“Algo me ha sucedido, no puedo seguir dudándolo. Vino
como una enfermedad, no como una certeza ordinaria, o una evidencia. Se instaló
solapadamente, poco a poco; yo me sentí algo raro, algo molesto, nada más. Una
vez en su sitio, aquello no se movió, permaneció tranquilo, y pude persuadirme
de que no tenía nada, de que era una falsa alarma. Y ahora crece”.
Jean Paul Sartre (La náusea).
Preguntémonos por el origen del hastío para poder
comprender lo que somos, o dicho en términos más exactos, lo que hemos
decidido ser. A tal condición —la del hastiado— llega toda persona, como si
estar hastiado fuese condición sine qua non de lo humano. Afirmémoslo
categóricamente: el hombre es aquel animal que se hastía.
Para perpetrar tal empresa es menester acudir a dos
potencias de nuestro espíritu: la abstracción y la alegorización. No podemos
comprender el recorrido del concepto del hastío, sino intentamos contemplar
nuestra realidad desde un plano meta-palmario, allende a lo obvio. Asimismo,
tenemos que interpretar dichas abstracciones mediante el método alegórico, es
decir, a través de la adaptación del contorno a lo comunicado por el símbolo.
No perdamos de vista que nuestra vida no es más que una serie de actos
particulares que, al observarlos de manera general (abstracta), señalan el
desarrollo inconsciente de la simbología cotidiana.
I
El hombre es arrojado allí, sobre la tierra
azarosa, caótica, inexpugnable, y comienza a “estar”. Todavía no “es”,
pues lleva tan sólo unos segundos en aquel caliginoso espacio. Requiere de
tiempo para emprender el desarrollo de su esencia.1 Empieza por
analizarse a sí mismo, pero su interior, eso que (sospecha) hace funcionar
aquella máquina llamada cuerpo, no se muestra con claridad; tan sólo afloran
minúsculas máculas fulgurantes —en forma de sensaciones y sentimientos— de
lo que más adelante comenzará a llamar “alma”. Pero este problema es
mínimo comparado con el otro: el exterior, la tierra, le resulta incomprensible
en su totalidad. Nada concatena según las reglas que él ha considerado
pertinentes para el funcionamiento de las cosas, nada sigue un orden visible,
mensurable, nada aparece seriado: la legislación de la tierra es impenetrable
desde la posición de los hombres. Dado semejante escenario, el hombre
simplemente acata la conclusión fehaciente: él y su entorno son espacios
diferentes, dicotómicos, enemigos. Sólo sabe que él está allí, en ese
espacio; dudar de la realidad de su estancia va contra la obviedad de sus
impresiones. Pero no sabe nada más: cree que fue arrojado a un lugar equivocado
por un infausto demiurgo, cree que es un extranjero en tierras inhóspitas, cree
que es parte de una horrible pesadilla... y siente miedo, o como diría
Kierkegaard, es abrumado por la angustia.2
Pero este temor es especial, pues antes de
achicopalar al hombre confundido, le ayuda a exteriorizar una avidez oculta, un
intenso deseo que yacía reptando en las luctuosas cavernas de su alma: dominar
la tierra, conquistar lo incognoscible. El guerrero, el conquistador, el
dominador de la tierra, es la primera forma de desarrollo del ser. Va a la
guerra con una ferocidad alejandrina, empuña su espada con ímpetu animal; pero
así como salió orgulloso de su caverna para pugnar, vuelve a ella avergonzado
pues todo ha sido en vano. La guerra —como cualquier otra situación
relacional— requiere de alguna conexión, de algún vínculo entre los
sujetos. Pero entre el hombre y la tierra, esto es, entre el sujeto y el objeto,
concurre una imposibilidad de vinculación, pues éste y aquel son esferas
separadas diametralmente, espacios refractarios, realidades opuestas, son una y
otra cosa; lo cual impide la confrontación y consecuente conquista del vencido
por parte del vencedor. Este severo problema es lo que ha impulsado a los
alemanes —especialmente a Kant— a elaborar esos complejos y espaciosos
tratados de teoría del conocimiento, es decir, de las posibilidades concretas y
reales que tiene el hombre de palpar intelectivamente el objeto en su
individualidad.
En la penumbra de las cavernas, los hombres
encuentran el sosiego perdido en la tierra. La oscuridad resulta propicia para
inventar historias acerca de cómo funciona el exterior; en parodiadas palabras
del ateniense de las grandes espaldas, en la negritud del subsuelo el hombre
comienza a inventar la luz. Nietzsche, el filósofo del martillo, ha explicado
aquel momento de la historia del hombre con un sardónico texto, como fue su
costumbre sempiterna: “En algún punto perdido del universo, cuyo
resplandor se extiende a innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en
el que unos animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue aquel el
instante más mentiroso y arrogante de la historia universal”.3
Es entonces cuando dicha caverna, repleta de hombres
encarcelados en su propia humanidad, se convierte en el “mundo”. Como
respuesta a la inexorable tierra nace la mundanidad. Pero debo oponerme a
Nietzsche cuando tilda de “mentiroso y arrogante” tal creación del hombre,
pues en realidad —como nos decía el maestro Fernando González en su
escuelita envigadeña— no hay acto humano alguno que iguale en humildad la
invención del mundo. “El hombre culto”, decía el filósofo
antioqueño, “se limita y contiene acatando su imperfección; es un
reconocimiento de la incapacidad para abarcarlo todo. La cultura consiste en el
humilde reconocimiento de nuestra imperfección y el deber en que estamos de
vivir conforme a nuestro plano actual”.4 ¡Pero es que el
hombre ni siquiera puede abarcar un poco, simplemente es incapaz de abarcar!
II
He aquí pues el verdadero sentido de la mundanidad:
guerra secreta contra la tierra, dominación de ésta sin prorrumpir de la
esfera individual, conquista imaginaria. Quizá al hablar de “imaginación”,
los puristas de la filosofía y la ciencia pueden molestarse un poco. Para
ellos, la imaginación es tan sólo una de las tantas potencias del intelecto,
mas no es la principal —ésta sería la theorein, la capacidad para
contemplar el ente. Lo que desconocen esos filósofos y científicos es que la
imaginación, tal como lo pusieron de manifiesto Alfarabi, Avicena y otra
porción considerable de la filosofía árabe,5 ayuda a los hombres a
superar el contorno sensible, ayuda al pensador a encontrar la verdad que le es
útil frente a un alrededor hostil, frente a una tierra que no busca en absoluto
imitar al hombre, que no posee reglas, ni formas, ni sabiduría, ni belleza, ni
sentido del poder; una tierra que no es un ser vivo.6 El mundo es
creado para evitar la lid inocua contra el exterior, el mundo es pura risa,
detestación y deploración.7 Este es el momento de mayor grandeza
del hombre, de mayor conciencia de especie, pero a la vez es el principio de
aquello con lo que hemos dado comienzo a este ensayo y aún no nos hemos
arriesgado a tratar.
Pese a lo que se podría pensar, el mundo también
es muy distinto a lo que es el hombre. El yo —dice el maestro de Envigado—
“consiste en el conjunto de fenómenos interiores que actúan en determinado
momento. Pero no es al conjunto al que le damos tal nombre, sino a la resultante
de esas fuerzas que se ayudan y se combaten”.8 En un sentido
análogo, Sören Kierkegaard dice del yo que es “una relación que se refiere
a sí misma o, dicho de otro modo, es en la relación, la orientación interna
de esa relación; el yo no es la relación, sino el retorno a sí misma de la
relación”.9 Lo que nos quieren mostrar los citados filósofos es
la mutabilidad del yo, la inconstancia de éste, el enredo de reacciones
indeterminable, variable, múltiple en que consiste el mismo. Pero el hombre
posee un poder valioso, una facultad excelsa y única: decide mientras vive
cómo quiere que sea su ser. El hombre “es” en cuanto hace todo lo posible
por ser como su deseo le indica. Vemos entonces la constante lucha del hombre:
la multiplicidad que lo conforma contra el deseo de estabilidad, de quietud, de
esencia. El mundo es la exteriorización de ese poder, es decir, el mundo es la
imagen de lo que los hombres han decidido ser. Características notables del
mundo: sistematicidad, orden, jerarquía, certeza frente a las interrogantes,
dogmatismo espiritual, administración del poder, ingenierías de dominación
eficientes desde perspectivas económicas, etcétera. El mundo aparece pues,
como ese gran aparato que proporciona al hombre la tranquilidad perdida al ser
arrojado a la tierra, esa gran máquina lógica que proporciona a los hombres el
sentimiento de poder que tanto les hace falta para poder existir.
Pero es esta estructura lógica que hemos creado la
que nos lleva a experimentar ese sentimiento patológico, esa náusea que nos
acogota, ese hastío del cual hemos querido hablar pero no lo hacíamos, pues no
habíamos mostrado el contexto adecuado. Acudamos a Unamuno para empezar sin
equivocaciones; nos dice él, en una de sus obras, que “es una cosa
terrible la inteligencia. Tiende a la muerte como a la estabilidad la memoria.
Lo vivo, lo que es absolutamente inestable, lo absolutamente individual, es, en
rigor, ininteligible. La lógica tira a reducirlo todo a identidades y a
géneros, a que no tenga cada representación más que un solo y mismo contenido
en cualquier lugar, tiempo o relación en que nos ocurra”.10 En
eso se nos ha convertido nuestra vida: en seguir las reglas de la mundanidad,
los dogmas de la lógica, los cuales resultan muy útiles cuando lidiamos con
los problemas propios de la esfera mundial, de la caverna que aún habitamos;
pero es que la vida es mucho más que aquello que logra abarcar nuestra
creación. Los problemas fundamentales que sufre cualquier ser humano, las
preguntas que lo agarran en las noches y lo sacuden hasta producirle el peor de
los insomnios, no son tratadas por la lógica: de nada nos sirve saber que 2 + 2
= 4, cuando la idea de la muerte nos asfixia algunas veces; de nada nos sirve
manejar la teoría del silogismo aristotélico, cuando el problema de la
eternidad del alma sigue intacto, es decir, intranquilizante; poca utilidad
sacamos de conocer a fondo las teorías del caos o la entropía, cuando nuestro arché
aún nos es desconocido y todavía nos incomoda el pensamiento del mismo. El
hombre, pese a su capacidad para imponer el mundo a la tierra e imponerse la
lógica a sí mismo, sigue siendo el mismo manojo de dudas e incertidumbres de
aquel día aciago en que, sin ser previamente avisado, fue arrojado a la
existencia y comenzó a luchar por ser.
Son interrogantes irresolutos los que evidencian la
magnitud insospechada de lo que conforma nuestra existencia. “Los cabos que no
podemos atar son el testimonio de lo trascendente”.11 Pero por
alguna razón todavía no explicada, no podemos experimentar eso que intuimos
como trascendental. Es “algo” que se supone que está allí, para que lo
palpemos con nuestras extremidades etéreas, para que lo sintamos con nuestra
alma, para que lo abracemos con nuestra fe: pero al final, pese a todos nuestros
intentos por des-racionalizar nuestro ser y entregarnos a lo metahumano, caemos
en la desgracia de comprender que todo aquello que hacemos resulta vano, pues
nuestra calidad de mortales, de intrascendentes, de simples humanos, nos impide
experimentar lo divino. Allí aparece la angustia que habíamos intentado vencer
con la creación del mundo.
Empero, los seres humanos, tal y como lo alcanzó a
percibir Dostoyevski, son animales que terminan acostumbrándose a cualquier
situación. Tal angustia ocasionada por su perpetua condición de extranjero
termina por hacerse normal, cotidiana, monótona, y la vida vuelve a su cauce.
Pero es esa resignación que proporciona el espíritu la madre del hastío, es
ese acostumbramiento vil el que nos genera el asco frente al contorno, frente a
la otredad, frente al mundo que hemos creado. Esto es el hastío: el mecanismo
de repulsa que el yo —siempre voluble— interpone para combatir la
estabilidad del mundo, también creada por el yo. El hastío, al igual que la
angustia, no es más que una manifestación sensorial de la condición
paradójica de nuestro yo, de nuestra sempiterna lucha por ser, es decir, por
estabilizarnos, por estancarnos, por morirnos en vida. Pero siempre hemos
perdido la batalla.
III
He querido hacer un recorrido alegórico y abstracto
del origen del hastío, sin tratar directamente al mismo, pues he considerado
que la mayor de las veces son más importantes las historias que los conceptos.
Los conceptos son tan sólo definiciones, esto es, reducciones descuartizadoras
de realidades difícilmente abarcables. En cambio las historias son el recorrido
vivo de una idea a lo largo de una vida siempre cambiante, siempre plural,
siempre dinámica, siempre viva. La historia de un concepto es el recuento de la
relación de éste con el mundo que lo ha inventado; limitarnos al concepto en
su pureza es circunscribir nuestro análisis a un minúsculo momento de su vida.
Espero que se entienda —y se comparta— la preferencia por la historia y no
por el límite.
Asimismo, este ensayo puede parecer inacabado al
lector quisquilloso; de hecho lo está. Al analizar problemas fundamentales del
ser humano a través de un texto se entabla siempre una relación especial entre
el autor y el lector, ya que dicho problema sólo puede ser resuelto —o al
menos palpado— cuando el lector procura interpretar íntegramente al autor y,
además, le impregna al texto su conciencia, su súper-yo, sus experiencias
vitales. Cuando yo hablo del hastío, lo que me propongo es dar comienzo a una
cadena de meditaciones particulares, ser el impulso inicial de un movimiento
colectivo, pero diferenciado, de reflexiones acerca de lo que significa ser un
animal que se hastía. Por eso, señor lector, usted que es un poco
quisquilloso, levántese de la silla en donde ha estado leyendo mi ensayo y
comience a pensar qué significa para usted el hastío: en ese momento mi ensayo
concluirá.
Bibliografía
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Michel, La verdad y las formas
jurídicas, Barcelona: Gedisa, 1998.
González,
Fernando, Viaje a pie,
Medellín: Universidad de Antioquia, 1997.
González,
Fernando, El remordimiento,
Medellín: Universidad de Antioquia, 1994.
Kierkegaard,
Sören, El concepto de la
angustia, Barcelona: Fontana, 1994.
Kierkegaard,
Sören, Tratado de la
desesperación, Barcelona: Fontana, 1993.
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Madrid: Espasa-Calpe, 2000.
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Barcelona: Altaya, 1993.
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La Oveja Negra, 1983.
Unamuno,
Miguel de, Del sentimiento trágico
de la vida, Madrid: Alianza Editorial, 1999.
Weil,
Simone, La gravedad y la gracia,
Madrid: Trotta, 1994.
Yabri,
Mohamed Àbed, El legado filosófico
árabe, Madrid: Trotta, 2001.
Notas
“La existencia precede a la esencia”, Sartre,
Jean Paul. El ser y la nada, Barcelona: Altaya, 1993, p.67.
Kierkegaard,
Sören, El concepto de la
angustia, Barcelona: Fontana, 1994.
Citado por Foucault, Michel, La verdad y
las formas jurídicas, Barcelona: Gedisa, 1998, p. 19.
González,
Fernando, Viaje a pie,
Medellín: Universidad de Antioquia, 1997, p. 80 y ss.
Yabri,
Mohamed Àbed, El legado filosófico
árabe, Madrid: Trotta, 2001, p. 97 y ss.
Nietzsche,
Friedrich, Gaya ciencia,
Madrid: Espasa-Calpe, 2000, aforismo 109.
Ibidem,
aforismo 333. Al respecto de este texto
nietzscheano, tenemos que decir que los tres impulsos que él menciona —reír,
detestar, deplorar— son comunes al ser una manera de conservar el objeto
(la tierra) a distancia, de romper con él: protegiéndose con la risa,
desmereciéndolo con la deploración y destruyéndolo con el odio.
González,
Fernando, El remordimiento,
Medellín: Universidad de Antioquia, 1994, p. 153.
Kierkegaard,
Sören, Tratado de la
desesperación, Barcelona: Fontana, 1993, p. 23.
Unamuno,
Miguel de, Del sentimiento trágico
de la vida, Madrid: Alianza Editorial, 1999, pp. 106-107.
Weil,
Simone, La gravedad y la gracia,
Madrid: Trotta, 1994, p. 134.