Y estaba allí, dos carpetas más adelante, dos gradas abajo, de
espaldas a ti, a nosotros, claro; la ligera intelectual de siempre, con sus
círculos de vidrio igual como cuando la conociste (tú a ella —se supone no
ella a ti—), con los anteojos redondos y la piel morena a propósito, la
espalda oculta por una casaca negra de cuero que alguno de sus padres, o los
dos, le habían traído de un viaje no tan fugaz pero sí —como era su
costumbre— (y esto también te gusta suponerlo) derrochador. Giraba de vez en
cuando a obsequiar cigarrillos a sus amigos, que no eran míseros pero querían
parecerlo, y se esforzaban en ello, y que se sentaban un poco atrás, un poquito
no más, según propio testimonio, para poder hacer más bulla en clase,
gratuita contribución. Y ella, tan intelectual, contemplaba el salón helado,
abarrotado y aburrido, y cada cigarrillo —caros filtros provenientes de algún
ilusorio paraje inalcanzable— cruzando sus labios, le recordaba aquel inmenso
placer erótico-sexual que nunca tenía por qué ser prohibido, y menos un
problema, tampoco practicado con tanta frecuencia y entusiasmo, capaces de
comprometerla, como en la realidad —la vida es así— pensaba hacerlo.
La clase recién comenzaba a las cuatro. Tenías
tiempo para asomarte al balcón del segundo piso y divisar no tan inocentes
extremidades metidas en elásticos pantalones, apresuradas, encontrándose con
otras análogas; o rostros nerviosos, ansiando rendir exámenes orales o buscar
libros en una biblioteca que cada día recibía un público ávido, solidario,
que se aferraba a ella. La clase era de números, a las cuatro, números que
odiabas y que se superponían y encabalgaban en el pizarrón verde (todavía
estoy seguro del color) mientras tus bostezos, largos e insistentes, no lograban
acortar un tiempo del cual costaba trabajo siquiera tomar prestado un pedazo,
aunque, por fin te diste cuenta, si te animabas lo podías manejar a tu modo. Y
te animaste. Caminas cerca al estacionamiento y ves bajar de un auto (un
incierto compañero de ruta lo había denominado colosal) a una muchacha de
rulos y minifalda, una reducida —o habría que decir mutilada— falda de
jean. Y pensaste en hablarle, confesarle los motivos de tus paseos
universitarios —si decías académicos se podría distanciar mucho más
rápido— que ocultaban, serías franco, tus verdaderas inquietudes. Y
soñarías un punto a favor. Mas tus nervios y tu garganta anudada, bien
anudada, impidieron tus primeros pasos, y ella ya ingresaba a la Facultad, luego
subiría al segundo piso, a una clase humanística, y un par de horas después
saldría radiante y acompañada. Para entonces, las dos cosas serían un
recuerdo: ella y tus intentos. Bueno, no la conoces, a veces ella también
podría tan sólo un objeto, ¿un juguete? No, no eras tan perverso. Y tus
números ya estarían bien aprehendidos, tú fortalecido, y las ideas flotando,
ansiosas de estallar.
En el bus viste el beso. Se estrecharon, primero.
Parecía que con pasión. Ella le puso los brazos sobre los hombros y él,
feliz. La suerte de algunos, decía tu amigo. Tú sólo imaginabas un retrato,
para enmarcarlo. Antes, en el paradero, la gente colmaba los espacios y apenas
podía avanzar. La chica de chompa roja, que no era la misma romántica del bus,
parecía morirse de frío, a pesar de la prenda gruesa. A tu amigo lo verías
luego y conversarías sobre ella, cotejarías. Y comentarías los hechos pero
no, nunca así, deportivamente. La chica se recostaba contra el poste delgado de
fierro que arriba llevaba un letrero: PARE (ya habían nacionalizado el STOP,
para nostalgia de muchos adictos). Esperaría algún auto con chofer que la
trasladaría lejos, quizá a una de esas apartadas congregaciones de todo lo que
se conoce por ciudad. Su rostro, lo pensabas. Sus caderas se habían grabado en
algún lugar de tu mente, tu mente que sólo se obnubilaba con ella, a la que le
bastaron tres segundos, cuatro quizá, para tenerla presente. Y para olvidarla
el mes que viene, o mantenerla un instante. La noche pasaba por su mejor
momento: profunda, oscura e invernal, pese a las luces que pugnaban por
aumentar; y la primavera era un nombre que mejor se postergaba cómoda,
automáticamente. El beso en el bus, eso es lo que marcó el retorno a casa. Te
hizo recordar lo que evitabas perder. Te despertó. Y evocaste cuando, en un
giro de tu cabeza, ella, la de la chompa roja, ya había subido a un auto
amarillo de cuatro puertas, ésos que tu padre llama de generales —no hay que
ser groseros ahora— y a dónde iría realmente. Qué importa, nada importa;
mañana, era seguro, la verías otra vez, no siempre desde el balcón, más
probable por la tarde; sí, tendrías que quedarte, perder tu matiné,
sacrificar tu cita con Marthita, disculparte. Todo para (por) verla, sentada en
la banca de la Facultad, otra vez acariciando sus caderas como sólo ella, por
ahora —y rogabas por la validez de tu hipótesis no matemática— lo hacía.
Y pensar en el verano que venía en un par de bimestres y que ella era también
fumadora, quizá empedernida, que lo hacía más por nervios que por pose; que
parecía mayor de lo que era y en verdad sí tenía menos años que tú. Pensar
en mañana, pero mejor —mientras fijas las miradas en curiosos rostros,
viajando en el inhumano transporte público atestado— en esta noche, cuando
los dediques a la chompa roja, al rostro excitable (y muy excitante) y, por
supuesto, a las figuras multiplicadas, reproduciendo sus formas; y que mañana
volverás por ellas —por esas formas que, deliciosas, no llegan a ser
turgentes pero sí apacibles— a cualquier precio, incluso tras escribir unas
líneas basadas en todo esto que te persigue —y tu duda secunda tus ojos y,
claro, tu mente—, tratando de atribuirme en ellas (tú sabes que lo es) una
indecente autoría.