La feria del libro de Buenos Aires cumple treinta y un años. Yo
no alcancé a conocerla, quiere decir que me fui antes. ¿Qué hace que primero
yo y después los otros, me consideren, calificativos de calidad aparte,
escritora argentina? Pero eso es ahora harina de otro costal.
En mi juventud no había ferias del libro, cabe
señalar que manifestaciones estudiantiles que no fueran reprimidas duramente,
tampoco.
La vida me hizo asistir luego a presentaciones
propias y ajenas, a conferencias, seminarios y ferias variopintas. Por entonces
mi credo fue que había que ir a buscar el lector por único que fuera, al lugar
donde se encontrase. Arrobarlo, arrullarlo, seducirlo si se dejaba, después.
Se agolpan en mi mente recuerdos de otros tiempos,
tango dixit y si él lo dice es porque sabe. Así, veo desfilar un encuentro
prodigioso con Allen Ginsberg, Gregory Corso, y Milos Forman que tenía sólo en
sus espaldas Los amores de una rubia, una lectura con Vossnesenski el
impetuoso, todo a comienzos de los 70. Leíamos poemas en un sitio remoto en el
fondo de Iowa llamado Ames y asistían al encuentro en ruso, en argentino,
muchachas encandiladas por el sonido del ruso que hacía repicar campanas, las
del cuore también. En mi rosario figura además un escarceo con Umberto Eco a
propósito de las pasiones paralelas en Borges y Pound.
Después estuve en la de Frankfurt, una de cal otra
de arena, que me abochornó, y tanto. Yo, fantasmeando porque mi novela, De
Pe a Pa, única entre millones estuviera en la feria, y ni el editor me
esperaba, ni los lectores tampoco.
Las ferias más que para vender libros sirven para
que los escritores se froten entre sí, saquen a relucir lo que ocultan más o
menos exitosamente a sus lectores, fraternicen, se enemisten, trepen la
pirámide o la bajen con cierto estrépito. Algunas me han dejado la ñata
contra el vidrio, es decir, me invitaron, después me pusieron un misterioso
cero en conducta y me desinvitaron como la de Buenos Aires, por ejemplo, que
viene a ser mi asignatura pendiente.
Es increíble lo que la memoria retiene o desecha.
De tanta gente que uno desgrana a lo largo de décadas te queda por ejemplo la
presencia en una feria, de las consideradas humildes, en los alrededores de
Burdeos, donde sólo retuve que la librera me explicó durante horas un largo y
minucioso procedimiento para cocinar lampreas; parece que la empresa de hacerla
comestible es ardua, necesita varios días y nunca se sabe.
Estuve firmando libros en las ferias de Barcelona,
Madrid, París. Acudí entre otros, a un festival, que inopinado, se agolpa ante
tu emoción y arrasa. Fue hace casi diez años en Saint Malo. Su título, de por
sí atractivo, Etonnants voyageurs. Viajeros asombrosos. En el tren de
escritores, qué cosa más oronda —diría Borges—, me tocó sentarme
al lado de uno parco y mítico, Coloane. En la propia feria pasé el día
firmando poco y oyendo mucho, mano a mano, sillita a sillita con Daniel Gelin,
mito del cine francés: hablamos del mar, de su hija María Schneider “que
salió del mal trago”, creía con fervor, de su mujer actual que conoció en
un festival en Israel, de todos sus hijos que eran actores y conseguían vivir
de ello, de Buenos Aires que amaba y donde quería filmar La invención de
Morel, sin conseguirlo, del mar, de la poesía, de nuevo el mar y su velero
y que nos veríamos en París, cosa que no hicimos. La noche fue larga, densa y
fraternal, Soriano me contaba que lo que más le había gustado de conocerme era
saber cómo eran las locutoras (en Son cuentos chinos... relato las
peripecias de Laurita, descangallada en Radio Pekín y Radio Japón) detrás y
adelante del micrófono.
La cena fue con un Bioy refulgente en toda su
seducción. Me doy vuelta y es todo cosechar viento. Ni Gelin, ni Soriano ni
Bioy. Quedamos, todavía, de testigos, para recordar ese día, esa noche, ese
paréntesis de lujo, Marcelo Pichón Riviere y yo.