En un inmenso salón coronado por una brillante cúpula de acero,
Erno Sayajit construía el más fabuloso mundo de naipes; dirigido por una
supercomputadora infalible, colocaba una baraja aquí y otra allá, delineando
la magna geometría. Levantaba puentes de ases, muros de doses y techos de
reinas. El cerebro electrónico determinaba y controlaba las fuerzas dispersas y
los vectores mal encaminados. Y Erno Sayajit ascendía junto con su ciudad,
sostenido en el aire por poleas y ganchos de gran sutilidad y precisión, se
desplazaba con mirada atenta sobre aquella urbe de cartón; sonreía o cavilaba
sobre alguna idea y luego, invariablemente, consultaba con un rápido tecleo a
la computadora. Así, Erno Sayajit y su compañera inanimada, calculando centros
de gravedad y otro millón de nimias variables, construían con exactitud su
ciudad de naipes perfecta.
Llegó el día en que Erno Sayajit colocó, con
instrumentos de precisión perfectamente equilibrados, el último naipe; bajó
su mirada y recorrió la magnífica estructura, las barajas en ángulos
imposibles, las torres de altura inquietante, los arcos, las ventanas, los
pisos, los tejados, las fosas, los balcones, los balaustres, los miradores,
estuvo un largo rato embelesado en su obra, su gran obra. Su espíritu se
relajó, embargado de satisfacción, era su triunfo sobre la materia, sobre la
indócil entropía del universo. Erno Sayajit sonrió. Una sonrisa de triunfo.
Entonces, en ese preciso momento, Erno Sayajit
estornudó.