Ya estábamos cenando cuando llamaron a la puerta de casa. Papá
nos miró extrañados. Eran más de las ocho y media, y no esperábamos a nadie.
Había que ver el rostro de mamá con la bandeja de postre aún entre las manos,
la sonrisa temblando como la gelatina de naranja. Antes de que alcanzara a abrir
la boca oímos disparos. La puerta de la calle. El pasillo. Miré a Roberto con
desesperación. Siempre era él quien decidía cuando las cosas se ponían feas.
Los dos sabíamos que unos segundos nos separaban de un túnel incierto peor que
la espera. Me devolvió la mirada casi compasivamente, como si acertara a
comprender que no había escapatoria.
Pensé: el patio, la escalera de hierro oxidado que
sube al tanque de agua —ojo con el tercer escalón empezando por arriba que
está medio flojo—, saltar al cuarto donde el vecino fabrica camisones de
seda, perdernos en la niebla dulce del barrio, bucear en la locura histérica de
Buenos Aires, los dos juntos para siempre, afeitarnos la barba y la melena,
requisar el coche de algún honrado especulador inmobiliario, apretar el
acelerador a fondo. Vamos por la ruta 3. Roberto sabe cómo salir rápido de la
ciudad, será mejor que lleve el coche. Tengo que despedirme de Elena. Ahora que
lo pienso... ¡A lo mejor se quedó embarazada! Su viejo era capaz de detonar
personalmente una bomba de hidrógeno en Tandil con tal de que me alcanzara a
mí también. Nos teníamos un odio ancestral, como si nos hubiéramos conocido
en otra vida. ¿Y por qué la ruta 3? ¿Adónde íbamos a ir? ¿A Chile? ¿A la
Patagonia? De pibe siempre soñaba con ir a Chile. Me gustaba el sonido de su
nombre. Lo repetía despacito, una y otra vez: Chi-le. Chi-le. Estaba convencido
de que era la tierra en donde se pueden tocar los sueños. Sueños largos,
llenos de islas como estrellas australes. Seguro que alguien se divirtió mucho
cuando trazaron el contorno definitivo de sus límites.
Bien. Supongamos que decidimos tirar hacia el sur,
¿cuánto iba a tardar la cana en localizarnos y reventarnos en el mismo coche?
¿Y si lográramos llegar a Río Gallegos qué iba a pasar? Bahía Blanca,
Viedma, Trelew, Comodoro Rivadavia, Puerto Deseado, San Julián, Río Gallegos,
ya me sabía el camino de memoria, como si lo hubiera recorrido un millón de
veces. El viejo anduvo por ahí antes de que naciéramos nosotros. Perdidos en
Santa Cruz, una provincia atrozmente grande, llena de viento y de ovejas. Pasar
a la parte chilena del Estrecho no tiene ningún sentido. Los carabineros nos
iban a recibir con los brazos abiertos. A lo mejor, si lográramos escondernos
en algún lugar de los lagos de la cordillera... Roberto conoce bien la zona.
Creo que se enganchó con una mina por primera vez acampando en el lago
Futalaufquen. No estaba mal aquella piba. ¿Cómo se llamaba? Pobre... le hizo
la vida imposible al loco. En realidad era bastante imbancable, aunque tenía lo
suyo.
En cualquier caso o nos revienta la policía, o el
hambre o el frío. ¿Y en Río Gallegos? ¿Qué tal si lográramos sobornar a
algún pescador y nos lleva hasta las Malvinas, a Goose Green, a alguna playa
desierta? ¿Nos iban a conceder asilo los keelpers? Anda ya... como dice
el almacenero de la esquina de casa cuando se le pide fiado. Nos iban a deportar
sin que se enterara nadie y de ahí vuelo sin escalas hasta la Escuela de
Mecánica de la Armada.
¿Adónde carajo se puede ir? Uruguay está acá
nomás, pero el ejército es tres cuartos de lo mismo. En Brasil también están
los muchachos y sin guita es como entregarse mansamente al botón. Paraguay
queda donde Belgrano perdió el gorro —Tacuarí, Paraguarí,
Tararí-que-te-ví, el copón bendito— y están muy avanzados en materia de
dictadura, creo que han logrado ocupar el primer puesto en el ranking negro, en
lucha cerrada con Sudáfrica y Haití. Organizan congresos, intercambian datos
parapoliciales. Así evitan inventar la rueda constantemente.
¿Bolivia..? Hace tiempo conocí a un tipo de
Cochabamba. Evaristo Maipo. Durante una temporada solía venir a casa. Era amigo
de un antiguo socio del viejo. Gordito, petisón. Empezaba la reunión muy bien,
muy cortés, saludando en aymará. Pero en cuanto llegaban las viandas perdía
los papeles. Con gran disimulo se iba comiendo todo lo que había en la mesa,
sin reparar en consideraciones dietéticas. Cuando el género comenzaba a
escasear se despedía presuroso: muy rico todo, delicioso, señora. Nunca se le
vio traer nada, ni una mísera empanada de choclo, ni siquiera un cubanito.
Un día vino con su hermana que, a juzgar por el
apetito que traía, debía haber viajado de Sucre a Buenos Aires en el Titicaca
Express sin pasar por el bar. Cuando se iban, miraron a mamá y dijeron al
unísono: muy rico todo, señora, nos ha gustado mucho, mucho, de verdad. Una
marca de familia.
Maipo siempre le hablaba al viejo del mismo tema.
Estaba obsesionado con la comercialización a gran escala de barcazas de totora.
Creía que era el material definitivo. “Compadre, no sé si se da cuenta de la
trascendencia del asunto. Es la única posibilidad de que Bolivia logre romper
su secular aislamiento: creo que es la solución definitiva a las nefastas
consecuencias de la guerra del Salitre”, sentenciaba en bulímico aquelarre de
facturas, masitas, fresco y batata, pan dulce, sandwiches varios, fugazzeta con
fainá...
Cuando se le interrogaba sobre el propósito de tal
empresa, Maipo se quedaba pensativo y miraba de soslayo, como súbitamente
admirado ante interlocutor tan obtuso. Papá, que se sabía el cuento, gozaba
dándole manija:
—Esta bien. Supongamos que, tras todos estos
esfuerzos, logra construir una flota de barcazas de totora. ¿Y..?
Maipo se arrimaba a la mesa, medio incómodo,
haciéndose fuerte en el plato que contenía las joyas de la corona, cabeceaba
pesadamente y terminaba por sentenciar, cual Odiseo ansioso:
—Cuando los barcos estén listos navegarán día y
noche.
—Me hago cargo— respondía mi padre—. Pero,
¿para qué?, ¿acaso va a crear un nuevo transporte de línea? ¿Piensa hacer
una empresa de fletes?
—No, mi amigo. Las barcas irán de vacío hasta el
centro del lago. Allí están las islas donde crece la totora.
—¿..?
—Pues entonces llenamos las barcas de totora hasta
los topes y nos las traemos bien cargaditas a puerto.
—¿Y para qué quiere todo eso?
—Está bien claro, compadre —respondía Maipo
algo soliviantado—. Usaremos la totora para construir más barcos, ¿para qué
otra cosa sirve?
Yo era muy chico, pero el viejo solía decirme que
el proyecto de Maipo no era más absurdo que la mayor parte de las empresas
humanas. Nunca alcancé a comprender por qué razón se le abrían las puertas
con tanta asiduidad a este visionario andino. A mamá le resultaba simpático.
¿Qué tal la selva que limita con Brasil? Creo que
al golpe de estado de la semana pasada sucedió un contragolpe aun más
virulento... Allí entregaron y mataron al Ché... Además está a cuatrocientos
millones de kilómetros. No hay salida por ningún lado.
Vivimos en el extremo final de un continente
aislado, en un país demencial rodeado de milicos por todas partes. No hay más
que uniformes hasta el Río Grande. Gendarmería Nacional, Carabineros, Policía
Federal, Guardia Fronteriza, Secciones de Asalto Llaneras, Club de Amigos del
Ku-Klux-Klan, Escuadrones de la Muerte, Bandas Paramilitares, Torturadores
Asociados, Hitlerjugend Litoraleña, Policía de Aduanas, Granaderos a Caballo,
Infantería de Marina, Cadetes de la Escuela de Tortura Naval, Fuerzas Nazis de
Apoyo y Asistencia, Sociedad de Técnicas de Desaparición Avanzadas, de
Córdoba, de la Colonia Dignidad de Chile, de Brasil. Tipos que asesinan a los
pibes en Bogotá, en Río de Janeiro, en Sao Paulo. Por cuestiones de estética
municipal. Qué valientes... querría verlos yo ante un ejército regular.
Seguro que se iban a recontracagar.
Y, aun en el caso de que lográramos zafar, ¿qué
iba a pasar con el resto de la familia? Pueden llevarse a papá o quizá los
secuestran a todos. Mi hermano menor sólo tiene doce años, pero, ¿cómo
calcular la reacción de estos tipos? Por el ruido que están haciendo serán
como veinte. Veinte gorilas armados hasta los dientes. Si después de todo
lograban sobrevivir no les quedaría otro camino que salir del país. Puedo
verlos en Ezeiza, nerviosos, sin dormir, papá preparado para coimear a quien
haga falta. Seguro que el pequeño creerá que se trata de algo transitorio,
unos meses, quizá un año. Mejor así.
No dejo de preguntarme qué será de mamá tan lejos
de nuestro patio... Que yo sepa, nunca salió de la ciudad. Algunas excursiones
al mar y breves viajes por la pampa. Eso es todo. Es una experta en Buenos Aires
y para ella, más allá de la costanera y las dársenas sólo hay niebla y el
azul de los mapas. Papá se adaptará mejor al cambio, sin duda. Es una máquina
de fabricar proyectos y desde joven aprendió que la única forma de no caerse
de una bicicleta implica no dejar de pedalear ni por un momento. Ya lo imagino,
levantándose todos los días a las 6:15, haciendo sus veinte minutos de
ejercicio, ducha fría, rito oriental frente al espejo, desayuno y salir a
guerrear, y así todos los días de todos los meses. Apasionadamente marcial,
hablará con los responsables de esto y aquello, creará treinta empresas
diferentes, venderá artículos de prensa firmados con doce seudónimos
distintos, pondrá en marcha proyectos de colaboración internacional, echará
manos a todo el mundo y no dejará ni por un momento de ganar un buen fangote de
guita, pesos, patacones, morlacos... A poco que se esfuerce apenas si tendrá
tiempo de pensar en nosotros. Llegará un momento en que sus llamadas
telefónicas y sus envíos postales a los países más variopintos del globo se
verán beneficiados por un efecto multiplicador que desterrará para siempre los
minutos libres.
Tal vez dentro de muchos años se produzca una leve
distracción, fruto de una copiosa comida con un grupo de amigos cuyos rostros
nunca conoceré, y bajará la guardia por un instante y recordará algún
detalle de esta noche o creerá entrever lo que vino después. Entonces sentirá
un vértigo exterminador en el alma.
Mamá es distinta. Puedo verla recorriendo los
andenes de las estaciones de metro de ciudades anónimas. Torturada por el eco
de los próceres argentinos no alcanzará a descifrar nuevos laberintos.
Dorrego, Primera Junta, Agüero, Federico Lacroze, Canning, Leandro N. Alem se
apiñarán en su memoria y se cerrarán en banda. Jamás permitirán la entrada
de intrusos agaiterados, y mamá nunca sabrá a ciencia cierta si se encuentra
en Menéndez Pelayo, si hay que cambiar de tren en Plaza de Castilla o si
Alfonso XIII es la próxima. Aun ignorando dónde está la punta de la madeja
cotidiana esperará pacientemente en las antesalas del despacho del Embajador de
la Nación, el Cónsul General de la República, el Agregado Militar, el Hombre
Fuerte de la Cámara de Comercio Agropecuaria en el Extranjero. A todos contará
su drama personal, a todos pedirá justicia, exigirá habeas corpus, incluso
apelará a sus sentimientos como seres humanos, como padres de familia, como
creyentes en un poder supremo y trascendental, como reos convictos y confesos
que en el Día del Juicio habrán de presentarse ante Dios Todopoderoso
Ajustacuentas sin más escolta que el abultado y turbio curriculum de sus
pútridas conciencias.
Pero desde esta misma noche mamá sabrá
perfectamente que nunca volverá a vernos. Esa es la diferencia con papá. Él
cree en la existencia de una cadena causal. Considera que el trabajo bien hecho
debe tener su recompensa adecuada. Estima que si cada cual cumple con su tarea
correctamente, las cosas por fuerza han de salir bien. No hay sitio en su mundo
para lo imponderable, para el azar mortífero, para el horror sin límites.
Papá comprende que nunca hicimos nada realmente grave más allá de participar
en algunas algaradas estudiantiles. Por tanto, si se tocan las teclas adecuadas,
pensará seguramente, las aguas han de volver a su cauce. En cambio, mamá sabe
que la infamia acecha en lo cotidiano. Es la bifurcación que pugna por salir al
exterior todas las noches, entre las tres y las cuatro de la madrugada. La
catástrofe que muerde los pasos de cada mortal. Los ominosos y certeros golpes:
imposible calcularlos de antemano.
Sin embargo, ambos creerán engañarse fingiendo
adoptar el punto de vista del otro. Con los años, papá se rebelará contra la
merma de sus fuerzas, contra el orden establecido, contra el daño irreparable y
universal que producen los incompetentes; a mamá le dolerán las camisas
intactas, los cumpleaños mudos, el implacable imperio del amarillo sobre las
fotos en blanco y negro. Nuestro hermano menor encontrará su lugar en ese arco
voltaico y no cejará en su empeño de provocar y expandir la risa.
Volverán algún día a casa, cargados de vida y
nuevos semblantes y, a pesar de todo, no dejarán de soñar nuevos viajes. “Debemos
vivir con el doble de intensidad”, se dirán decapitando de un solo tajo la
repetida tristeza que acompaña al crepúsculo en otoño, “la parte que nos
corresponde y la que ellos sueñan todas las noches. Sólo así alcanzarán a
entornarse las insoportables puertas del cielo”.
Por sus manos aprenderemos el trazado de calles
tortuosas y el pulso de gentes extrañas, playas, mares, puertos de infinita
belleza. Sena, Tajo, Arno, Támesis, Ebro, Tíber, Vístula, Danubio, Ródano,
dedicarán el resto de sus vidas a coleccionar ríos y tardes alciónicas, la
luz de las jornadas que preceden al invierno y los días que se alejan
lentamente del solsticio.
Entonces Roberto me miró a los ojos. Ahora éramos
una sola persona. No volveremos a jugar al fútbol en la Agronomía ni a sentir
cómo crujen las veredas en otoño —pensamos a la vez. No alcanzaremos a
saborear besos furtivos en las esquinas sin luz ni viajes infinitos en trenes de
carga —sentimos al unísono. No habrá médanos vermelhos ni desayunos
con pasteis de nata inagotables en Portugal —se nos hace agua la boca.
También él ha comprendido: de ésta sólo saldremos si ellos sobreviven, si
logramos que ellos se salven. El viento y el lento vaivén de las estaciones se
encargarán del resto. Tan sólo hubiéramos demorado un minuto antes de que
destrozaran la puerta verde del comedor; el tiempo justo para abrazarlos a
todos.