas o instituciones extraídas de la realidad.

A espaldas de esta expectativa, al parecer, acaso por convicciones del autor, en el mercado bibliográfico campea El código Da Vinci, entretenido best-seller donde Dan Brown, joven escritor estadounidense, arma una historia precedida por la siguiente advertencia: “Todas las descripciones de obras de arte, edificios, documentos y rituales secretos que aparecen en esta novela son veraces”; lo cual no tendría ninguna trascendencia si la obra no sugiriera la implicación en hechos graves de importantes instituciones que en cierto modo constituyen la plataforma ideológica donde se afinca la sociedad mundial; y tomando en cuenta sobre todo que la venta de dicho libro ya ha rebasado los 30 millones de ejemplares. No son pocas, como era de esperarse, las voces que se han levantado para confrontar la osadía de Brown; Pablo J. Ginés Rodríguez, por ejemplo, en artículo titulado “La estafa del Código Da Vinci: un best-seller mentiroso”2 ha dicho: “Los errores, las invenciones, las tergiversaciones y los simples bulos abundan por toda la novela. La pretensión de erudición cae al suelo al revisar la bibliografía que ha usado: los libros serios de historia o arte escasean en la biblioteca de Brown, y brillan en cambio las paraciencias, esoterismos y seudohistorias conspirativas”. Todo esto acompañado de una serie de comparaciones antagónicas, algunas de las cuales lucen bastante sólidas.

Lo que no impediría que, en una atmósfera como la insuflada por Brown, puedan colarse, entre las presuntas falsedades, algunas verdades irrefutables.

La narrativa ficción da para todo; no olvidemos que incluso historias en cierto modo alucinantes como De la Tierra a la Luna, de Julio Verne, han ostentado una cualidad premonitoria sorprendente.

 

Notas

  1. http://www.ucab.edu.ve/investigacion/cill/lope.htm.

  2. http://www.mercaba.org/FICHAS/Persecucion/codigo_da_vinci.htm.